Domingo 15 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

 

XV

El Evangelio de este domingo se abre con la pregunta que un doctor de la Ley plantea a Jesús: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» (Lc 10, 25). Sabiéndole experto en Sagrada Escritura, el Señor invita a aquel hombre a dar él mismo la respuesta, que de hecho este formula perfectamente citando los dos mandamientos principales: amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo. Entonces, el doctor de la Ley, casi para justificarse, pregunta: «Y ¿quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). Esta vez, Jesús responde con la célebre parábola del «buen samaritano» (cf. Lc 10, 30-37), para indicar que nos corresponde a nosotros hacernos «prójimos» de cualquiera que tenga necesidad de ayuda. El samaritano, en efecto, se hace cargo de la situación de un desconocido a quien los salteadores habían dejado medio muerto en el camino, mientras que un sacerdote y un levita pasaron de largo, tal vez pensando que al contacto con la sangre, de acuerdo con un precepto, se contaminarían. La parábola, por lo tanto, debe inducirnos a transformar nuestra mentalidad según la lógica de Cristo, que es la lógica de la caridad: Dios es amor, y darle culto significa servir a los hermanos con amor sincero y generoso.

1. Oración.

Oh Dios, que muestras la luz de tu verdad a los que andan extraviados para que puedan volver al buen camino, concede a todos los cristianos rechazar lo que es indigno de este nombre y cumplir cuanto en él se significa. Por nuestro Señor Jesucristo.

2. Texto y comentario:

2.1. Lectura del libro del Deuteronomio 30, 10-14

Moisés habló al pueblo, diciendo: «Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta ley; conviértete al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma. Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: “¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos? “; ni está más allá del mar, no vale decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?” El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.»

El anciano Moisés dirige al Pueblo de Israel sus últimas exhortaciones. Pa­recen ser de composición tardía. El acontecimiento destierro han dejado en ellas su impronta. Ha habido un proceso de inte­riorización. El autor deuteronomista cuenta con la posibili­dad de un castigo semejante. El incumplimiento del pacto puede acarrear al pueblo daños mayores (maldiciones). Dios, por su parte, fiel y misericor­dioso, está siempre pronto a retirar su mano ai­rada y a curar las heridas ocasionadas por el golpe. Dios cura con las heridas. Las heridas tie­nen una finalidad medicinal. Hay que re­conocer en ellas la mano de Dios y aceptarla.

El autor del libro es un predicador. Como predi­cador exhorta, anima, ad­vierte. La exhortación va dirigida a escuchar la voz de Dios, a guardar sus pre­ceptos. En el cumplimiento de la Ley está la vida. El autor inculca la obser­vancia de la Ley. Una conversión de corazón (y de alma). Es menes­ter volver a Dios en el pensar, en el querer y en el sentir. El pueblo debe conformar su co­razón y su mente al bello espejo de la Ley de Dios. Ahí está, grabada en pie­dra, perenne, la voluntad de Dios. No hace falta recorrer mundos para encon­trarla. La tienen ahí, a mano. Debe llegar a lo más hondo del corazón. La con­fesión de los labios acompañará el sentir del corazón. Basta cumplirla para que lluevan sobre cada uno de los miembros del pueblo las más abundantes bendiciones. No basta la cir­cuncisión del cuerpo; urge la circuncisión del cora­zón. Es la predicación del deuteronomista.

Pero el deuteronomista es consciente de la en­fermedad del corazón hu­mano. La amarga expe­riencia de los siglos le ha revelado que es Dios quien tiene que circuncidar el corazón de los hom­bres (30, 6). Quedan, pues, dos admirables ense­ñanzas: a) la Ley, la norma moral, está cerca como Dios mismo; b) que sin la ayuda de Dios el hombre no llega a cumplirla. Esta se­gunda enseñanza deja al descubierto la caducidad de la alianza antigua y anuncia, a su vez, la implantación de otra. El Nuevo Testamento dará la res­puesta.

