Material de la Jornada Litúrgica Marzo 2012 – Celebrar la Pascua

Celebrar la pascua

Ya en el siglo segundo se sabe de una celebración anual de la Pascua. La gran vigilia anual era precedida por un tiempo de ayuno, al principio uno o dos días, luego una semana, después cinco semanas. Al mismo tiempo, ese día de Pascua era prolongado durante cincuenta días de fiesta, celebrados como un solo día.

En esta forma se fue estructurando en las Iglesias el Triduo Pascual. Se habla del viernes como la memoria de la Pasión, del sábado como el descenso al sepulcro y del domingo como la memoria de la Resurrección.

Tres aspectos de una sola fiesta

El Triduo Pascual de la muerte y resurrección de Jesús constituyó el centro de toda la vida de fe de las comunidades cristianas y del año litúrgico. Con su celebración, durante tres días, se hace presente y se realiza, para la vida de las comunidades, el misterio de la Pascua de Cristo, es decir, de su paso de este mundo a la vida del Padre.

Ya san Agustín, en el siglo IV, llamaba a esta celebración el “Triduo del crucificado, sepultado y resucitado”. De hecho el Triduo Pascual tiene una unidad, en la que cada día es entendido como momento progresivo de la única Pascua: la Pascua de la Cena, la Pascua de la Cruz, la Pascua de la Resurrección. El jueves se hace memoria de la Cena de la nueva Pascua. El viernes se celebra la Pascua del Cordero Inmolado. En la Vigilia Pascual, celebramos el tránsito glorioso de Cristo, la victoria sobre la muerte, la realización plena del Éxodo.

Una tiempo de prolongación

En la Vigilia Pascual, que ya es el Domingo de Resurrección, nace el día nuevo que la Iglesia prolonga en renovada alegría durante cincuenta días del Tiempo pascual. Los cincuenta días que van del domingo de Resurrección al domingo de Pentecostés se celebran con alegría, como un solo día festivo, más aún, como el «gran domingo»[1]

 

Presenta dificultades pero merece la pena. Disfrutar y hacer disfrutar de los cincuenta días de la Pascua como celebración de lo que da gozosamente sentido a nuestro ser cristiano: el mal vencido, el pecado vencido, la muerte vencida por Jesús y el amor del Padre que es más fuerte que todo, y nos libera, y nos ofrece una vida plena y renovada. En realidad, celebra la Pascua es celebrar que el mismo Espíritu que movía a Jesús nos mueve ahora a nosotros, como dice ya la oración del domingo de Pascua: “concede a quienes celebramos hoy la Pascua de resurrección, resucitar también a una nueva vida, renovados por al gracias del Espíritu Santo”.

 

Bueno será, por tanta, que todo el tiempo de pascua esté impregnado por la presencia del Espíritu: no hay que forzar los textos ni el sentido de las celebraciones para lograrlo, solamente resaltar la presencia del Espíritu y no acordarnos solamente el último día, domingo de Pentecostés.

Algunos elementos que conviene tener en cuenta pueden ser los siguientes: Cuidemos, junto con los responsables de las celebraciones, los signos externos de estos días.

1.  La alegría del presidente y demás ministros: quizá se la condición más básica para una buena celebración de la cincuentena pascual. Que quien preside la celebración y todos los demás ministros, sientan la alegría de celebrar la victoria de Jesús resucitado, y el inmenso amor  del Padre, y el don del Espíritu derramado sobre nosotros. Y, sintiéndola puedan y deseen hondamente ayudar a todos los hermanos y hermanas cristianos a experimentarla también. Este no es tiempo para centrarse mucho en las exigencias del comportamiento cristiano (no es tiempo de homilías moralizadoras), sino en la alegría de serlo y en el deseo de compartirlo con los demás cristianos y con los que no lo son.

2. Una ambientación relevante y constante: como la Pascua no se nota en la calle tiene que notarse mucho dentro de la Iglesia. Y tiene que notarse a lo largo de los cincuenta días, sin dejar que el ambiente decaiga. Aunque, por muchos motivos la presencia de la feligresía disminuya. Ello no implica que no pueda mantenerse el clima y la ambientación que entra por los ojos (el cirio pascual, la aspersión, luces, flores, carteles, etc.) y que el último día, el domingo de Pentecostés se intensifique esa ambientación. El domingo siguiente tiene que notarse también que la ambientación pascual ha desaparecido.

3. La ambientación que crean los cantos: durante todo el tiempo de pascua hay que cantar cantos de pascua. Sin cansarse y empezar a sustituirlos por cantos más genéricos al llegar a la mitad de la cincuentena. Además bueno será que desde el principio esos cantos de Pascua incluyan también los cantos del Espíritu.

4. Los sacramentos: la pascua es tiempo de los sacramentos: son signos visibles del resucitado, son los dones de su Espíritu en La  Iglesia. Conviene también celebrar de modo especial la vigilia de Pentecostés. Las confirmaciones también son oportunas en tiempo de pascua. La Semana del Espíritu Santo. “Para aquellos adultos que han recibido la iniciación cristiana durante la Vigilia pascual, este tiempo ha de considerarse como un tiempo de «mistagogia»”. (102)

5. Los testimonios del Espíritu del Resucitado: también a través de carteles o de otro modo, recordar cada domingo alguna acción que el Espíritu de Jesús nos  impulsa a realizar en el mundo: en el servicio de los necesitados, en la ecuación de niños, adolescentes, en la vida cívica. Etc.

6. El directorio sobre la piedad popular y la liturgia No 153, recomienda la realización del Vía Lucis  “en él, como sucede en el Vía crucis,  los fieles, recorriendo un camino, consideran las diversas apariciones en las que Jesús (desde la resurrección a la Ascensión, con perspectiva a la Parusía) manifestó su gloria a los discípulos, en espera del Espíritu prometido, confortó su fe, culminó sus enseñanzas sobre el Reino y determinó aún más la estructura sacramental y jerárquica de la Iglesia”.

Conclusión

Celebrar el Tiempo Pascual, es festejar, aquí y ahora, como un acontecimiento del presente, la Resurrección de Jesús como una nueva energía de vida y de libertad para cada persona, para nuestras comunidades y para la humanidad entera en comunión con la creación, restaurada por el Espíritu del Resucitado.

Celebrar la Pascua es celebrar nuestra participación en la Resurrección de Jesús y testimoniar que la fuerza resucitadora de dios actúa en las comunidades y en el universo.

Celebramos la Resurrección del Señor para que vivamos de una manera nueva, creyendo que Dios nos lleva de la oscuridad a la luz, de la muerte a la vida, dándonos fuerza para una conversión continua en nuestras vidas, suscitando en nosotros una mayor hambre y sed de justicia y la alegría de participar en la comunión de los santos, miembros de la familia de Cristo, parte integrante de la nueva creación, viviendo en la libertad de los hijos de Dios.

El libro del Apocalipsis describe así la experiencia pascual: ¡Hagamos una fiesta alegre y démosle gloria, porque llegó la boda del Cordero, y está engalanada su esposa! (Ap. 19,7)

EL TRIDUO PASCUAL

INTRODUCCION

 

La Iglesia celebra cada año el triduo pascual, que comienza con la misa vespertina del jueves «en la cena del Señor», tiene su centro en la vigilia pascual y acaba con las vísperas del domingo de resurrección. Este período de tiempo se denomina justamente el «triduo del crucificado, sepultado y resucitado» o triduo pascual.

 

La PFP recomienda encarecidamente a los pastores que no dejen de explicar a los fieles del mejor modo posible el significado y estructura de las celebraciones, preparándoles a una participación activa y fructuosa; recomienda también especialmente el canto del pueblo, ministros y sacerdote celebrante durante el triduo pascual, por la solemnidad de estos días y también porque los textos adquieren toda su fuerza precisamente cuando son cantados (PFP 41-42).

 

I LA MISA VESPERTINA EN LA CENA DEL SEÑOR: LOS CANTOS

 

La misa vespertina en la cena del Señor no es ni más ni menos que una eucaristía, celebrada con toda la dignidad, autenticidad y emotividad por celebrarse en la noche en que fue entregado nuestro Señor. Pero la eucaristía central en el triduo pascual es la de la vigilia pascual. El canto nos ayudará a celebrar con mayor autenticidad y sentido.

 

Canto de entrada

La antífona propia de esta misa es: «Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. En él está nuestra salvación, vida y resurrección, él nos ha salvado y libertado». Podemos resaltar el canto y la procesión de entrada con el incienso.

 

Gloria

Hoy podemos destacar el gloria con una oportuna pero breve monición. CE 300 y PFP 50 nos dicen que durante el canto del gloria se pueden hacer sonar las campanas, de acuerdo con las costumbres locales, y no volverán a sonar hasta el gloria de la vigilia pascual. El órgano y cualquier otra música instrumental pueden usarse sólo para sostener el canto.

 

Lavatorio de los pies

Conviene que esta tradición se mantenga y que se explique según su propio significado, el servicio y el amor de Cristo, que ha venido «no para ser servido, sino para servir» (Mt 20,28). Los cantos podrían ser: Un Mandamiento Nuevo (Adapt. A.Alcalde) Os doy un mandato nuevo (F. Palazon)

 

Procesión de los dones

En este día podemos destacar la procesión de los dones realzando el pan y el vino como los dones escogidos por Cristo para su autodonación. Conviene que a la procesión de los dones y a la colecta le demos un claro sentido de solidaridad con los más necesitados. Esta colecta de solidaridad recobra todo su sentido, sobre todo, si los donativos para los pobres son el fruto de nuestra penitencia cuaresmal.

 

Canto de comunión

En la comunión podemos cantar cantos alusivos a la pascua como: Acerquémonos todos al altar (F. Palazón); los salmos 22 y 33, con las distintas musicalizaciones;

 

Traslado del Santísimo al lugar de la reserva

Terminada la oración después de la comunión, comienza la procesión en la que se lleva el Santísimo por la iglesia hasta el lugar de la reserva. Mientras tanto se canta el himno Pange lingua u otro canto eucarístico, y se termina con el Tantum ergo mientras se inciensa el Santísimo. – Tantum Ergo (Santo Tomas de Aquino)

VIERNES SANTO

 

Este día está completamente centrado en la cruz. La comunidad cristiana proclama la pasión del Señor y ejercita su función sacerdotal rogando por todos los hombres, adora la cruz y comulga de la reserva del día anterior. «Se recomienda que en este día se celebre en las iglesias el oficio de lectura y las laudes, con participación de los fieles» (PFP 62).

 

En la celebración de la pasión del Señor, «el sacerdote y los ministros se dirigen en silencio al altar sin canto alguno» (PFP 65). La pasión según san Juan se canta o se proclama del mismo modo que se ha hecho el domingo anterior. Durante la lectura de la pasión podemos intercalar unas antífonas o cantos breves como el domingo de ramos.

