Domingo II de Pascua – Ciclo A

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Toda la liturgia de estos domingos está bajo el influjo de la Pascua. Pero la Iglesia se  preocupa para que la Pascua sea algo más que una palabra, de ahí que constantemente  nos presente el ejemplo de la primera comunidad cristiana que hizo de la Pascua un  programa concreto de vida. Con la Pascua nace la comunidad y el espíritu de la Pascua la  desarrolla lanzándola a la gran obra de la evangelización universal. Por todo esto, durante este tiempo vamos a mirar cómo se desarrolla la vida de esta  comunidad que es la nuestra: ¿Vive según el espíritu primaveral de la Pascua? ¿Vive o vegeta? Que nadie se extrañe  si constantemente el Espíritu Santo se hace presente en los textos bíblicos, pues Pascua y  Espíritu Santo conforman la nueva realidad que da origen a esto que llamamos  cristianismo. Pascua es la primavera permanente de la comunidad cristiana: no dejemos marchitar sus  flores…

1. Oración

Señor Jesús, Tú que habiendo dado la vida en la cruz, después que te dejaron en el sepulcro, no te quedaste en él, sino que RESUCITASTE, y así te diste a conocer a tus discípulos, apareciéndote en medio de ellos, diciéndoles: …la paz esté con ustedes… y ahí les dejaste la misión de ser ellos y así nosotros los continuadores de tu misión, para eso les diste y nos sigues dando tu Espíritu Santo, para que sea quien impulse y anime la misión. Te pedimos Señor, que nos ayudes a comprender y valorar, lo que implica creer en ti, como el RESUCITADO, como aquel que venció la muerte y está vivo, por eso, te pedimos, que nuevamente nos des tu Espíritu para que así, consigamos creer en ti, y vivir por ti, aún sin haberte visto, simplemente, porque creemos en tu Palabra, creemos que Tú estás vivo y que estás a nuestro lado. Que así sea.

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La Natividad del Señor – Misa de Medianoche – Misa del Día

Adviento

MISA DE LA MEDIA NOCHE

Celebrar la NAVIDAD, es colocarnos en lo más profundo del corazón de Dios y descubrir ahí, cómo es, lo que es y a su vez, cómo somos y lo que Él quiere de nosotros. Pues no existe nada más sublime y sobrenatural, que celebrar esta fiesta, que es la fiesta del amor total de Dios hacia nosotros sus criaturas. Pues, “…tanto amó Dios al mundo, que nos envió a su propio HIJO…” (Jn 3,16). Esa frase agota y expresa todo el sentido de la Navidad, pues es la expresión máxima del amor de Dios hacia nosotros, pues ahí, Él nos hizo ver hasta qué punto palpita y vive nuestra vida, que se ha comprometido con toda la humanidad, al enviarnos a su propio HIJO, para que por medio de Él lo pudiéramos conocer y conociéndolo, pudiéramos vivir de acuerdo a su voluntad.

Navidad es la fiesta del amor, es la fiesta de la dignidad y de la grandeza del ser humano. Pues si por un lado, podemos reconocer el amor total de nuestro Dios, que ha sido capaz de asumir una nueva naturaleza, para hacernos ver que su amor no tiene límites. Pero por otro lado, vemos la dignidad de la naturaleza humana, que es tan perfecta, que hasta Dios, ha sido capaz de asumirla. Si el ser humano está tan bien hecho, que hasta Dios puede ser alguno de nosotros, eso nos debe llenar de alegría, y a su vez ser todo un compromiso, para defender y valorar la vida, para promover todo lo que sea calidad de vida, todo lo que ayude a que el hombre viva de acuerdo a su dignidad y al proyecto de Dios.

Pero más allá, de todo lo que pueda significar la Navidad como vida nueva, como presencia de Dios en medio de nosotros. Por eso Navidad, más que fiesta es celebración, encuentro con uno mismo y así se vuelve ACCIÓN DE GRACIAS, por todo lo que el Señor derrama en nuestra vida y por todo lo que el Señor es para nosotros. En este sentido, nuestra actitud debería ser la de los PASTORES, que al contemplar al Niño en el regazo de su Madre, simplemente se arrodillan y adoran a Aquel que siendo Dios se hizo hombre. Así, Navidad es el momento alto del año, para que de rodillas ante Dios seamos capaces de agradecerle por sus bendiciones, por sus gracias, por todo lo que nos ha regalado a lo largo de este año que concluye, y en especial, bendecirle y agradecerle, porque nos ha dado ese donde creer en Él, reconociéndolo como nuestro Dios y Señor, como Aquel que da sentido a toda nuestra vida.

1. Oración Inicial

Dios Padre nuestro, tu amor hacia nosotros nos deslumbra, nos llena de admiración, hace que nuestro corazón lata más fuerte, porque vemos que tu amor no tiene límites, que nos amas de tal manera, que fuiste capaz de hacer que tu HIJO ÚNICO, se hiciera uno de nosotros, en y por María Virgen, para que Él nos llevara a ti, para que en ti, todos tuviéramos gracias y bendiciones, viviendo como HIJOS, siendo Tú nuestro Padre. Hoy al recordar el nacimiento de tu HIJO, llenamos de la misma paz que tuvo María, que como ella sintamos en nuestro corazón, a tu HIJO y que Él nos inunde de su Paz, dándonos los mismos sentimientos y disposiciones que tuvieron María y José cuando lo tuvieron en sus brazos, siendo Él todo para nosotros, buscando nosotros darle todo nuestro corazón. Que así sea.

2. Texto y comentario

2.1. Lectura del Profeta Isaías 9, 2-7

El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo: se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián. Porque la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de sangre serán combustible, pasto del fuego. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz. Para dilatar el principado con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho, desde ahora y por siempre. El celo del señor lo realizará.

Esta composición de Isaías es, por su tenor, un canto. Un canto jubiloso, de alegría. No está lejos la acción de gracias. Ha precedido una intervención admirable de Dios. Una intervención en favor de su pueblo: Dios ha obrado la salvación. Parece, un efecto, que la amenaza asiria ha retrocedido. Los pueblos comienzan a respirar. Han pasado de la noche al día, del duelo a la alegría. Alegría desbordante, gozo incontenible, contagioso. La imagen de la cosecha y del reparto del botín quiere darnos una idea de ello. Se ha alejado el invasor, que devoraba las cosechas y se daba al pillaje; vuelven la liber­tad y la paz. Los pueblos, libres del yugo extranjero, gozan de la vida lumi­nosa y sonriente. Dios lo ha hecho.

Hay algo más. El profeta menciona un acontecimiento que empalma con el anterior. Existe entre ellos una relación real, aunque misteriosa. «Nos ha nacido un niño». El niño es un «don»: «se nos ha dado». Es un descendimiento del rey. La casa de Judá no tiene por qué temer: Dios le ha proporcionado un sucesor. Así muestra – garantiza – Dios su cuidado y providencia por el rey y su reino. Pues no es un niño cualquiera: es un niño «rey». Y no un rey cual­quiera, sino hechas a David: Dios ha concedido a su pueblo un «mesías», un «ungido», un «rey». El nacimiento del niño garantiza la continuidad del reino y de la benevolencia de Dios. La retirada del poder asirio en el norte lo co­rrobora. El rey y la casa de Judá pueden descansar y cantar. Dios ha ope­rado la maravilla.

El profeta idealiza el cuadro, en la luz recibida de lo alto: ruina del opre­sor, de todo opresor, – vendrá un día -, paz perfecta para el pueblo oprimido; Rey maravilloso en un Reino eterno. El acontecimiento material significa y promete que en lo que realmente es su materialidad, pues el «niño recién na­cido» es un «signo» real. Más allá del acontecimiento material, la realidad de la edad mesiánica con su Príncipe al frente. Obra de Dios que verán con toda seguridad los siglos venideros, en los que por encima del júbilo y la ale­gría, se alza la figura excelsa del «Ungido». Todo será real y perfecto. La obra salvífica de Dios se impondrá al poder del enemigo: «Maravilla de Con­sejero, Dios guerrero. Príncipe de la Paz.»Se ensanchará el reino de David y se consolidará para siempre. El amor de Dios lo realizará. Signo y acción de ello, el niño que «nos ha nacido».

2.2. Salmo responsorial Sal 95, 1-2a. 2b-3, 11-12. 13

V/. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.