2.2. Salmo responsorial Sal 68, 14 y 17. 30-31. 33-34. 36ab y 37 (R.: cf. 33)

R. Humildes, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón.

Mi oración se dirige a ti, Dios mío, el día de tu favor; que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude. Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia; por tu gran compasión, vuélvete hacia mí. R.

Yo soy un pobre malherido; Dios mío, tu salvación me levante. Alabaré el nombre de Dios con cantos, proclamaré su grandeza con acción de gracias. R.

Miradlo, los humildes, y alegraos, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón. Que el Señor escucha a sus pobres, no desprecia a sus cautivos. R.

El Señor salvará a Sión, reconstruirá las ciudades de Judá. La estirpe de sus siervos la heredará, los que aman su nombre vivirán en ella. R.

Para unos, salmo de súplica con elementos de acción de gracias. Para otros, un salmo de acción de gracias donde se recoge la súplica del agraciado en el momento de la tribulación. La misma realidad considerada bajo distintos puntos de vista: súplica, acción de gracias. Ambos elementos quedan bien re­presentados en la selección de versillos que ha realizado la liturgia.

El estribillo puede darnos la pauta: Buscad al Señor, y vivirá vuestro cora­zón. Lleva el aire de una exhortación apremiante (como apremiante es la vida): Buscad. La exhortación se eleva a sen­tencia sapiencial, a verdad uni­versal, y refleja la experiencia personal (y colectiva) del agraciado: Todo el que busca al Señor, vivirá. La búsqueda aparece en el salmo en forma de petición y súplica. La oración alcanza a Dios y, por tanto, la vida. La oración es expre­sión de la búsqueda. La búsqueda, por otra parte, delata una conciencia de necesidad, aquí vital -vivirá vuestro corazón-. El salmista lo declara al confe­sar humildemente su radical indi­gencia: pobre malherido. El hombre no posee por sí mismo el don de la vida. La vida está en Dios. Por eso, Buscad a Dios, y vivirá vuestro corazón. El salmista lo ha experimentado en propia carne. Su agradecimiento se convierte en alabanza. Y la alabanza se ensancha al pueblo fiel, haciéndose comunitaria. Es todo el pueblo en fe y confianza el que pro­clama la salvación de Dios. Sión, Judá, Is­rael vivirá si busca a Dios. También nosotros.

2.3. Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 1, 15-20

Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.

Comienza la carta a los Colosenses. Carta es­crita por Pablo en la cautivi­dad. Pablo no ha quedado satisfecho del todo con las noticias llegadas de Colo­sas. Aunque la comuni­dad parece andar cristianamente, hay una serie de pos­turas y concepciones que alarman a Pablo. No es algo definido y claro. Son concepciones y tenden­cias que no se acoplan bien con la verdadera doc­trina cristiana. El influjo de ciertas prácticas pa­ganas, de ciertas concepciones genti­les y la presen­cia de tendencias judías amenazaban, como som­bras de nubes tormentosas, la radiante figura de Cristo. En particular las concepciones refe­rentes a los ángeles y espíritus ofrecían serio peligro a la verdadera ense­ñanza. Ese grupo intermedio de se­res celestes, de semidioses, de ángeles, po­día ab­sorber a Cristo. Cristo podía ser concebido como uno del grupo. Grave peligro. Pablo coloca a Jesús en su debido puesto. La lectura de hoy lo canta en forma de himno. Cristo, contemplado en todo su esplen­dor y magnitud.

