Domingo 21 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

El tener fe no se agota en conocer cosas de Dios, en saber algunos mandamientos, en practicar algunos ritos, en usar algunos objetos; el tener fe es asumir el proyecto de Dios, haciéndolo nuestro, viviendo de acuerdo a sus leyes, manifestando con nuestra vida su amor y su misericordia, actualizando en nosotros la manera de ser y de actuar del Señor Jesús. Pero a su vez, el creer implica abrirnos a la trascendencia, abrirnos a una nueva dimensión, como es la vida eterna, la salvación, es colocarnos en perspectiva de Dios. Esto es algo que es constitutivo de lo que creemos, que después de esta vida, el Señor nos pedirá cuentas de lo que hemos hecho, de lo que hemos vivido y de la manera que hemos buscado hacer vida sus enseñanzas.

1. Oración 

Señor Jesús nos haces tomar conciencia de algo que muchas veces lo ignoramos o lo descuidamos como es el hecho de la salvación, …el encuentro definitivo contigo, …el premio o del castigo eterno; aquí nos ayudas a darnos cuenta, de la necesidad de esforzarnos, es decir, de vivir como nos pides, de hacer que nuestra vida corresponda a nuestra fe, que nuestras acciones expresen el amor a Dios y el amor al prójimo, por eso, Señor, te pido que me ayudes a vivir tus enseñanzas, a asumir tu estilo de vida, a identificarme contigo, para que cuando me llames me reconozcas entre tus elegidos, porque busqué amar como Tú, y dar la vida como lo hiciste Tú.

Amén.

2. Texto y comentario

2.1. Lectura del libro de Isaías 66, 18-21

Así dice el Señor: «Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria, les daré una señal, y de entre ellos despacharé supervivientes a las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia, a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria; y anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi monte santo de Jerusalén -dice el Señor-, como los israelitas, en vasijas puras, traen ofrendas al templo del Señor. De entre ellos escogeré sacerdotes y levitas» -dice el Señor-.

Último capítulo de Isaías. Capítulo que habla de los últimos tiempos. Tiempos que serán de glo­ria. Gloria de Dios manifestada a los hombres. Hombres de todas las naciones. Naciones que pue­blan toda la tierra. Tierra entera, que va a ser conmovida, consagrada y reunida. Reunida en torno a Dios. Dios que habita en Sión, su Monte Santo. Monte Santo, lugar de culto. Culto que da­rán a Dios, como un solo pueblo, las gentes de toda la tierra. De entre ellos, sacerdotes, levitas, ofrendas. Se ensanchará el templo, se abrirá la ciudad. Dios llama a todas las gentes. Algo grande, algo nuevo. Será en aque­llos días. En los días venideros. En los últimos días. Disposición del Señor. Anuncio glorioso para toda la tierra. Suena a canto.

2.2. Salmo responsorial Sal 116, 1. 2 (R.: Mc 16, 15)

R. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio

Alabad al Señor, todas las naciones,
aclamadlo, todos los pueblos. R.

Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre. R.

Salmo de alabanza. La alabanza surge del co­razón de todos los pueblos. Todos los pueblos can­tan la Fidelidad de Dios. Fidelidad que es miseri­cordia. Misericordia que se extiende a todas las naciones de la tierra. Naciones que se hermanan en el canto y en el culto a Dios. Dios que une a las na­ciones en un solo pueblo. Él es Evangelio, la Buena Nueva. Y la Buena Nueva no es otra cosa que el abrazo amoroso de Dios a todos los hombres. Los hombres queremos ce­le­brarla y alabarla. Y la celebramos en la vida, como hermanos; y en el culto, como santos. Somos el pueblo nuevo, la Iglesia. Iglesia que proclama el evan­gelio y lo vive en la misericordia de Dios.

2.3. Lectura de la carta a los Hebreos 12, 5-7. 11-13

Hermanos: Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: – «Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, no te enfades por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos.»  Aceptad la corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues, ¿qué padre no corrige a sus hijos? Ninguna corrección nos gusta cuando la recibimos, sino que nos duele; pero, después de pasar por ella, nos da como fruto una vida honrada y en paz. Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así el pie cojo, en vez de retorcerse, se curará.

