Domingo de la Sagrada Familia – Ciclo C

DOMINGO DE LA SAGRADA FAMILIA

En la fiesta de la Sagrada Familia, pedimos la intercesión de María y José. Ellos fueron testigos y promotores del crecimiento vital y personal del Hijo de Dios encarnado en la humanidad. En su entrega y en su humanidad dieron cumplimiento a los planes de Dios. Que ellos nos sirvan de guía, en especial a los esposos y a las familias para que su andadura alcance la plenitud de su vocación.

 

1. Oración:

Dios, Padre nuestro, que has propuesto a la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo, concédenos, te rogamos, que, imitando sus virtudes domésticas y su unión en el amor, lleguemos a gozar de los premios en el hogar del Cielo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

  Seguir leyendo «Domingo de la Sagrada Familia – Ciclo C»

Domingo 4 de Adviento – Ciclo C

DOMINGO IV DE ADVIENTO CICLO C

“¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”

Dios manifiesta su predilección por lo pequeño y por la grandeza de ánimo de los pequeños y humildes. Lo que hay que hacer en la vida cotidiana está, pues, al alcance de todos y de cada uno. Es Dios quien acrecienta el resultado de nuestros esfuerzos. Nada nos exime de colaborar con el Dios que se acerca anunciando un mundo mejor. Las grandes dificultades que vivimos son un desafío para la creatividad y la solidaridad, y también para la fe en que Dios mismo, hecho uno de nosotros, nos acompaña con su ternura y con su poder.

1.      Oración:

Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que, por el anuncio del ángel, hemos conocido la encarnación de tu Hijo, para que lleguemos por su pasión y su cruz a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

2.      Textos y comentario

2.1.Lectura del Profeta Miqueas 5, 2-5a

Esto dice el Señor: Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial. Los entrega hasta el tiempo  en que la madre dé a luz,  y el resto de sus hermanos retornarán a los hijos de Israel. En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios. Habitarán tranquilos porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y ésta será nuestra paz.

Miqueas conoció la caída de Samaría y es con­temporáneo de Isaías. Con él tiene, en algunos pa­sajes, bastante semejanza. Hoy nos toca leer un mensaje de salvación.

Comienza el pasaje con una apelación a Belén. Es, en este punto, una de las profecías más deter­minadas y concretas que se encuentran en el Anti­guo Testamento. De Belén de Judá era oriundo David, el pastor de Israel, el gran rey que supo unir bajo su cetro a todas las tribus del reino. Bajo su reinado el pueblo vivió la paz, el esplendor y el bienestar. David fue el gran siervo de Dios. Mi siervo David dirán algunos textos antiguos. A él fueron hechas las so­lemnes promesas, promesas de asistencia particu­lar, de bendición singular y de sal­vación univer­sal. De él descendería uno en quien Dios mismo ha­bría de colocar el poder, a quien habría de asistir el Espíritu en todas sus obras y a quien habría de acompañar siempre la paz divina. De ello habla­ban los profetas.

Miqueas lo recuerda y, emocionado, dirige la mirada hacia ese príncipe que sucede a David. Allí nace el vástago, donde se encuentra la raíz: en Belén de Judá. Desde antiguo van apuntando hacia él las promesas divinas. Él reunirá -recordemos a David, rey de todo Israel- a su pueblo, desbara­tado por el mo­mento en la deportación (alusión a la dispersión con ocasión de la toma y des­trucción del reino del Norte). Él será el nuevo pastor que lo guíe, Pastor pode­roso. El Señor estará siempre con él. Volverá de nuevo la paz, de la que es pá­lido anuncio la paz davídica. Su grandeza abarcará los confines de la tierra. Él es el Señor y la Paz. El nuevo David supera con creces al antiguo.

Es una bella promesa coloreada por las circuns­tancias en que se encuentra el pueblo. El lugar del nacimiento está señalado: Belén de Judá.

2.2.Salmo Responsorial: Sal 79, 2-3. 15-16. 18-19:

 Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

Pastor de Israel, escucha,
tú que te sientas sobre querubines, resplandece.
Despierta tu poder y ven a salvarnos. R.

Dios de los ejércitos, vuélvete:
mira desde el cielo, fíjate,
ven a visitar tu viña,
la cepa que tu diestra plantó
y que tú hiciste vigorosa. R.

Que tu mano proteja a tu escogido,
al hombre que tú fortaleciste,
no nos alejaremos de ti;
danos vida, para que invoquemos tu nombre. R.

Es una petición intensa y fervorosa. El versículo que sirve de estribillo re­sume admirablemente el objeto de la petición. La alusión, al final, del Un­gido le da un carácter suavemente mesiánico.

2.3.Lectura de la carta a los Hebreos 10, 5-10

Hermanos: Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has reparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: «Aquí estoy, oh Dios,  para hacer tu voluntad». Primero dice: No quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas, holocaustos ni víctimas expiatorias,
–que se ofrecen según la ley–. Después añade: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad.
Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados  por la oblación del cuerpo de Jesucristo,  hecha una vez para siempre.

La oblación del cuerpo de Jesucristo más bien dirigiría nuestra atención, por lo que suena, al misterio de la pasión y de la muerte de Cristo que al misterio de su en­carnación. Sin embargo, la oblación que Cristo hace de sí mismo, lo coloca al frente de una nueva economía, en la cual todos quedamos santificados. La postura de Cristo como instaurador y salvador es evidente. En esta dirección encuentra la lec­tura de la carta a los Hebreos una adecuada conforma­ción con el tiempo de Adviento. Veamos a grandes rasgos el sentido de estos versículos. He aquí la línea principal y los asertos fundamentales del pá­rrafo. Al frente de la lectura nos encontramos con una cita del salmo 40. El autor de la carta acude por regla general al Antiguo Testamento en busca de apoyo a sus afirmaciones. No hay más que leer el capítulo primero de la carta, para darse cuenta de ello. El autor no quiere alejarse de la palabra de Dios reve­lada a los antiguos. Ella da luz a los acontecimientos nuevos. Hay continuidad entre los dos testamentos. La continuidad no excluye el con­traste. A veces, se­ñala el autor, hay oposición. Es­tamos en un caso de estos.

El salmo opone dos actitudes. Los sacrificios, en número y en especie, no agradan a Dios. Sí, en cam­bio, le agrada la obediencia a su voluntad. La obe­diencia a Dios es mucho más valiosa que el sacrifi­cio de reses. Así lo procla­maban también los profe­tas de Israel. El autor de la carta a los Hebreos no se limita a repetir y a poner de relieve el contraste entre el culto interno -culto a Dios mediante la obediencia a su vo­luntad- y el culto externo, -culto ritual de sacrificios y ofrendas-, sino que esta­blece, par­tiendo del mismo texto del salmo, una oposición entre la Antigua Economía y la Nueva.

La Antigua Economía basa su religiosidad en los sacrificios, ordenados por la Ley, y en las ob­servancias de la misma Ley. La Nueva, en cambio, basa su religiosidad en la obediencia de Cristo al Padre. La primera es externa, aun­que tenga ele­mentos internos, la segunda es interna, profunda y transforma­tiva. No son sólo dos modos los que se oponen, son dos períodos distintos de naturaleza diversa. Parecería audaz la deducción del autor. No lo es tanto, si consideramos atentamente los párrafos que siguen.

Hemos de notar, en primer lugar, que ya Jere­mías había anunciado la su­peración de la actual disposición (A. T.) por otra superior (Jr 31, 31-34;). El autor lo recuerda en su carta. Según Jeremías la nueva disposición iba a colo­car dentro del corazón humano algo que haría del hombre un ser más dó­cil y más inclinado a la voz divina. Dios pondría la Ley en el corazón. Jeremías no había especifi­cado el modo. Hay que notar, en segundo lugar, que el autor es conocedor de la obra de Cristo. Cristo con su obra ha abierto una nueva época, una nueva disposición. No es extraño, pues, que el autor vea en el salmo 40 una indicación de ese aconteci­miento: Oblación del cuerpo.

Efectivamente, Dios ha transformado interna­mente al hombre -esta es la Nueva Economía- por la adhesión de Cristo a la voluntad divina hasta la muerte. En ese momento, y, partiendo de ese momento, Dios escribe en noso­tros sus leyes. No es otra cosa que el don del Espíritu Santo en nosotros, Ley y Virtud nuevas. Él nos hace dóciles; él nos asimila a Cristo, obediente a Dios hasta la muerte. Cristo ofrece su cuerpo, sustitución de los sacrificios y Ley an­tiguos. El cuerpo aquí es expre­sión de la obediencia efectiva de Cristo hasta la muerte. No basta la intención de obedecer; es su obra obediente hasta la muerte, donde él mismo -su cuerpo- se entrega por nosotros. La obra de Cristo redunda en favor nuestro; por él quedamos santificados.

Todo parte de Dios, a quien debemos esta dispo­sición maravillosa, de Él también la obra de Cristo. Cristo ha sido constituido, en su obediencia al Pa­dre, el Santo perfecto, el Nuevo Hombre, el hombre glorioso, la nueva creación. De él nos viene a nosotros: somos partícipes de los títulos de Cristo; santifica­dos, nueva creación. Estamos, no obstante, en proceso de mayor santificación. La glorificación definitiva todavía no la hemos al­canzado. La esperamos. Cristo obediente es la causa de la salvación que nos viene. La venida del Salvador nos recuerda su obra salvífica.

2.4.Lectura del santo Evangelio según San Lucas 1, 39-45

En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías, y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, y dijo a voz en grito: –¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la  madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creído! porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.

La infancia de Cristo en Lucas está impregnada de luz y alegría. Por do­quier surge el gozo y la exultación. Es, sin duda, la presencia del Espíritu quien la motiva. El Espíritu llena los corazones; el Espíritu ilumina las men­tes; el Espíritu acerca a los hombres al misterio que está realizándose y les hace prorrumpir en alabanzas, himnos y cánticos de júbilo.

Nos encontramos en uno de los episodios más tiernos de esta historia. Las dos madres, la de Juan, el más grande nacido de mujer, y la de Jesús, el Me­sías, son las protagonistas de la escena. La madre de Juan entrevé, por el salto del hijo en sus entrañas y por la iluminación del Espíritu en su in­terior, el misterio de que es portadora su pariente María. La exclamación que brota de sus labios es significativa: Bendita tú entre todas las mujeres… Es la más antigua alabanza y el más respetuoso acatamiento y reconocimiento que haya surgido de boca humana. Desde un principio comprendió Isa­bel la grandeza de María: Madre del Mesías. Es a lo más que podía aspirar una mujer judía. Si los tiempos mesiánicos habían sido la expectación an­siosa de los antiguos pa­triarcas y profetas; si su sola certeza los había colmado de gozo, aun tan dis­tantes de él; si las promesas de Dios no tenían otro término que este magno acontecimiento; ¿qué podemos pensar de la persona a quien toca, no digo vivir en ellos, sino ser nada menos que la madre del Mesías?

Las palabras de Isabel se han eternizado. Ellas han sido el saludo de mul­titudes y generaciones en todo lugar y en todo tiempo. Es el más cordial sa­ludo que, con las palabras del ángel, cotidiana­mente le dirige el cristiano a María.