R/. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.

V/. Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre.

R/. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.

V/. Proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones.

R/. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.

V/. Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque. 

R/. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.

V/. Delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra.

R/. Hoy nos ha nacido un salvador: el Mesías, el Señor.

Hoy nos ha nacido un Salva­dor, el Mesías, el Señor.

Himno a Dios Rey. Un canto a Dios rey poderoso, Señor de toda la tierra. Dios ha mostrado, en sus intervenciones, ser rey poderoso y único. Las in­tervenciones pasadas anuncian la intervención definitiva; su reinado actual, el eterno futuro. El salmo lleva una gran carga escatológica. Anuncian y proclaman en acción la «acción» venidera. Invitación al júbilo, al gozo, al canto: «Cantad un cántico nuevo… ya llega a regir la tierra». El mundo en­tero lo aclama con entusiasmo: es un Rey y Señor. El estribillo «cristianiza» el salmo: Dios Rey interviene como tal en el acontecimiento maravilloso del Gran Rey. Es este Rey su Mesías, su Hijo. La aparición del Rey da sentido a la historia pasada y fundamenta la fu­tura. Es el Salvador Rey y Dios. Ese nombre, «Señor», que aparece en el salmo, sin perder su primitiva referencia a Dios, se dirige con igual valor al Mesías. Pues el Mesías es Dios Rey. Dios Rey nos da al Rey Dios. Maravi­llosa obra de dios. Todo exulta, todo explota de gozo. La naturaleza entera se conmueve al ver llegar a su Dios Rey.

2.3. Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a Tito 2, 11-14

Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo. El se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad, y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras.

Cartas pastorales. En las recomendaciones pastorales, de gobierno, aflora, y no es extraño la gran verdad-acontecimiento que da base, sentido y consistencia a toda la vida cristiana: Cristo. Pablo exhorta a una vida cris­tiana justa: deberes cristianos. Cada uno, en su puesto, debe reflejar la bon­dad del Señor que les llamó a una vida auténtica. De fondo, como realidad futura, operante ya en el presente, la venida gloriosa del Señor: la Parusía. El cristiano debe prepararse para aquel magno acontecimiento. Pero esta realidad que se espera tiene ya su raíz en el pasado: Jesús que se entregó por nosotros. La moral cristiana arranca de un acontecimiento histórico que supera la historia.

El acontecimiento es gracia de Dios Salvador: Jesús, Verbo de Dios hecho hombre. Gracia de Dios en Cristo que salva. Salvación que consiste en un abandono de los deseos mundanos -vida sin religión- y en una vida de amis­tad con él, sobria y honrada. Se extiende a todas la gentes. La muerte de Cristo señala la causa más próxima. La entrega de Jesús ha tenido por re­sultado la creación de un pueblo nuevo purificado y dedicado a las obras buenas. Nos ha rescatado de la impiedad. Ahora vivimos en amistad con Dios. Pero esta amistad, no consumada, vive en tensión. Esperamos y dese­amos. Y en la espera y deseo nos preparamos con una vida honesta, reli­giosa y sobria. Es toda una «dicha» la que nos viene encima.

No se puede hablar de la primera venida de Cristo sin pensar de alguna forma en la segunda, y no se puede pensar en la segunda sin tener en cuenta la obra de la primera. La venida del Señor caracteriza y configura toda la vida cristiana. El cristiano es y se comporta como cristiano porque tiene una esperanza viva puesta en Dios: vendrá el Salvador y Dios Jesús. Y en la es­peranza, una fe en su obra y un amor en su persona. Pues la «salvación» está en camino, haciéndoos: Cristo que ha venido, Cristo que vendrá. Espe­ranza firme, salvación segura. Actor Jesucristo Dios y Salvador. Es la úl­tima razón en el gobierno de la Iglesia.

2.4. Lectura del santo Evangelio según San Lucas 2, 1-14

En aquellos días salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero. Este fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad. También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David, que se llama Belén, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. Y mientras estaban allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada. En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó: la gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: —No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama.

Evangelio según san Lucas. Como Evangelio, Buena Nueva. Algo Bueno y algo Nuevo. Algo profundamente Bueno y Nuevo que viene de lo alto. Lo «más Nuevo» y lo «más Bueno». No perdamos, pues, de vista esta doble fa­ceta del acontecimiento: Bondad y Novedad en grado máximo. La Buena Nueva viene presentada en este caso por Lucas. Lucas tiene sus preferen­cias, una visión particular del acontecimiento, de la bondad y novedad del Evangelio. Nos interesa el «color lucano» del mensaje de Dios. Nos acercará a la Buena Nueva. Notemos lo más saliente. Para mayor claridad distinga­mos dos escenas: nacimiento de Jesús y aparición de los pastores.

El nacimiento de Jesús sorprende, literariamente hablando, por su bre­vedad y concisión. Viene descrito como otro cualquier nacimiento. Lucas, que siente debilidad por los pobres, es pobre hasta en la representación de la Buena Nueva: un establo, unos pañales, María y José. Breve el relato, po­bres las circunstancias: no había lugar en la posada; En Belén, pobre aldea. Y no por propia elección, sino por orden de un emperador, lejano e idólatra. Es un empadronamiento humillante: censo con vistas al pago del tributo. Los grandes están ausentes. La presencia del más grande, el emperador, se siente dolorosa: un viaje penoso hasta Belén. Todo naturalmente obedece a un plan de Dios. Lucas, con todo, no trae ningún texto exprese de la Escri­tura que lo declare. Es su costumbre. Jesús nace donde y como tenía que na­cer: en la «ciudad de David», alejado y desconocido de todos. Este aconteci­miento tan natural y ordinario es en realidad el acontecimiento extraordina­rio: la Buena Nueva. Aquel niño no es un cualquiera: es el Salvador del mundo. Y nace, no según su categoría, como se esperaba, sino extraordina­riamente pobre. Ahí la Bondad y Novedad: Salvador universal de los pobres. Hay que ser pobre para entrar en el reino, como pobre, totalmente pobre, fue Cristo al entrar en este mundo.

Lucas -es preocupación propia- encuadra tal acontecimiento en la historia universal profana: Augusto, Quirino, de Nazaret a Belén… El nacimiento de Jesús en Belén es un hecho que pertenece a la historia: en un lugar, en un tiempo, de una madre… Todo con nombres propios y precisos. Jesús Salva­dor da sentido a la historia. Venerables las figuras de María y José.

La segunda escena continúa a su modo la primera. Parece que los cielos no pueden soportar aquella situación y dejan escapar un rayo de luz. Al fin y al cabo la luz eterna estaba allí. El anuncio a los pastores. También dentro de una gran sencillez. La Buena Nueva viene comunicada a unos pastores que velaban sobre el ganado. Hombres sin instrucción, sin relieve, sin deli­cadeza ni refinamientos: unos indoctos y quizás unos desaprensivos. Se en­contraban cerca, y algo extraño y sorprendente, -les envolvió la luz- les hizo ver algo «nuevo». Sintieron, temerosos, la presencia de lo divino en el ángel del Señor. Pero en este caso la presencia de lo alto era una invitación a la alegría: una buena nueva, La Buena Nueva de todos los tiempos. La gran alegría para todos los pueblos, el nacimiento del Mesías en la ciudad de Da­vid, la venida del Salvador. Dios cumplía la promesa de siglos: Dios Salva­dor envía a su Rey Salvador, descendiente de la casa de David. Y la señal, extraordinaria por su ordinariez, nos deja anonadados: un niño, n establo, envuelto en pañales. Es la señal del Salvador de Dios y Rey de Israel. No hay otra señal por ahora. Admirable. El último signo será su muerte en la cruz. Los pastores lo vieron, lo propalaron y alabaron a Dios. ¿Les hubieran creído en Jerusalén?

Dios Salvador merece la alabanza, Dios obra maravillas. La gloria de Dios desciende a la tierra. Y desciende en forma de amor a todos los hom­bres, impregnando todo de luz y alegría. Expresión concreta de ello es el na­cimiento del Salvador en Belén, en un establo, pobre, junto a María y José, pobres, revelado a unos pobres e insignificantes pastores. Esa es la manifes­tación de la gloria y de la paz de Dios comunicada a los hombres. Dios les ama. Todo un misterio más para contemplar que para exponer y explicar.