La exhortación va orientada aquí a recibir con buena disposición la corrección divina. Dios corrige mediante la tribu­lación. La tribulación, el revés, el infortunio tienen un valor educativo. Así lo han visto los pensadores y educadores de todos los tiempos. También el autor de la carta. Los acontecimientos dolorosos educan. Sin dolor no llega uno a la verdadera sabiduría. Ni el cristiano, al recto conocimiento de Dios y de sí mismo. La tribulación ayuda a corregir posturas, a enderezar pasos, a contro­larse. Sin la tribula­ción, rectamente apreciada, no podrá uno compren­der la desgracia ajena ni sentir su dolor. La tribu­lación nos hermana y nos une. La tribulación nos permite compadecer. Jesús, dice el autor (2, 18),… por lo que ha padecido, puede ayudar a los que es­tán siendo probados. Y más adelante (5, 8),… aun siendo Hijo, por lo que padeció, aprendió la obe­diencia. La tribu­lación corrige, educa, santifica. El autor la considera bajo una perspectiva muy her­mosa. La tribulación, en primer lugar, viene de Dios. Dios dirige los acontecimien­tos y ordena los suce­sos. No es el azar, no la suerte, no el destino ciego. Tras toda la trama, que va tejiendo nuestra vida, se encuentra una per­sona. Esa persona es la gran persona: Dios. Las tri­bulaciones nos relacionan con Dios. Es una relación personal.

Pero hay algo más. La tribulación, venida de Dios, expresa una preocupa­ción, una buena volun­tad, un amor de Padre. Dios quiere, como padre amoroso, corregir, mejorar, curar, salvar. La tribulación tiene ese fin. La tribulación viene a ser un medio de comunicación amorosa con Dios. Somos hijos y, como a hijos ama­dos, nos educa y corrige. Si no lo hiciera, mostraría su des­preocupación por no­sotros, su falta de interés, su falta de amor. En una palabra: nos podríamos con­siderar como bastardos, abandonados a nosotros mismos. Y la revelación en Cristo es todo lo contra­rio: somos hijos, hijos muy queridos. La tribulación, así entendida, cambia de cas­tigo a medicina, a testimonio de amor. Dios hiere para sanar. Sus golpes son medicinales. Y como medicina­les y correctivos amorosos deben ser reci­bidos. Si vienen del Padre, recíbanse con el agra­decimiento de hijos. El cristiano que ve en la tribu­lación la mano de Dios, encuentra en ella un gran consuelo. No es síntoma de un abandono. An­tes bien, de una preocupación y de un profundo afecto. Todo contribuye para su mejoramiento. No cuenta la amargura del momento. Lo que cuenta es el fruto de la educa­ción. No se pueden comparar, dice Pablo, los sufrimientos de este mundo con la gloria que Dios tiene preparada a los que le sirven. ¿Quién no aceptará gus­toso la correc­ción divina? ¿Quién no la sobrellevará alegre y contento? ¿Quién no se aprovechará de ella? ¡Que la tribulación no sea para tropiezo y ruina, sino para edificación y vida!

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 13, 22-30

En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
Uno le preguntó: – «Señor, ¿serán pocos los que se salven?» Jesús les dijo: – «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”; y él os replicará: “No sé quiénes sois.” Entonces comenzaréis a decir. “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas. ” Pero él os replicará: “No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados.” Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac: y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.»

Jesús va de camino, Camino de Jerusalén. Allí comienza el evangelio; allí debe terminar. Jerusa­lén es la meta de la peregri­nación de Jesús. Jerusa­lén es su destino. A Jerusalén se dirigen sus pasos y hacia Jerusalén se orientan sus miradas. Jesús se encamina a cumplir su mi­sión en Jerusalén. No puede ser de otra forma. Pasión, muerte, resurrec­ción; ascensión, venida del Espíritu, nacimiento de la Iglesia. Jerusalén quedará eternizada. Los acon­tecimientos trastornarán el mundo entero. De ellos sur­girá una Jerusalén Nueva y Santa que desafiará a los tiempos. Nadie la po­drá destruir ni manci­llar.

Jesús, pues, va de camino. Y en el camino recorre aldeas y ciudades. Jesús predica y enseña. Jesús anuncia la salvación… Y la salvación se presenta en el misterio. Jesús señala el camino. ¿Dan todos con él? ¿Dan muchos con él? Los escribas y rabinos son magnánimos en la contestación: todo Israel, ex­cep­tuados los más perversos criminales y los peca­dores públicos, alcanzará la salvación. Los am­bientes apocalípticos, en cambio, se mostraban re­servados: muy pocos, poquísimos, llegarán a la vida. ¿Qué piensa el maestro de Naza­ret?