 

La oración universal ha de hacerse según el texto y la forma establecida por la tradición. Es conveniente que la respuesta del pueblo sea cantada, dada su importancia. Entre las respuestas cantadas podemos seleccionar:

– Señor, escúchanos, Señor, óyenos (Popular – Escucha Señor y ten piedad (Adapt. C. Gabaráin)

 

Para la adoración de la cruz úsese una única cruz, tal como lo requiere la verdad del signo.

Durante la adoración, cántense las antífonas, los «improperios» y el himno Oh cruz fiel, que evocan con lirismo la historia de la salvación, o bien otros cantos apropiados, como pueden ser:

– Pueblo mio (F. Palazon)

 

El padrenuestro es mejor que hoy sea cantado por toda la asamblea. No se da el signo de la paz, y sería más expresivo hacer la comunión en silencio, sin canto alguno.

 

En cuanto a los ejercicios piadosos, como el viacrucis, las procesiones de la pasión y el recuerdo de los dolores de la Santísima Virgen María, nos recuerda el documento PFP 72 que en modo alguno pueden ser descuidados, dada su importancia pastoral; pero los textos y los cantos utilizados en los mismos han de responder al espíritu de la liturgia del día.

SABADO SANTO

Durante el Sábado santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte, su descenso a los infiernos, y esperando en la oración y el ayuno su resurrección. «Se recomienda con insistencia la celebración del oficio de lectura y de las laudes, con participación del pueblo» (PFP 73,40; OGLH 210). Es un día de silencio, lleno de oración, esperanza y gozosa expectativa. Día de serenidad, recogimiento, sosiego y sobriedad. Todo el peso espiritual de este día recae en la Liturgia de las Horas. Si el Viernes santo es «la hora de Cristo», hoy, Sábado santo, es «la hora de la Madre», la Hija de Sión, la Madre de la Iglesia, que vivió la prueba suprema de la fe y de la unión con el Dios redentor.

 

Para una celebración de la Palabra en torno a la Virgen dolorosa y esperanzada podemos contemplar junto a la imagen de Cristo crucificado la imagen de la Santísima Virgen de los Dolores o un icono de la Virgen que nos recuerde el misterio que se celebra. Como lecturas evangélicas podemos escoger Lc 2,25-35: Simeón predice los dolores de María; Jn 19,25-27: Jesús nos da a María por Madre.

Como cantos a la Virgen apropiados para una celebración de la Palabra podemos escoger:

– Dolorosa (J.A.Espinosa) – Estabas junto a la cruz (A. Alcalde) – Stabat Mater dolorosa (gregoriano)

El Canto Litúrgico en el tiempo de Pascua

SI LA CUARESMA era un tiempo de austeridad y silencio musical, la pascua es el tiempo de realce musical, de abundancia y florecimiento del canto. Es un tiempo de alegría y de gozo para entonar cantos de fiesta en honor de Cristo resucitado.

 

No cantemos cualquier canto, algunos cantos, ni de cualquier manera. No cantemos «a palo seco». Cantemos los cantos de pascua, todos los posibles, y hagámoslo bien, acompañándolos «al son de instrumentos, con clarines y al son de trompetas» (Sal 97), «con platillos sonoros, con platillos vibrantes» (Sal 150). Todo ser que alienta alabe al Señor, porque es la pascua. En Pascua tenemos que conseguir que la liturgia, en su conjunto, suene y resuene como una gran obra sinfónica: la sinfonía de la nueva creación en Cristo, afinados y vibrantes todos sus instrumentos. Una de las actividades principales de la comunidad cristiana durante el tiempo pascual es el canto al Señor resucitado, vivo y glorioso. «Sólo el hombre nuevo puede cantar el cántico nuevo» (san Agustín). La pascua es la fiesta de las fiestas y «Cristo resucitado – nos dice san Atanasio – viene a animar una gran fiesta en lo más íntimo del hombre».

 

La palabra clave es Aleluya

La hemos omitido en cuaresma. No se trata de prohibir por prohibir. El rubrum (las rúbricas) tienen también su espíritu, que hemos de descubrir. Se trataba de omitir para reservarnos para pascua y poder cantar el aleluya con una alegría desbordante, para que resuene más festiva y mejor afinada, llenando con su sonido el silencio de la noche pascual. No podemos olvidar ni separar de la pascua los cantos al Espíritu Santo, pues pentecostés no es una fiesta aparte. Es la plenitud y el cumplimiento de lo inaugurado en la noche de pascua: el Espíritu, que resucitó a Jesús de entre los muertos. Es el culmen de la pascua.

 

Cantos tradicionales pascuales hay muy pocos o casi ninguno. De los cantos modernos se ha popularizado. No podemos permitir ni aprobar que se gasten todas las energías en preparar bien la cuaresma y que lleguemos a la pascua cansados y agotados y la celebremos de cualquier manera, porque estamos cansados de tantas cosas como hemos preparado en cuaresma.

 

El órgano y otros instrumentos en pascua

Entre los distintos instrumentos debemos destacar y potenciar el órgano: es el instrumento litúrgico por excelencia. El órgano crea fiesta y alegría; acompaña, arropa, sostiene y envuelve el canto de la asamblea; favorece la participación y la unanimidad. En pascua tiene momentos muy especiales para sonar: en los procesionales de entrada, ofrendas y comunión, y a la salida del templo. Pascua es el tiempo de tocar piezas alegres y festivas; es el tiempo de los metales del órgano. Que el órgano resuene con toda su grandeza y majestuosidad envolviendo de sonoridad festiva el ambiente donde la comunidad cristiana celebra.

 

El canto en la vigilia pascual

«Aquel a quien cantamos resucitado mientras celebramos la vigilia, hará que vivamos reinando con él para siempre» (San Agustin, Sermón Guelferbytano, n. 5,4, PL 2,552). Durante la vigilia, la Iglesia espera la resurrección del Señor y la celebra con los sacramentos de la iniciación cristiana (Cf CE 332). La vigilia pascual, «la madre de todas las santas vigilias» (San Agustín, Serm. 219, PL 38, 1088) , es una noche de vela de la comunidad cristiana en honor del Señor. Con ser la noche más importante del año, no es muy popular, aunque poco a poco la comunidad cristiana se va centrando en esta noche.

 

Es importante que preparemos bien la vigilia para ir creando ambiente y tradición. Los signos de la luz, la Palabra, el agua bautismal, el pan y vino eucarísticos, anunciados en la cuaresma, alcanzan su culmen y realización en la noche pascual. La vigilia pascual es un crescendo continuo orientado dinámicamente hacia su culmen: la celebración de la eucaristía como «memorial» de la pascua del Señor. Una buena preparación y celebración de la vigilia pascual será el modelo de las celebraciones durante la pascua.

 

El canto del lucernario

Es el comienzo de la vigilia. La comunidad reunida en torno al fuego puede cantar un canto a la luz:

El diácono proclamará: «Luz de Cristo» y los fieles responderán: «Demos gracias a Dios».

Esta proclamación debe ser cantada con su respuesta. Mientras caminamos en procesión al templo podemos cantar.

 

El canto del pregón

El diácono proclama el pregón pascual, magnífico poema lírico que presenta el misterio pascual en el conjunto de la economía de la salvación. Si fuese necesario, o por falta de un diácono, o por imposibilidad del sacerdote celebrante, puede ser proclamado por un cantor.

 

El canto de los salmos en la noche pascual

En la noche pascual se da un gran diálogo entre Dios y su pueblo. La liturgia de la Palabra es más abundante en esta noche. Dios habla a su pueblo por medio de las lecturas y su pueblo le responde con los salmos y oraciones. Lecturas, salmos y oraciones son abundantes (siete más la epístola y el evangelio).

El ideal está fijado en cantar todos los salmos enteros. Cuando, por diversas razones, esto no es posible, podemos cantar sólo las antífonas, incluso algunas antífonas y recitar los salmos. Entre todas las antífonas tendríamos que destacar en esta noche la de la tercera lectura: «Cantemos al Señor, sublime es su victoria».

También deberíamos lograr unos silencios meditativos entre lecturas.

 

El canto del aleluya en el tiempo pascual

Después del silencio cuaresmal, oímos resonar, con el corazón henchido de alegría, el aleluya en la noche pascual. «El sacerdote, terminada la epístola, entona por tres veces el aleluya, elevando gradualmente la voz y repitiéndolo la asamblea» (Cf CE 352) Una vez entonado en la noche pascual, ya no se volverá a omitir durante todo el tiempo pascual. Su canto será uno de los distintivos de las celebraciones pascuales. ¡Qué buenas catequesis podemos hacer a nuestro pueblo explicándole el significado, el sentido y la importancia de cantar «aleluya»!

 

Otros cantos para destacar en pascua

 

El canto en los ritos iniciales

En pascua podemos destacar el canto de entrada en primer lugar con un corazón renovado, pero además por unos signos externos que nos indican que es un tiempo especial. El tiempo de pascua es un tiempo bautismal. Ya en cuaresma se aludía al bautismo. Destacamos el rito de entrada con la aspersión del agua durante todos los domingos de pascua, recuerdo de nuestro propio bautismo, mientras la asamblea canta: la antífona – Agua viva (A. Taulé)

 

El rito penitencial se puede suprimir. Ya en cuaresma lo hemos destacado bastante. El presidente saluda a la asamblea y se inicia el canto del gloria, himno trinitario que debemos destacar en pascua a ser posible con una música nueva.

 

El canto del Credo

También el credo, como profesión de fe, podemos destacarlo en pascua cantando el Credo 111, o bien, de otra forma más sencilla, el presidente proclama el símbolo apostólico y la asamblea responde con una antífona al final de la parte atribuida a cada persona trinitaria:

– Creo, Señor. Creo, Señor (Lerchundi-Gabaráin)

 

 

El canto del «Regina Coeli»

No tendríamos que perder de nuestro repertorio esta antífona mariana para el tiempo pascual. En la eucaristía la podemos cantar como antífona final, antes de la bendición final y del saludo de despedida «Podéis ir en paz», con el celebrante aún en el presbiterio. Es una antífona, breve, sencilla y popular. Tanto si la cantamos en latín como en castellano, podemos sacarle mucho provecho, pues podemos cantarla no sólo al final, sino en la bendición de la mesa, sustituyendo el rezo del Ángelus, al final de completas, durante el mes de mayo, que es devocionalmente mariano pero litúrgicamente pascual.

 

 


[1] Carta circular de la Congregación para el Culto Divino sobre la preparación y celebración de las fiestas pascuales (16 de enero de 1988) No. 100

 

Domingo de Ramos – Ciclo B

DOMINGO DE RAMOS ciclo B

La Semana Santa es inaugurada por el Domingo de Ramos, en el que se celebran las dos caras centrales del misterio pascual: la vida o el triunfo, mediante la procesión de ramos en honor de Cristo Rey, y la muerte o el fracaso, con la lectura de la Pasión correspondiente a los evangelios sinópticos (la de Juan se lee el viernes). Desde el siglo V se celebraba en Jerusalén con una procesión la entrada de Jesús en la ciudad santa, poco antes de ser crucificado.