Reflexionemos:

Hoy no cabe otra consideración que la «contemplación» del misterio. Mis­terio que está dominado, en la liturgia de esta noche, por el nacimiento del Salvador. Es, pues, un nacimiento. Jesús «nace» de María Virgen. Y el que nace, es el Mesías, el Salvador, el Rey de Israel, el Señor. Títulos que apun­tan a la misma realidad misteriosa bajo aspectos un tanto diversos.

El término «Mesías» nos recuerda al Rey de Israel, y evoca toda la tradi­ción profética (profetas y salmos) respecto a las promesas de Dios sobre la dinastía de David. El intróito, pórtico de la celebración, recoge el «Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado yo» del salmo 2. También e pasaje de Isaías habla del «principado» que descansa sobre sus hombros: consejero, Dios guerrero, Príncipe de la paz… El relato evangélico lo cree y lo ve realizado en Belén, ciudad de David: «Hoy os ha nacido el Mesías, el Salvador». Un niño, Prín­cipe, Rey y Señor. Principado sobre todo principado. Como insignia la paz, como poder la salvación. El Príncipe es el Salvador. «Dios Salva» es su nombre y su misión. Por la carta a Tito lo confesamos:«Dios nuestro». Un na­cimiento, pues, con una misión: salvarnos. Con él la luz y la paz (Isaías), el rescate de toda impiedad y la dignidad nueva de hacer obras nuevas (Tito). Señor que llega para «juzgar» a la tierra (salmo). Juez de paz y misericor­dia. No al estilo de los señores de este mundo.

También las circunstancias que acompañan al nacimiento del Rey son reveladoras: súbdito de los poderosos de este mundo (empadronamiento); nace en una aldea, y es de ascendencia real; en un establo, sin posada que lo recoja; María, su madre, y José, gente sencilla de Nazaret; adoradores y testigos, unos pastores de la comarca; sin ruido, sin boato, sin estruendo, desapercibido; la sencillez y pobreza. El cielo lo presenta como expresión del amor inefable de Dios a los hombres y manifestación de su gloria. Todo un rey del cielo que se entrega, en humildad y pobreza, a humildes y pobres. Misterio de los misterios. ¡ha nacido el Hijo de Dios! el nacimiento es una buena nueva, la Buena Nueva por excelencia: Dios opera la salvación. La postura más adecuada es la alabanza, el canto, la acción de gracias. Con­templemos con José y María aquella maravilla.

 

MISA DEL DÍA 

1. Texto y comentario

1.1. Lectura del libro de Isaías 52, 7-10

¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «Tu Dios es Rey»! Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jeusalén: el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.

Estos versículos forman parte de un largo poema. Poema que versa sobre Sión: El Señor envía la salvación a Sión. Salvación que se perfila inminente. A Sión, que yace en ruinas y silencio, le ha llegado la hora de cantar. Vuelta del destierro. Un nuevo éxodo. La fuerza de Dios maravillará a todos los pueblos. Las naciones todas, verán la salvación de Dios. El Señor retorna a la cabeza de los desterrados para formar un pueblo nuevo. Es la gran victo­ria del Señor. Los versículos rezuman intensidad y emoción. No es para me­nos. La obra es magnífica. El señor es quien habla; el Señor es quien dis­pone; el señor es quien actúa; El Señor es quien salva. Yavé regresa a Sión, Benditos los pies que lo anuncian. Buena nueva, paz, salvación. Conmoción general en los pueblos, ostentación de poder: «Tu Dios es Rey». Pensemos en Cristo, Brazo y Salvación de Dios. Dios descubre su rostro y se deja ver: «ven cara a cara al Señor». Anuncio singular, único. Exultación, entusiasmo: «Dios consuela a su pueblo».

1.2. Salmo responsorial Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6

V/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

R/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

V/. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.

R/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

V/. Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo; el Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.

R/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

V/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.

R/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

V/. Tocad la cítara para el Señor, suenen los instrumentos: con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor.

R/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. 

Salmo de Dios Rey. El estribillo, esta vez, está tomado del cuerpo del salmo. El Señor es Rey. Y es Rey, por una parte, porque es el creador. Por otra, más saliente, porque es el Señor de la historia. El dirige los destinos de los pueblos. Y de los pueblos, de uno en especial: del pueblo de Israel, here­dad suya. En la providencia sobre este pueblo, Dios se ha mostrado rey: Dios ha actuado. Y su actuación ha sido una maravilla. Y porque la maravi­lla es nueva, nuevo ha de ser el canto. El salmo recuerda y canta una en es­pecial: La vuelta del destierro. Maravilla de Maravilla. Dios extendió su brazo, como en la salida de Egipto, y alcanzó la victoria: condujo a su pueblo a la tierra santa. Ha sido una obra de piedad y misericordia, de fidelidad y de justicia: justicia que es fidelidad, fidelidad que es misericordia. Ha sido también una obra de alcance universal: lo han visto todas las naciones. El culto lo celebra con júbilo y agradecimiento. La nueva hazaña del Señor me­rece un canto nuevo.

Pero la maravilla de las maravillas la realiza Dios en Cristo. Cristo es su Brazo, Cristo es su Victoria; Cristo es su Justicia; Cristo es su Fidelidad; Cristo es su Misericordia. Las naciones todas pasan de espectadores a par­ticipantes de la suerte de Israel. El estribillo nos obliga a detener nuestra atención en esta universalidad de la Salvación: «Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios». Surge en torno a Cristo un pueblo nuevo en Cristo, hacia la Jerusalén celestial. Celebremos el aconteci­miento. Cantemos. Contemplemos el misterio. Ha nacido el Redentor.

1.3. Lectura de la carta a los Hebreos 1, 1-6

En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. El es reflejo de su gloria, impronta de su ser. El sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de Su Majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado», o: ¿«Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo»? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios.»

Y Dios «habló» a nuestros padres por los profetas. La palabra de Dios fue dirigida a «nuestros »padres. En efecto, son «nuestros» antecesores, «nuestros» padres. Son «nuestros» familiares. Son como nosotros, miembros del pueblo elegido. Continuamos su «casta», casta de fe y de obediencia a Dios. ¿No es Abraham «nuestro» padre en la fe? ¿No se le llama con razón, padre de los creyentes? El sentimiento cristiano los ha asociado siempre a la Iglesia. Sus nombres aparecen en So 1 y antiguos martirologios cristianos. Son los que de lejos saludándonos (11, 13), divisaron la ciudad celeste a la que nosotros pertenecemos. Dios lo hizo así, para que ellos no alcanzaran sin nosotros el término propuesto (11, 39). A ellos fue confiada la promesa, a ellos, los libros santos, la palabra de Dios. Con ellos formamos una Casa. La Casa de Dios. Ellos se alegrarán con nosotros el día de la revelación per­fecta (Jn 8, 56), y con ellos, saldremos un día gozosos al encuentro del Señor. Son «nuestros» padres. Nosotros hemos tenido la dicha de «ver», «oir» y «palpar» lo que ellos vislumbraron, entre sombras, de lejos.

Pero el hablar de Dios a nuestros padres fue de muchas maneras y en distintas ocasiones. Dios «llamó» a Abraham dice una tradición antigua. ¿Cómo sonó aquella voz? En el Sinaí, a Moisés, se hizo fulgor y trueno. Ante Elías se deslizó como suave susurro. Desde la nube, y envuelto en tiniebla, al pueblo en el desierto. Su voz conmovió a Daniel y a Ezequiel en las «visiones» que tuvieron. Moisés recibió el mensaje desde una zarza ardiendo; Gedeón en un sueño nocturno; Isaías en grandiosa «visión». Efectivamente, Dios ha­bló a nuestros padres de muchas maneras. También lo hizo en distintas oca­siones, por partes. ¿Cuántas veces dialogó con Abraham? ¿Cuántas con Moisés? Y los profetas, ¿Cuántas veces escucharon la voz de Dios en lo más alto de su espíritu? A unos concedió descendencia; a otros (José y familia) li­bró del hambre. A otros (Elías) del peligro de la muerte. Por Moisés sacó al pueblo de Egipto, de la casa de la esclavitud. Por Jeremías y otros, sentenció el destierro; Por el Segundo Isaías concedió la restauración. Todos ellos mi­raban hacia adelante. Todos ellos «anunciaban» la gran Revelación que se avecinaba en la «plenitud de los tiempos El hombre, al parecer, no podía re­ciben entonces la revelación perfecta: hubiera muerto. Las palabras de Dios apuntaban a tiempos mejores: preparaban la Palabra de Dios hecha hom­bre. Por los profetas, sus «siervos», iba modelando un pueblo “servicial” atento.