Pero el maestro de Nazaret no es un escriba, un doctor. Es un profeta, un hombre de Dios. Un predi­cador que anuncia como presente la Buena Nueva, la Salvación. Jesús muestra el camino. No interesa saber cuántos, si muchos o pocos. Inte­resa saber el camino. Y el camino exige una rápida y radical determinación. Es menester agudizar la vista, sanar los afectos, ce­ñirse los lomos y cami­nar a su lado. Jesús va a entrar por la puerta estre­cha de la abnegación, de la obediencia y del sacri­ficio. El tiempo apremia, pronto será demasiado tarde. Aquella generación va a sufrir un descala­bro. La puerta de por sí estrecha se ha cerrado. No valdrá decir somos contemporáneos, so­mos conciudada­nos, somos familiares. Quien no aceptó a Jesús no será acep­tado. Las razones serán todas de condena y rechazo. Terrible porque no habrá re­medio. No queda sino el rechinar de dientes y el gemir para siem­pre desconsolado. No les servirá de nada. Han dejado pasar el momento opor­tuno, la ocasión propicia. Otros la aprovecharán, los más impensados: los gen­tiles y pecadores. Los que parecían ser menos aptos, menos dignos -más aún, indignos- para entrar en el Reino, serán los prime­ros, ocuparán los puestos más relevantes junto a los grandes elegidos de Dios. Jesús, una vez más, responde de forma existen­cial y vital a una pregunta de tipo abstracto e im­personal. ¿Se salvan muchos? ¿Se salvan pocos? Entrad y entrad pronto. Esforzaos por entrar. El tiempo apremia, urge. Es la más im­portante cues­tión. Lo demás no tiene importancia.

 

MEDITEMOS:

Jesús tiene una meta. También nosotros. Nues­tro destino es Dios. Nuestra ciudad, la Jerusalén celestial. Nuestro Gozo, las bodas del Hijo de Dios. Nues­tra corona, la vida eterna.

Jesús camina. Nosotros caminamos, somos pe­regrinos. ¿Queremos llegar a nuestro destino? ¿Llegaremos a la meta? ¿Alcanzaremos la dicha de entrar en la Ciudad Eterna? ¿Gozaremos del Ban­quete? ¿Nos salvaremos? En realidad es la única pregunta de nuestra vida. ¿Tenemos conciencia de ello? ¿Somos conscientes de que, si al­canzamos la puerta abierta, hemos alcanzado todo y que, si la encontramos cerrada, lo hemos perdido todo para siempre? Esto es tan serio que un descuido en este asunto puede ser fatal. Pensé­moslo.

Jesús nos muestra el camino y nos señala la puerta. Él es el Camino y él es la Puerta. Sus pa­labras son palabras de vida eterna. Escuchémosle, Sigá­mosle, Imitémosle. Es una puerta,  hay que entrar por ella. No basta mirarla por fuera. La puerta está para entrar. Y para entrar por ella hay que esforzarse. Es an­gosta y estrecha. El esfuerzo implica una ascesis, una liberación, una renuncia de todo aquello que pueda impedirnos el paso. Los adúlteros, los homicidas, los avaros, los blasfemos, los…, dice San Pablo, no entrarán en el Reino de los Cielos. Jesús pasó por la pasión y la muerte a la gloria de la Resurrección. La Tribulación lo sentó a la derecha de Dios en las alturas. Su obediencia y amor lo ha constituido Señor del universo. Ese es nuestro camino. La segunda lec­tura ofrece jugosas y conso­ladoras reflexiones a este respecto. La mano cari­ñosa de Dios nos empuja y apremia. Sepamos aprovechar la gracia que en todo momento y oca­sión se nos confiere. Urge una decisión, que sea decisión radical y pronta. La puerta está abierta para todos. Todos, sea cual fuere la raza o naciona­lidad, son llamados a en­trar por ella. La Iglesia, los pueblos invitados, son los que caminan, los que se esfuer­zan. No es cuestión de pensar o imaginar. Hay que caminar y entrar. En otras palabras: hay que obrar el bien. No basta decir Señor, Señor. Los últimos se­rán los primeros y los primeros serán los últimos puede enseñarnos mucho.

Una última reflexión: si la tribulación hay que entenderla como un acercamiento cariñoso de Dios, ¿dónde está nuestro acercamiento cariñoso y respetuoso al atribulado? ¿No será que su tribula­ción se consume en la sole­dad debido a nuestra despreocupación por ellos? Es sagrada misión de la Igle­sia -de todos nosotros, de los sacerdotes y religiosos más- atender y asistir al atribulado: es el Cristo sufriente. Debemos insistir en esto.

 

3. Oración final

 

Señor Jesús, la pregunta que te hicieron, es algo que siempre llama la atención y cuestiona, como es: “…¿son muchos los que se salvarán?…”, esto que siempre interpela y cuestiona, Tú no lo respondes directamente, sino que nos invitas a vivir lo que creemos, a poner en práctica tus enseñanzas, a imitarte y seguirte, buscando entrar por la puerta estrecha de tus mandamientos, de tu estilo de vida, de amar y servir, de dar la vida por los otros, amando a Dios sobre todas las cosas y amando al prójimo como a uno mismo.

 

Señor, dame la gracia de vivir tus enseñanzas, imitándote y actuando como Tú, para que cuando nos llames, sea uno de los que compartan contigo para siempre la gloria que tienes preparado para los que fueron fieles y te siguieron manifestando y testimoniando tu estilo de vida.

Amén.

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