Quizás se encuentre, al fondo, un himno cris­tiano primitivo. Pablo lo habría retocado. La cris­tología que aquí se expresa es tan antigua, en raíz, como la misma Iglesia. Nos movemos en un am­biente litúrgico. La postura adecuada es la con­templación. Contemplación de la obra de Cristo, de su intervención y de la situación religiosa resul­tante. Cristo en el orden de la creación: imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, cre­ador de todas las cosas… Las potencias -del tipo que sean- tienen en él la razón de su existencia. Es su creador y sustentador. La figura de Cristo queda así bien perfilada como Soberana de todo lo cre­ado. La prima­cía en la creación prepara la prima­cía en el orden de la salvación. Jesús es el primero en todo y en todos los órdenes. Con su cruz y resu­rrección ha puesto las cosas en orden en todos los órdenes, Por la sangre de su cruz ha reconci­liado al mundo gentil con el judío, echando abajo el muro que los separaba. Ha reconciliado al hombre con Dios, su creador. Y hasta el cielo se ha abrazado a la tierra en señal de reconciliación y de paz. Es el primero de los resucitados y causa de la resurrec­ción de los que, desde su muerte, han sido consti­tuidos hermanos suyos. Él es la cabeza de la nueva Creación, Cabeza de la Iglesia. Todo por él y para él. Ha recibido el nombre que supera todo nombre. Es el SEÑOR universal. No es una criatura más, con más o menos privilegios y pre­rrogativas. Per­tenece a la esfera divina. En otras palabras, es el mismo Hijo de Dios.

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 10, 25-37

En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: – «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?»     Él le dijo: – «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?»     Él contestó: – «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo. » Él le dijo: – «Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.»    Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a  Jesús:- « ¿Y quién es mi prójimo?»    Jesús dijo: – «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo.     Pero un samaritano que iba de  viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:
-“Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.” ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?»     Él contestó: – «El que practicó la misericordia con él.»  Díjole Jesús: – «Anda, haz tú lo mismo.»

No extraña mucho que un escriba tiente a Jesús Maestro. Los evangelios relatan algunos casos. Lo que sí extraña es que le tiente con una pregunta así. ¿Ignoraba la respuesta a su propia pregunta? Sin duda que no. ¿Dónde está aquí la tentación? ¿Enseñaba Jesús otra cosa? ¿O es que las exigencias de Je­sús a seguirle obscurecían un tanto el gran mandamiento? Todo el mundo sa­bía -un escriba, más todavía- que era necesario observar los man­damientos para entrar en la vida. ¿Es que Jesús en sus predicaciones añadía algo más? La necesidad urgente de seguirle (joven rico) ¿qué relación guar­daba con los mandamientos? ¿Era esto lo que se es­condía detrás de la pregunta del es­criba? El texto no da lugar más que a conjeturas. El pasaje del jo­ven rico puede quizás sugerirnos algo.

La pregunta del escriba es de importancia vi­tal. ¿Qué hacer para conseguir la vida eterna? Se trata de la salvación, de la salud escatológica. Je­sús le se­ñala, como camino para conseguirla, el cumplimiento de la Ley. La misma respuesta dará al joven rico. Quien cumple los mandamientos al­canza la vida. Es la pregunta más importante que debe formular el hombre. En realidad, es la única importante. Extraña ver unidos, en boca del escriba, los pre­ceptos del amor a Dios y del amor al prójimo. Se­gún esto no hubiera sido Jesús el primero en unirlos de forma inseparable. Es de notar, sin embargo, que todo lo que nos queda de los rabinos antiguos es que el amor al prójimo, por muy ensalzado y encum­brado que parezca, nunca lo colocan a la altura del primero, como lo hace Jesús. ¿Ha habido aquí un influjo de la primitiva comunidad, al colocarlos juntos en boca del escriba?

La siguiente pregunta del escriba tiene su justi­ficación: ¿Quién es mi pró­jimo? ¿Quién es en reali­dad mi prójimo, nuestro prójimo? ¿Quién era para el escriba el prójimo? Las escuelas rabínicas no ha­bían decidido con claridad el asunto. Puede que el fariseo señalara al fariseo como prójimo; el escriba al es­criba. Los de la secta de Qumran, que malde­cían y odiaban el culto adulte­rado de Jerusalén, no lo alargaban más allá de los propios miembros. Se pro­fesaba odio al enemigo. Otros, más generosos, lo ensancharían a los miembros del pueblo, a los fieles, a los piadosos. De ahí no se pasaría. Basta leer los salmos. Puede que se escaparan al término los pecadores, dentro del pueblo. ¿Quién es, pues, mi prójimo?