Fue entonces, antiguamente, cuando habló Dios. Fue en otro tiempo, an­tes. El tiempo pasa. Quizá sea su esencia el pasar. Pasaron las «visiones», pasaron los «sueños», pasaron aquellos hombres. ¿Pasaron en verdad? Pa­saron por este mundo; pero no pasaron cómo pasa el viento, o como corre el agua del río, o como transcurren las estaciones del año. La palabra de Dios les hizo «vivos», vivos para siempre. Fueron «cauce» de río, «vereda» de ca­mino, «curso» de sol. Fueron «anuncio», «sombra», «figura» y «esbozo» de la re­alidad suprema que tenía que venir. Eran peregrinos, y, como tales, traza­ban una senda, señalaban un camino, el Camino; marcaban y apuntaban el curso del Agua que venía. Eran sombra de la Luz que amanecía, testimonio avanzado de la Verdad que se manifiesta, movimiento que arrastraba a la Vida. Eran «tiempo», y como tiempo han quedado como «temporal» anuncio de la Verdad eterna. Han quedado como ejemplo para nosotros, que vivimos la plenitud de los tiempo. Aquellas palabras fueron pronunciadas en ellos en la Palabra de Dios. Eso fue «antes», «entonces», «antiguamente».

Dios ha hablado en los últimos tiempos. En estos tiempos, que son los últi­mos. Todo el Nuevo Testamento atestigua de mil formas la novedad de los tiempos que vivimos. Han comenzado, en Cristo, tiempos nuevos: ¡los Tiem­pos Nuevos! Existe una diferencia cualitativa con los «otros» tiempos. Ahora son los «últimos» tiempos. Son el Hoy, donde se hace operante la Salvación anunciada tanto tiempo atrás por profetas y padres. Son la «plenitud», los «tiempos escatológicos», los «tiempos» de «gracia» y de «perdón»: el «tiempo» de la Alianza Nueva (Jeremías). Hacia estos tiempos miraban los antiguos. Ya Moisés había escrito de ellos (Jn 5, 46), Isaías había vislumbrado su glo­ria (Jn 11, 41).; y Abraham, una vez llegado el día, se alegró en él de todo corazón (Jn 8, 56). Es el tiempo que de las «realidades celestes». Es tiempo que pertenece ya la «siglo futuro», al siglo definitivo, al que ha de existir para siempre. Algo y Alguien ha cambiado para siempre el sentido del tiempo. Es la última etapa, la etapa definitiva. En ella gustamos ya los do­nes celestes, los dones del Espíritu. La «salvación» está ya en marcha. Pasa­ron las sombras, llegó la Luz; se borró el esbozo, surgió lo definitivo; pasó la figura, llegó la realidad. Ya estamos en ella: «¡Dios ha hablado en el Hijo!» Es la última palabra. Es su Palabra, su última Palabra, hecha hombre. La Pa­labra de Dios, el Verbo, da sentido a todas las cosas. No podremos entender las otras palabras de Dios, de muchas maneras y en distintas ocasiones, si no le escuchamos en esta Palabra, Hijo de Dios, «impronta de su ser y es­plendor de su gloria». Todas las cosas, todas las palabras, fueron pronun­ciadas en esta gran Palabra: Jesús, Hijo de Dios. «Por medio de la Palabra se hizo todo.» dice San Juan. Y la carta a los hebreos: «por medio del cual ha ido (Dios) realizando las edades del mundo».

«Dios habló en el Hijo», en su palabra. El Hijo se ha hacho hombre, se ha ceñido de carne y se ha sujetado a los limites del espacio y del tiempo. Dios ha hablado en un tiempo determinado. Es el carácter histórico determinado de nuestra religión. Poseemos unos datos, disponemos de unas fechas, seña­lamos unos tiempos. La Palabra de Dios se ha enmarcado en el tiempo. Pero el hablar de Dios -su Palabra en el tiempo – trasciende el tiempo y el espacio. Con ella, adherida a ella la historia humana salta a lo eterno. Somos flor de un día, cuyo perfume, en la mano divina, permanece para siempre. Al ha­cerse hombre la Palabra divina, se ha convertido nuestra historia en hu­mano-divina. No podía ser menos. Dios, que habló en tiempo, introdujo el tiempo en la eternidad. La historia humana no es un inmenso círculo, un re­petirse indefinido. La historia humana tiene como destino, por la gracia de Dios, dejar la tierra y convertirse en cielo. Dios habló en tiempo para la eternidad. Porque la Palabra de Dios es creativa. En su palabra creó el uni­verso, y en su Palabra, hacha carne, creó cielos y tierra nueva, donde ya, como primicias, nos encontramos nosotros, si nos mantenemos aferrados a ella en la esperanza.

La palabra es medio de comunicación y signo de amistad. Dios, al ha­blar, se comunica al hombre. Dios nos manifiesta lo que es y lo que ha dis­puesto sobre nosotros. Dios abre sus entrañas y nuestro corazón. Dios se comunica en el Hijo. Y la Palabra dirigida en el Hijo, nos convierte en hijos. Nos habla en Jesús, Heredero de todo, y nos constituye en herederos de la vida eterna y confidentes de sus misterios. Nosotros mismos somos «misterio» en él. Más todavía, somos salvadores en él, pues hechos en su Pa­labra de vida, anunciamos y proclamamos con nuestra vida su muerte y resurrección hasta que vuelva. Dios, al hablarnos, nos ha comunicado a su hijo, su palabra. Esa es nuestra gloria y nuestra dicha, motivo de eterno agradecimiento.

La palabra es también un apelo. Dios habla: Dios interpela. La palabra de Dios creadora llama a la existencia ; La palabra de Dios al hombre, libre, exige una respuesta. El hombre debe responder al Dios que le habla: su voz le ha hecho responsable. Es un «apelo» impregnado de cariño y afecto: Dios establece un diálogo trascendente de amor y confianza. Es también una voz autorizada: exige obediencia. Dios, que habla en el Hijo, reclama para sí una respuesta «filial», en el Hijo; una actitud y postura que sean digno eco y re­torno de la Palabra que se les dirigió. Dios no puede quedar indiferente ante la aceptación de su Palabra, ante la aceptación o no aceptación de su Hijo. La Palabra de Dios, salvífica, es dirigida con toda seriedad y fuerza. Su voz en el Sinaí urgía respeto sumo: toda transgresión era castigada severa­mente (recordará la carta). El descuido de la salvación propuesta nos condu­cirá a la más tremenda ruina (Jn2, 3). La palabra de Dios nos llamó a la existencia. La eterna palabra de Dios nos engendró a la vida eterna. Nues­tra vida ha de ser eco y reflejo de ella; toda nuestra vida, una digna res­puesta. La voz de Dios sin respuesta se convierte en condena: es la espada de doble filo. En lugar de edificar, destroza; en lugar de salvar, mata. Res­pondiendo la hacemos eficaz y salvadora. Es nuestra pequeñez hecha gran­deza.

La palabra de Dios es bondad, es favor, es gracia. La gracia es salva­ción. Y la salvación es creación nueva, liberación del pecado, de nosotros mismos; liberación y transcendencia de los estrechos límites del tiempo y del espacio. La salvación nos hace, ya aquí, transcendentes a nosotros mismos. Actúa como purificación de los deseos, que no superan en su intención, moda­lidad y expresión, la creación destinada a pasar. El que escucha la palabra de Dios no es orgulloso, no envidia, no desprecia, no abusa de la fuerza; se cree siervo, deudor, el más pequeño, el más insignificante, el más imperfecto. ¿Cómo osará negar el perdón a quien se lo pida? ¿Cómo no lo pedirá constan­temente? ¿Cómo podrá olvidarse del prójimo él, que no se siente olvidado de Dios? ¿Cómo no dejará de pensar en sí mismo con un Dios que piensa tier­namente en él? El que escucha la palabra de Dios es un hombre atento, vigi­lante, con los ojos siempre hacia adelante, suspirando constantemente por el encuentro del Señor. Es el hombre dedicado a las buenas obras. Respuesta adecuada a la Palabra de Dios. Dios habló y habla, una vez para siempre, en el acontecimiento Cristo. Cristo, que realizada de una vez para siempre la «purificación de los peca­dos, se ha sentado a la derecha de Dios en las alturas», «en actitud siempre de intercesor por nosotros» (7, 25). Esperamos ha de venir una segunda vez como juez y Dador de la eternidad a los que esperan en él (9, 28).