1.      Oración:

Dios, Padre nuestro, tú enviaste a tu Hijo entre nosotros, para que descubramos todo el amor que nos tienes. Y cuando nosotros respondemos a ese amor con nuestro rechazo, matando a tu hijo, Tú no te echaste atrás sino que seguiste adelante con tu plan de ser nuestro mejor amigo. Ablanda nuestros corazones para que sepamos responder a tu amor con el nuestro. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

2.      Texto y comentario

2.1.Lectura del libro de Isaias 50, 4-7

Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.

Dentro del contexto general, cuatro misteriosos poemas que, por acuerdo más o menos unánime, vienen llamándose del «Siervo»: Cánticos del Siervo de Yahvé. Aquí, en la lectura de hoy, nos encontramos con uno de ellos; con el tercero, en concreto. Y del tercero, con unos versículos, los más significativos. Conviene, no obstante, alargarse, en la lectura privada, a los versículos 8 y 9 por los menos, y con un poco de interés, a los cánticos que le han precedido; pues, en opinión de la mayoría, se iluminan unos a otros: 42, 1-9; 49, 1-13. El cuarto vendrá más tarde y los desbordará a todos: 52, 13-53, 12.

El personaje del canto no lleva nombre, ni siquiera el título de «siervo». Lo que importa es la misión. Y ésta se encuadra en la vocación profética: voca­ción-llamada para la palabra, sufrimiento en el desempeño de la misión, con­fianza en el Señor. Detrás del profeta sin nombre se encuentra Dios con todo su poder. Llamada para hablar: lengua de iniciado. El Siervo ha de hablar; ha de hablar bien, ha de hablar en nombre del Señor. En este caso ha de ha­blar para consolar, al abatido. También el profeta sabrá de abatimiento; es su vocación. Pero para hablar, hay que escuchar. Dios afina el oído de su Siervo, agudiza su sensibilidad y lo capacita para sintonizar con su volun­tad. Suponemos en el Siervo una intensa actividad auditiva.

La misión se presenta, además, dolorosa: ultrajes e injurias personales. Un verdadero drama. En el fondo, participación del drama de Dios en la sal­vación del hombre. La persona del Siervo tiende a confundirse con el men­saje que debe anunciar. Valor y aguante. Y así como no resiste a la palabra que lo envía, así tampoco al ultraje que ella le ocasiona. Dios lo mantendrá inquebrantable en el cumplimiento de su misión. Misteriosa vocación la del Siervo. Todos los profetas experimentaron algo de lo que aquí se nos narra. Con todo la figura del Siervo los sobrepasa. ¿Quién es? ¿Quién llena su imagen? Miremos a Cristo Jesús y encontraremos la respuesta más cumplida. Vivió en propia carne el inefable drama de Dios con el hombre: lengua de iniciado: gran profeta; oído atento: gran hombre de Dios; ultrajes, presencia de Dios… misión cumplida.

2.2.Salmo responsorial Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere.» 

Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel.

Salmo de súplica, salmo de acción de gracias. ¿Psicológicamente incom­prensible? Teológicamente, al menos, no: tras la súplica, siempre, la acción de gracias, porque Dios, al fondo, siempre escucha la oración. El salmo vive los dos momentos. Hoy, el primero.  La súplica toca los límites extremos en que puede encontrarse el fiel de Dios. Es el justo; y es el justo perseguido; y es el justo perseguido por ser justo; y la persecución lo ha llevado hasta las puertas de la muerte; ¡y el Señor no le escucha! El justo sufre sobre sí el abandono de Dios; las imáge­nes son vivas y reflejan una situación límite. También la confianza es ex­trema y total.

¿Quién llena el salmo? Situaciones semejantes, pero parciales, las han vi­vido con frecuencia los siervos de Dios. Como ésta, en profundidad insospe­chada, solamente uno: El Señor Jesús. Los evangelistas recogen de su boca el estribillo del salmo en el momento de su muerte; también aparecen cum­plidos algunos versículos en la ejecución en la cruz. Pensemos, pues, en Jesús; él desborda el salmo, en dolor, abandono y esperanza. Unámonos a él, a todo justo, que en el cumplimiento de la voluntad de Dios pasa por trance seme­jante.

Dios, el Padre, dejó paradójicamente morir a su Hijo; pero lo resucitó al tercer día. La oración fue escuchada, como comenta la carta a los hebreos, por su« reverencia»

2.3.Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 25 6-11

Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

En una carta -Pablo a los Filipenses-, una recomendación entrañable; y en la recomendación entrañable- «manteneos unidos»-, la motivación más cordial y personal del apóstol: Cristo Jesús. Es toda nuestra lectura. Y es toda una pieza. Pieza, que, según la crítica más aceptada, se remonta a los albores de la comunidad cristiana, a unos años, quizás, antes de Pablo. Se le suele caracterizar como himno. Pero hay que advertir que, sin dejar de serlo, el pasaje admite otras denominaciones, secundarias quizás, pero simultáneas, que la colocan en su debido puesto: fórmula de fe, catequesis… Debemos mantener viva la alabanza, recordar piadosamente el misterio y profesar confiados nuestra fe. Los autores distinguen estrofas. No nos vamos a enzarzar en la polémica de su diferenciación y número. Vamos a seguir tan sólo el pensamiento de tan preciosa profesión de fe, el movimiento de tan justificada alabanza y la estructura básica de tan profundo misterio.

El himno lleva, en el contexto actual de la carta, un movimiento de exhor­tación. No lo perdamos de vista, pues nos conviene aprender- catequesis- y nos interesa dejarnos mover- parenesis. El ejemplo es Cristo; el cristiano ha de acercarse a él para conocer y vivir su propio misterio.

En cuanto al himno mismo, podemos proceder a su inteligencia, apoyán­donos en los contrastes. Y el primero que se nos ofrece es el llamado de la «kénosis» o anonadamiento. Jesús, en efecto, siendo de condición divina, no ambicionó conducirse, al venir a este mundo, a la manera que como a ser di­vino correspondía. Todo lo contrario, se despojó de sí mismo totalmente: res­pecto a Dios en obediencia absoluta y respecto a los hombres, llevando por amor, la condición de hombre débil, hasta el extremo de morir, como siervo, en una cruz: condenado como malhechor y blasfemo -¡él, que era Hijo de Dios!; por odio y envidia- ¡él, que era la misma misericordia!; por propios y extraños -¡él, que no se avergonzó de llamarnos hermanos!; impotente y en­tre criminales -¡él, que era poderoso y justo por excelencia!; abandonado de Dios -¡él, que era «Dios con nosotros!» ¿Quién no recuerda, como falsilla teo­lógica inspirada, el canto cuarto del Siervo de Yahvé?

El segundo contraste, que se origina y enraíza en el primero, como carne de su carne, es: Dios lo exaltó y le dio un «Nombre-sobre-todo-nombre». Un Nombre divino: el de ¡Kyrios! Jesús, como hombre, por encima de toda la creación, unido al Padre en poder y majestad. ¿Qué otro Nombre podía ser éste que el de Dios? Por eso todos deben postrarse ante él: en el cielo, en la tierra y en el abismo, y proclamar: «¡Jesucristo es el Señor!» Y ello, como lo señala el himno «por» haberse humillado hasta la muerte en cruz. Pablo nos invita a imitar al Señor; también, a alabarlo, bendecirlo y adorarlo. Es el papel que desempeña el himno en la liturgia. Acerquémonos, pues, piadosa­mente, y bendigamos, alabemos y adoremos al Señor.

2.4. Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 15, 1-39

C. Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes, con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, se reunieron, y, atando a jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato.

Pilato le preguntó:
S. – «¿Eres tú el rey de los judíos?»
C. Él respondió:
– «Tú lo dices.»
C. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas.
Pilato le preguntó de nuevo:
S. – «¿No contestas nada? Mira cuántos cargos presentan contra ti.»
C. Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba muy extrañado.
Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a pedir el indulto de costumbre.
Pilato les contestó:
S. -«¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?»
C. Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia.
Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás.
Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó:
S. -«¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?»
C. Ellos gritaron de nuevo:
S. – «¡Crucificalo!»
C. Pilato les dijo:
S. – «Pues ¿qué mal ha hecho?»
C. Ellos gritaron más fuerte:
S. – «¡Crucificalo!»
C. Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.

C. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio – al pretorio- y reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo:
S. – «¡Salve, rey de los judíos!»
C. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él.
Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo.
Llevaron a Jesús al Gólgota y lo crucificaron.
C. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz.
Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofrecieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno.
Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos.» Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: «Lo consideraron como un malhechor.»

C. Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo:
S. -«¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.»
C. Los sumos sacerdotes con los escribas se burlaban también de él, diciendo:
S. – «A otros ha salvado, y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.»
C. También los que estaban crucificados con él lo insultaban.

C. Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y, a la media tarde, jesús clamó con voz potente:
-«Eloí, Eloí, lamá sabaktaní.»
C. Que significa:
-«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
C. Algunos de los presentes, al oírlo, decían:
S. – «Mira, está llamando a Elías.»
C. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo:
S. – «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo.»
C. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró.

C. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.  El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo:
S. -«Realmente este hombre era Hijo de Dios.»

Son relatos y son Evangelio. Como Evangelio, Buena Nueva: proclama­ción salvífica de la salvífica acción de Dios. Como relatos, composición litera­ria de características peculiares: una serie de pequeñas escenas-unidades de notable largura y de excepcional trabazón entre sí. Destacan, por cierto, en ambos aspectos, del resto del evangelio. Vienen a ser un relato uno, aun den­tro de los respectivos evangelistas, por más que uno deseara encontrar en ellos, o más detalle o más precisión, o ambas cosas a la vez, en algún mo­mento. Quedan así indicados los problemas que pueden surgir, ya dentro de un mismo relato, ya en el cotejo de un evangelista con otro: lagunas, despla­zamientos de lugar…

No son, pues, crónica o retrato preciso de un acontecimiento; ni pueden serlo en realidad. Con todo, se parecen mucho a ello. Son el acontecimiento, sí; pero, animados los relatos y coloreados por la reflexión y el afecto: de gran objetividad y de entrañable devoción: devoción, porque son la Pasión del Señor. Y objetivos, por la misma razón. El acontecimiento ha fundado la fe y la fe, devota, se ha volcado sobre el acontecimiento. Sorprenden su ex­tensión y detalle, habida cuenta, en consideración neutra, del acontecimiento que narran: la horrorosa y horrible muerte de Cristo en la Cruz. ¿No hu­biera sido mejor olvidarlos, después de la experiencia de la gloriosa resu­rrección, con la que, al parecer, nos guardan en común? Pues no. Los relatos parten de testigos oculares y se han mantenido y mantienen vivos en el ám­bito eclesial, especialmente litúrgico, de todos los tiempos. Es la Pasión del Señor. Y sabemos que la Pasión del Señor no es algo que pueda olvidarse como una pesadilla o pasarse por alto como un escollo, sino que es, nada más y nada menos, el relato de los acontecimientos reveladores de la Salvación de Dios: el gran combate de la luz contra las tinieblas y la estrepitosa victoria de Dios sobre el diablo, en su propio terreno, del amor sobre el odio, de la vida sobre la muerte. La muerte. La muerte mordió su propia entraña, el odio quemó sus enconadas iras, el demonio perdió su do­minio y las tinieblas huyeron despavoridas. Y las armas singulares en ver­dad, la muerte en cruz de Jesús.