Jesús ilustra la respuesta al escriba con una pa­rábola. Era un hombre el que bajaba de Jerusalén a Jericó. Un judío probablemente. Y bajaba por un camino de pendiente pronunciada (en una distan­cia de 30 Km., mil metros de desnivel). Era un lu­gar agreste y desértico, frecuentado por salteado­res. Un grupo de éstos cayó sobre el infeliz que se dirigía a Jericó. Le despojaron de todo lo que lle­vaba encima y lo abandonaron medio muerto en la cuneta del camino. Pasó por allí un sacerdote, y después un levita. Quizás venían de cumplir sus funciones en el templo (Jericó era una ciudad sacer­dotal). Proba­blemente oyeron los ayes de aquel desdichado. Pero ni uno ni otro se molesta­ron en acercarse. ¿Era la prisa? ¿Era el miedo? ¿Era el temor de tornarse impu­ros por el contacto de aquel ensangrentado? ¿No sería aquél un pecador, ya que le había acontecido tal desgracia? El sacerdote y el levita pasaron de largo. El relato juega con con­ductas, no con motivaciones.

Acertó a pasar por allí un samaritano -un odiado y sucio samaritano-. Se llegó al desgra­ciado y sus entrañas se conmovieron. Le dio lás­tima aquel po­bre hombre que yacía medio muerto, revolcado en sangre. Se acercó a él, aplicó a sus he­ridas los auxilios más elementales y, cargándolo sobre su bestia, lo condujo a la posada. Allí arregló todo con el posadero para que el malherido fuera restituido a la salud. Todo lo pagaría él. Parece que era conocido en la posada. Quizás fuera un co­merciante (oficio poco «piadoso» en aquellos tiem­pos).

Jesús vuelve a preguntar de forma un tanto des­concertante: ¿Quién se portó como prójimo? ¿Quién se portó con el desgraciado del camino como com­pañero, como amigo? Parece que al escriba se le hacía difícil pronunciar la pa­labra samaritano, y contesta: Aquel que usó de misericordia. Anda, haz tú lo mismo replicó Jesús. ¡Haz tú lo mismo, como el samaritano! Es una respuesta de orden práctico, que responde a la pregunta del escriba del mismo orden. El escriba había preguntado, al principio del pasaje, por algo de importancia vi­tal: ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Jesús responde en el mismo orden y con la misma serie­dad: Haz tú lo mismo. La respuesta primera había sido: Ama a Dios con todo el corazón y con toda tu alma… Y al prójimo como a ti mismo. El segundo precepto, semejante al primero, implica un com­portamiento como el del samaritano. Si uno no se comporta así, no cumple el precepto y, por tanto, no hereda la vida eterna. A la pregunta de orden abs­tracto ¿Quién es mi prójimo? responde Jesús con otra de orden práctico ¿Quién se comportó como prójimo? ¿Quién se acercó, quién se hizo prójimo? Si la pri­mera mira por el sujeto -¿Quién es mi pró­jimo?-, la segunda va por el objeto -¿Quién se com­portó, lo trató, como prójimo? El comportamiento, pues, del sa­maritano, que usó de misericordia con aquel desdichado, probablemente judío, da la res­puesta teórica y práctica a la pregunta del escriba. Prójimo es todo aquél que se encuentra en necesidad y nos tiende la mano. No cuentan ni el color, ni la raza, ni la religión, ni la edad, ni el sexo, ni el tiempo ni el espacio. Magnífica revelación. Pero hay que hacerse prójimo. Notemos el valor de las cosas: tiempo, dinero, vendas… todo al servicio del hombre.