1.4. Lectura del santo Evangelio según San Juan 1, 1-18

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.

La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y la tinieblas no la recibieron. [Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz,

para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. ] La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. [ Juan da testimonio de él y grita diciendo: —Este es de quien dije: «el que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: El Hijo único, que esta en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.]

La palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

El prólogo de S. Juan. El llamado prólogo del cuarto evangelio. Y en ver­dad que no le va mal este nombre, aunque es imperfecto. Porque también él es evangelio, Buena Nueva. Es revelación maravillosa y visión profunda de una realidad que trasciende toda la creación: el Verbo. Todos los evangelios comienzan con un «principio». Marcos, por ejemplo, lo dice expresamente al «comienzo» de la vida pública de Jesús. Mateo y Lucas lo adelantan a la in­fancia de Jesús. Juan salta el espacio y el tiempo y se adentra en la eterni­dad: la Buena Nueva arranca desde el seno del Padre. También emplea el término «principio». Pero por encima de él está el Verbo: «En el principio ya existía el Verbo». Más aún, el Verbo es el creador y hacedor del principio y de todo lo que tuvo principio y nació a la existencia. Porque el Verbo es sen­cillamente Dios. Dios bueno que llama a la existencia a las cosas y hace amistad con el hombre. Luz verdadera, capaz de satisfacer la sed que tiene el hombre de ver a Dios. La amistad y el amor fueron tantos que se hizo «hombre», uno de nosotros. Los hombres, en cambio, los suyos, su pueblo, el mundo, no tuvieron a bien recibirlo: lo desconocieron. Hubo, no obstante, quienes aceptaron su mano amiga. Y ésta, poderosa como es, los elevó a himnos de Dios. Ellos son testigos de tamaña maravilla. Un testigo cualifi­cado es Juan Bautista: hombre de Dios, antorcha de la Luz que venía. Testi­gos también especiales, sus discípulos. Ellos vivieron con él, escucharon sus palabras, lo palparon. La Gracia, la Misericordia, el Amor inefable de dios se desbordó sobre la humanidad necesitada y la hizo partícipe de su Gloria. Asidos de su mano y transformados por su gracia, nos encaminamos al seno del Padre, su lugar propio y nuestro lugar donado. Este es Jesús de Naza­ret, Hijo de Dios, Verbo del Padre.

Es el pórtico ancho y magnífico del evangelio de Jesús. Y como pórtico y puerta, parte ya del edificio. Algunos con más acierto le dan el nombre de «obertura». El evangelio presenta una «ópera», dramática por cierto, de am­plitud universal. La pieza que lo abra, anuncia ya los temas que van a desa­rrollase. El Verbo describe una gigantesca parábola: desciende del Padre, se hace hombre y arrastra al hombre hasta las entrañas del Padre. Misterio profundo, obra maravillosa.

No es extraño observar en esta pieza un aire poético. Aire poético de difí­cil caracterización. ¿Himno? ¿Prosa rítmica? El estilo nos recuerda aquel que emplean los libros sapienciales cuando elogian a la «sabiduría». Juan ha pensado quizás en ello: Jesús, el Verbo, suplanta en todas las direcciones a la Sabiduría que idearon los sabios. El Verbo, Jesús de Nazaret, está por encima de tales especulaciones. Estas han preparado de forma misteriosa la afirmación de Juan: Jesús es la Sabiduría, la Ley, la Palabra de Dios mismo. Dios mismo que se hace hombre por puro amor.

Reflexionemos:

Las tres lecturas tienen sabor de himno. Más poética la primera, más re­tórica la segunda, más teológica la tercera. Todas ellas profundas y hermo­sas. Todas ellas en torno a un misterio, al misterio profundo del amor de Dios.

«La Palabra se hizo carne». Es el misterio de los misterios. Dios se hace hombre. Dios eterno, Dios creador, Dios ante todas las cosas y por encima de todas las cosas se hace «cosa», hombre. Y no hombre glorificado, impasi­ble, inmutable, intocable… Hombre de carne. Mejor: «carne» que se co­rrompe y sangre que s vierte. Hombre que nace, crece y muere. Hombre re­cortado y agobiado por las tenazas del tiempo y el tornillo del espacio. Hom­bre nacido de una mujer. Hombre que debe ser alimentado, enseñado, edu­cado. Hombre sujeto a las necesidades y contratiempos de todo hombre. Hombre que necesita de hombres. Hombre en debilidad. Hombre sobre el que pesan las consecuencias del pecado, siendo sin pecado. No más de treinta monedas dieron por él cuando uno de los suyos determinó entregarlo. Pero es Dios. Luz de Luz y plenitud de gracia. Impronta del ser divino, del Padre, y reflejo de su gloria. Su destino es la glorificación más inefable: he­redero del mundo futuro, rey del trono de Dios en las alturas, purificador del pecado. Hijo de Dios en sentido estricto. Es, pues, hombre para salvar a los hombres. Es gracia, favor, misericordia. El nos transforma en imagen de Dios y nos hace hijos suyos. Nos hace «dios», nos hace herederos de la vida eterna. La encarnación del Verbo exige una respuesta. La Palabra de Dios hecha hombre apela al hombre y lo espolea a ser hijo de Dios. No podemos pasar indiferentes por este misterio. Pasen el mundo y sus secuaces. Noso­tros los suyos, no. En él encontramos el sentido de nuestra vida y la conse­cución de nuestro destino, que en él se revela magnífico.

Es la Palabra de Dios. La primera y la última: la única. El ella nos habla el Padre. En ella muestra su amor. Amor que debe ser correspondido. Ante tal misterio: adoración, contemplación, reverencia; determinación de escu­char, voluntad de seguir: canto, himno, alabanza. Dios ha hecho la Gran Maravilla. ¡Y nosotros estamos dentro!

2. Oración final:

Virgen de Navidad, Señora nuestra, Madre de Dios, ternura que llevaste al amor dentro de ti,

mujer, Madre, Virgen, que tuviste en tu regazo al HIJO de Dios, que experimentaste en tu corazón y en tu cuerpo la vida de Dios, que le diste tu sangre al Dios de la vida, que hiciste que nuestra sangre corriera en el corazón de Dios, ahora tómanos a cada uno de nosotros, en tu regazo, consuélanos y fortalécenos en tus brazos maternales, para que experimentemos la ayuda y la cercanía del Señor, para que vivamos con alegría, nuestra fe en Él, sabiendo que eso es vida, sabiendo que Él nos colma de sus bendiciones, sabiendo que Él se acercó a nosotros, para llevarnos a su PADRE, para que en Dios encontremos nuestra vida, para que nuestro Señor, nos inunde de su paz y así nuestra vida manifieste, proclame y actualice la paternidad y el amor de nuestro Dios, que tanto nos amó que nos envió a su HIJO para amarnos en Él y para que lo amemos en Él. Hoy, Señora Virgen, pide por cada uno de nosotros y llévanos a tu HIJO, y haz que nazca en nuestro corazón, siendo Él todo para nosotros, siendo nosotros todo para Él así como lo hiciste tú, de la misma manea como tú, le abriste tu corazón, siendo toda para Él, viviendo solo por Él. Que así sea.

Domingo 4 de Adviento – Ciclo A

Adviento

En este último domingo de Adviento, vísperas de Navidad, la liturgia nos coloca la figura de José como referente y como modelo para disponernos a celebrar el nacimiento del HIJO de Dios. De los personajes que intervienen en los Evangelios de la Infancia, de los más sorprendentes y de más significativos, es la figura de José. Porque es un personaje, que nos ayuda a comprender la verdadera dimensión e identidad del discípulo, de ahí, que mirando la actitud de José, estaremos encontrando un proyecto a ser vivido, pues José, es la persona absolutamente disponible, totalmente entregado a la causa del Señor. Todo lo que hace lo hace por y para Jesús, en vista y en función a Él. Es el que no habla, pero actúa; el que no discute, sino realiza; el que no objeta sino ejecuta el proyecto que Dios le manda. De ahí, que uno encuentre en Él todo un proyecto de vida a ser imitado, en sí, el perfil del verdadero discípulo.

