Domingo 19 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Al leer el evangelio de hoy descubriremos la exhortación que el Señor Jesús nos hace para que aprendamos a desprendernos de los bienes materiales y podamos compartirlos con los hermanos más necesitados; esto se encuentra muy relacionado con el tema del domingo anterior. También es una invitación a la vigilancia evangélica, es decir, la manera cómo prepararnos para heredar la vida eterna: » Vendan sus bienes y den limosna…acumulen bienes en el cielo…donde está su tesoro, ahí estará también su corazón.»

1. Oración inicial

            Señor Jesús al advertirnos sobre la necesidad de estar preparados, despiertos y atentos en espera de tu venida, ya sea la gloriosa o la particular, te pedimos que al reflexionar tu Palabra nos demos cuenta de la necesidad de tener esas riquezas que solo se adquieren abriendo el corazón al hermano, dándole la mano, siendo sensible y solidario con él, por eso, Señor, te pido que me ayudes a ser consciente de la necesidad de vivir de acuerdo a tu Palabra, de que mi vida refleje mi fe y así manifieste mi fe en ti, buscando actualizar tu manera de ser y de actuar en mi relación con los demás, para estar atento a lo que me pides y quieres de mi. Amén.

2. Lecturas y comentario

2.1. Lectura del libro de la Sabiduría 18, 6-9

La noche de la liberación se les anunció de antemano a nuestros padres, para que tuvieran ánimo, al conocer con certeza la promesa de que se fiaban. Tu pueblo esperaba ya la salvación de los inocentes y la perdición de los culpables, pues con una misma acción castigabas a los enemigos y nos honrabas, llamándonos a ti. Los hijos piadosos de un pueblo justo ofrecían sacrificios a escondidas y, de común acuerdo, se imponían esta ley sagrada: que todos los santos serían solidarios en los peligros y en los bienes; y empezaron a entonar los himnos tradicionales.

Es un «sabio» el que habla. Un «sabio» versado en las tradiciones patrias y educado en el pensamiento helenístico. Un alma tradicional abierta a las lu­ces del mundo culto de entonces. Escrito en griego, pensado en hebreo, perfumado de universalismo. Es un canto a la Sabiduría divina. Sobre todo en la segunda y tercera parte. En la primera se toca el problema -eterno- del destino del hom­bre. Destino del justo y del impío. La muerte y el «más allá».

El espíritu de Dios lo abarca todo y lo penetra todo. En todo hay un orden, una «sabiduría». El li­bro se mueve en torno a ella. La Sabiduría divina -la única que en realidad existe- se ha manifes­tado y se manifiesta, por encima de la creación, en la historia del pueblo de Israel. Las andanzas de este pueblo, con Yavé a la cabeza, son objeto de re­flexión y contemplación. No es un mero discurso; no una discusión; no una defensa. Hay algo de todo ello. Sobre todo, exposición libre de la historia de Israel a modo de homilía, nacida de la contempla­ción. El autor camina con libertad.

Estamos en la última parte. La salida de Egipto entretiene la mente del autor. El «sabio» vuelve sobre aquella epopeya y resalta, con vigor y energía, la maravilla del plan divino, la sabi­duría de Dios. Precede un anuncio. El anun­cio con­firma la esperanza. La esperanza levanta los ánimos. Con los ánimos levantados, los israelitas se disponen a salir. Aunque por caminos extraños -llenos de acierto y sabiduría- la promesa de Dios, hecha a los padres, recibe su más perfecto cumpli­miento. La fe en el Señor no falla nunca. Es sabio fiarse de la sabia fidelidad del Señor.

La acción liberadora de Dios sorprende por la maestría del desarrollo. Una sola acción con doble vertiente. Una espada de doble filo. Salva a unos y cas­tiga a otros. Acerca a unos, mientras aparta a otros. Las plagas que «señalan» a los amigos, merman a los enemigos. El mar, que desnuda su en­traña para dar paso a las columnas de Israel, engu­lle a las huestes del Nilo. El Ángel ex­terminador, que se inclina respetuoso ante las jambas del pue­blo de Dios, siembra el terror en las casas de los egipcios. ¿No es esto una maravilla? ¿No es algo grande? Grande y estupenda la «sabia» salvación de Dios.