El reconocimiento de Isabel nos recuerda el re­conocimiento de Juan: No soy digno… Isabel hace la misma profesión de fe ante María. Alaba su disponibi­lidad y fe. La actitud de María a las pa­labras del ángel merecen todo enaltecimiento y toda ala­banza.

Meditemos:

El cuarto domingo de Adviento nos presenta el más sublime modelo de pre­paración al Señor que viene: María, sierva del Señor y madre de todo co­razón. María no es sin más madre de un hijo que resultó ser el Mesías. La fe, la dis­posición servi­cial, la actitud de absoluta obediencia a Dios la han hecho ma­dre. En ella comienza la presencia maravi­llosa de Dios entre los hombres. Y el Señor, que ha comenzado la obra, la cumplirá. Un magnífico futuro: Cumplirá; un precioso pre­sente: Bendita. La fe ha he­cho a María Madre de Dios. Fe única, Madre única. Pero no es la única que tiene fe ni la única que llega a ser madre. Ma­dres y hermanos son los que en fe y amor siguen a Jesús en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Para ellos la preciosa bendición y dicha, que se convertirán en la Dicha y Bendición supremas.

 

El cristiano, como el Adviento, ha de ser po­ema, canto, grito de triunfo: Grito de victoria: ¡Viene el Vencedor de la Muerte! Abogamos por la vida y la gozamos eter­namente.

Canto: Alborozo sereno de gentes que llevan dentro la luz y la irradian en el rostro. Toda su fi­gura, en profundidad y anchura; el hombre entero, hasta los huesos más podridos cantan: ¡El Señor ha venido!

Poema: Acción intensa, acción fecunda; acciones bellas del Señor que llega. Tensión encantadora, transformadora del sonido en verso y del ser hu­mano en espejo terso. Acción de gloria que trans­porta a Dios en la historia. Vencedores, gritamos, y, trovadores de la Vida Nueva, alegramos los tiempos y hacemos el bien:

¡Ven, Señor Jesús, Nacido en Belén!

 

  1. 3.                  Oración final:

Aquí nos tienes, Señor, para hacer tu voluntad. Bendice nuestras vidas, acoge nuestras oraciones, y ayúdanos a preparar el camino a tu Hijo que viene a salvarnos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Domingo 3 de Adviento – Ciclo C

DOMINGO III DE ADVIENTO CICLO C

Juan y Jesús aparecen en la vida pública en una época de crisis en Palestina: la mayor parte de la población vivía en una gran pobreza, mientras que sólo unos pocos disfrutaban de abundantes riquezas; esa misma población estaba sometida a la dura colonización del imperio romano, a sus impuestos y arbitrariedades; además, los sacerdotes del templo de Jerusalén habían perdido toda su credibilidad entre la gente, porque no era el servicio a Yahvé lo que les movía, sino la usura y los privilegios propios. En palabras del profeta Juan, aquella sociedad necesitaba un vuelco radical, una conversión y un arrepentimiento. Esa visión radical sobre la situación de maldad de Israel no sólo la compartió Jesús en sus inicios, sino que permaneció también a lo largo de toda su misión posterior.

También hoy nuestra sociedad de la abundancia necesita un cambio radical, una conversión y un arrepentimiento de los que la formamos, porque somos pocos los que la disfrutamos y muchísimos –cada día más– los que padecen la exclusión, el hambre, la enfermedad, el analfabetismo, el paro, el desalojo de sus viviendas y otras dolorosas miserias. Los cristianos estamos llamados a ser colaboradores del Jesús que está presente y es el profeta de la salvación. ¿Cómo? Llevando la ayuda allá donde la gente esté padeciendo cualquier tipo de esclavitud, de carencia o de sufrimiento.

1.      Oración:

Oh Dios, que ves a tu pueblo esperando con fe la festividad del nacimiento del Señor, concédenos alcanzar la gran alegría de la salvación, y celebrarla siempre con ánimo dedicado y jubiloso. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo…

Seguir leyendo «Domingo 3 de Adviento – Ciclo C»

Domingo 2 de Adviento – Ciclo C

DOMINGO II DE ADVIENTO ciclo C

 

La liturgia de este domingo nos recuerda que nuestra meta es siempre Cristo, la gran promesa de la salvación hecha por el Padre para todos los hombres de todos los tiempos. Y que el camino que nos conduce hasta Cristo es también de iniciativa divina. Los grandes profetas de Dios no han tenido otra misión en la Historia de la Salvación que preparar ese camino bajo la luz esplendorosa de la Revelación, es decir, abriendo las conciencias a la Palabra de Dios, renovadora de los corazones para el misterio de Cristo.

 1.      Oración:

 

Señor todopoderoso, rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo; guíanos hasta él con sabiduría divina para que podamos participar plenamente de su vida. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Seguir leyendo «Domingo 2 de Adviento – Ciclo C»

Domingo I de Adviento – Ciclo C

DOMINGO I DE ADVIENTO ciclo C

Comenzamos un nuevo año litúrgico con profunda expectativa, al saber que el Señor viene a nuestro encuentro; también porque estamos en el año de la fe celebrando los cincuenta años del Concilio Vaticano II y veinte años del catecismo de la Iglesia católica, en que de manera especial el Espíritu Santo, con su presencia anima y vivifica la vida de la Iglesia llamándola a la conversión e impulsándola a la santidad.

En el Adviento es el Espíritu Santo quien nos prepara para ir al encuentro del Señor, viene a nosotros y dispone nuestra inteligencia y nuestro corazón a la Palabra del Señor para que nos abramos a la salvación.

Este es el sentido del Evangelio que hoy nos regala la liturgia, no es un anuncio del fin del mundo, sino la venida del Señor. «Estén siempre despiertos… y manténganse en pie ante el Hijo del Hombre». Somos invitados a permanecer vigilantes, como disposición necesaria para no dejarnos sorprender, debemos alegrarnos, pues la llegada del Señor nos trae la plena libertad y el gozo de su presencia.

1.      Oración:

 

Oh Dios, que has iluminado los corazones de tus hijo con la luz del Espíritu Santo, haznos dóciles a sus inspiraciones para gustar siempre del bien y gozar de sus consuelo. Por Cristo Nuestro Señor.
Amén.

Seguir leyendo «Domingo I de Adviento – Ciclo C»

Domingo 34 del Tiempo Ordinario: SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO – Ciclo B

DOMINGO DE LA SOLEMNIDAD: JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO CICLO B

“Soy Rey, para esto he nacido y para esto he venido al mundo”

Oración

“Te damos gracias en todo tiempo y lugar oh Señor Santo, Padre todopoderoso y eterno Dios! Que a tu Unigénito Hijo y Señor nuestro Jesucristo, Sacerdote eterno y Rey del universo, le ungiste con óleo de júbilo, para que, ofreciéndose a Sí mismo en el ara de la Cruz, como Hostia inmaculada y pacífica, consumase el misterio de la humana redención; y sometidas a su imperio todas las criaturas, entregase a tu inmensa Majestad su Reino eterno y universal: Reino de verdad y de vida; Reino de santidad y de gracia; Reino de justicia, de amor y de paz”

(Del Prefacio de Cristo Rey) Seguir leyendo «Domingo 34 del Tiempo Ordinario: SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO – Ciclo B»

Domingo 32 del Tiempo Ordinario – Ciclo B

DOMINGO TRIGÉSIMO SEGUNDO DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO B

En las lecturas de este domingo se nos habla de generosidad, de dar no de lo que nos sobra sino de todo lo que somos y tenemos. Compartir y compartirnos es haber entendido de verdad el mensaje de Jesús en el Evangelio. En tiempos del profeta Elías, en respuesta a la fe y a la generosidad de una pobre viuda, el cántaro de harina no se vació y la botella de aceite no se agotó. Todo un signo de que Dios hace opción por los pequeños y los pobres. Menos mal que los ojos y el corazón de Dios no son como los nuestros. Él se apiada del infeliz y trata al pobre con misericordia.

  1. 1.      Oración:

Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros todos los males, para que, bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos libremente cumplir tu voluntad. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

  1. 2.      Texto y comentario:

2.1.Lectura del primer Libro de los Reyes 17, 10-16

En aquellos días, Elías se puso en camino hacia Sarepta, y al llegar a la puerta de la ciudad encontró allí una viuda que recogía leña. La llamó y le dijo: –Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro para que beba. Mientras iba a buscarla le gritó: –Por favor, tráeme también en la mano un trozo de pan. Respondió ella: –Te juro por el Señor tu Dios, que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza. Ya ves que estaba recogiendo un poco de leña. Voy a hacer un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos. Respondió Elías: –No temas. Anda, prepáralo como has dicho, pero primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después. Porque así dice el Señor Dios de Israel: «La orza de harina no se vaciara, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra.» Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías y comieron él, ella y su hijo. Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó: como lo había dicho el Señor por medio de Elías.

Hombre de fuego llama el Eclesiástico a Elías. Y en verdad así lo fue. De entre aquella serie de personajes reales que se sucedieron unos a otros, como hojas que arrastra el viento, y que casi sin excepción llevaron al pueblo a la ruina, sobresale, como enhiesto e inconmovible cedro, como profeta airado demoledor de ídolos, como atrevido hombre de Dios en favor del pueblo y del débil frente a la injusta, inmoral y pagana autoridad de Israel, la gran fi­gura del profeta Elías. Todo eso es Elías y algo más: fuego devorador, voz gigante, que hace multiplicarse el alimento y enmudece a los cielos, cami­nante incansable, testimonio de Dios, profeta del Altísimo, consolador de los pobres y de las viudas, hombre santo. Malos tiempos corría Israel por aque­llas centurias. Los reyes -los ungidos- iban sucediéndose unos a otros en re­yertas que dejaban los palacios reales teñidos de sangre. Envidias, ambicio­nes, homicidios, injusticias, inmoralidad, idolatría y podredumbre. Hasta tal punto había llegado la corrupción, que ni siquiera los profetas -hijos de los profetas- tenían voz en Israel. El sacerdocio estaba corrompido y el culto pa­ganizado: Prostitución sagrada, sacrificios humanos, etc. Parece que ni si­quiera la palabra de Yavé podía decirse impunemente. Pululaban los cultos impíos, obscenos, macabros, crueles, degradantes que venían de tierras ex­trañas. La amistad con otras naciones -Fenicia, en especial- había traído la ruina sobre Israel. Todo parecía confabularse contra Dios, el Dios de los pa­dres. En aquel momento, como preanuncio serio de la ruina que años des­pués vendrían sobre Israel, la voz del profeta Elías.

Dentro de los libros de los Reyes, el ciclo de Elías viene a ser como un rayo de luz en la noche oscura, como un oasis en el desierto árido, como fuego en la noche fría, como fontana pura dentro de charcos inmundos, como testimonio de Dios vivo en medio de un pueblo obcecado y muerto. El pueblo corría, tras sus dirigentes, hacia un bienestar que no provenía de las bendi­ciones divinas, sino las alianzas con pueblos extraños, en las que se inocu­laba solapada pero alarmantemente la idolatría y con ella las más perdidas costumbres, que ponían en peligro de existencia a toda la nación. Elías, tes­tigo de Dios, levanta la mano y acusa sin compasión; alza la voz y a su con­juro enmudecen los cielos, dejando la nación entera en una sequía sin prece­dentes. Por donde quiera que vaya, le acompañan señales divinas. El poder de Dios está con él. La naturaleza le obedece y le da muestras de respeto. Si Elías fulminó a los poderosos injustos, acogió amable a los pobres; si senten­ció a los sacerdotes paganos que corrompían al pueblo, atendió solícito al hijo de la viuda; si cerró los cielos, hizo crecer el pan y el aceite para el po­bre. Signo, testimonio de la presencia de dios entre los hombres.