1. Oración

José, el justo, tú el hombre de Dios, el que te dejabas conducir por el Espíritu, el que aceptaste y asumiste el proyecto de Dios para ti, te pedimos que intercedas por nosotros, para que como Tú tengamos la docilidad y apertura que tuviste, para saber decirle al Señor: SÍ, así como lo hiciste Tú.

Por eso, ayúdanos, a que en esta Navidad, le abramos el corazón al Señor, y dejemos que Él ocupe el centro de nuestra vida, siendo Él todo para nosotros, como lo fue para ti. Ayúdanos a estar disponibles y ser dóciles, como lo fuiste tú. Que así sea.

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III Domingo de Adviento – Ciclo A

Adviento

A Cristo, Señor nuestro, todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres. El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza. (Prefacio II)

1. Oración

Señor Jesús, los discípulos de Juan vienen y te preguntan si eras Tú el esperado, o si debían esperar a otro…, y fue ahí, que Tú hiciste referencia a tu vida, a tus actos, a tu manera de ser, a tus actitudes y gestos, para confirmar tu identidad, por eso, Señor, te pido, que me ayudes a ser consciente, de que creer en ti, no es teoría, sino vida y actitudes, que seguirte a ti, no es cuestión de prácticas rituales y externas, sino una manera de ser y de actuar, buscando identificarnos contigo, queriendo hacer vida tus mandamientos, buscando ser como Tú. Ayúdanos a que en esta Navidad, nuestra vida exprese nuestra fe en ti y así hagamos ver que somos cristianos. Que así sea.

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Primer Domingo de Adviento – Ciclo A

Adviento

En Adviento es de los tiempos más bellos y significativos que tiene la liturgia, para disponernos a celebrar el misterio del amor de nuestro Dios, que: “…tanto nos amó, que nos envió a su propio HIJO…” (Jn 3,16). De ahí, que estas cuatro semanas son semanas de sensibilización, de interiorización, de sinceramiento y reconocimiento de lo que Dios fue haciendo en nosotros durante este año que está concluyendo y así al colocarnos delante de  Dios que tanto nos ama, ver cuál ha sido nuestra respuesta, y a partir de ahí, disponernos a celebrar la Navidad, con una nueva mística, con el corazón lleno de gratitud, alabando y bendiciendo a  Dios que es nuestro Padre, por habernos dado el don de conocerlo y así experimentar su presencia viva en nosotros.

En sí el ADVIENTO, es tiempo de preparación y espera, un tiempo de mirar nuestro corazón y ser sinceros con uno mismo, para darnos cuenta dónde estamos parados, cómo hemos vivido, qué fue lo que nos ayudó a acercarnos más al Señor y qué fue lo que nos separó o alejó de Él. Por lo tanto, son cuatro semanas donde a pesar del ruido y la música de fin de año, se nos invita a parar para valorar y darnos cuenta de las gracias y favores que hemos recibido. A su vez buscar que cada vez más el Señor sea el centro y la razón de nuestra vida, Aquel por quien y para quien vivimos. Es en este sentido, donde la lectura de Mateo, es una exhortación incisiva, “a estar preparados”(Mt 24,42), “…estar vigilantes…”(Mt 24,44), ante la certeza del que el Señor volverá y que lo hará de la manera más imprevista posible, como sucedió en el diluvio(Mt 24,38-39).

1. Oración inicial

Mirando a María, la mujer del Adviento, la que llevaba al HIJO de Dios en sus entrañas, pidámosle que nos ayude a vivir estos días de Adviento, poniendo nuestro corazón en las manos de su HIJO, para que Él también nazca en nosotros.

Santísima Virgen María, Tú que le dijiste SÍ al Señor, aceptando colaborar y participar en su obra redentora, siendo la Madre Virgen del HIJO de Dios, ayúdanos en estos días de Adviento, a que como tú, dejemos que el Señor actúe y se manifieste en nosotros, llenándonos de su amor, para que estando preparados, disponiendo nuestro corazón, la Navidad del HIJO de Dios, sea también nuestra Navidad, dándole a Él nuestro corazón, nuestra vida y todo lo que somos.

Pide por nosotros, Señora, para que en estos días de Adviento, le abramos el corazón a tu HIJO y así al agradecer lo que hizo en nosotros, vivamos más plenamente su Palabra y demos testimonio de nuestra fe. Amén.

 

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Domingo 34 del Tiempo Ordinario – Solemnidad de Cristo Rey – Ciclo C

Fuenteycumbre

El ciclo litúrgico termina con la fiesta de Cristo Rey que evoca el final de la historia humana, cuando todo será glorificado en el Rey Señor de la historia, y cuando el último enemigo a vencer: la muerte, sea sometida y ahí toda la creación encontrará su plenitud máxima en Aquel que hizo nuevas todas las cosas. De ahí, que más que una fiesta litúrgica esta es una profesión de fe en acto, un canto de esperanza, una invitación a iluminar la vida a la luz de Aquel que nos amó y nos amó hasta dar su vida por nosotros. Por eso, aquí, celebramos la consumación del proyecto de Dios en su realización plena, total y universal, el destino en el cual estamos implicados y hacia dónde vamos todos.

1. Oración:

Señor Jesús, Tú que ocultabas tu identidad, aunque te dabas a conocer en tus milagros, pero pedías silencio, fue en la cruz, cuando todos se burlaban de ti, cuando esperaban algo diferente, cuando muchos se desilusionaron contigo cuando manifestaste toda tu fragilidad e impotencia fue entonces, cuando Tú te diste a conocer, haciéndonos ver, quién eras y lo que eras, y te revelaste como lo que eres como REY, pero un REY diferente, no de los que mandan, sino el que ama, no los que tienen autoridad, sino el que da la vida, no de los que tienen poder, sino de los que se dan totalmente, de los que aman hasta el final, de los que aman hasta derramar su sangre por amor al otro, para llevarnos al Padre y ahí hacernos hijos en ti, el HIJO, el Rey, el Señor de la historia, que realizaste en tu vida, el proyecto de amor del Padre, enseñándonos a amar, al estilo de Dios, a saber que el reinar es sinónimo de amar. Danos la gracia de valorar lo que significa que Tú hayas dado tu vida en la cruz para mostrarnos tu amor, y así podamos amar como Tú. Que así sea.

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Domingo 33 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Fuenteycumbre

Estamos por finalizar el Año Litúrgico, el próximo domingo es Cristo Rey, nos disponemos a comenzar el Adviento, y qué oportuna es la recomendación que nos hace el apóstol san Pablo para que no pensemos que la vida espiritual del cristiano es ajena al mundo y sólo se sostiene con la esperanza en la venida del Señor. Pablo nos dirá «el que no trabaja, que no coma»; el motivo de esta expresión respondía a la creencia en una inminente venida del Señor, lo cual motivó que algunos hermanos de la Iglesia de Tesalónica se desentendieran del trabajo diario viviendo en el ocio total.

1. Oración:

Señor Jesús, Tú que viniste a anunciar el reinado de Dios, a darnos a conocer su proyecto de amor, también nos dijiste que volverías, para derrotar definitivamente a la muerte, y así instaurar y manifestar el proyecto original del Padre, ahora vienes a advertirnos sobre algunas situaciones que antecederán esa manifestación plena de tu gloria, previniéndonos de las adversidades, contrariedades y aún persecuciones que tendremos que pasar para dar testimonio de nuestra fe en ti. Por eso, Señor, danos la gracia de ser conscientes lo que implica seguirte a ti y vivir de acuerdo a tu voluntad, para que en todo momento, te demos a conocer con nuestra vida y con nuestras acciones y actitudes. Que así sea.

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Domingo 32 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

FuenteycumbreEl cristiano dispone de una certeza: Dios ha resucitado a su Hijo Jesús. Este, luchador entregado a la verdad, a la justicia y al amor, triunfa del dominio de la muerte. Todo aquél que se une a este combate de Jesucristo, por la fe, participará de su victoria. Aquí se abre la perspectiva de la esperanza. La fe en la resurrección es la fuente de la valentía y de la capacidad de mantener la firmeza hasta la muerte si es necesario. Puesto que se cree en la resurrección, las tareas del mundo encuentran un nuevo sentido, son trabajo por el Reino, abonan la tierra para construirlo.