Los Padres de la Iglesia han visto todavía más en este precioso relato. Lo han alegorizado con cierta libertad. Jesús es el Buen Samaritano, el Médico Bueno de la Humanidad enferma. El hom­bre tendido medio muerto representa a la Huma­nidad desahuciada. Nadie acudía en su socorro. El sacerdote y el le­vita simbolizan a la Antigua Eco­nomía que no pudo curar al hombre. Algunos Padres continúan la alegoría a más pormenores del relato: los ladrones, el aceite y el vino, las heridas… Es­tos últimos detalles interesan menos. El cua­dro en general es acertado.

Reflexionemos:

Podemos comenzar con la pregunta del escriba: ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Esa pregunta la hace la humanidad en­tera. Todos queremos heredar la vida eterna. He­mos sido creados para ello; es nuestro destino. Es de capital importancia conocer el camino. El ca­mino es, sin duda, el cumplimiento de la voluntad divina. Las palabras del escriba nos dan el texto: Amar a Dios de todo corazón y al prójimo como a sí mismo. No hay otro camino. El estribillo del salmo lo presenta en forma de exhortación: Buscad a Dios y vivirá vuestro corazón. En Dios está la vida. Y no es otra cosa lo que predica la primera lectura: Convertirse a Dios con todo el corazón y con toda el alma. Basta cumplirlo. No es algo re­moto y lejano. Está a la vista de todos. El evange­lio se extiende en la descripción del amor al pró­jimo. Para heredar la vida eterna ha de haber un amor al prójimo tal, cual lo expresa la parábola de Jesús. Hay que amar, como amó el samaritano. Más aún, amar como amó el Buen Samaritano. ¿No son de Jesús aquellas memorables palabras Amaos los unos a los otros, como yo os he amado? Es, por otra parte, el único modo de sanarnos unos a otros las heridas que llevamos encima. Hay que salir al paso de la necesidad del prójimo, sea cual sea su condición, raza o estado. El amor no tiene límite. Sólo ese amor nos abrirá las puertas del cielo. Es una revela­ción magnífica la que nos hace Jesús. No busquemos malabarismos y compo­nendas. El pre­cepto es claro y transparente. Basta cumplirlo. Por otra parte, la mejor forma de llevar la propia cruz es cargar con la del prójimo.

¿Podemos cumplirlo? La primera lectura habla de una conversión. Unos versillos antes ha intuido el autor la necesidad de la intervención de Dios para circuncidar el corazón del hombre. La conver­sión es obra de Dios. No predica­ron otra cosa los grandes profetas, Jeremías y Ezequiel, al anunciar una alianza nueva, el primero, y un corazón nuevo y espíritu nuevo en el hombre, el segundo. La hu­manidad arrojada a la vera del camino, sin poder valerse por sí misma, es la imagen de la impoten­cia para acercarse a Dios. El mismo con­cepto res­tringido de prójimo, que encontramos en el pueblo de Israel, delata su dureza de corazón. Pero Jesús es el Médico. Jesús está ahí. Él nos cura, él nos sana, él nos capacita para amar como él ama. Él es el Señor.

La lectura segunda presenta a Jesús en toda su grandeza. Señor de todo. Salvador y pacificador de todo: de pueblos entre sí y de hombre con Dios. Un solo pueblo, la Iglesia. Jesús hijo de Dios. Hay tendencias modernas que tien­den a rebajarlo. Son heterodoxas. Jesús es el Señor, Jesús es el Salvador. Su sangre nos ha salvado. Contemplémoslo en su grandeza.

3. Oración final:

Señor Jesús, así como el Samaritano, dame la gracia de ver la necesidad de todos los que me rodean, y ayúdame a que como él, sea capaz de compadecerme de los que sufren y buscar una solución al dolor ajeno, haciendo todo lo que está a mi alcance, para actuar como actuarías Tú, dando de lo mío, gastando mi tiempo, ayudando y sirviendo, buscando encontrarte a ti, en ese hermano necesitado.

Ahora que me muestras la actitud que debo tener, ayúdame a vivir como quieres Tú, dame la gracia de mostrar mi fe en ti con mis obras, con mis actitudes, con mi vida, teniendo compasión de todos, así como Tú lo tuviste con nosotros.

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