Ese es el contexto en que nos encontramos. Interesante el relato. Nos choca la conducta del profeta. No deja de tener misterio. Nos invita a la me­ditación.

El profeta pide para sí un jarro de agua -no olvidemos la sequía- y un bo­cado de pan -gran carestía-. Era lo necesario para la vida. La mujer accede gustosa a lo primero; a lo segundo se excusa: es muy pobre, no tiene. El profeta insiste, consciente de su poder. Le asegura suficiente alimento para ella y para su hijo ¿Qué hacer? ¿Cederá un bien palpable, presente, por un bien no palpable por el momento, futuro? Por otra parte, aquel hombre es un hombre de Dios. Merece se le escuche. Así lo hace la buena mujer. Su devo­ción y confianza fueron recompensadas. La fuerza de Dios hizo el milagro. La mujer renuncia a lo presente en espera de conseguir lo futuro. Acertó.

2.2.Salmo responsorial: Sal. 145, 7. 8-9a. 9bc-10

El salmo responsorial es un canto a la fuerza creadora de Dios en favor del pobre y del humilde: viuda, huérfano, pobre A ese grupo pertenecemos nosotros. Cantemos y pidamos por ellos.

R: Alaba, alma mía, al Señor.

Que mantiene su fidelidad perpetuamente,
que hace justicia a los oprimidos,
que da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos,
el Señor guarda a los peregrinos.

El Señor sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad.

2.3.Lectura de la carta a los Hebreos 9, 24-28

Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres –imagen del auténtico–, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces –como el sumo sacerdote que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena. Si hubiese sido así, Cristo tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo–. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. El destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio. De la misma manera Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar definitivamente a los que lo esperan.

Sigue adelante la comparación comenzada ya en la lectura del domingo pasado. El sacerdocio de Cristo superior al sacerdocio antiguo; nueva eco­nomía superior a la antigua. Ese es el tema. Son muchas las imperfecciones que arrastraba la antigua disposición. La nueva es más excelente, la supera en muchos aspectos. Al fin y al cabo, es ésta la definitiva, en tanto que aqué­lla era transitoria y temporal.

El primer paso va encaminado al santuario -al sagrado santuario, cuyo nombre pronunciaban respetuosos los judíos-, al lugar, donde Dios manifes­taba su gloria, donde Dios habita. Aunque lo toca indirectamente, hay que pensar en él. El santuario, por más excelente y sagrado que sea, es al fin y al cabo obra de hombres. Los materiales de que está construido son delez­nables: madera, ladrillo, adobe, piedra… Para la guarda de este santuario estaban destinados los sacerdotes de la antiguo economía. Cristo, como sa­cerdote que tiene su propio santuario. Penetró en él, como lo hacía el sumo sacerdote una vez al año. Pero el santuario de Cristo, lo mismo que su sa­cerdocio, es de otra naturaleza. Es la misma morada de Dios, no terrestre, sino celeste, el cielo mismo, donde Dios habita antes y sobre toda criatura. Es la morada inaccesible de Dios. Allí mora Dios sin símbolos ni figuras, ni sombras, ni imágenes. Allí está Dios en persona. Es un santuario divino, no humano; allí la gloria de Dios, Dios mismo, a quien el hombre no puede lle­gar. Allí penetro Cristo en el momento de su exaltación. El templo terreno era figura del celeste. Al poseer la misma realidad de las cosas, sobran las imágenes. Sobra el antiguo santuario con toda su economía, viene la nueva.

Por eso su sacrifico, único en número y en especie, el auténtico, el verda­dero dura para siempre y desplaza por ello todos los que disponía la antiguo economía. No es menester repetir el sacrifico. Tiene eficacia para siempre y para todos. En él fue destruido totalmente el pecado. Destino del hombre es morir una sola vez y tras ello el juicio. Así Cristo murió una sola vez y con su muerte destruyó para siempre el obstáculo que impedía al hombre acercarse a Dios. Abrió las puertas para siempre. Es la nueva economía.

La muerte de Cristo así concebida tiene un alcance insospechado. Cristo murió, pero vive. Entró en el santo templo de Dios, está delante de Dios, per­tenece a la esfera divina, está glorificado. Vendrá a salvar definitivamente a los suyos y a juzgar a los impíos, la salvación ha comenzado ya; ya no hay pecado, pero no se ha consumado todavía la salvación. Se realiza paulati­namente. Cristo ya triunfó; vendrá a completar lo comenzado. Es la Parusía, la salvación definitiva, la resurrección de los muertos. Así Cristo en su san­tuario.

 

2.4.Lectura del santo Evangelio según San Marcos I2, 38-44.

En aquel tiempo [enseñaba Jesús a la multitud y les decía: –¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Esos recibirán una sentencia más rigurosa.] Estando Jesús sentado enfrente del cepillo del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos les dijo: –Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.

El pasaje lo podemos dividir en dos partes bien señaladas. Ambas han existido probablemente por separado antes de ser consignadas por escrito donde ahora están, siendo quizás la razón de su actual ligazón la palabra viuda señala el fin de la primera y tema de la segunda.

La primera parte va dirigida a los escribas de entonces. Son palabras muy duras. Mateo y Lucas también las traen, aunque en contextos diferen­tes. Parece ser que se quedaron muy bien grabadas en la mente de los pri­meros discípulos. La pintura que de los escribas nos hace en este lugar Cristo no es muy halagüeña. Ostentación, avaricia, ambición, son los vicios que a todas luces transparentan. Parece que los estamos viendo. Desean ser saludados honrosamente por todos, reconocidos maestros, admirada su posi­ción superior como doctores de la ley. Ellos quieren ser los primeros en todo. Con figura arrogante, con mirada altiva, con voz hinchada, con tono docto­ral pasean su persona por las plazas y calles de la ciudad. Se comportan como grandes señores, cuando debieran ser siervos de la palabra divina, de quien dicen ser los intérpretes. Por si esto fuera poco, anida en muchos de ellos una avaricia criminal que destroza a los pobres. Con título de sabios piadosos y de piadosos sabios agravan con sus largas e inoportunas oracio­nes a la gente necesitada. Parece ser que, con ocasión de las visitas a las viudas y de rezos por los difuntos, se demoran largamente en las casas y se hacen servir como grandes señores. En lugar de ayudar, depauperan y em­pobrecen a las familias más necesitadas. Es una piedad ostentosa y vana. Su castigo será severo, como conviene a injustos y a falsos. Probablemente no todos eran así, pero sí muchos o al menos algunos. Contrasta con la conducta de los escribas, la tierna y sencilla figura de la viuda.

Jesús se sienta, en el atrio de las mujeres, enfrente de la cajeta, donde se recogen las limosnas voluntarias para el templo. Allí cerca, a dos pasos de él, un sacerdote sostiene una caja. En ella van depositando los transeúntes, indicando el destino de su oferta, sus limosnas. Ir y venir de gentes. Corren monedas de todas las naciones. Nada pasa desapercibido para el Maestro. Pasan los ricos y depositan grandes cantidades; unos más otros menos. Qui­zás ha observado Jesús los ojos atónitos de los discípulos y de las gentes sencillas ante aquel derroche de generosidad que algunos ricos ostentan. Parece leer sus pensamientos: Estos hombres sí que son piadosos, dan mu­cho por el templo. Pero he aquí que llega una pobre viuda. Quizás estaba allí desde hacía un tiempo, esperando la ocasión de presentar su ofrenda. Mo­desta y un poco avergonzada de ofrecer algo tan pequeño, algo tan insignifi­cante, comparado con lo que ofrecían aquellos grandes señores, se mantenía un tanto retraída y oculta. Por fin llega su turno, avanza tímida y deposita vergonzosa, en la caja sostenida por el sacerdote, una diminuta moneda, un lepto -la moneda más pequeña que existía en el mundo griego-. No sabemos qué gesto se dibujó en el rostro del sacerdote ¿Sonrió paternalmente? ¿Disimuló ignorarlo? ¿O más bien le increpó, riñéndole no impidiera el paso o no se molestar venir por allí para ofrecer tal insignificancia? No lo sabemos. Y es una pena. La pobre mujer manifestaba así su devoción y piedad al tem­plo santo de Dios. Para los presentes pasó desapercibida. No a Jesús. Jesús apreció el gesto de aquella buena mujer y lo alabó. Los discípulos necesita­ban una buena enseñanza y Jesús se la dio. Lucas, amigo de los pobres, trae también el pasaje, la viuda no tenía más. Ha dado todo lo que tenía; ha dado aquello mismo que le hacía falta para vivir. Seguramente habría conseguido con gran esfuerzo aquella pequeñez, y sin duda alguna, le habría costado una buena serie de privaciones. Pero no le importaba. Materialmente ha­blando, poco podía hacerse por el templo santo de Dios con aquella limosna. Pero había puesto toda su alma, todo su trabajo, todo su esfuerzo, todo su corazón. Profunda piedad interior. Eso es lo que valía. Otros daban muchos más porque tenían mucho y les sobraba mucho. Esta, por el contrario, daba poco; pero era todo lo que tenía. Sin duda alguna la limosna de la viuda agradó enormemente al Señor, mucho más que la de aquellos que daban más. Esa es la doctrina del Maestro.

Meditemos:

Más que una organizada presentación de textos sobre un tema concreto, parece, o al menos así es la impresión que uno recibe, que las lecturas de hoy ofrecen una colección de estampas, orientadas, más que a una exposi­ción doctrinal, a la contemplación detenida. Realmente hay un tema, una pa­labra más bien, que una a algunas de ellas -primera lectura, tercera-`. La unión es, sin embargo, tenue y en forma de cuadros. Vamos a comenzar por ahí.

A) El evangelio, a quien acompaña la primera lectura y el salmo, nos ofrece el primer tema de meditación; consideración de contraste.

Por una parte, los escribas, orgullosos, ambiciosos, llenos de avaricia, expositores de una piedad falsa y, por tanto, condenable. El juicio de Cristo es duro, definitivo, sin amortiguadores ni concesiones, que puedan presentar la conducta de estos señores, en algún sentido, excusable. Nada de eso. El juicio, dice el Maestro, será duro para ellos. Esto indica a las claras que la conducta de los escribas es en verdad condenable.

También entre nosotros existe una autoridad docente, cuya piedad debe resplandecer como ejemplar ¿Somos como los escribas? ¿Paseamos con lar­gos y elegantes manteos nuestra ciencia? ¿Buscamos el honor externo, la re­verencia, la admiración, los primeros lugares en todo, como premio a nues­tro rango? ¿Devoramos, este sería peor, los bienes de los pobres? ¿Es verdad que somos servidores de la Palabra, como Lucas en el prólogo de su evange­lio, define a la autoridad docente de la iglesia primitiva -apóstoles y evange­listas-? ¿Acudimos a aliviar al necesitado o más bien nos mostramos ávidos de dinero? ¿Cómo es nuestra piedad? ¿Ostentosa, vacía, dañina? A los hom­bres podemos engañar, a Dios no. Tratar de engañar a Dios es un crimen. Como crimen será castigado ¿Qué decir de la codicia? San Pablo la coloca a la cabeza de muchos males e injusticias. Nuestra piedad y nuestro oficio de enseñar han de ser sencillos, sinceros, humildes, empapados cordialmente en un intenso interés por el bien del prójimo. Preguntemos al pueblo cristiano qué impresión causamos.