Con esto queda abierta la inteligencia como Buena Nueva. Estos relatos anuncian, proclaman, revelan la salvación de Dios en su siervo Jesús. Y también lo celebran -aspecto litúrgico- y la presentan como objeto de con­templación y veneración -misterio de Dios y su obra-. En ellos nos acercamos a Dios y Dios se acerca a nosotros. Y el acercamiento es, naturalmente, sal­vífico: la Pasión del Señor, dispuesta por Dios, para salvarnos a nosotros, pecadores. Es su sentido y verdad fundamental. En torno a ellos, y enrique­ciéndolos, múltiples verdades parciales de la gran verdad que desprenden de los relatos como totalidad unitaria y unidad total.

Por eso, tanto la comunidad -acto litúrgico- como el individuo -relación personal con el Señor- han de moverse en dirección teologal: fe, esperanza y caridad. Y es que, al fondo, está Dios: Dios salvador del mundo a través de la muerte de si Hijo. Fe en su amor, esperanza en su perdón y benevolencia, y afecto entrañable a su persona. Su dolor físico y moral, su soledad y aban­dono; su voluntad de sumisión y su obediencia extrema; su abrumador silen­cio y sus divinas palabras… Por nuestros pecados; por mis pecados… Las escenas, todas ellas reveladoras del misterio de Dios y de nuestro misterio: la Ultima Cena, la Eucaristía… La traición de Judas -¿nunca lo he traicio­nado yo?-, la negación de Pedro -¿nunca lo he negado yo?-, la oración en Get­semaní, los falsos acusadores, los gritos del populacho, la envidia de las au­toridades, la debilidad de Pilato, las mujeres… Y, sobre todo, el mismo acontecimiento: ¿es posible que aquel hombre, Hijo Unigénito de Dios, muriera así? El misterio del pecado enfrentado con el misterio del amor de Dios. Uno tiembla, se conmueve, llora, pide perdón y alaba. Pues temblemos de emoción, lloremos por nuestros pecados y alabemos a Dios por Gracia: es la Pasión y Muerte del Señor.

A pesar de ser uno, en el fondo, el relato de la Pasión, son cuatro, tres para esta celebración, los evangelistas que lo encuadran en sus respectivos evangelios. Por supuesto, que nos ofrecen, al tomarlo de la tradición consa­grada de la Iglesia, su propia impronta, su huella, su visión ligeramente eclesial-personal del acontecimiento, que, lejos de desfigurar los hechos, lo enriquecen. A Juan lo relegamos para la celebración del Viernes Santo. Los otros tres quedan para hoy, según la división en ciclos. Podemos comenzar con Marcos, considerado por los estudiosos como el primero y más cercano al relato tradicional. Señalemos lo más llamativo. Las anotaciones, con todo, no eximen de la lectura atenta, personal y afectuosa de todo su relato. Lo mismo, respecto a los otros evangelistas.

Los autores subrayan el carácter «kerigmático» del evangelio de Marcos, concretamente, en el relato de la Pasión. Marcos proclama el plan de salva­ción de Dios. Y lo proclama con peculiar rudeza y objetividad; sin paliativos, ni explicaciones atenuantes, ni pulimiento de artistas. Marcos ama el con­traste desnudo y la paradoja desconcertante. No teme herir la sensibilidad; antes bien, parece que lo intenta: el escándalo de la cruz. Es como quien corta el madero a hachazos, sin cuidarse de suavizar los cantos, de endere­zar las líneas o de lijar los nudos, y levanta con él la cruz del Señor. He aquí, como Cristo despojado de sus ropas, el misterio de la muerte del Hijo de Dios que nos salva. Ante él, se desnuda la fe y se postra el corazón. Esta misma despreocupación de arreglo alguno abre el campo a cierta viveza en el lenguaje y a cierta improvisación. Esto último, debido, quizás, a la tradi­ción oral mantenida por Pedro. Los versículos 43-52 del cap. 14 -comenzamos por el Prendimiento de Jesús- ofrecen un claro ejemplo de lo que acabamos de decir. Estilo brusco y directo: la venida, casi de improviso, de Judas, su beso al Maestro, la escapada, la huída de los discípulos… Nada de Jesús a Judas, nada, tampoco, al que saca la espada y nada al siervo herido por ella. Desconcertante. Tan sólo, y por ello desconcierta más, las palabras de Jesús «Como a un ladrón habéis venido a apresarme… » y la escueta y des­teñida mención de la escritura. Y el rasgo pintoresco del joven que le seguía envuelto en una sábana. Cuesta a uno sobreponerse del impacto: breve, di­recto y desnudo como el muchacho que huye despojado de su envoltura.

Los versículos 53-72 –El proceso de Jesús ante el Sanedrín- ofrece nuevas consideraciones en esa línea. Continúa el contraste y el desconcierto. En cuanto a las personas que intervienen podemos notar: a las autoridades, dispuestas sin más a enviarlo a la muerte -¿eso es autoridad?-; para ese fin, la búsqueda de testigos falsos y, tras encontrarlos, la ineficacia de su come­tido: ¡no se ponen de acuerdo! Con ellos, a su manera, podemos distinguir a Pedro. De hecho es nombrado inmediatamente después de las Autoridades, deseosas de condenarlo, y de los que maltratan a Jesús, versillo 54 y 66, respectivamente. Parece que Pedro, esta es la paradoja, es uno más de los que injurian a Jesús, ¡y es su discípulo primero!

El centro, con todo, del pasaje, por la brevedad también y el peso, van los versículos 60-64. Jesús debe morir, y no se encuentra causa. Obligado a mani­festarse, su confesión y sinceridad precipitan la condena, y a la máxima re­velación de la más alta dignidad responden, por contraste, la más vil con­dena y defraudante trato. Podríamos titular el cuadro el cuadro como «la dignidad mesiánica de Jesús y los malos tratos». La nota de vivacidad y pin­toresca -testigo ocular- la dan, además del detalle sobre los falsos testigos de que no se ponían de acuerdo, los pormenores de la negación de Pedro: desta­can el juramento y el llanto. Sobre las palabras de Jesús al sumo sacerdote volveré más tarde, al tratar de introducirnos en el misterio de la persona de Jesús: su muerte en el Calvario.

Los versículos 1-20 del capítulo 15 presentan el Proceso romano de Jesús. Breve, conciso, esquemático. Pilato pregunta, ex abrupto, «¿Eres tú el rey de los judíos?» y Jesús, sin mayor explicación o detenimiento del evangelista, responde: «Tú lo has dicho». Proceso, pues, del «Rey de los judíos». El título aparece tres veces en tan pocos versículos. Impresiona el silencio de Jesús. Hasta Pilato se admira; nosotros también. La comparación con Barrabás pone de relieve la inocencia de Jesús, y la decisión de Pilato de condenarlo a muerte, por los gritos del pueblo, su miserable debilidad. Los malos tratos y burlas de los soldados, relatados con crudeza y brevedad, contrastan con el título de rey de los judíos que aparece en su boca: ¿así se trata a un rey? ¡Nuestro Rey entre malhechores!

Los versículos 21-41 nos conducen al centro del acontecimiento misterio; Crucifixión y Muerte de Jesús. Es la ejecución del veredicto romano; total­mente injusta como él. Señalemos, para empezar, la nota pintoresca del Ci­reneo con los nombres de sus dos hijos, Alejandro y Rufo. Son testigos ocula­res los que están al fondo del relato. La siguiente escena, la Crucifixión, evoca, de alguna manera, el proceso ante Pilato: en el centro el título «Rey de los Judíos» y la ejecución -cuatro veces el término «crucificar». Jesús, Rey de los Judíos, muere en la cruz, entre ladrones. ¿Cabe mayor contraste?. Desnudo por completo, en un suplicio horroroso. Terrible.

La siguiente escena evoca el Proceso ante los judíos. El primer grupo de transeuntes recuerda a los testigos falsos: repiten la acusación, con el agra­vante de blasfemia y burla: «¡Yaya! Tú que destruyes el templo de Dios y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo bajando de la cruz». Un segundo grupo, sumos sacerdotes y escribas, reavivan la sentencia sobre Jesús por su declaración mesiánica, anteriormente habida: «Salvó a otros y no puede salvarse a sí mismo. El Mesías, el rey de Israel, que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos». Naturalmente, entre gracias y burlas. Pero no era ese su mesianismo; todo lo contrario, morir por nosotros en la cruz. El evangelista no lo explica; deja correr los acontecimientos. (Sólo al final, en boca del centurión – ¡un pagano!- aparecerá la filiación divina como revela­ción del misterio). La fe debe cubrir al desnudo, sostener al crucificado y adorarlo como Rey.

Pero son los versículos inmediatamente siguientes los que nos introducen más en el misterio. El relato corre, otra vez, negro y desnudo: las tinieblas desde la hora sexta hasta la nona; la voz de Jesús con palabras del salmo 22- «Dios mío, ¿por qué me has abandonado? – el gran grito y la muerte; la ruptura del velo del templo y la confesión del centurión: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios». Como testigos mudos, pero testigos figuras en aquellas inesperadas tinieblas prepara la resurrección. Serán ellas las pri­meras que sepan del Resucitado. La sepultura de Jesús va también en esa dirección: la tumba certifica la muerte de Jesús y será, una vez vacía, la boca abierta que anuncie a todos los siglos la Resurrección de Jesús. Nadie la podrá cerrar jamás. El Crucificado la ha abierto para siempre.

Reflexión:

Podemos señalar algunos temas teológicos. Comencemos por las palabras de Jesús en respuesta a las del sumo sacerdote «Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios»: «Tú lo has dicho; en ver­dad os digo que desde ahora podréis ver al Hijo del hombre sentado a la de­recha del Padre y venir sobre las nubes del cielo». El eco solemne de esta manifestación la encontramos en boca del centurión: «verdaderamente éste era Hijo de Dios». Apuntemos para la primera manifestación -respuesta de Jesús al sacerdote- la conjunción de las tradiciones «mesiánica» y «apocalíptica» en la persona de Jesús: Jesús, el Mesías-Rey descendiente de David, salvador del pueblo, y Jesús, el Hijo del hombre, ser celeste y supe­rior, anunciado por Daniel. El título de Hijo de Dios, que algún evangelista pone en este momento, está en alto: el hijo de David, rey, es el Rey Ungido por Dios, perteneciente a la esfera divina, hijo de Dios en sen­tido propio. El venir sobre las nubes, en efecto, lo asimila a Dios; ¿quién otro que Dios puede venir sobre las nubes? De esta forma se precisa y explícita también la naturaleza de su trono: a la derecha de Dios en las alturas, en el trono de Dios.

A estas tradiciones debemos añadir otra, la más chocante quizás, ava­lada por el acontecimiento-cumplimiento en Jesús de las Sagradas Escritu­ras- y será: Jesús, el Siervo Paciente de Yahvé. Todas ellas redondean el misterio, al mismo tiempo que se integran plenamente entre sí.