Los esclavos entonan himnos; los «señores» gimen destrozados. Se unen los «dispersos»; las unidades del Faraón se disuelven aterradas. Los «siervos» hablan de libertad; los opresores son oprimidos. La Sabiduría es orden y acierto. Ordenados y unidos para siempre salieron los israelitas de Egipto. La Sabiduría de Dios se encarnará en Cristo. En Cristo nos reserva nuevas sorpresas y esperanzas, nueva Salvación.

2.2. Salmo responsorial Sal 32, 1 y 12. 18-19. 20 y 22 (R.: 12b)

R. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos. Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él se escogió como heredad. R.

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. R.

Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti. R.

Salmo de alabanza. La liturgia de hoy ha ele­gido algunos versículos. El es­tribillo le da cierto aire sapiencial: Dichoso. La consideración rompe en una alabanza Aclamad al Señor… y se despide con una confiada súplica que tu misericordia…

Dichoso es aquél que tiene la dicha, aquél que ha alcanzado la dicha. Di­cha es poseer un bien. La dicha suprema es poseer el bien supremo. El bien supremo es Dios. Poseer a Dios, pertenecer a Dios, es la dicha suprema:… li­bra las vidas de la muerte. Somos de Dios y le pertenecemos. La dicha infunde júbilo. El júbilo, canto. La canción del júbilo es la alabanza. Pero como no es aquí, en cierto as­pecto, definitiva, la alabanza lleva el gemido. Al gemido le acompaña la esperanza. Y la esperanza se apoya en la promesa de Dios. A Dios alabamos, en Dios esperamos y a Dios pedimos, gimiendo.

La elección ha sido realizada en Cristo. En Cristo alabamos, en Cristo gemimos, en Cristo esperamos. Pues la Promesa de Dios se ha verificado en Cristo.

2.3. Lectura de la carta a los Hebreos 11, 1-2. 8-19

Hermanos: La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve. Por su fe, son recordados los antiguos. Por fe, obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde iba. Por fe, vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas – y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa -mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios. Por fe, también Sara, cuando ya le había pasado la edad, para fundar un linaje, porque juzgó digno de fe al que se lo prometía. Y así, de uno solo y, en este aspecto, ya extinguido, numerosos- como las estrellas del cielo y como la arena incontable de las playas. Con fe murieron todos éstos, sin haber recibido lo prometido viéndolo y saludándolo de lejos, confesando que eran huéspedes y  peregrinos en la tierra. Es claro que los que así hablan están buscando una patria añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiempo para volver. Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo. Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque parada una ciudad. Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac; y era lo que ofrecía, el destinatario de la promesa, del cual le había dicho Dios: «lsaac continuará tu descendencia.» Pero Abrahán pensó que Dios tiene poder hasta para hacer resucitar muertos. Y así, recobró a Isaac como figura del futuro.

El capítulo 11 de la carta a los Hebreos es una joya. Y lo es teológica y lite­rariamente. Todos admiran el arte con que está escrito y señalan la im­portan­cia de algunas de sus expresiones. El capí­tulo es, según el género, una «alabanza de la fe mediante ejemplos bíblicos». El tono es exhorta­tivo, parené­tico. Es la alabanza que insta al se­guimiento. Las palabras mueven, decimos; los ejemplos arrastran. Eso es, más o menos, lo que pre­tende el autor. La fe de los grandes hombres de Is­rael. Hombres que alcanzaron por su fe la acepta­ción de Dios. Sigámosles.

La sección se abre con la definición, ya clásica en teología, de la fe. Es una definición general que conviene a todo tipo de fe: humana, religiosa, cris­tiana. La fe, viene a decir el autor, es garantía de las cosas que se esperan. En otras palabras, la fe es posesión, en parte, de las cosas que se esperan, co­mienzo de posesión. Dios ha prometido. Lo pro­clama toda la «historia de la salvación». Lo pro­metido se espera. Por la fe entramos en contacto con lo prometido y es­perado, al unirnos estrechamente al que lo ha prometido. Por la fe poseemos ya de forma misteriosa. La fe, pues, nos pone en contacto con las cosas espe­radas. La fe es garantía y es prenda. La fe es también prueba de las cosas que no se ven. La fe es el único medio de llegar al conoci­miento de cosas que se escapan a la vista, sentidos y captación inmediata personal del hombre. Sa­bemos aunque no vemos. De otro modo, por la fe sa­bemos y vemos cosas que no se ven. Maravillosos efectos los de la fe. Por la fe estamos ya en la línea de la posesión y de la visión.