El gesto de esta humilde persona cautiva y embelesa. He ahí una piedad sincera, leal, profunda, santa. Nadie, al parecer, se dio cuenta de la magnitud de su obra. Jesús la apreció en todo su valor. Todo lo que tenía esta buena mujer, lo entregó para su Señor. Nada de ostentación, nada de aplauso, nada de orgullo; sí, quizás, un poco de timidez y de rubor al ofrecer cosa tan pequeña; sí, seguramente, decisión, entrega, amor y piedad profunda a su Dios de Israel ¿Es así nues­tra piedad? La generosidad de la viuda nos hace pensar en el valor del acto interno.

La primera lectura y el salmo nos obligan a retardarnos. La viuda es po­bre, no tiene marido, no tiene hacienda, no tiene quien la defienda, no tiene quien la ampare. Estampa familiar a la Biblia. Está sola ¡Hay de aquellos que osen, a la sombra de su poder y autoridad, aprovecharse de su desam­paro! Dios tomará dura venganza de ellos. Porque Dios, Yavé de los ejérci­tos, es su defensor y su amparo.

Admiramos, pues, en esta imagen el desprendimiento y la piedad sin ta­cha. Devoción al templo, al siervo de Dios. Piedad auténtica, firme, robusta. Pensemos, por nuestra parte, en los desprovistos, en los desamparados, en los pobres ¿Son nuestra preocupación? ¿Son objeto de nuestra más sincera atención? ¿No son los pobres, según la más hermosa y santa tradición cris­tiana, las joyas de la Iglesia? ¿Cómo los asistimos? ¿Está nuestro servicio dirigido en primer lugar a ellos? Nunca se pensará bastante sobre ello. So­mos muy tentados del honor, de la vanidad, de la codicia ¡Cuidado! El juicio de Dios será duro con nosotros, si no atendemos su demanda; lleno, en cam­bio de misericordia con los que han usado de ella. El Señor sustenta a la viuda, dice el salmo. Seremos representantes del Señor si le imitamos. Nues­tras manos pueden hacer milagros, como las manos de Elías. Tenemos poder para ello. Alarguémoslas generosamente.

B) Cristo, sacerdote, juez. Es el tema de la segunda lectura. No es necesa­rio insistir mucho en el tema. Lo hicimos ya al comentar las lecturas de los domingos precedentes. Baste, de momento, notar que la salvación operada por Cristo en su obra redentora no es todavía completa. Ha comenzado ya, sí; pero esperamos la revelación de Cristo en su segunda venida. El Señor vendrá. Se anuncia la parusía y con ella la decisión última del juez de vivos y muertos. Hemos de morir, y ante él hemos de dar cuenta de todo. En esta actitud de espera hemos de despreciar muchos bienes presentes, seguros de los futuros. Es una tensión, una prueba, un sacrificio. Pensemos en la vida de Elías y del evangelio.

La salvación está en Cristo. Caminamos hacia la salvación completa. La salvación continúa adelante. La salvación opera en nosotros y nosotros ope­ramos la salvación. Nuestra piedad y nuestras obras nos harán salvos en Cristo y haremos salvos a los otros. Las obras de caridad nos santifican y llevan la salvación a otros. Servidores de la palabra y de la caridad. Ope­remos la salvación. Cristo nos salvará definitivamente.

Pensamiento eucarístico: El Cristo que nos ha de salvar toma contacto con nosotros. Trae la salva­ción. Respondamos con una piedad sincera y cordial. En él la fuerza, en él el ejemplo. Veamos, en la participación de los cristianos en este sacramento, el amor de unos a otros: los pobres, los desamparados, las viudas… ¡el Señor viene!

  1. 3.      Oración final:

Gracias, Padre, porque nos permites acudir a ti y porque no dejas de escucharnos. Bendice a tu Iglesia, guía nuestros pasos hacia Ti y haz que seamos servidores de tu palabra, cumpliendo así tu voluntad. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Domingo 31 del Tiempo Ordinario – Ciclo B

DOMINGO TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO B

 

 

En el evangelio de este domingo uno de los doctores de la ley, responsable de la enseñanza religiosa, quiete saber de Jesús que es lo más importante en la religión. Algunos dicen que lo más importante es ser bautizado. Otros dicen que rezar. Otros que ir a Misa o participar en los actos de culto del domingo. Otros dice: ¡amar al prójimo! Otros se preocupan sólo de las apariencias o con encargos en la iglesia. Antes de leer la repuesta de Jesús, tú trata de mirarte a ti mismo y de preguntarte: Para mí, ¿qué es lo más importante en la religión y en la vida?” El texto describe la conversación de Jesús con el doctor de la Ley. Durante la lectura intenta poner atención a cuanto sigue: “¿En qué puntos Jesús elogia a los doctores de la ley, y en cuáles los critica?

 

  1. 1.      Oración:

 

Señor Jesús, envía tu Espíritu, para que Él nos ayude a leer la Biblia en el mismo modo con el cual Tú la has leído a los discípulos en el camino de Emaús. Con la luz de la Palabra, escrita en la Biblia, Tú les ayudaste a descubrir la presencia de Dios en los acontecimientos dolorosos de tu condena y muerte. Así, la cruz, que parecía ser el final de toda esperanza, apareció para ellos como fuente de vida y resurrección. Crea en nosotros el silencio para escuchar tu voz en la Creación y en la Escritura, en los acontecimientos y en las personas, sobre todo en los pobres y en los que sufren. Tu palabra nos oriente a fin de que también nosotros, como los discípulos de Emaús, podamos experimentar la fuerza de tu resurrección y testimoniar a los otros que Tú estás vivo en medio de nosotros como fuente de fraternidad, de justicia y de paz. Te lo pedimos a Ti, Jesús, Hijo de María, que nos has revelado al Padre y enviado tu Espíritu. Amén.

 

  1. 2.      Textos y comentarios

 

2.1.Lectura del libro del Deuteronomio 6, 2-6

 

En aquellos días, habló Moisés al pueblo, diciendo: —«Teme al Señor, tu Dios, guardando todos sus mandatos y preceptos que te manda, tú, tus hijos y tus nietos, mientras viváis; así prolongarás tu vida. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra, para que te vaya bien y crezcas en número. Ya te dijo el Señor, Dios de tus padres: «Es una tierra que mana leche y miel.»

Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria.»

 

El pacto nace de una libre disposición divina. Por propia cuenta intervino Dios en la historia de la humanidad en favor de un pueblo. Él lo protegió y lo creó. Es una predilección. Lo sacó de Egipto y lo condujo, salvándolo de mu­chas dificultades, a la tierra prometida que mana leche y miel. Todo esto lo hizo Dios con su pueblo sin que éste lo mereciera. Pueblo pequeño, pueblo endeble, pueblo de dura cerviz fue atendido especialmente por Dios. A un amor tan manifiesto y gratuito corresponde una actitud reverente, agrade­cida, sumisa devota: un temor, un servicio, un amor. Es la respuesta ade­cuada.

En este contexto nos encontramos. El autor repite reiteradamente la ex­hortación: Escucha Israel. Es de suma importancia; en ello les va la vida y la misma existencia para ellos mismos y para sus hijos. Si atienden a la voz de Dios, la bendición divina descenderá sobre ellos como rocío bien hechos. Lloverán sobre ellos, en cambio, las maldiciones, si olvidan sus compromi­sos. De ahí, siendo como es asunto tan importante, que tengan que mantenerlo siempre vivos en la memoria: ya acostados, ya levantados, ya en casa, ya en el campo, ya… ¡siempre y en todo lugar! He ahí la razón…

Yavé, nuestro Dios, es uno. Uno es Yavé, que se alza categóricamente so­bre los demás seres. Yavé hay uno sólo. Hay dioses o seres que se dicen di­vinos, seres sobrehumanos, ángeles, espíritus… (piénsese en el mundo anti­guo circundante lleno de seres divinos y sobrehumanos). Sobre ellos, como categoría única, superior, se alza Yavé. Uno es dios, diríamos en nuestra mentalidad ¡Y ese dios, Yavé, es nuestro Dios! A él la dedicación completa del individuo. Eso nos ha de distinguir de todas las demás gentes. Esa es nuestra vocación. A eso hemos sido llamados. Separación de lo que hacen las otras gentes.

Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… Dios está separado de todo otro ser. Del mismo modo el pueblo de Israel debe separarse de todo ser y dedicar toda su persona a Dios. Son siervos. Ellos no deben frecuentar las prácticas y costumbres vigentes en otros pueblos. Para ellos no hay más que un ser, que debe acaparar toda su atención y toda su vida. Ese es Yavé. Es un imperativo, una obligación ¿Contestará el pueblo afirmativamente?

 

2.2.Salmo responsorial Sal 17, 2-3a. 3bc-4. 47 y 51ab (R/.: 2)

 

R/. Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.

Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. R/.

Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos. R/.

Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador. Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu Ungido. R/.

 

El salmo responsorial es un intento de réplica a la exigencia del Deutero­nomio. Te amo, Señor; tú eres mi fortaleza. Esa es la auténtica actitud de­lante del Dios que nos ha creado. El es todo para nosotros. Esforcémonos para que todo sea para él. El es Roca, Salvador, dador de la victoria, pro­tector del ungido…

 

2.3.Lectura de la carta a los Hebreos 7, 23-28

 

Hermanos: Ha habido multitud de sacerdotes del antiguo Testamento, porque la  muerte les

impedía permanecer; como éste, en cambio, permanece para siempre, tiene el sacerdocio que

no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios,

porque vive siempre para interceder en su favor.

Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo.

El no necesita ofrecer sacrificios cada día —como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo—, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. En efecto, la Ley hace a los hombres sumos sacerdotes llenos de debilidades. En cambio, las palabras del juramento, posterior a la Ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre.

 

Tras la afirmación categó­rica Cristo es sumo sacerdote, según el orden de Melquisedec, constituido por Dios al margen de la ordenación antigua, trata de ahondar el autor en el concepto de esta nueva ordenación, comparando el nuevo sacerdocio con el antiguo. Por su mente pasarán, para ser estudiadas mejor, las instituciones antiguas respecto al culto sobre todo, con las implicaciones que este intro­duce en la vida del pueblo. El fin es contrastar una con otra las dos econo­mías. Será un estudio detallado. El autor examinará y juzgará los valores que encierran cada una de las dos instituciones, la antigua y la nueva. Desfi­larán ante nuestros ojos el sacerdocio, el sacrificio, las víctimas, la expiación, la ley, etc. El objeto directo, sin embargo, es poner de manifiesto que el nuevo sacerdocio es bajo todo aspecto superior al antiguo. Veámoslo:

A) Antigua economía:

1) Los sacerdotes son numerosos, no solo simultánea, sino sucesivamente. Son mortales, y muerto uno, necesitan poner otro. Por esta razón dios des­tino toda una tribu, la de Leví, para que ejerciera los oficios del culto. De esta forma unos pueden suceder a otros, una vez acabada la vida. La insti­tución antigua los requería; y ellos eran naturalmente mortales. La institu­ción permanece; el sacerdocio va pasando de unos a otros.