Jesús es el Mesías de Dios; pero su mesianismo, sin dejar de ser real, se lleva a cabo mediante el sufrimiento. La carta a los Hebreos comentará que Jesús «fue perfeccionado por el sufrimiento». Jesús es el Siervo de Dios; pero su servicio redundó en beneficio de todos. Fue «disposición de Dios, comenta así mismo otra vez la carta a los hebreos, que gustara la muerte en favor de todos». Un triunfo a través de la pasión – que lo recalca Jesús, en Lucas, a los discípulos de Emaús – y una pasión que llevó adelante el que era «Hijo». Este último término nos descubre la identidad del sujeto que sobrellevaba el peso de las injurias, abandono y muerte, y despertó en la resurrección : Jesús el Hijo de Dios; muerto, pero vivo; juzgado, pero juez, humillado, pero exaltado; siervo, pero Rey. Confesemos, pues, valiente y devotamente, como lo hace la carta a los filipenses, que Jesús es nuestro Señor, Rey e Hijo de Dios, muerto por nosotros, pero glorificado para siempre y constituido causa de eterna salvación.

Otro elemento singular es el tema del «templo». Dos veces aparece la acu­sación; -en el proceso judío y ya clavado en la cruz- de querer Jesús destruir el templo y levantar otro no hecho de manos humanas. El evangelio la llama acusación falsa. Pero no lo es tanto, si tenemos en cuenta el desarrollo de la Pasión. Jesús acaba, de hecho, con la Economía Antigua y comienza la Nueva. El Templo nuevo será él. Juan lo afirmará expresamente en 2, 20-22 y Pablo lo insinuará suficientemente al decir que «habita en él la plenitud de la divinidad corporalmente». Es pues la Tienda más amplia y más perfecta, no hecha por manos hu­manas, dará a entender la carta a los Hebreos, es su Cuerpo Glorioso (9, 11ss). El detalle de la ruptura del velo al momento de morir Jesús favorece esta interpretación.

El tema del Templo nuevo, aquí brevemente esbozado, abre la perspec­tiva hacia la Iglesia, Templo de Dios y Cuerpo de Cristo. Es su Reino y su Pueblo. ¿Y no fue de su costado, abierto por la lanza – estamos ya en Juan -, de donde, según los Padres, nació la Iglesia, Esposa del Señor? Iglesia so­mos, y no podemos menos de vernos integrados en la Pasión y Resurrección del Señor.

3.      Oración final:

 

 “Dios todopoderoso y eterno,  tú quisiste que nuestro Salvador se hiciese hombre  y muriese en la cruz,  para mostrar al género humano  el ejemplo de una vida sumisa a tu voluntad;  concédenos que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio y que un día participemos en su gloriosa resurrección” Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

Pueden encontrar algunos de los cantos propios de Domingo de Ramos y Triduo Pascual en esta página.

Domingo 5 de Cuaresma – Ciclo B

DOMINGO QUINTO DE CUARESMA CICLO B

 

Hoy resuena el grito esperado de Jesús: «Ya ha llegado la hora.» Sí, ha llegado la hora, y estamos viviendo en ella, en que la antigua alianza cede el paso a la nueva, la alianza por la sangre de Cristo.

En esta nueva alianza vivimos hoy los cristianos. Pero, ¿en qué consiste realmente? ¿Cuál es su esencia? ¿En qué se distingue de la antigua? Para que todo no quede en buenas palabras, una vez más la liturgia nos urge a una profunda reflexión a partir de los textos bíblicos, para que la realidad de la alianza sea lo mismo que fue para Cristo: filial obediencia al Padre y generosa ofrenda por la liberación de los hombres.

  1. 1.      Oración

 

Dios Padre Nuestro, te pedimos que nos mantengas nuestra fe, nuestra caridad, y sobre todo nuestra esperanza, para que nos comprometamos crecientemente en hacer crecer la vida, aunque para ello debamos entregar la nuestra cada día. Que con ello podamos acelerar la llegada de tu Reino de Justicia, Paz y Solidaridad. Te lo pedimos en nombre de Jesucristo nuestro hermano mayor. Amén.

 

  1. 2.      Lecturas y comentario:

2.1.Lectura del profeta Jeremías 31,31-34

 

«Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la alianza que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor -oráculo del Señor-. Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días -oráculo del Señor-: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: «Reconoce al Señor.» Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande -oráculo del Señor-, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados.»

 

Jeremías, el profeta del dolor y de la ruina, de la devastación y del desas­tre, es también el profeta de la esperanza. Su misión no se limitó a conminar a su pueblo pecador con el desencadenamiento de la ira divina. En aquella misma mano que esparcía amarguras y muerte se advirtió, para el futuro, un designio salvífico irrevocable. La ira de Dios no dura para siempre; el castigo no es su última palabra: habrá un perdón. El texto revela la volun­tad salvadora de Dios. Se anuncia un gran cambio.

La experiencia secular de Israel ha llevado al convencimiento de que la alianza antigua, sin dejar de ser una cosa buena, no ha conducido práctica­mente, por falta de una correspondencia humana adecuada, a la estrecha unión con Dios. Podemos hacer desfilar por la mente reyes «pecadores», pue­blo de dura cerviz, idolatría, injusticia, olvida de Dios. El pueblo no ha mejo­rado. Desde que salió de Egipto hasta los días del profeta, unos y otros, el pueblo en su conjunto no sigue a su Dios. Buena era la alianza, pero era dé­bil el hombre; el culto, auténtico pero miserable el hombre; Dios fiel pero el hombre olvidadizo. Dios ha dispuesto por pura misericordia, advierte a Je­remías, cambiar la situación: una Alianza Nueva, más eficaz que la primera. Dios va a tocar el corazón del hombre. Lo va a modelar a su voluntad; lo hará sensible a sus toques, irresistible a su amor. Jeremías pone de relieve, como característico el elemento subjetivo humano. Precisamente lo que le faltaba a la Economía antigua. La visión, con todo, es parcial. Veamos las características más salientes. Es una Alianza Nueva. Tomemos el título en sentido propio y riguroso. No se trata de una repetición o una renovación de la ya existente. Algo así como la renovación de la Alianza en tiempos de Josué, Nehemías… Jeremías es el único que emplea el término «nueva» y da a en­tender una realidad enteramente nueva. La comparación, como contraste, con la alianza del Sinaí, deja bien en claro el pensamiento del profeta. Alianza nueva significa unión con Dios «nueva». Unión de inteligencia, de co­razón y de acción. La antigua no llegó a tanto; ésta sí. El pueblo será pueblo de Dios no por una designación externa, sino por una comunicación interna transformante de Dios (del Espíritu). La fórmula -«Yo seré su Dios y el será mi pueblo» llegará al corazón del hombre. Dios cambiará el corazón, sede de la vida espiritual del hombre, a su «gusto», a su querer y voluntad. Tornará la entraña del pueblo capaz de ver, querer y sentir como él. Así movido e imbuido de Dios, «conocerá» a Dios: le seguirá fielmente. Pasarán de «pecadores» a santos; se «duros» a fieles. Profunda santificación y purifica­ción del hombre. El profeta subraya como abundante la deficiencia de la alianza antigua: conocimiento de Dios. Esta realidad la alcanzará el hombre en el Don de Cristo: el Espíritu Santo. Hebreos 8, 8-12 y Pablo recuerdan las palabras del profeta cumplidas en la obra de Cristo. Es de notar la profunda religiosidad del pasaje. No se prometen riquezas, no glorias, ni honores. Se anuncia y promete como don supremo la unión íntima con Dios. Y eso lo al­canzamos en Cristo.

 

2.2.Salmo responsorial: 50

 

Oh Dios, crea en mí un corazón puro.

 

Misericordia, Dios mío, por tu bondad, / por tu inmensa compasión borra mi culpa; / lava del todo mi delito, / limpia mi pecado. R.

 

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, / renuévame por dentro con espíritu firme; / no me arrojes lejos de tu rostro, / no me quites tu santo espíritu. R.

 

Devuélveme la alegría de tu salvación, / afiánzame con espíritu generoso: / enseñaré a los malvados tus caminos, / los pecadores volverán a ti. R.

 

El gran salmo y la gran súplica. Y grande el primero porque grande y profunda la segunda. Y profunda y admirable ésta por de­jar al descubierto en toda su pequeñez y amplitud, el alma enferma y peca­dora del hombre y su sed insoportable de encontrar curación y descanso en Dios. Es doloroso cuando se quiebra el cuerpo; indecible, cuando es el espí­ritu. Un espíritu quebrantado no encuentra desprecio. Un corazón que nece­sita respirar y se ahoga; un espíritu que quiere volar y no arranca… Lim­pia, borra, lava… Renueva, crea… Una súplica intensa y continua. El estri­billo da la pauta. No solamente el perdón. Con el perdón una creación nueva: un corazón nuevo. Una nueva forma de ser que lo incline e incruste para siempre en el querer y sentir de Dios. Dios puede hacerlo. Dios quiere ha­cerlo. Pidámoslo con humildad y constancia. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

2.3.Lectura de la carta a los Hebreos 5,7-9

 

Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando es su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.

 

Cristo, hijo de Dios, Rey, Señor, Hermano de los hombres… es el Sumo Sacerdote. Con él y en él ha comenzado la nueva Economía, superior en todo punto a la An­tigua superior la víctima, superior el sacri­ficio, superior el efecto. El hombre no llega a Dios, a su Santo Templo, sino en Cristo, Sacerdote y Señor. La exigencia para el hombre, de tal intervención de Dios es única y total. La carta se encargará de recordarlo en cada momento. Unos versículos arriba, muy próximos al texto lo han intentado con las siguientes palabras: «Acerquémonos… al trono de la gracia, para que obtengamos misericor­dia…» (4, 16).

El capítulo 5 no tiene otra misión en su parte doctrinal (1-10), que expo­ner el misterio más detalladamente. Jesús es el pontífice fiel y misericor­dioso. Se establece la definición-descripción de «sacerdocio» y se aplica a Cristo. Ahí se encuentran nuestras líneas. El sacerdote, mediador entre Dios y los hombres, debe estar revestido para con sus representados de compren­sión y misericordia. Y nadie mejor que quien ha experimentado la necesidad. Jesús «experimentó» la «prueba», el acoso del enemigo y la debilidad de la condición humana. Recordémoslo en el huerto de Getsemaní, orando con in­tensidad asombrosa; recordemos sus voces, sus ruegos, su sudor, el llanto y las lagrimas; recordemos el suplicio de la cruz, su oración al Padre, su per­dón a todos … Jesús (era sacerdote) presentó oraciones y súplicas. Y fue es­cuchado: Dios intervino. E intervino de forma sorprendente. Jesús pasó por la muerte, sintió y vivió sus horrores, pero Dios lo levantó al tercer día. He ahí la eficacia de su acción sacerdotal. Dios lo libró de la Muerte para siem­pre y lo constituyó Señor de la Vida. Quedarán en él para siempre las hue­llas de su «obediencia»: muerte en cruz. Misterio profundo que no se deja comprender totalmente, pero sí gustar y saborear en la contemplación. Era Hijo y ¡aprendió a obedecer! La obediencia -«sacerdote fiel»- lo «perfeccionó»: lo constituyó Sacerdote-Autor de la salvación. A través de su muerte -obediencia a Dios y amor a los hermanos- ha sido exaltado: ha sido -en cuanto hombre- transformado. Ha sido colocado al frente de la humanidad: salvador e intermediario único y perfecto: Sumo Sacerdote. La obediencia lo encumbró a ese puesto; la obediencia lo «capacitó» para comprendernos amarnos y salvarnos; la obediencia por tanto, es el requisito imprescindible para alcanzar en él a Dios. El misterio de la pasión del Señor -al fondo de la Encarnación- en su función salvadora con términos cultuales.