1. Oración

Señor Jesús, a partir de una pregunta capciosa, donde quieren colocarte una trampa, Tú aprovechaste para hacernos conocer nuestro destino, el futuro que nos espera, y ahí nos diste esperanza, al hacernos ver que estamos llamados a participar de tu vida, a vivir eternamente” contigo, siendo como ángeles.

Ayúdanos a que al ver lo que implica creer en ti, nos sintamos animados y fortalecidos para vivir con más convicción y entrega lo que Tú nos pides, lo que nos propones y así, al dar testimonio de ti, nos dispongamos a participar de la vida que Tú nos tienes preparado, sabiendo que el Padre, es un Dios de vivos y no de muertos. Amén.

 

2. Lectura y comentario

2.1. Lectura del segundo libro de los Macabeos 7, 1-2. 9-14

En aquellos días, arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás: « ¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres.» El segundo, estando para morir, dijo:
«Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el rey el universo nos resucitará para una vida eterna. » Después se divertían con el tercero. Invitado a sacar la lengua, lo hizo en seguida, y alargó las manos con gran valor. Y habló dignamente:
«De Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios.»
El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos.
Cuando murió éste, torturaron de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba para morir, dijo: «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida. »

 

Género literario.

Ciertamente pertenece este segundo libro de los Ma­cabeos al género histórico; pero de forma muy peculiar. Los acontecimientos que en él se narran son en verdad históricos; pero no son ellos por sí mismos el centro de interés del libro. El autor es más un predicador que un historiador o cronista. El estilo es el de un helenista, tirando a culto. Su fin es instruir; mejor dicho, mover, avivar en sus hermanos de re­ligión y raza sentimientos, que el distanciamiento geográfico y ambiental amenazaba poner en peli­gro. Va dirigido a los judíos de Alejandría. El he­lenismo intentaba socavar el gran­dioso edificio que las tradiciones patrias, con sus leyes y costum­bres, y el sa­grado templo, lugar de Dios, habían levantado en Israel, dándole una configu­ración propia entre todos los pueblos. La revolución ini­ciada por los Macabeos sirve de ocasión para avi­var el fuego que alimentaba tales sentimientos. Por eso baraja el autor, un tanto caprichosamente, las fechas y acontecimientos que todos conocen. Los libros de los Macabeos aportan buena luz a la teología: el dogma de la resurrección aparece claro y distinto.

Contexto próximo.

La lectura de estos pasajes nos recuerda nuestras actas de los mártires. Son lecturas edificantes. La ordenación del aconteci­miento va en esa dirección. Nótese por ejemplo la significación doctrinal del relato: cada uno de los héroes expresa magníficamente su postura con de­cisión y visión cer­tera. Todo este pasaje cae dentro de la sección de mártires de la obra: unas mujeres son arrastradas al martirio por haber circuncidado a sus hijos; Elea­zar, anciano y tembloroso, da con su vida formidable testimonio de su fe; siete her­manos, todos ellos jóvenes y niños, son bárbara­mente descuartizados por obedecer al Señor de la creación más que al señor de la tierra. La heroici­dad en la defensa de las leyes patrias abarca to­das las edades y condiciones.

Texto.

Los versículos leídos son un recorte del martirio de los siete hermanos Macabeos. Ellos son suficientes para el fin que se pretende. El martirio es el más alto testimonio, que uno puede dar, del amor a sus convicciones.

Tema: Testimonio de fe, de religiosidad y de esperanza en la resurrección a la vida eterna que dan con su vida, en atroces tormentos, los hermanos Maca­beos.

Análisis.- El testimonio del hermano primero es una maravillosa demostra­ción de fe y de forta­leza. Antes morir, aunque sea atrozmente, que re­negar del Dios de los padres. El segundo añade a la actitud valiente el motivo de su ne­gativa: resuci­tar para la vida eterna. El tercero insiste en ese motivo, determi­nando más el objeto de la espe­ranza: recobrar los mismos miembros que el rey ahora destroza. Las palabras del cuarto dan un paso adelante: el juicio de Dios se cierne sobre los malhechores: no todos resucitarán para la vida eterna.

 

2.2. Salmo responsorial Sal 16, 1. 5-6. 8 y 15 (R.: 15b)

R. Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.

Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mi súplica, que en mis labios no hay engaño. R.

Mis pies estuvieron firmes en tus caminos, y no vacilaron mis pasos. Yo te invoco   porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. R.

Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme. Yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante. R.

 

Como motivo de confianza, acompaña a la sú­plica una reiterada protesta de inocencia. El salmista es inocente, justo; no obstante, es perseguido: Señor escucha mi apelación. Lo más llamativo del salmo se halla en el versículo úl­timo:…Al desper­tar me saciaré de tu semblante. Tanto es así que la liturgia del día lo ha elevado a estribillo. El sal­mista verá el semblante de Dios, una vez pasadas las calamidades, persecución y angustias presen­tes. ¿Qué enten­dían los antiguos por ver el sem­blante de Dios? No está del todo claro. Por cierto que indica afectuosa amistad con Dios y su dis­frute. Para nosotros, cris­tianos iluminados por las promesas de Cristo, viene a ser la expresión más acertada de la unión con Dios, una vez resucitados, cara a cara. Ahí terminará la angustia del perse­guido. Será una saciedad infinitamente gustosa. Esa es nuestra esperanza. La súplica re­cuerda nuestro es­tado actual de prueba; la protesta de inocencia, la necesidad de obrar el bien. En boca de Cristo ten­dría un sentido pleno. 


2.3. Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses 2, 16–3, 5
 

Hermanos: Que Jesucristo, nuestro Señor, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado tanto y  os ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas. Por lo demás, hermanos, rezad por nosotros, para que la palabra de Dios, siga el avance glorioso que comenzó entre vosotros, y para que nos libre de los hombres perversos y malvados, porque la fe no es de todos.
El Señor, que es fiel, os dará fuerzas y os librará del Maligno. Por el Señor, estamos seguros de que ya cumplís y seguiréis cumpliendo todo lo que os hemos enseñado. Que el Señor dirija vuestro corazón, para que améis a Dios y tengáis la constancia de Cristo.
 

Pablo acaba de exponer a sus fieles de Tesaló­nica la venida de Cristo y sus señales precursoras. Cristo vendrá; lo acompañarán ciertas señales. De inme­diato pasa Pablo a las exhortaciones a la perseverancia: habrá tribulaciones. En esta pos­tura se entienden los afectos de Pablo: seguridad, inseguridad, temor, consuelo, esperanza, certeza, oración, exhortación, súplica. Alcanzar el fin, la vida eterna, es cosa muy importante.

Una cosa es cierta: Dios nos ama mucho, Dios nos consuela inefablemente, Dios nos da esperanza, en Cristo Jesús. La oración apunta hacia la reali­za­ción concreta de la esperanza: Dios nos dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas. Eso no es otra cosa que el amor a Dios y la esperanza en Cristo. La idea de esperanza lleva consigo la idea de paciencia, de aguante en las tribulaciones. Hay malvados que se oponen al reino de Dios. Pablo su­plica una oración para el buen cumplimiento de su deber. Todos tenemos que rogar para el buen cum­plimiento de nuestro deber. Contamos con la pro­mesa de Dios, Dios es fiel; él nos librará. Él, que nos ama y nos ha dado esperanza, dirigirá nuestro corazón para que le amemos y tengamos esperanza en Cristo. Al fin y al cabo, nuestra esperanza y nuestro amor son participación del amor y de la fi­delidad que Dios nos tiene. Cuidado: ¡La fe no es de todos! 

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 20, 27-38

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.»
Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección.
Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»

 Estamos en Jerusalén. Allí los príncipes de Is­rael: los instruidos, los pode­rosos, los justos, los guías del pueblo; allí el sanedrín, suprema autori­dad en cuestiones religiosas, importante influencia en las políticas del país. Allí el centro de la reli­giosidad y de la piedad: el Templo y sus instituciones.