2) Es cierto que la antigua economía exigía cierta pureza -ritual- a los que se acercaban al altar como sacerdotes. La santidad, no obstante, que osten­taban era precaria. Hombres, al fin y al cabo, necesitaban ellos mismos de una purificación y de una santidad más profunda que la que ellos por su ciencia presentaban. De ahí la necesidad de ofrecer sacrificios por sus pro­pios pecados. Estaban muy lejos de poseer la santidad pura y la santidad sin tacha. Eran pecadores.

3) Dada la imperfección de la Economía, se comprende la prescripción de múltiples sacrificios. Muchos sacrificios en número y es especie. Claro indicio de su poca eficacia. La ley, pues, antiguo no hace a los hombres perfectos, siendo como son los medios imperfectos. Los sacrificios de animales.

B) Nueva economía:

1) Un solo sacerdote capaz de santificar a todos. Es uno, porque es inmor­tal. Tenemos un sacerdote que no muere. Su mediación dura para siempre. Siempre está delante de Dios para interceder pos nosotros. Por eso puede santificar y salvar definitivamente. Es un sacerdocio que no pasa. Tampoco su eficacia para; es siempre actual.

2) La santidad de Cristo es suma. Y convenía que así fuera. Su oración sería así mejor escuchada. Nuestro Pontífice es santo por excelencia, ino­cente por antonomasia, puro como la nieve, alejado infinitamente de todo pe­cado y colocado a la diestra de dios Padre, Tanta perfección no la tuvieron los antiguos.

3) Cristo no necesita ofrecer sacrificios por su propia persona. Es santo por excelencia. Sin embargo, lo ha ofrecido el sacrificio por los hombres, de tal forma que no es menester repetirlo. Un solo sacrifico para siempre, Más aún, el sacrificio no consistió en la ofrenda de animales. Fue el mismo quien se ofreció a Dios por nosotros. Esa es la gran diferencia. Cristo, Hijo de Dios, Señor del universo, se ofreció por nosotros a Dios.

La economía sobre tales instituciones basada es naturalmente superior a la antigua. Aquí intercede un juramento de Dios -salmo 109;- dando así una solemnidad única e inalcanzable. No es un mero hombre el consagrado sacerdote; es el Hijo de Dios vivo. Este sí que es perfecto. Pasa, pues, la antigua economía; viene la nueva mejor y más eficaz en todo as­pecto.

 

 

2.4.Lectura del santo evangelio según san Marcos 12, 28b-34

 

En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: —«¿Qué mandamiento es el primero de todos?» Respondió Jesús: —«El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.» El segundo es éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” No hay mandamiento mayor que éstos.»

El escriba replicó: —«Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.»

Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: —«No estás lejos del reino de Dios.»  Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

 

Aunque no parece fuera corriente entre los rabinos de aquel tiempo una marcada distinción de los preceptos graves y leves. Hay preceptos que obli­gan más que otros. Esto lo sabían los maestros de aquel tiempo.

La pregunta del escriba apunta hacia los graves; y de entre éstos a los más importantes, al más grande en concreto ¿Cuál es el primero de los pre­ceptos? Cristo responde remitiéndose al texto del Deuteronomio, por todos conocido. Todo buen israelita conocía el Semá Israel (escucha Israel), que debía recitar dos veces al día -mañana y tarde-. Es curioso que Cristo no se limite a contestar estrictamente la pregunta del escriba. Para él hay un mandamiento que está íntimamente unido con aquél del Deuteronomio: el del amor al prójimo. Los dos preceptos, con objeto al parecer diverso, forman un solo precepto. Por eso Cristo añade al primero el segundo, porque aquél arrastra a éste, pues en el fondo son un solo precepto. Ese es e mayor pre­cepto de la Ley.

Ya algunos rabinos habían notado, en sus comentarios a la Ley, la impor­tancia del amor al prójimo. Parece, sin embargo, que es Cristo el primero en unirlo tan estrechamente al amor de Dios. Para Cristo es un solo manda­miento. Esto es nuevo. También es propio de Cristo la extensión que recibe el término prójimo. San Lucas coloca a continuación de éste diálogo con el es­criba la parábola del Buen samaritano. El prójimo es todo aquél que se nos presenta necesitado, sea compatriota o no, sea amigo o enemigo. Cristo ha­bló frecuentemente en este sentido: amor al prójimo, amor al enemigo. Tal concepto de prójimo es propio de Cristo. Hasta ahí no habían llegado ni el an­tiguo Testamento ni los rabinos. Los judíos de la diáspora principalmente, al contacto con las gentes, fueron después alargando un tanto el concepto de prójimo. No parece, sin embargo, fuera muy cabal. Cristo, de todos modos, une los conceptos de amor a Dios y amor al prójimo inseparablemente. No se puede faltar al segundo sin faltar al primero. Dios no se considera honrado, si no se honra de corazón al prójimo. Todo lo debemos emplear en el servicio divino; pero ha querido Dios que este servicio recaiga naturalmente en el hermano, que es todo hombre. Admirable disposición del Señor y la acepta. Cumplir esos preceptos es mejor que todos los holo­caustos y sacrificios. Sobre la religiosidad interior, como superior al formu­lismo de los ritos culturales, ya habían hablado los profetas. También ha­bían hablado del amor al prójimo como servicio a Dios, aunque el término prójimo no tuviera entonces tanta extensión. El Deuteronomio tiene precio­sas exhortaciones a la caridad en forma de asistencia, socorro, limosna, pie­dad, etc. Cristo lo consagra y lo universaliza admirablemente

Reflexionemos

 

La primera y la tercera lectura coinciden en proponer, como objeto de consideración, el gravísimo precepto de amarás a tu Dios con todo tu cora­zón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu ser. Conviene medi­tar un momento sobre ello.

A) Dios objeto de nuestro amor. Dios nos ha creado como personas y como sociedad. Además ha sido él mismo quien nos ha elegido como pueblo suyo. Dios nos ha dado su amistad y nos ha destinado a la gloria. Nos sacó de Egipto -pecado, esclavitud, muerte-, nos lleva a la tierra prometida -libertad, abundancia, vida-. Ambos lugares, realidad y figura de algo más profundo y más alto. La segunda es imagen y anuncio de la gloria eterna. Ese es el tér­mino prometido por Dios a los que le sirven Muchos son los bienes que nos vienen de un Dios que nos ama. Piénsese en Cristo, como don y expresión de un amor sin límites.

Dios es con razón el único ser que exige y merece nuestro eterno aprecio. Dios está sobre todas cosas. Es el mejor y lo mejor de los seres. Es, por otra parte, el único que puede llenarnos. Todo, pues, para él. Nada hay que pueda comparársele. Efectivamente, todo pasa; sólo él queda. En él poder y la vida. Nuestra actitud, por tanto, ante y respecto a él debe ser singular y única ¿Cómo?

Amar. Esta palabra encierra muchos matices. Uno de ellos es el temor, no servil, pero sí servicial. El es nuestro Señor, de él somos. La figura tradi­cional del siervo y del señor puede servirnos para representarnos las rela­ciones que deben mediar entre hombre-criatura y Dios-creador. Siervos fie­les conscientes del servicio que Dios debemos. El servicio a Dios debe ser completo, sin restricciones. No sólo externo, que pudiera acabar en servil; toda la persona, toda cuanta es, está empeñada en ello. Servicio cordial, sin­cero, leal, con todas las fuerzas. Dios lo merece. No hay como él. Con toda el alma, pues, con todo el corazón y por siempre; siervos, pero libres en el ser­vicio. Si recordamos aquí el amor de Dios a los hombres, manifestado en Cristo, se comprenderá que nuestro amor a Dios debe ser total y completo, sin límites ni concesiones. Estamos en sus manos y debemos esforzarnos por estar siempre en ellas.

En ello nos va la vida y la existencia. Para él y por él hemos sido creados. Y no descansaremos, pues nuestro ser lleva esa dirección y esa impronta, hasta descansar en él. Como a los antiguos israelitas, a nosotros si nos pro­pone la vida eterna. Es menester pensar en ello. Dios debe llenar toda nues­tra vida. El salmo responsorial nos invita a clamar: Tú eres todo para mí. ¿Lo hacemos verdaderamente? ¿Es el primero que tenemos delante al levan­tarnos, al acostarnos, al ir y al venir? ¿Es eso lo que tratamos de inculcar a los que nos rodean?

B) Amor al prójimo. La determinación nos viene de Cristo. El primer mandamiento encierra en sí este segundo, de tal forma que viene a ser parte de él. No se puede cumplir el primero sin cumplir al mismo tiempo el se­gundo. El amor a Dios -servicio, entrega a su voluntad- se extiende en la práctica y en las obras a una atención seria al prójimo. No se sirve a Dios -de corazón y de alma- si no se ama, sirve, atiende, al prójimo. Así nos lo dice Cristo y así es. La medida es clara: como a ti mismo. Cumpliendo este requisito serviremos a Dios de todo corazón.

Nuestra atención y servicio deben llegar a todos: amigos y enemigos, compatriotas y extranjeros, grandes y pequeños, a todos. Dentro de la fami­lia cristiana, el amor mutuo ha de asemejarse al de Cristo, que dio la vida por nosotros. La medida es excelsa. No lo olvidemos. Hay que insistir en ello.

Notemos, por último, el nexo íntimo que hay entre servicio a Dios y servi­cio al prójimo. No se puede servir a Dios sin servir al prójimo. No será un servicio digno el nuestro, si nuestras obras de servicio a Dios dejan algo que desear en el servicio al prójimo. Dios ama a los hombres, y el hombre ama a Dios en los hombres y a los hombres en Dios. Todo está unido; cuando al pró­jimo servimos a Dios servimos, y cuando a Dios servimos, no olvidemos que debe llegar nuestra acción a los hombres ¿Lo hemos entendido bien, como aquel escriba? Entonces no estamos lejos del Reino de los cielos.

C) Papel del culto. El culto está dirigido a Dios, como a Creador y a Señor nuestro. No sólo es legítimo, sino necesario. Es expresión de nuestro servicio y de nuestro amor. Peor no basta la fórmula, la palabra huera y vacía. Como expresión de una auténtica actitud religiosa interna, no debe estar ni entrar en conflicto con el servicio al prójimo. Conviene, pues, preguntarse por la autenticidad de nuestra religiosidad en el culto. Deja la ofrenda, si algo contra ti tiene tu hermano. Hay que compaginar las dos cosas: culto y prójimo

D) La segunda lectura nos habla del culto, del auténtico. Cristo sacerdote es el sacerdote que nuestra debilidad necesitaba. Dios lo ha constituido para que interceda siempre por nosotros. Debemos acudir a él.

Cristo, sumo sacerdote, ejemplo en el cumplimiento del primero y del se­gundo de los preceptos. Cristo constituido sacerdote en la obra de la reden­ción. Su vida, su muerte son expresión de la obediencia más pura y más in­condicional a la voluntad de Dios. Cristo amó perfectamente al Padre, obe­diente hasta la muerte y muerte de cruz. Por otra parte el amor a los hom­bres le llevó al mismo fin, a la muerte de cruz. Porque nos amaba se hizo hombre y hombre semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado. Dios nos amaba, entregándonos así a su Hijo; este a su vez nos amaba, entregándose a sí mismo.