 

2.4.Lectura del santo Evangelio según san Juan 12,20-33

 

En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús.» Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.

Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.» Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.» La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.» Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

 

Estamos al cabo de la vida pública de Jesús. Final de la primera parte del evangelio. Término del «libro de los signos». Jesús, luz del mundo, ha tra­bajado por disipar las tinieblas; Verdad divina, ha combatido la mentira; Vida, se ha encarnado con la muerte; el Hijo, ha revelado al Padre. Se acerca el momento supremo: La hora de su glorificación: misterio profundo de piedad y de amor. La presencia de los gentiles hace la escena un tanto simpática, dentro del dramatismo que le caracteriza. La hora de Jesús en­globa a todo el mundo y a la divinidad, Su glorificación alcanza a todas las gentes. Muerte de Jesús: realidad trascendente.

El cuadro comienza de forma festiva. Se perfila próxima la «fiesta». La Fiesta no puede ser otra cosa que la Pascua. Gran fiesta la Pascua, en la que se «recordaba» la salvación pasada y se anunciaba la futura salud. La muerte de Jesús -morirá al comienzo de la Fiesta- hará de la fiesta fiesta y de la pascua pascua: la gran Fiesta de Dios salvador. La Iglesia celebra como fiesta y pascua la muerte del Señor. Dios operó en ella la salvación.

 

En la Fiesta, los gentiles quieren ver a Jesús. Los gentiles, extraños a la fiesta, participan de la fiesta. Jesús anuncia para ellos la gran manifesta­ción de la gloria del Señor. Dios va a pasar delante de ellos envolviéndolos de su resplandor. Quieren ver. Ver a Jesús. Y Jesús se dejara ver: todas las miradas convergerán en él. La Cruz será de ahora en adelante, el punto de encuentro de Dios y los hombres y de los hombres entre sí. Los gentiles en virtud de la muerte de Cristo, celebrarán la pascua, viendo a Jesús, en­vuelto en la gloria de Dios. Es la fiesta de todos.

Jesús va a morir. Y va a morir en Cruz. Va a morir «elevado». La muerte de Jesús es una elevación. La elevación, una exaltación. La exaltación, una glorificación. Jesús, en su muerte, va a ser elevado, exaltado, glorificado. Glorificación de Jesús y glorificación del Padre. Dios se manifiesta comuni­cado sin reservas al Hijo; el Hijo acoge la presencia gloriosa del Padre y la extiende a toda la criatura. Jesús muere en obediencia al Padre. Y el Padre acoge aquella muerte en su honor y la convierte en Resurrección gloriosa. Muere el grano y se multiplican las espigas. El Padre glorifica al Hijo y el Hijo glorifica al Padre. Y el padre acoge aquella muerte en su honor y la convierte en Resurrección gloriosa. Muere el grano y se multiplican las es­pigas. El padre glorifica al Hijo y el Hijo glorifica al Padre. Y en esta mara­villosa glorificación encuentran los hombres que se arriman al misterio, la propia y excelsa glorificación encuentran los hombres que se arriman al misterio, la propia y excelsa glorificación. Es la hora de Jesús. Para eso ha venido, y a ello camina con toda decisión. Son sus palabras. Es la voz de lo alto.

 

La muerte de Jesús, glorificación de Dios, es un triunfo sobre el príncipe de este mundo. Un triunfo soberano. El mundo, que creía triunfar dando muerte el Justo, sucumbe paradójicamente bajo su propio intento. El prín­cipe del mal, que se ufanaba de su «principado» condenado al hombre de Dios, es machacado vivo por la justicia de Dios en Cristo-Hombre. La Cruz, expresión y signo de ignominia, destrucción y muerte, irradia luz, mana vida y dispensa salvación. La muerte de Jesús da poder a Jesús para arro­par en sí a todos los que se adhieren a él: la salvación y la vida.

Jesús anuncia su Hora. Hora para la que ha venido. Hora de su muerte, que es elevación, que es participación perfecta y profunda de la voluntad del Padre, que es posesión de su gloria. El Padre glorifica al Hijo y el Hijo de­vuelve la gloria al Padre, pasando por todos aquellos que como él odian el mundo y acceden a Dios. El poder hacerlo es ya expresión y efecto de su glo­rificación. Es la Gran Fiesta del Señor.

 

Reflexión:

 

Celebración de los misterios pascuales. Celebración es meditación, es re­flexión, es contemplación. Es también acción de gracias, adoración, alabanza y petición. La persona entera se vierte, gozosa y sentida, en los misterios del Señor. Porque en ellos, como misterio, encontramos nuestra salvación. Cristo en el centro:

 

Glorificación. Aparece en primer plano en el evangelio. Jesús va a ser glorificado por el Padre. la glorificación es la comunicación de la gloria del Padre. La gloria de Dios es Dios mismo. Dios mismo se comunica de forma indecible a la humanidad del Hijo. Dios mismo opera en Jesús. Y la opera­ción, como era de esperar, es algo tan grandioso que supera nuestras cate­gorías. Podemos pensar en una nueva creación. Jesús acepta la voluntad del Padre; asume la gloria del Padre. Y el Padre lo glorifica en sí. La glorifica­ción de Jesús pasa a todos los que le siguen. Es la gran Fiesta de Pascua. Pasa el Señor transformándolo todo. Celebremos la Fiesta con devoción y afecto, con acción de gracias e exultación.

 

Muerte. La muerte es concretamente el momento de la acción maravillosa de Dios en Jesús. Jesús «obedece» y muere. Jesús «ama» y muere. Y la muerte es muerte de Cruz. Y la muerte de Cruz es elevación. Y la elevación es vida -grano de trigo- y atracción. El hombre que se deja «glorificar» en Je­sús, seguirá los mismos pasos: obediencia y amor hasta la muerte.

 

Triunfo. La muerte-glorificación de Jesús es un triunfo sobre el demonio y el mundo. Y es triunfo personal y colectivo. Es ya triunfo dar el poder de triunfo a los demás. Y triunfo es aceptar y secundar la «glorificación» en sí: capaces de dar la vida en obediencia a Dios y en amor a los hermanos. Como triunfo, fiesta. Y como fiesta, la gran Fiesta de Dios y del hombre. Jesús es Dios y hombre.

 

La primera lectura y el salmo responsorial, declaran la renovación del hombre en el Pacto de dios en Cristo. Renovación de alma y cuerpo; de en­trañas y corazón. El hombre, «glorificado», puede amar con el amor de Dios, sentir con el sentir de Dios, ver y entender como Dios ve y entiende. Es el hombre nuevo a la altura de Dios. Jesús ha realizado el maravilloso trueque. La convivencia con Dios es real. En misterio ahora; en claridad después.

La segunda lectura se alinea con el evangelio en el misterio de Cristo que muere y es glorificado: Jesús Sumo Sacerdote. Sacerdote que abre el camino a Dios. La muerte lo acerca a nosotros y nos acerca a Dios. La obediencia de Jesús y su aprendizaje en la debilidad humana, lo hizo «experimentado» para interceder por nosotros con toda eficacia y validez. La muerte de Je­sús, expresión de su Sacerdocio y camino para llegar a Dios.

 

Dios Todo-bondadoso: en Jesús nuestro hermano mayor vemos realizado el ejemplo del grano de trigo que se entregó a sí mismo y supo dar la vida por amor. A nosotros que nos confesamos seguidores de su misma actitud ante la vida, ayúdanos a reproducir en nuestra existencia su entrega generosa, creadora de vida y de fecundidad. Por el mismo Jesucristo nuestro hermano mayor. Amén.

 

 

Domingo 4 de Cuaresma – Ciclo B

DOMINGO CUARTO DE CUARESMA (CICLO B)

Dios es rico en misericordia, escribe san Pablo. En el Antiguo Testamento, Dios mostró esta misericordia a un pueblo infiel: le perdonó sus faltas y los trajo de vuelta a la tierra cuando estuvo deportado. Este es el sentido de la primera lectura, tomada del libro de las Crónicas. La bondad y la misericordia de Dios se manifiestan de manera sorprendente en Cristo Jesús. Elevado sobre el madero de la Cruz, Jesús ofrece la vida eterna a lo que creen en Él.

 

1.      Oración comunitaria

Dios «todo-bondadoso», Padre de la Humanidad, que en Jesús has levantado ante el mundo una y muchas señales, para que todos los hombres y mujeres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad: te expresamos nuestro agradecimiento al descubrir que tú actúas a favor de toda la Humanidad y a toda ella la conduces, «por caminos sólo por ti conocidos». Ello nos hace sentirnos llenos de una alegría y una confianza, que para nosotros concretamente se apoyan en Jesucristo, nuestro hermano, predilecto tuyo.

 

 

2.      Lecturas y comentario

2.1.Lectura del segundo libro de las Crónicas 36, 14-16. 19-23

En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio. Los caldeos incendiaron la casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén; pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos hasta la llegada del reino de los persas; para que se cumpliera lo que dijo Dios por boca del profeta jeremías: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta años.» En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la palabra del Señor, por boca de jeremías, movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: «Así habla Ciro, rey de Persia:  «El Señor, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra.
Él me ha encargado que le edifique una casa en Jerusalén, en Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él, y suba!»»

Los libros de las Crónicas vienen a ser como un duplicado de los libros de los Reyes. Pertenecen al género histórico. Historia, naturalmente, antigua y religiosa. Con sus más o menos extensas lagunas, desfilan ante nuestros ojos los hechos más significativos de la historia de Israel bajo la monarquía. Aparecen los dos reinos, el Reino del norte y el Reino del sur. Allí los reyes que han dirigido los destinos de sus respectivos pueblos. Allí sus hazañas, sus buenas y malas obras. Pero sobre todo, allí la mano de Dios que premia y castiga. Las consideraciones del autor interesan en gran manera. Es un hombre religioso e inspirado.

El pasaje es el epílogo de la obra. El autor contempla, en visión retrospec­tiva, la historia de su pueblo. Su mirada se detiene en dos momentos: la ruina sufrida con la destrucción de Jerusalén y la vuelta del desierto. Los dos momentos son iluminadores. Uno cierra, por decirlo así, el pasado y otro abre el futuro. Un fragmento de teología de la historia. Podemos, pues, dis­tinguir dos partes.