Hay tensión en el aire. Jesús discute con los di­rigentes y los dirigentes dis­cuten con Jesús. Postura de controversia, de controversia tajante y agria. Los grupos político-religiosos han hecho frente común para derribar al Maestro. Unas veces, son ellos los que proponen cuestiones capciosas; otras, es el Maes­tro quien les interroga.

Ahora se adelantan los saduceos. El tema de la cuestión es candente. Es nada menos que el problema de la resurrección de los muertos. Los sadu­ceos no creen en ella; sí, los fariseos. El argumento ad absurdum les pa­rece muy apropiado: ¿De quién será esposa,  al final la que de tantos fue mujer? ¿Qué piensa el Maestro acerca de ello?

La respuesta de Cristo no deja lugar a dudas: Hay resurrección de los muertos; Dios tiene poder para ello. Más aún, ese es precisamente su plan. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Cristo apoya su argumentación en la autoridad del Anti­guo Testamento. El Señor delinea además el carác­ter de la resurrección.

Verdaderamente resucitarán los muertos en sus propios cuerpos. La com­paración con los ángeles podría inducirnos a error. La resurrección implica una forma de ser tal, una vida tal, que no tiene que ver nada con la que actual­mente tenemos. Sin dejar de poseer cuerpo, éste no tendrá las necesidades que aquí lo arrastran. Aquél será un mundo dis­tinto. Instituciones tan peren­torias como el matri­monio no tendrán sentido en el otro. Allí no habrá muerte, ni dolor, ni necesidad alguna; la institu­ción del matrimonio no cabe allá. Dios lo invadirá todo en todos; él será la satisfacción de todo en to­dos. Los sadu­ceos yerran al representarse la vida nueva de forma mundana. Yerran tam­bién al leer las Escrituras. Cristo habla de los que resucitarán para la vida. De los condenados se prescinde. Hay que ser digno. Lo dice expresamente el evangelio.

Reflexionemos:

La Resurrección de los muertos. Los justos resucitarán, vivirán con Dios de forma inefable. Poseerán sus cuerpos, sin duda alguna. La gloria de Dios los invadirá de tal forma, que serán saciados con sólo su presencia; lo verán cara a cara. Las instituciones de este si­glo desaparecerán. Muchas de ellas responden a la necesidad actual, a la condición ac­tual del hombre limi­tado, pobre, mortal. Allí no habrá muerte, ni dolor, ni necesidad alguna. Será una transformación plena: serán como los ángeles de Dios.

No todos resucitarán a la vida; por lo menos, no parece que todos lleguen a ella sin más ni más. No es de todos la fe, dice Pablo. El último de los Ma­ca­beos amenaza recriminando al rey: Tú no resuci­tarás para la vida. Sólo los dignos, declara Cristo. De los indignos no se dice nada por el momento.

Los dignos son aquéllos que realizan toda clase de palabras y obras bue­nas, que aman a Dios y esperan en Cristo; aquéllos que ante Dios pueden justificar su conducta; aquéllos que desprecian todo en esta vida, aun la vida misma en medio de atroces tormentos, por ser fieles a Dios. Hay que recordarlo. La esperanza en Cristo es paciente, supe­ra las pruebas. Las exhortaciones de Pablo responden a la Ve­nida del Señor en perspectiva.

El origen de todo bien, nos dice Pablo, es el amor de Dios manifestado en Cristo. Ahí radica nuestra esperanza. Dios es fiel. La resurrección es objeto de esperanza. Las obras buenas juegan un papel muy importante. Ellas, sin em­bargo, no se realizan sin la ayuda de Dios. La oración es necesaria.

He aquí la situación del cristiano: por delante la resurrección, una vida que ni ojo vio, ni oído oyó, ni corazón humano experimentó jamás; algo maravi­lloso. La esperanza informa la vida del cristiano. Estamos en camino, pero cami­nando. El deseo de alcanzar tan gran dicha nos anima a dar los pasos. El de­seo se convierte en oración, conscientes de nuestra propia flaqueza. Hay que pedir la gracia de la perseverancia final. Dios es fiel; Dios nos sostiene, Dios nos da fuerzas. Debemos amar a Dios y esperar, soportando toda adversidad, en Cristo. Puede venir la persecución; pero pasará. Hay que superarla. ¿Es verdad que la esperanza de la vida eterna informa nuestra vida pre­sente? No está de más preguntárselo.

3. Oración final:

Señor Jesús, Tú que nos has revelado a ese Dios vivo y verdadero que es Dios de vivos y no de muertos, al que nos dijiste que podemos llamarte: Padre nuestro…, ayúdanos a vivir nuestra relación contigo y con el Padre, en una relación de comunión y adhesión, buscando ser dóciles a su voz, haciendo vida tus enseñanzas, viviendo como Tú, colocando el corazón y la mirada en ese encuentro definitivo contigo, donde Tú nos darás a cada uno aquello que hemos vivido, que cosecharemos lo que hemos sembrado.

Por eso, danos tu gracia, para que viviendo plenamente esta vida, haciendo vida tus enseñanzas, nos dispongamos a ese encuentro que será pleno y definitivo, cuando Tú pronuncies nuestro nombre y nos llames a estar contigo, participando de tu vida siendo glorificados en ti y por ti. Amén.

 

Domingo 31 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Fuenteycumbre

La misericordia es al amor lo que éste a la justicia. No sólo no se anulan, sino que se complementan y perfeccionan. Más aún, por lo general son la única posibilidad de preservar al amor y a la justicia de caer en la caricatura y el descrédito. Pues sucede que en toda relación mutua siempre hay elementos de desequilibrio que impiden una relación en el plano de la igualdad. En un mundo injusto sólo el amor, la caridad, puede hacer que la implantación de la justicia no sea una terrible injusticia. Pero en un mundo que no hace sitio al amor, sólo la misericordia, la grandeza de corazón frente al miserable, puede ayudar a que renazca el amor y fructifiquen la justicia y la paz. 

1. Oración:

Señor Jesús, viendo la actitud de Zaqueo, que quería verte, que te conocía de oídas, que tenía curiosidad de encontrarse contigo, y ante la dificultad que tenía, ante la multitud que te rodeaba y su baja estatura, él se ingenió y fue creativo buscando ese encuentro contigo, nosotros que tenemos tu palabra escrita, que sabemos quién eres, lo que nos pides y quieres de nosotros, te pedimos que como Zaqueo, hagamos el esfuerzo de abrirte las puertas de nuestro corazón, para que entrando Tú en nuestra vida, como él, vivamos una transformación total, siendo Tú todo para nosotros, siendo Tú el sentido de nuestra vida, relativizando todo lo que no nos ayuda a encontrarte y recibir de ti tus gracias y bendiciones. Ayúdanos a que al reflexionar este pasaje de Zaqueo, nos dispongamos a que Tú nos transformes la vida y nos llenes de tu presencia amorosa. Amén.

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Domingo 30 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Fuenteycumbre

«Dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás…» Esta es la enseñanza de fondo en el evangelio que leemos hoy.

Hay un piadoso fariseo que ayuda dos veces por semana, aunque sólo estaría obligado a ayunar una vez al año, no roba, no adultera ni comete injusticias; este fariseo es un modelo de «hombre religioso». Lo malo es que se autoproclama bueno, mejor que otros y, lo peor, desprecia a los demás, especialmente al recaudador de impuestos que está con él, orando en el mismo templo.

El recaudador de impuestos, todo lo contrario, en su oración comienza reconociéndose pecador y culpable ante Dios, en su presencia descubre que debe cambiar su mala vida, no tiene mucho que presentar a Dios, tan sólo sus robos a pobres, huérfanos y viudas, su avaricia, su estafa, su falta de respeto a la ley; está perdido sin remedio.

1. Oración:

Señor Jesús, Tú que tantas veces nos has invitado a rezar, a encontrarnos contigo, a buscarte en la oración, ahora nos haces ver la disposición y la actitud que debemos tener cuando te buscamos en ese encuentro; por eso, Señor, ya que eres Tú el que nos atraes a ti, ayúdanos ahora, a que tengamos la sencillez y la humildad de llegar a ti con el corazón abierto y confiado sabiendo de nuestra fragilidad, esperando todo de ti, siendo conscientes de que Tú puedes cambiar nuestro corazón y darnos las gracias que necesitamos para adherirnos siempre más a ti, viviendo como nos pides. Que así sea.

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