Por ello, su sacerdocio es único, puro, atento, perfecto, etc. Puesto entre Dios y los hombres cumple a la perfección su ministerio, siempre delante de Dios intercediendo por nosotros. Ese es su servicio. El servicio lo ha conside­rado el autor como un servicio cultual. El culto a Dios y el amor al prójimo están en este caso tan unidos que no pueden separarse.

No es otra la función que deben desempeñar los sacerdotes: culto a Dios en Cristo -Cristo total- para bien de los hombres. Un culto a Dios que no lleve a la salvación -en mil formas- del hombre, no es auténtico culto. Una dedica­ción al prójimo, que de alguna forma, no sea realizada en Cristo, sería para discutirla. Algo importante le falta. Un culto en Cristo nos lleva a Dios y al hombre, un amor al hombre en Cristo, nos lleva a un culto limpio de Dios. Conviene pensar sobre ello.

Las oraciones hablan de un servicio a Dios y de la gracia de recibir las promesas. El culto cristiano se realiza en Cristo por la Iglesia: culto y amor al pró­jimo están estrechamente unidos.

 

3. Oración final

 

Señor Jesús, te damos gracia por tu Palabra que nos ha hecho ver mejor la voluntad del Padre. Haz que tu Espíritu ilumine nuestras acciones y nos comunique la fuerza para seguir lo que Tu Palabra nos ha hecho ver. Haz que nosotros como María, tu Madre, podamos no sólo escuchar, sino también poner en práctica la Palabra. Tú que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

Domingo 30 del Tiempo Ordinario – Ciclo B

DOMINGO TRIGÉSIMO DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO B

 

Una multitud acompaña a Jesús trata de apartar a un ciego que lo llama “Hijo de David”. Antes de abrir los ojos al ciego, Jesús abre los ojos de la multitud y le pide llamar a aquel hombre en lugar de rechazarlo. Lo que el profeta Jeremías anuncia en la primera lectura se realiza: el ciego encuentra su lugar en medio de su pueblo. Con él, puede subir a Jerusalén para celebrar la Pascua. Jesús es la salvación de Dios, como lo canta el Salmo. Jesús es el sumo sacerdote de la Nueva Alianza, nos dice la carta a los Hebreos.

 

  1. 1.      Oración

 

Aumenta, Señor, en nosotros la fe, la esperanza y la caridad para que cumplamos con amor tus mandamientos y podamos conseguir, así, el cielo que nos tienes prometido.

Por nuestro Señor Jesucristo…

Amén.

 

  1. 2.      Lecturas y reflexión

2.1.Lectura del libro del profeta Jeremías (31, 7-9)

 

Esto dice el Señor: “Griten de alegría por Jacob, regocíjense por el mejor de los pueblos; proclamen, alaben y digan: ‘El Señor ha salvado a su pueblo, al grupo de los sobrevivientes de Israel’. He aquí que yo los hago volver del país del norte y los congrego desde los confines de la tierra. Entre ellos vienen el ciego y el cojo, la mujer en cinta y la que acaba de dar a luz. Retorna una gran multitud; vienen llorando, pero yo los consolaré y los guiaré; los llevaré a torrentes de agua por un camino llano en el que no tropezarán. Porque yo soy para Israel un padre y Efraín es mi primogénito”.

 

Jeremías, el profeta de los anuncios tristes, el profeta de las amenazas duras, el profeta a quien todo anunciar, dolorido, la destrucción del santo Templo de Dios y la cautividad de su pueblo, el profeta perseguido, el profeta abandonado, es también Jeremías el profeta de la esperanza. El anunció como nadie la terrible tempestad que se cernía sobre la Palestina de enton­ces. A él tocó verlo y llorarlo amargamente. Violento, como violento puede ser un amor no correspondido, tiene palabras duras para un pueblo duro que por culpa propia está abocado a la perdición. Con los ojos nublados por las lágrimas contempló atónito el fracaso de la Antigua Economía de la salvación. El pacto del Señor no había conseguido del pueblo, gente de dura cerviz, el efecto ape­tecido. Casi diríamos que llegó a la desesperación. Pero no. A él le llegó tam­bién la comunicación divina de tiempos mejores. Dios se lo dijo; Dios se lo comunicó. Dios le reveló que, a pesar de los delitos de su pueblo, El no lo ha­bía abandonado, que no lo quería destruir definitivamente. Lo había casti­gado, sí, porque quería sanarlo y curarlo. Dios había dispuesto recoger a su pueblo desparramado y hacer con él un pacto nuevo, una Alianza nueva, un Testamento eterno, para siempre. Dios amaba todavía a su pueblo y quería atraerlo de nuevo hacía sí para siempre. Tras la tormenta, venía la bo­nanza; tras la ruina, la edificación; tras la dispersión, la vuelta; tras el cas­tigo, el perdón; tras el abandono de amante airado, el cariño de tierno Pa­dre.

 

Jeremías anuncia el plan divino de salvación, y sus palabras recobran sentido siempre que se leen. No es un deseo lo que anunció Jeremías; es un hecho. Él lo ha visto en Dios, el Señor del universo. Lo ha oído de sus propios labios; lo ha percibido en la determinación divina de seguir adelante la obra de salvación. El Dios de Israel no es un Dios a quien le complace la muerte. Es un Dios que salva, que ama las criaturas que El con sus propias manos creó. Notemos:

a) Invitación a la alegría, al gozo. Se trata de un anuncio salvífico. He aquí la buena nueva: El Señor ha salvado a su pueblo. En aquel concreto y crítico momento de dispersión y destierro, la salvación recibe la forma de vuelta a la patria, de posesión de la tierra patria, de la renovación del culto en el templo, de la unidad nacional. Al segundo Isaías le tocaría verlo de cerca. A Jeremías le bastó, para invitarnos a la alegría, ver en la disposi­ción divina el cambio de situación.

b) La razón única que explica esta actitud divina es el amor de Padre que Dios tiene a su pueblo. Se trata, al mismo tiempo, de la fórmula del Pacto: Seré Padre y él será hijo. Sin la acción redentora de Dios, el pueblo hubiera desaparecido. El amor puede más que la ira. Dios salva, porque Dios ama.

2.2. SALMO RESPONSORIAL 125, 1-2AB. 2CD-3. 4-5. 6 R:

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar:
La boca se nos llenaba de risas,
la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían:
«El Señor ha estado grande con ellos.»
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte,
como los torrentes del Negueb.
Los que sembraban con lágrimas,
cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando,
llevando la semilla;
Al volver, vuelve cantando,
trayendo sus gavillas.

El Salmo se refiere al regreso del exilio. Notamos risas, gozo y fiesta por parte de aquellos que regresan del exilio y por parte de quienes los reciben: “La boca se nos llenaba de risas, / la lengua de cantares” (v.2a)

El pueblo está feliz por haber recibido el perdón de Dios y por ser admitido en su presencia. Está contento de haber borrado el motivo de su verguenza ante todas las naciones que se burlaban de él porque Dios lo había abandonado. Las naciones, por el contrario, celebran: “El Señor ha estado grande con ellos” (v.2b).

Observemos que el Salmo cambia bruscamente de tonalidad. La exaltación retumba. Se habla de lo que Dios ha hecho, pero también de lo que falta por hacer: no todos los cautivos han vuelto y la restauración de Jerusalén todavía es una tarea pendiente.

Para darle ánimo al pueblo, el Salmo canta el proverbio del sembrador: “Los que sembraban con lágrimas, / cosechan entre cantares” (v.5). La última estrofa retoma el proverbio y lo desarrolla: “Al ir, iba llorando, / llevando la semilla; / al volver, vuelve cantando, / trayendo sus gavillas” (v.6).

 

2.2.Lectura de la carta a los hebreos (5, 1-6)

 

Hermanos: Todo sumo sacerdote es un hombre escogido entre los hombres y está constituido para intervenir en favor de ellos ante Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. El puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades. Por eso, así como debe ofrecer sacrificios por los pecados del pueblo, debe ofrecerlos también por los suyos propios. Nadie puede apropiarse ese honor, sino sólo aquel que es llamado por Dios, como lo fue Aarón. De igual manera, Cristo no se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote; se la otorgó quien le había dicho: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. O como dice otro pasaje de la Escritura: eres sacerdote eterno, como Melquisedec.

 

Continua la lectura de la carta a los Hebreos. Es quizás uno de los pasajes más importantes de la carta. Después de haber proclamado en los versículos anteriores a Cristo «Sumo Sacerdote», trata de justificar su aserto. Podemos dividir el texto en dos partes bien marcadas.

A) En primer lugar, el autor nos da, partiendo naturalmente del Antiguo Testamento y de la tradición vigente en Israel, la definición del sacerdocio, que ya se ha hecho clásica. Son los versillos 1-4. Obsérvese en esta defini­ción los siguientes elementos:

1) El sacerdote es tomado de entre los hombres. Es un hombre, no un án­gel. Veremos por qué.

2) El fin del sacerdocio es representar al pueblo delante de Dios. A él lo compete ofrecer y presentar los dones y sacrificios por los pecados ante Dios en favor de los hombres. Debe rogar por los hombres a quienes representa. No es oficio cualquiera. El fin, dice santo Tomás, no es el lucro, ni el poder político, no cosa semejante. Es un intermediario que trata de llevar a Dios las ofrendas de los hombres y recabar de Dios el perdón de los pecados y ha­cerlo propicio a los hombres, a quienes representa.

3) Precisamente por ser hombre igual a los otros, está capacitado para condolerse de los que yerran y pecan. Debe sentir como en carne propia la debilidad y flaqueza de aquellos por los que ruega. Así rogará con más ahínco y entusiasmo. El está dentro de la masa a quien representa delante de Dios. Necesitado de la asistencia divina, consciente de su propia necesi­dad, recurre a Dios en favor de los que son semejantes a él. El mismo tiene necesidad de ofrecer sacrificios por sí mismo.

4) Condición importante es también la vocación. No es para cualquiera esta función de sacerdote. Debe ser llamado por Dios. Así lo fue Aarón. Como se ve, el autor está hablando del sacerdocio del antiguo testamento. Real­mente representar al pueblo delante de Dios en orden al perdón de los peca­dos y a Dios delante de los hombres es algo que debe partir de Dios mismo. Por eso se necesita de una vocación.

B) En segundo lugar, el autor aplica a Cristo la definición. Cristo es Sumo sacerdote. Cristo reúne en sí las condiciones necesarias para ser el Sacer­dote Sumo. Son los versículos 5-10. En la lectura presente sólo aparecen los dos primeros. Nos bastan por ahora. Pero conviene leer los siguientes, de lo contrario se quedaría manca la explicación. Realmente Cristo cumple en sí las condiciones. Cristo ha sido constituido Sacerdote por Dios mismo. Para ello cita el autor el salmo 109. Es un salmo mesiánico-real. Se habla del Un­gido, del Rey que al mismo tiempo es Sacerdote. Dado que Cristo es el Me­sías, el Ungido, es también Sacerdote. Dios pronunció la frase; Tú eres sa­cerdote según el orden de Melquisedec, así como también son palabras su­yas las de Tú eres mi hijo. Con esto queda claro: Cristo es Sumo sacerdote constituido por Dios. Las otras condiciones están a continuación. Es hombre, puede condolerse. Precisamente Cristo sufrió como los demás hombres. Está, pues, capacitado para entendernos y compadecernos.