Primer tema: la ruina de Judá. Nabucodonosor arrasó la ciudad santa, arrojó en prisión al rey, se incautó de lo mejorcito del reino y deportó lejos del país al pueblo santo de Dios. La fe se quedó tambaleando: las institucio­nes más queridas y sagradas yacían por tierra inculcadas por el invasor. Judá había sido terriblemente castigada (Jr 52). El autor, creyente, consi­dera merecida la catástrofe: infidelidad a Dios. Los dirigentes, en efecto, y con ellos el pueblo todo, obraron el mal a los ojos de Dios: impiedades, injus­ticias, idolatrías… Dios les había venido avisando repetidas veces por sus mensajeros los profetas. Lejos de obedecer, se mofaron de él. Dios intervino, en consecuencia. Dios amaba a su pueblo, y el amor lo llevó a la advertencia. No hay duda que en aquel castigo le dolió la mano.

La paciencia de Dios tiene un límite. Dios no puede ser indiferente al pe­cado. Dios tiene un honor: Dios es Santo. Dios descargó sobre aquel pueblo «irresponsable» su ira. Jeremías fue el encargado de anunciarla. Se le persi­guió; alguien intentó matarlo. ¡Matar la palabra de Dios! Es matar a Dios mismo. Nada ni nadie puede detener su palabra. Y nada ni nadie pudieron dete­ner la indignación divina. La ruina vino al fin. Fue horrible. La posteridad lo recordará temblando. El pueblo había roto el pacto sagrado con su con­ducta; había sido infiel. Por ello llovieron sobre él las maldiciones que ya anunciara el Deuteronomio. La enseñanza es clara: Dios castiga el pecado. La infidelidad a Dios es horrible.

Segundo tema: la vuelta del desierto. Aunque el pueblo se ha mostrado in­fiel a Dios, éste, no obstante, no aparta para siempre su mano salvadora. El plan de salvación sigue adelante. El hombre no podrá romperlo. La bendi­ción de Dios, prometida en Abrahán, descansará sobre los descendientes de aquella generación. El Dios que anuncia el castigo, promulga el perdón. El que llevó al pueblo al destierro, lo trae de nuevo al país. Dios otorga la gra­cia. Nueva ciudad, nuevo templo, nueva nación. La acción de Dios continúa adelante. El pueblo, purificado y «educado», dócil y sumiso, debe seguir de nuevo a su Dios. Dios lo llevará muy lejos. Hasta los confines del mundo. Todo queda como advertencia para el porvenir. Dios es un Dios de espe­ranza y perdón. Pero también el Dios Santo que no transige con el pecado. Dios salva graciosamente. Dos reyes, dos imperios: Nabucodonosor, Ciro. Al fondo, Dios. El destrozo del pueblo Abrahán después de Cristo tuvo una mo­tivación semejante. ¡Cuidado con apartarse de Dios!

 

 

2.2.Salmo responsorial Sal 136, 1-2. 3. 4. 5. 6 (J.: 6a)

Profundamente poético, recuerda el tema de la lectura primera. Babilo­nia, lugar de destierro, por una parte; Sión, lugar de bendición, por otra. Objeto de odio, la primera; objeto de amor, la segunda. Símbolo de ruina, aquélla; expresión de gracia, ésta. Repulsa, una; deseo ardiente, otra. Ol­vido de Dios, Babilonia; amistad con Dios, Sión bendita. ¡Qué asco, la pri­mera! ¡Qué delicia, la segunda! Terrible, vivir lejos de Dios; holgura, estar con él.

Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.

Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras. R/

Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar; nuestros opresores, a divertirlos: «Cantadnos un cantar de Sión.» R/

¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha. R/

Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre mis alegrías.R/

 

 

2.3.Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios 2, 4-10

Hermanos: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo -por pura gracia estáis salvados-, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Así muestra a las edades futuras la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Pues somos obra suya. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él nos asignó para que las practicásemos.

Podríamos colocar como encabezamiento de esta lectura el título: «Dios nos salva graciosamente en Cristo». Efectivamente, la alusión a Cristo en esta obra de salvación es continua. Es de interés considerar el alcance y la modalidad de la salvación. Notamos en el pasaje, además de entusiasmo, cierto aire litúrgico. 1) Dios nos amó. Dios se ha mostrado misericordioso, lleno de gracia y de bondad. Reparte magnánimo los dones de su riqueza. El nos ha hecho. De él es la iniciativa. Y la iniciativa es de amor. 2) La obra de Dios se realiza en Cristo. En él su misericordia, en él su amor, en él sus dones de su riqueza infinita, en él al salvación. El él la nueva creación. En él somos y en él nos movemos. Nada fuera de Cristo. El misterio de Cristo que muere y resucita determina el don de Dios en nosotros. La Obra de Dios es Cristo. 3) Ese don es vida, resurrección, exaltación. Éramos muertos, somos vivos en Cristo. La fe juega un papel muy importante en esta nueva creación. No es obra nuestra, es obra de Dios. No es merecimiento, es obra de Dios en Cristo. A nosotros nos toca proseguir en su Espíritu la obra comenzada. De­bemos practicar las obras buenas que él determinó practicásemos. Como «vivos» en Cristo, debemos vivir de Cristo. Se exige fidelidad y colaboración.

 

2.4.Lectura del santo evangelio según san Juan 3, 14-21

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: – «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»

El pasaje está tomado del diálogo de Jesús con Nicodemo. Ha precedido, aunque breve, una verdadera instrucción sobre el bautismo. Hay que nacer de nuevo; hay que nacer de arriba: hay que nacer del agua y del Espíritu. El bautismo nos confiere una vida nueva: la Vida. Y es en Cristo Jesús. La efi­cacia de los sacramentos brota del Verbo Encarnado, muerto y resucitado por nosotros. El discurso de Jesús tiene un movimiento propio: avanza a modo de espiral. Veamos los asertos más fundamentales. 1) El Hijo del Hombre debe ser «elevado»: para la salvación de los hom­bres. El sentido de la palabra «elevado» es doble, físico y espiritual. Se alude a la muerte en cruz (elevación física), a través de la cual Jesús es glorificado (elevación espiritual). La misma crucifixión es ya glorificación. Es frecuente este modo de ver en Juan. Las particularidades de la vida de Jesús -acontecimientos, palabras, «signos»- revelan el misterio de su persona. 2) Todo obedece a una admirable disposición divina. Disposición que a su vez, nace del gran amor que Dios tiene a los hombres. Dios entrega a su Hijo -¡a su Hijo Único!- para que los hombres tengan «vida», y la tengan en abun­dancia. Jesús no ha venido para juzgar, para condenar,. Jesús ha venido para salvar. El juicio, después, no será otra cosa que la repulsa consciente y recalcitrante del amor que Dios nos ofrece. 3) La salvación, no obstante, puede llegar a todos. La acción de Dios, en sí amorosa y universal, se torna condenación si las disposiciones requeridas no se hallan en el sujeto. Se hace imprescindible la fe: la adhesión total a Je­sús, a su mensaje, a su obra. Deben acompañar las buenas obras. Son ex­presión de la fe. Se trata de una adhesión viva y vital. La infidelidad y la falta de buenas obras acarrean al hombre la condenación. La condenación se la dictamina uno a sí mismo. Quien no cree ya está condenado. Es como de­cir, quien no vive está muerto. 4) Aparece el antinomio, tan de Juan, de LUZ-TINIEBLAS. Dios es la Luz. Jesús es la Luz, que viene a este mundo. Luz son también, por partici­pación, los que a él se arriman y le siguen. Se arriman y le siguen los que creen en él y obran la verdad. El que obra la «verdad» y sigue a la «luz», se hace hijo de la Verdad e hijo de la Luz. La Verdad y la Luz destruyen la mentira y las tinieblas que puede haber en los hombres. Luz y Verdad es la presencia operante y salvífica del Hijo en los hombres: la presencia de Dios a través del Hijo. En él somos «hijos de Dios». Quien no se acerca a Jesús, se encierra en las tinieblas y vive en la mentira. Prefiere obrar al margen de Dios: en contra de Dios. Y obrar al margen de Dios es caer en la muerte. No se acercan a Dios porque obran mal y obran mal porque no se acercan a Dios. Ellos mismos se apartan de la Luz-Verdad-Vida-Jesús-Dios. El encuen­tro con Dios es Cristo. Sin Cristo no llegamos a Dios.

Reflexión

En la oración colecta del día se pide para el pueblo cristiano «una cele­bración digna de las próximas fiestas, con fe viva y entrega generosa». La oración última se dirige a Dios-Luz, pidiendo «tenga a bien iluminar nuestro espíritu con la gracia para que los pensamientos y afectos sean dignos de él». En el prefacio se habla del esplendor de la fe»; del género humano, «peregrino en las tinieblas»; de la «nueva creación»; de «hijos de Dios» en el bautismo. No conviene apartarse de estos temas. La mejor preparación para la celebración de las fiestas será meditar y contemplar el gran misterio de la salvación que las lecturas de hoy nos proponen, con todas sus consecuencias. Por eso:

A) La Elevación. «El Hijo del debe ser elevado, para que todo el que crea en él tenga vida eterna». La Muerte-Exaltación de Jesús es, por una parte, causa de nuestra salvación. Tal acontecimiento es, por otra, expresión del amor de Dios a los hombres. Lo entregó para que tuviéramos vida. Ese es el plan de Dios: que nos salvemos en Cristo. Por ahí van las palabras de Pablo: «Dios… por el gran amor con que nos amó… estando muertos, nos ha hecho vivir con Cristo… nos ha resucitado con Cristo y nos ha sentado en el cielo con él…» La salvación es: a) una «nueva creación», un nuevo nacimiento de arriba (bautismo), vida, resurrección, luz, filiación divina; b) gracia, don, obra del amor de Dios. La salvación viene de arriba por Cristo; nosotros la recibimos en Cristo para gloria de Dios. Al fin y al cabo es la participación de la gloria divina en Cristo Jesús.

B) Valor de la Fe. La salvación se hace realidad en nosotros por la fe en Cristo. Sin la fe no podemos salvarnos. Se trata de la fe viva, acompañada de obras de amor. La segunda y tercera lectura lo pone de relieve. «Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras», declara Pablo. Dios es Luz, Dios es salvación. El que obra perver­samente, huye de la luz, huye de Dios, enseña Juan. Convendrá, por tanto, insistir en la necesidad de la fe viva, es decir, de las obras buenas nacidas de la fe, para conseguir la salvación. Esa será la mejor preparación para las fiestas. Un buen repaso de nuestra conducta cristiana: fe y buenas obras en Cristo Jesús.

C) Juicio-Condenación. El plan de Dios muestra un reverso serio: conde­nación y repulsa por parte de Dios. La primera y la tercera lectura nos lo recuerdan. La luz está reñida con las tinieblas; Dios con el pecado; la vida con la muerte; Jesús con el mal. El que no tiene fe, el que no obra el bien, se halla en las tinieblas, está lejos de Dios, es de Satán. El mismo se condena. Hay que insistir en ello. Como el amor de Dios al hombre es grande, así la responsabilidad de éste hacia aquél.