De la larga lista de ejemplos que trae el capí­tulo 11, la liturgia ha elegido uno fundamentalmente. El más preclaro y significativo. El autor lo saborea de­tenidamente. Es el ejemplo de Abra­ham. Abraham, el padre del pueblo he­breo, el padre de los creyentes, el hombre de la fe. Abraham dio grandes muestras de fe. Abraham dio preclaras muestras de fe al dejar su tierra y al dirigirse, de la mano de Dios, a la tierra que se le ha­bía prometido. No sabía adónde iba. Pero sabía que iba de la mano de Dios. También dio hermosa prueba de fe al aceptar, ya en sus sueños, la promesa de un hijo. Mostró sobre todo su fe en Dios -fe contra toda esperanza- en la disposición a sacrifi­car a su hijo, de quien se había dicho que iban a surgir numerosas generaciones. Mostró en tal acti­tud la fe en un Dios que puede re­sucitar. Pues a pe­sar de ser destinado a morir, creyó y esperó que de él habían de venir las generaciones. Fe grande la de Abraham. La fe le hizo partícipe de la ciudad que buscaba (caminaba hacia ella, dejando la pro­pia de este mundo), de la herencia futura (el don del hijo) y de la promesa venidera (la re­surrección gloriosa). La unión, por la fe viva, con un Dios Creador de un mundo nuevo le hizo ya aquí partí­cipe de esa maravillosa creación. Y así, fiado de él, llegó a entrever -en su conducta- algo muy grande, que sus ojos, de lejos, no podían precisar. Como Abraham, los otros patriarcas. Todos ellos apuntaban al Acontecimiento, Cristo. Por la fe participaron ya de esa Maravilla y «supieron» de su existencia.

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 12, 32-48

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón. Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.» Pedro le preguntó: – «Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?» El Señor le respondió: – «¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si el empleado piensa: «Mi amo tarda en llegar», y empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas, a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles. El criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos. Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá. »

El grupo que sigue a Jesús es pequeño. Y lo es en número, en valor y en fuerza. Son pocos, pobres e in­significantes. No sería un auténtico complejo sen­tirse pequeño. El rebaño de Jesús es en realidad pe­queño, pero Dios ha hecho grande aquella peque­ñez. Dios los ha elegido para sí, los ha tomado bajo su protección y les ha concedido el Reino. Son su Rebaño. La grandeza no radica en su propio va­lor, sino en la mano de Dios que los sostiene. Su fuerza es la fuerza de Dios y su misión la de Dios mismo. No hay por qué temer. Sería ridí­culo temer a los hombres. En este sentido sería lamentable sentirse abrumado por el complejo de pequeñez. Puede que los hombres vean muy pequeño aquel re­baño. Dios no. Desde el momento en que Dios se ha complacido en ellos, las letras han pasado de mi­núsculas a mayúsculas. Son el REBAÑO de Dios Son su OBRA magnífica. El cristiano como tal no entiende de complejos. No es para temer; es para alabar.

La dedicación al Reino es una dedicación en­tera. De cuerpo y alma. La pe­queñez es la expre­sión de la grandeza. Los bienes materiales, los afanes de este mundo, el amontonamiento de habe­res, que constituye la «grandeza» de los hombres, es obstáculo para la auténtica grandeza. Hay que ser pequeño para ser grande. Hay que renunciar para poseer. Hay que ser pobre para ser rico. Hay que vender las joyas de este mundo para colocar un tesoro en el cielo. Hay que distribuir para cose­char, dar para recoger. La limosna, la asistencia cordial al necesitado, está engrosando el caudal en el cielo. En Dios se encuen­tra el auténtico Tesoro. Allí están los bienes que no pasan, que no se apoli­llan, que no desaparecen. Son los bienes que valen. ¿Dónde está nuestro cora­zón? ¿Dónde nuestro te­soro? Pobre de aquél que entierra aquí su corazón. Se ha convertido en tierra; se pudrirá con ella. El discípulo, el cristiano, no debe cifrar su felicidad, su tesoro, en las cosas de este mundo. Seguro de po­seer algo más grande, inmensamente más grande, coloca su corazón, su tesoro, en Dios.