 

2.3.Lectura del santo Evangelio según san Marcos (10, 46-52)

 

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente, un ciego, llamado Bartimeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!” Muchos lo reprendían para que se callara, pero él seguía gritando todavía más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. Jesús se detuvo entonces y dijo: “Llámenlo”. Y llamaron al ciego, diciéndole: “¡Ánimo! Levántate, porque él te llama”. El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. Entonces le dijo Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?” El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete; tu fe te ha salvado”. Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino.

 

El pasaje que nos ofrece Marcos es el relato de un milagro. Con la espon­taneidad, ingenuidad y viveza que le caracterizan, Marcos nos habla de la curación de un ciego. Era ciego el hombre aquel: ahora ve. El portento se lo debe a Jesús. Cristo no pudo negarse a la petición tan suplicante de aquel hombre. Mostró gran fe. Y la fe movió al Señor a concederle el don deseado. Por la fe llegó a la vista. Por parte de Cristo misericordia y ejercicio de un gran poder. Recobraba la vista, le seguía. Cristo, pues aparece, como taumaturgo, con poderes para sanar. El Se­ñor es poderoso; el Señor salva. En este caso concreto la salvación toma la forma de luz y vista. La fe ocupa un lugar importante. Tras el milagro, el agradecimiento: lo seguía.

 

Reflexión:

 

Como siempre, conviene comenzar con Cristo. El es el alfa y la omega. A él se le ha concedido rasgar los sellos que cierran el libro de Dios. El es el Misterio y la explicación del Misterio. En él nos llega Dios mismo y en él se nos hace patente su voluntad y su designio de salvación. El es la gran reve­lación de su justicia y la llave que abre su corazón de Padre. Con él se nos hacen los secretos de Dios patentes. Él es quien nos lleva al Padre y a través de quien Dios llega a nosotros. El es la cima de la creación. En él cobran sen­tido todas las cosas; a él están todas dirigidas. El está al centro de los dos Testamento. Por eso, para entender toda palabra de Dios, necesitamos recu­rrir a él, gran Palabra de Dios. Los sonidos que se desprenden de las lectu­ras recibirán cohesión y sentido unidos a él, en forma de Palabra de Dios, pues Cristo es la Palabra de Dios única y completa. El es el amado, el pri­mogénito y el unigénito del Padre, Jesús Señor nuestro. Por eso:

 

A) Dios salvador- Cristo Salvador.

La salvación de Dios llega a nosotros por Cristo. Cristo es la revelación y manifestación de Dios Salvador. Es un tema importante en las lecturas leídas. Aquí la palabra Salvador está coloreada con el suave tono de misericordia, de cariñoso amor paterno. El evangelio así nos lo presenta. Un ciego acude suplicante a Jesús: Hijo de David –es decir Mesías- ten compasión de mí. El Mesías escucha la voz supli­cante del afligido. Jesús tiene compasión de él Dios se muestra así en Cristo misericordioso Salvador. El tema aparece también en el profeta Jeremías. Dios tiene piedad de su pueblo. Lo ha castigado, lo ha privado de su presen­cia, lo ha echado fuera de sí, lo ha arrojado a los caminos del mundo a men­digar de otros lo que dentro de sí con Dios ya poseía. Pero Dios no lo aban­dona a su suerte para siempre. Dios es Padre, Dios ama tiernamente. Dios tiene misericordia y determina para su pueblo la salvación en la forma con­creta de vuelta. Lo atrae hacia sí, pues es él mismo la Salvación. Algo seme­jante hace Cristo con el ciego. Lo llama hacia sí y le concede la luz. El es la Luz.

 

El tema de la compasión aparece también en la segunda lectura. Puede compadecernos. Es una de las condiciones para ser un buen sacerdote, un buen intermediario entre Dios y los hombres. Cristo la posee en grado emi­nente, como lo aseguran los versillos siguientes a la lectura. Cristo es el Sumo sacerdote, puesto por Dios mismo, como Hijo suyo, para ofrecer por nosotros oblaciones y sacrificios; para hacernos a Dios propicio y benévolo. Esta es su obra y su misión: llevarnos al Padre, como Salvador.

 

Partiendo de este punto, nótese el cambio operado en la salvación: Destie­rro-Vuelta; alejamiento-acercamiento; castigo-perdón; tinieblas-luz; tristeza-alegría.

El salmo responsorial va por ahí. Es el recuerdo poético de la maravilla operada por Dios en su pueblo al volverlo del destierro. El Señor cambió su suerte. Realmente Dios estableció a Cristo Sacerdote para cambiar nuestra suerte.

 

B) El tema de la Fe. Tema secundario, pero importante. Tu fe te ha sal­vado, dice Jesús al ciego. La fe lo llevó a la luz, humana y divina. La fe que obra milagros. En un sentido espiritual, no cabe duda que la fe – aceptación cordial de lo que Dios nos comunica- nos da luz, conocimiento y seguridad. Al fin y al cabo no es otra cosa que la participación de la visión de dios. El ciego recibió la luz. Con la luz por guía seguía a Cristo. Fe-Luz-seguimiento: pala­bras sugestivas. Podemos preguntarnos qué papel desempeña en nosotros la fe ¿Es fe viva y entregada? ¿De qué tipo es?

 

La oración del ciego es también aleccionadora. Dios no se niega, como no se negó Cristo a la petición del ciego. Precisamente Cristo ha sido colocado por Dios, para que ofrezca su oblación por nosotros. Es sumo sacerdote.

 

Somos por definición videntes. Mantengamos la fe. La fe lleva a la salva­ción. Hay que seguir a Cristo. Fuera de Cristo estamos mendigando ciegos por los caminos del mundo, como si no hubiera un Padre y un Amigo. Con la fe todo cambia de color. El ciego del evangelio y el pueblo en el destierro son imágenes del hombre alejado de Dios, del pecador de la debilidad errante. Volvamos a Dios. El cambiará nuestra suerte. Pidamos y tengamos fe y sigamos. Pensamiento eucarístico: Cristo está entre nosotros, como salvador y Sa­cerdote eficaz. Acerquémonos a él. El es capaz de salvarnos. Actuemos la fe, pues es un misterio de fe lo que presenciamos. El puede transformarnos. Pidámosle con confianza y determinemos seguirle adonde vaya.

 

  1. 3.      Oración final:

 

Compadécete de nosotros, Señor, abre nuestros ojos a la verdad y ayúdanos a no apartamos nunca de Ti.  Que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

Domingo 29 del Tiempo Ordinario – Ciclo B

DOMINGO VIGÉSIMO NOVENO DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO B

Nuestro deseo de alcanzar metas en la vida nos lleva a aprovechar los espacios, oportunidades para realizarnos como personas: Algunos piensan que para alcanzar el “éxito y la gloria” tienen que dominar a los demás, tienen que adquirir poder, dinero, títulos o de tráfico de influencias.

Jesús de Nazaret vivió un camino alternativo como Siervo sufriente del Señor (primera lectura), Sacerdote que sabe compadecerse de nuestras debilidades (segunda lectura), siervo de todos hasta el punto de “dar su vida en rescate por todos” (evangelio). Él nos ofrece el camino de la grandeza humana: El que quiera la gloria que sea vuestro esclavo, el que quiera ser el primero, vuestro servidor.

  1. 1.      Oración:

Dios todopoderoso y eterno, te pedimos entregarnos a ti con fidelidad y servirte con sincero corazón. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

  1. 2.      Texto y comentario

2.1.Lectura del libro de Isaías 53, 10-11

El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos.

 

Estamos en el más sorprendente y bello quizás, de los cuatro Cánticos del Siervo de Yavé. Es el último. Conviene leerlo entero. Merece la pena. La figura misteriosa del personaje que se mueve en esta historia nos cae simpática. Más aún, nos deja atónitos, y puede que hasta nos haga derramar lágrimas de condolencia y compunción. Así de duras son las pruebas por las que pasa el Siervo con el fin, precisamente, de alcanzar el perdón de nuestros pecados. No cabe duda de que nos encontramos en pre­sencia de un gran misterio. Meditémoslo. Sólo dos son los versículos de la lectura. Suficientes ellos para recordarnos la carrera de este amable personaje en favor de los hombres He aquí lo principal: El Siervo de Dios debe por disposición divina llevar sobre sí el castigo de nuestros pecados. El quiso triturarlo con el sufrimiento. Todo ello para ex­piar las culpas de los hombres. Esa es su misión. Tras horribles sufrimientos y humillaciones que culminarían en una muerte afrentosa, entregará su vida a Dios. Pero todo no acabará ahí. Los versículos que comentamos lo dicen bien claro: …Prolongará sus años; verá su descendencia. Son el reverso. A la no­che sigue el día, al trabajo el galardón, a la humillación la exaltación, a la muerte la vida. Dios no deja sin terminar las cosas. La obra del Siervo -obra de expiación- ha sido admirable. Admirable debe ser también el estado final del Siervo: exaltación. Será un beneficio para todos.

 

Las expresiones son un tanto obscuras, en detalle, para ser explicadas. La idea, sin embargo es clara. El siervo, tras su obra de expiación, recibirá la exaltación. Queda sin especificar. Todo lo podemos reducir a dos puntos: a) Dios dispuso que sufriera, que trabajara, que muriera y así expiara nuestras culpas. b) Exaltación: descendencia larga, se hartará de prosperidad, justificará a muchos.

 

2.2.Salmo responsorial Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22 (R/.: 22)

 

R/. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.

 

Que la palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. R/.

 

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. R/.

 

Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti. R/.

 

Lectura de la carta a los Hebreos 4, 14-16

 

Hermanos: Mantengamos la confesión de la fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios. No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado. Por eso, acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente.

En esta genial y elegante Carta a los hebreos alternan con las exposicio­nes doctrinales de tipo dogmático, las exhortaciones ardientes de tipo pa­re­nético a una vida más cristiana, en especial a una más firme adhesión a Cristo por la fe. Una y otras van tejiendo la trama de la carta. Los versículos leídos marcan el paso de una a otra. Se nos invita a mantener la confesión de la fe, pues tenemos un Sacerdote Grande… Una sostiene a la otra. Así camina la carta. Veamos el sentido de los versículos anunciados.

a) Cristo Sumo Sacerdote.

Es el tema central de la carta. Cristo mediante su obra redentora -en es­pecial pasión, muerte y resurrección- ha conquistado los títulos de Hijo de Dios, Señor, Rey, Dios y Sumo Sacerdote. Este último título colorea la obra de Cristo de un matiz cultual. En otras palabras, la carta a los Hebreos se esfuerza en presentar el misterio de la obra de Cristo con categorías cultua­les. Para los que asistieron a la pasión y a la muerte de Cristo, nada hubo de cultural en presentación externa de los hechos. Para el teólogo, en cambio, que escudriña la obra de Dios en Cristo con sus efectos y consecuencias, la obra redentora de Cristo es en realidad algo que puede legítimamente ex­presarse mediante conceptos cultuales. Así lo ha hecho el autor acertada­mente.

 

Cristo, en la maravillosa obra de la redención, ha penetrado lo cielos. Está subyacente la imagen del templo con su Sancta Sanctorum, donde na­die podía entrar, exceptuado el Sumo Sacerdote, y esto una vez al año. Cristo ha penetrado. Cristo se ha adentrado en la morada del Dios trans­cendente e inaccesible. Con ello ha dejado abiertas las puertas para todos, que van con él. Su obra redentora nos ha acercado al Dios inaccesible. El penetrar hasta Dios, llevándonos consigo, le ha va­lido el título de Sacerdote. Pero además, el haber sufrido por nosotros y como nosotros, le confirma más en el título: Sacerdote que puede compade­cernos. Es una de las condiciones necesarias para conseguir el título con dignidad. Cristo ha sufrido, se ha hecho uno de nosotros, igual en todo, ex­cepto en el pecado. Más aún, está delante de Dios para interceder por noso­tros.

 

b) La consecuencia es clara: Mantengamos la confesión de la fe y vayamos confiados. Es lo que subrayan los versículos leídos. La obra de Cristo -vida, pasión, muerte y resurrección perenne ante Dios- por nosotros, lo han consti­tuido Sacerdote Eterno. El autor nos lo recuerda y nos anima a vivirlo en profunda fe y confianza. En Cristo alcanzamos misericordia.

 

2.3.Lectura del santo evangelio según san Marcos 10, 35-45

 

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir.» Les preguntó: « ¿Qué queréis que haga por vosotros?» Contestaron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda.» Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?» Contestaron: «Lo somos.» Jesús les dijo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.» Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.»

 

En primer lugar tenemos la escena de los hijos del Zebedeo. En otro evan­gelio se dice que es la madre quien intercede por los hijos. Semejante detalle no cambia el impacto de la escena. Los hijos del Zebedeo formulan a Jesús una petición atrevida: Que nos sentemos el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Todavía, como a Pedro sucederá muchas veces, no saben en realidad lo que piden. Sus pensamien­tos están aún muy metidos en lo terreno. El Mesías, vienen a pensar en tér­minos generales, es Jesús. Como Mesías debe establecer un reino, el Reino de Dios. De hecho, el Maestro predica frecuentemente de él. Este reino lo imaginan, sin embargo, a pesar de las continuas explicaciones que vienen del Maestro, de modo terreno. Reino de Dios, es verdad, donde campeará la observancia de la ley, pero no exento de dominio político, de exaltación y glo­ria terrena. En realidad no tienen la menor idea de cómo se van a llevar a cabo las palabras del Señor, ni cuándo ni en qué va a consistir el reino. An­tes de que comience el reinado de Cristo, quieren asegurarse en él un puesto relevante: a la derecha y a la izquierda.

 

Para llegar al reino, sin embargo, precisa pasar por una grave serie de pruebas. Así lo asegura el Maestro. El mismo debe pasar por ellas ¿Están ellos, los discípulos ambiciosos dispuestos a pasar por ellas? Es de admirar la respuesta de los dos hermanos: clara, decidida, sin exageraciones. Podemos. Probablemente no saben en concreto a qué se refiere Jesús en sus palabras, aunque puede que algo sospecharan. Por él, por el reino, por conseguir los primeros puestos en él, están dispuestos a cualquier cosa. En el fondo, no obstante, existe una gran ambición, que los compañeros condenan indigna­dos. Lo verdaderamente interesante es que aquí Jesús anuncia, bajo la ima­gen de cáliz y bautismo, su muerte y pasión. Los discípulos beberán el cáliz, pero no está en su mano concederles los primeros puestos. Eso lo decide el Padre.

La enseñanza siguiente es muy importante. El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar la vida en rescate por todos. Este es el destino de Cristo, como Mesías, como Hijo del Hombre. Este es el Cáliz que el Hijo del Hombre debe beber y éste es el Bautismo con que el Hijo del Hombre debe ser bautizado. Aquí entra toda la vida de Cristo, especialmente los últimos momentos Pasión y Muerte, para acabar con la Resurrección. Por nuestros pecados, como reza el credo más antiguo, presente ya en los escritos de Pablo y de toda la antigua Igle­sia. Fue obra de Siervo. Lo dio todo, hasta la vida, para salvarnos. Siervo desde el principio hasta el fin, siendo como era Dios. Se humilló hasta la muerte de cruz. El, Siervo, lavó nuestros pies, y con ello todos nuestros pe­cados. Todo por nosotros. Esa es la obra de Cristo.

 

Para el cristiano existe una línea clara a seguir: el ejemplo de Cristo. Siendo como es el primero, se hizo Siervo. Siervos debemos hacernos noso­tros, si queremos ser los primeros. Hay un cáliz que hay que beber y existe también un bautismo que hay que recibir. Hay que pasar por la humillación. Mejor dicho todavía, hay que humillarse y hacerse Siervo de los demás, como él lo fue, si queremos tener parte con él en el reino de los cielos. Esa es la norma. No hay otra. No fue otro el camino de redención; no es otro el ca­mino de salvación. Quien quiera ser grande, hágase servidor de los otros. Esa es la verdadera grandeza, semejante a la de Cristo. El servir, el amar hasta hacerse siervo, ese es el modo de conseguir la verdadera grandeza. Así Cristo, así nosotros. En el fondo, pues, es una clara alusión a la Pasión y a la Muerte, como expresión suprema de amor y servicio, causa de nuestra redención.

 

Reflexionemos:

Después de leer atentamente las lecturas, no cabe otra actitud por nues­tra parte que centrar toda nuestra atención en la persona de Cristo Jesús, Señor nuestro. Cosa por otra parte que siempre suele suceder. Cristo es un todo. Cristo y su obra siguen siendo, aun después de conocidos, un profundo misterio. La Escritura, por eso, se esfuerza en presentarlo en sus diversas facetas. Hay que volver continuamente a él; hay que meditarlo, hay que analizarlo, hay que profundizarlo, hay que contemplarlo. No se agota nunca; siempre encontramos cosas nuevas.

 

En el caso presente, Cristo no aparece como taumaturgo, ni siquiera, es­trictamente hablando, como Maestro sorprendente. El Cristo de las lecturas es el Cristo Siervo que debe ser triturado por el sufrimiento, que debe entre­gar su vida como expiación y justificación para muchos, que viene a servir, no a ser servido; a dar su vida en rescate por todos; que sufrirá y tendrá un fin glorioso, que penetrar los cielos y se convertirá en el Sumo Sacerdote siempre dispuesto a compadecernos y pedir por nosotros. El Siervo se ha convertido en Sumo Sacerdote. Así se nos presenta Cristo y a su obra. Dis­tingamos, según esto:

 

I) Parte dogmática: Sacerdote, Siervo, Redentor:

a) Ha penetrado el cielo. Ya hemos aludido a la imagen del templo que yace en el fondo de esta expresión. Cristo nos ha franqueado la puerta, de siempre cerrada, que conduce al Padre. El camino está abierto para siem­pre. Es el mérito de Cristo que muere y se entrega por nosotros. El estará, desde ahora para siempre, en presencia de Padre, como intercesor nuestro. Otros términos cultuales: cáliz, bautismo, expiación. Cristo ha bebido el cáliz de la Pasión, ha sido bautizado, enterrado, sepultado, ha limpiado los peca­dos del mundo.

b) Visita así la vida de Cristo, Cristo mismo viene a ser la nueva víctima propiciatoria. El se ofrece a sí mismo: Sacerdote y Víctima.

c) La vida de Cristo es un servicio, una Expiación por, una entrega. Cristo se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Esta entrega total de Cristo al Padre que ordena y a los hombres a quienes salva, es la suprema expresión de la más grande obediencia y del más grande amor. El amor de Cristo al Padre y a nosotros es insuperable, algo que no tiene explicación. Toda su vida y obra responde a ello. Se hizo, por amor, igual a nosotros.

d) Por eso es capaz de entendernos y de compadecernos. Ha sufrido como y más que nosotros. No es difícil acercarse a él, siendo tanto el esfuerzo suyo acercarse a nosotros. Difícil acercarse al Dios transcendente, supremo, pero no al Dios Siervo, humano, dolorido y muerto por nosotros.

 

II) Parte parenética.

a) Mantengamos la confesión de la fe. Cristo atravesó los cielos y está allí intercediendo siempre por nosotros. Su oración es válida. Más aún, es la única que nos puede salvar. No hay otro, dice san Pedro, en cuyo nombre podamos ser salvos. El nos ha merecido el perdón y la gracia. Por otra parte conviene tener presente su amor hacia nosotros. Cristo nos ama, nos escu­cha, nos atiende e intercede por nosotros. Puede condolerse de nuestra debi­lidad, pues él la llevó sobre sí, siendo hombre. No quedaremos jamás defrau­dados. Se hizo igual a nosotros, excepto en el pecado ¿Quién tendrá apuro en acercarse a él? Por otra parte, notemos que es todopoderoso. Su trono es el trono de la gracia. Será siempre escuchado ¡Animo! Cristo puede y quiere perdonarnos.

b) el que quiera ser el primero, sea siervo de todos. Cristo, Siervo de Dios, ejemplo a imitar. Es el pensamiento principal del evangelio. Si Cristo está a nuestro servicio, nosotros lo estamos al de los demás. Esto deben tenerlo to­dos presente, en especial los dirigentes. Cabe el peligro de comportarse como se comportan los dirigentes que gobiernan el mundo. No así entre nosotros. Quien quiera ser el mayor, hágase el menos y siervo de todos. La Iglesia debe vivir profundamente su vocación de imitadora de Cristo ¿Es verdad que somos unos siervos de los otros? Es hora de pensarlo. Conviene insistir en ello, pues fácilmente lo olvidamos.

Pensamiento eucarístico: Cristo está entre nosotros. La Santa Misa nos recuerda y nos repite el sacrificio de Cristo en toda su amplitud. Ahí está como Siervo que se entrega por nosotros. Aparece como Sumo Sacerdote que ofrece una Víctima por nuestros pecados. Allí el cáliz, allí la oración al Pa­dre pos nosotros. La servidumbre de Cristo llega hasta hacerse alimento por nosotros. Cristo vive, Cristo nos escucha, Cristo nos atiende. Buena ocasión, al recordar su Pasión, Muerte y Resurrección, para arrepentirnos de nues­tras faltas, que en el fondo son faltas a este servicio, considerando los sufri­mientos de Cristo, y pedir perdón de ellos, mediante su intercesión siempre eficaz, siempre actual. Bebemos de un mismo cáliz y comemos de un mismo Pan. Todos partici­pamos de Cristo. Guardemos la unidad, mantengamos la fe -mysterium fidei- y actuemos la caridad en un servicio mutuo. Esperemos la bienaventuranza. Cristo nos la ha prometido. El ya la posee. Nos la ofrece. Contemplemos el misterio y vivamos nuestra vocación.

 

  1. DE LA ORACION A LA PAZ

 

“El fruto del silencio es la oración

El fruto de la oración es la fe

El fruto de la fe es el amor

El fruto del amor es el servicio

El fruto del servicio es la paz”

 

Madre Teresa de Calcuta