El cristiano está en espera de la gran revela­ción. De la revelación del te­soro, donde ha puesto su corazón. La revelación puede acaecer en cual­quier momento. Sus ojos no deben, por eso, dejar de estar mirando; su postura, de aguardarlo y sus ma­nos, de trabajarlo. Vigilancia y laboriosidad. El Señor va a venir, y no sabemos cuándo. Somos sier­vos; sirvamos. Los «haberes», que se nos han enco­mendado, no deben robarnos el afecto hacia el Se­ñor. ¡Cuidado con dormirse! ¡Cuidado con despis­tarse! Sería fatal. El Señor que esperamos no es un señor cualquiera. Es el Señor. Es nuestro SEÑOR. Un Señor que fue constituido Señor por su servicio a los hombres. Ese Señor viene a servirnos la vida y a galardonar nuestro servicio. Santo temor y santo gozo.

La vigilancia se hace más urgente y necesaria, cuando sabemos que su ve­nida, dentro de la seguri­dad -¡vendrá!-, se presenta incierta en la hora. Es ya clásica en el Nuevo Testamento la comparación con el ladrón. Inesperada y sorprendente. El Hijo del hombre -el Juez- va a venir. Su presencia nos va a arrebatar irremisiblemente los «bienes» en que quizás hemos confiado. No será ladrón, para el que le espera. Antes encontrará la puerta abierta y unos brazos que le saludan. Pero nosotros, que nos entretenemos tanto con las co­sas de este mundo, co­rremos el peligro de encontrarnos de sopetón con el que debió haber sido esperado y no lo ha sido, con el que debió entrar como Señor suspirado y se pre­senta como ladrón temido. Preparación y vigilan­cia.

Requieren mayor vigilancia y, por tanto, mayor cuidado los que están al frente de la comunidad. La parábola parece ir por ahí. Puede que Jesús la di­rigiera en su tiempo a los principales de Israel. Ahora va dirigida a los guías del nuevo Israel. Pero a todos nos dice algo. Todos somos adminis­tradores de los bienes del Señor y siervos unos de los otros y todos, de una forma o de otra, hemos de dar cuenta de nuestra administración. Los que es­tán, también como siervos, al frente de la Casa del Señor han de dar estrecha cuenta de su tra­bajo. Je­rarquía, pastores de almas; padres, maestros, etc. La ignorancia ami­nora la responsabilidad, pero no aleja de sí todo castigo. Hay ignorancias muy cul­pables. Atención y vigilancia.

REFLEXIONEMOS: Vayamos por puntos.

1) Dios se complace en su pequeño rebaño. Tema de gran tradición bíblica: Dios elige lo pe­queño e insignificante para llevar a cabo sus de­signios. Es un punto que hay que considerar. También el tema del rebaño de Dios goza de gran ascendencia bíblica. Recordemos a Dios, Pastor de Israel, y la alegoría del Buen Pastor. Es otro punto de consideración.

El rebaño -pueblo de Dios unido- no tiene por qué temer. Es objeto de la predilección divina. Es pequeño sí, pero grande en la elección, en el destino y en la encomienda. Dios -el Dios Todopoderoso- está tras él. Ningún complejo, pues, y mucha confianza. No nos apoyamos en nuestras propias fuerzas, sino en Dios. Dios está con noso­tros. ¿Cabe mayor dicha? El salmo puede acom­pa­ñar nuestro gozo: Dichoso el pueblo a quien Dios se escogió. El tema del pue­blo solidario -rebaño de Dios- aflora en la primera lectura. Pero avanza con más relieve todavía la acción liberadora de Dios sobre el pueblo humilde. Dios sacó a su rebaño de Egipto, lo libró de las fauces del león. El salmo canta la providencia de Dios, su presencia actuosa y salvífica en medio del pueblo. Nunca le faltó al rebaño la mano poderosa de su Pastor. La vida de los Pa­triarcas está proclamando lo mismo. Pensemos tan sólo en Abraham. Con­fianza, pues, fe y paciencia; alabanza y oración.

2) El desapego de los bienes terrenos em­palma con el tema del domingo an­terior. No está de más insistir. Se trata de un peligro grave. Lucas lo ha su­brayado. Se inculca el desprendimiento. El desprendimiento caritativo. La li­mosna. Bonito tema. No son las cosas un tesoro. Lo son cuando saben enjugar lágrimas, cubrir necesidades, apagar la sed, saciar el hambre. Son bienes, cuando hacen el bien, y son tesoro, cuando son expresión de la caridad fra­terna. El digno empleo de las llamadas riquezas. Esto va para todos. Para el discípulo de manera especial. Nuestro Tesoro es el Reino, y el Reino se con­suma en el Cielo. Allí ha de estar nuestro corazón. ¿Dónde está en realidad nuestro tesoro? ¿Dónde nuestro corazón? ¿Tenemos un corazón de tierra o un corazón de Dios? ¿Dónde colocamos nuestra ilusión, nuestro interés, nuestro afán y vida? ¿En cosas caducas que pasan? ¿En bienes eternos? Nosotros, los cristianos, sabemos dónde se encuentran. Las BOLSAS son la caridad. La cari­dad no pasa nunca. Recordemos al buen Samaritano que empleó sus bienes para salvar al prójimo.

3) El Señor viene. ¿Cómo nos encontrará? He aquí algunos temas:

a) El Señor viene a premiar al siervo fiel, al que le aguarda. Vigilancia, pues, y disponibilidad. Actitud solí­cita, atenta, afectuosa y cordial. La espera ha de ser de co­razón. El corazón ha puesto en él su anhelo, su Tesoro. El cora­zón no debe entretenerse con las cosas que pasan. Debe esperar atento a su Señor. Dichoso él, cuando lle­gue su Amo. Le hará sentar a la mesa y le rega­lará con el gozo de la vida eterna.

También el salmo parece recoger ese dichoso. Dicho­sos fueron los israelitas que esperaban la venida salva­dora de su Dios. Y dichosos los patriarcas, a quienes Dios preparaba una celeste Ciudad. Unos y otros salieron de su medio ambiente y, guiados por la mano de Dios, se dirigieron, libres, en busca de un descanso adecuado. Los patriarcas se confesaron peregrinos, caminantes. Eso so­mos nosotros precisamente: peregrinos. No debe entrete­nernos el mundo que nos rodea. Debemos actuar la fe y excitar la esperanza. Abraham es un buen ejemplo. Con su conducta testificó la fe en un Dios que puede resuci­tar. Dios ha confirmado esa fe en Cristo. La resurrección es la promesa que nos espera. Ya la fe nos hace partícipes de ella. Vigilancia, fe, vida desprendida, espe­ranza firme. El Señor viene.

b) La venida del Señor es segura. Lo sabemos por la fe. El momento, con todo, es incierto. No sabemos la hora. Más razón, por tanto, para vigilar y es­perar. Debe­mos vivir cristianamente. Sabemos que hemos de morir, y no sa­bemos cuándo. ¿Nos encontrará preparados y alerta aquella hora? La muerte puede estar en cualquier recodo del camino. ¿Se presentará como ladrón? ¿Seremos tan locos de amontonar cosas que después se nos han de arrebatar? Hay que pensar en ello.

c) El Juicio. El Señor viene a pedir cuentas. Hemos de rendir cuentas de la administración de los bienes. De­sigual el reparto, desigual el juicio. La cari­dad -la li­mosna- hará del juicio Corona y de los bienes terrenos Tesoro eterno

3. Oración final:

Señor Jesús, nos dices que donde está nuestro tesoro está nuestro corazón, haciéndonos tomar  conciencia que son nuestras opciones de vida, lo que manifiesta nuestra fe, así nos haces ver la necesidad de estar atentos y vigilantes, viviendo lo que nos pides, haciendo vida tus enseñanzas, manifestando tu manera de ser, con nuestras actitudes, con nuestra sensibilidad y disponibilidad para amar y servir, para darnos a los demás. Ayúdanos Señor, a que nuestra vida refleje nuestra fe y así nuestro corazón esté en ti, y seas Tú nuestro tesoro, el que da sentido a nuestra vida. Amén.

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