Dios no es indiferente al pecado. Ni puede serlo: es negación de Dios. Dios lo castiga con severidad. Dios no puede dejar impune el desprecio, consciente y rotundo, a su amor. Dios entregó a su Hijo -¡Único!- por nosotros. Es muy serio y muy grave mofarse de Dios. Cuán grande es su amor, así su repulsa. Esto nos debe infundir un santo temor de Dios. Recordemos el destierro del pueblo de Israel y la catástrofe de Jerusalén en tiempos de Cristo. Para no­sotros será más terrible, pues despreciamos, una vez gustado, mayor y me­jor don: despreciamos a su propio Hijo, muerto por nosotros en cruz. La carta a los Hebreos nos advierte con insistencia del peligro que corremos si nos apartamos de Dios: Hb 2, 2-4; 6, 4-8; 10, 26-31.

 

 

3.      Oración final:

Es la sed insaciable y ardiente de sólo verdad; dame, ¡oh, Dios!, a beber en la fuente de tu eternidad. Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar. Amén.

Domingo 3 de Cuaresma – Ciclo B

Domingo tercero de cuaresma ciclo B

 

Contemplando este tiempo litúrgico como conjunto, podemos ver cómo a lo largo de estos domingos la Palabra de Dios nos ofrece una doble línea de reflexión: la Alianza que Dios ha sellado reiteradamente con la humanidad, y la marcha de Cristo Jesús hacia su muerte y su glorificación.
1. Oración:

 

Dios de la Vida, Padre «todo-bondadoso», que nos has señalado como Ley suprema el Amor: ayúdanos construir una comunidad mundial de hermanos y hermanas que, más allá de toda diferencia religiosa o cultural, te den siempre culto en espíritu y en verdad. Por Jesucristo nuestro Señor.

 

2. Lecturas y reflexión:

2.1. Lectura del libro del Éxodo 20, 1-17

 

En aquellos días, el Señor pronunció las siguientes palabras: «Yo soy el Señor, tu Dios,  que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un dios celoso: castigo el pecado de los padres en los hijos, nietos y biznietos,  cuando me aborrecen. Pero actúo con piedad por mil generaciones cuando me aman y guardan mis preceptos. No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso. Porque no dejará el Señor impune a quien pronuncie su nombre en falso. Fíjate en el sábado para santificarlo. Durante seis días trabaja y haz tus tareas,  pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno,  ni tú, ni tu hijo, ni tu hija,  ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el forastero que viva en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra y el mar  y lo que hay en ellos. Y el séptimo día descansó: por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó. Honra a tu padre y a tu madre: así prolongarás tus días  en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso contra tu prójimo. No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él.»

 

Nace un pueblo a la vida, sale un pueblo al escenario de la historia. Co­mienza un pueblo singular. Un pueblo con personalidad propia. Dios lo ha llamado a la existencia. Su mano poderosa lo ha plantado en el desierto como oasis dispuesto a crecer y vivir. Instituciones, tradiciones, experien­cias, leyes, culto…propios. Pueblo único en la historia antigua. Dios lo ha pronunciado y él ha respondido: «Aquí estoy». Un pueblo sale y camina. Camina hacia Dios. Dios lo lleva «hacia sí». Era esclavo de un pueblo culto. Ahora es «amigo» del Dios Santo. Amigo, por parte de Dios, para siempre. Un pueblo que encuentra a Dios. Un pueblo que hará historia, en tanto se mantenga unido a Dios. Dios y el hombre (individuo-sociedad) que se encuentra a sí mismo en Dios. Escenario el de­sierto, lugar adecuado para comenzar a andar. Salida-maravilla. Salida digna de cantar. Libro del Éxodo.

Península del Sinaí. Macizo montañoso y rústico. Monte santo. Lugar de peregrinación. Allí Dios, allí Moisés, allí, en la llanura, el pueblo de Israel. Dios desciende y toca la cumbre. Tremendo, imponente. Lo cubre la niebla, lo defienden los rayos, lo anuncian los truenos, que rodando barranco abajo, se estrellan en la llanura, dejando sin aliento a la naturaleza entera. Dios habla a Moisés. Dios habla al pueblo a través de Moisés. Moisés es su he­raldo y mensajero. Moisés, hombre de Dios, se hace respetar. El hombre sa­lido de la esclavitud debe aprender a vivir en libertad. Dios hace un «trato» con su pueblo. El pueblo debe dejarse atraer por Dios. El pueblo es desde ahora pueblo santo de Dios. Amistad para siempre. Convivencia, destino común, como se expresa el hombre. No será «Dios» aquel que borre el Decálogo para expresarse. No será «hombre» quien lo derribe a voluntad. En él la vida, en él la libertad. En él Dios, en él la humanidad digna. Señala el marco elemental de amistad y convivencia con Dios. Quien lo salta, rompe con Dios, consigo mismo y con la sociedad. En el libro de la Salida, la Salida de sí mismo y un abrigo en Dios.

Estos preceptos son los pilares donde se asienta la humanidad si no quiere perecer. Quitemos tan solo uno de ellos, y la sociedad humana como tal, imagen de Dios, se verá en peligro de desaparición. Tienen valor univer­sal; valen para todos los hombres. La literatura posterior les rendirá un culto especial. La ley es la obra maestra de Dios. Ahí se encuentra plas­mada su sabiduría.

 

2.2. Salmo responsorial: Sal 18, 8-11: Señor. tú tienes palabras de vida eterna.

 

El salmo responsorial es un ejemplo. Todo estudio y re­flexión es poca. Celebremos y admiremos la ley, expresión de la voluntad y amabilidad de Dios. Jesús es la voluntad de Dios y es el monte santo.

Es un salmo de alabanza. Gustemos su presencia. La primera parte del salmo -la naturaleza canta a Dios- está ausente del rezo. La litur­gia ha elegido la segunda: elogio de la ley. Así empalma, a modo de canto, con la lectura primera. Las estrofas son una «declaración» y una «invitación». Como declaración, una revelación: La Ley de Dios es como Dios mismo. Es su voluntad al alcance humano, es su mano tendida para salvar. Dios se muestra en la Ley bueno, gracioso, firme, dulce, descanso… Es tam­bién una «invitación», un reto: gustad y ved que bueno es el Señor. Gustadlo en su Ley, en su voluntad comunicada al hombre. Ley, Dios en ella, busca y es nuestra salvación y nuestra perfección: es dulce, es firme, es luz… Para nosotros la Ley, la voluntad de Dios, es Cristo. Gustémoslo, saboreémoslo, contemplémoslo. Pensemos en su Santo Espíritu. Cuaresma, tiempo de gus­tar a Dios.

 

 

Sal 18, 8. 9. 10. 11 R. Señor, tú tienes palabras de vida eterna.

 

La ley del Señor es perfecta
y es descanso del alma;
el precepto del Señor es fiel
e instruye al ignorante. R.

Los mandatos del Señor son rectos
y alegran el corazón;
la norma del Señor es límpida
y da luz a los ojos. R.

La voluntad del Señor es pura
y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son verdaderos
y enteramente justos. R.

Más preciosos que el oro,
más que el oro fino;
más dulces que la miel
de un panal que destila. R.

 

 

2.3. Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 22-25

 

Hermanos: Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero, para los llamados –judíos o griegos–, un Mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.

 

Pablo acaba de experimentar un fracaso en Atenas. El Apóstol se ha atrevido a pronunciar un discurso ante los sabios de aquella civilización, en el Areó­pago: Hch 17, 16-34. Los sabios no han aceptado sus palabras. El discurso les ha parecido inadmisible. Pablo les ha hablado de un «hombre» resucitado de entre los muertos, constituido por Dios para juzgar a todos los hombres, quienes, por tanto, llama a penitencia. Todo esto les ha hecho sonreír iróni­camente. «Te oiremos otra vez», le han dicho. Esa «vez» no llegó jamás. Los sabios, en definitiva, no han aceptado el Evangelio. La predicación de la Buena Nueva ha deparado a Pablo amargas expe­riencias. Por una parte, los judíos, su gente, los herederos de las promesas divinas, se resisten a admitir a Jesús como el Cristo de Dios. No pasan por aquello de la muerte en «cruz». No es posible que éste, que ha muerto en la cruz, sea el Mesías. ¿El «hijo» de Dios, el Ungido, muerto en la cruz? ¡Imposible! La cruz los aparta de él, cuando, en realidad, la cruz debiera acercarlos a su persona: ha sido el instrumento precioso de Dios para acercarse a los hombres (Hb 5, 8). Los judíos tropiezan en la cruz. La cruz les sirve de escándalo. Piden signos, maravillas que no dejen lugar a dudas, signos a su talante, a su gusto. Y Dios, por encima de todo deseo y pensa­miento humanos, ha hecho otra cosa. El gran signo lo ha dado Dios con Cristo muerto en la cruz. He ahí la dificultad. Y continúan, después de ha­berle dado muerte, persiguiéndolo en sus discípulos, en Jerusalén, en Pales­tina y a lo ancho del imperio Romano.

 

Los gentiles, por otra parte, mundo greco-romano, buscan la sabiduría. Sabiduría, alta y preciosa, por cierto. Pero humana. La sabiduría que pre­dica Pablo en nombre de Dios no les satisface. Es una sabiduría que no com­prenden. Y, como no la comprenden, la desprecian, la desechan, la juzgan estupidez. Prácticamente la sabiduría de este mundo se ha cerrado a la Sa­biduría de Dios. Los hombres siguen sus caprichos y quieren desenvolverse al margen de los planes de Dios. Pablo observa, por último, la ausencia de sus comunidades de ricos, poderosos y sabios según este siglo. Los fieles han venido de las capas menos afortunadas de la sociedad. Pero Dios ha establecido un plan maravilloso por cierto, escondido du­rante siglos, manifestado ahora en Cristo: Cristo ha muerto por nosotros en la cruz (contra los judíos), resucitado de entre los muertos por la fuerza del Espíritu y constituido Señor y Juez de todos los pueblos (contra los «sabios»),. ¡La sabiduría de Dios! ¡la sabiduría de la cruz! Cristo es la sabi­duría de Dios. La obra está llena de sorprendentes paradojas y de magnífi­cas realidades: muerte-resurrección, debilidad-fuerza, sabiduría-estupidez, estupidez-sabiduría, Dios-hombre… La razón humana no puede por sí sola llegar al conocimiento de este maravilloso misterio. Sólo llegamos a Él con la fe. Y la fe se otorga a los humildes, no a los soberbios. Por eso los que acep­tan el mensaje son «fieles humildes siervos del Señor».

 

2.4. Lectura del santo evangelio según san Juan 2, 13-25

 

Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: –«Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.» Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.» Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: –«¿Qué signos nos muestras para obrar así?» Jesús contestó: –«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.» Los judíos replicaron: –«Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.

 

Evangelio de Juan. Primera parte: expulsión de los vendedores del tem­plo, en este evangelio se presenta al comienzo; en lo sinópticos al final. ¿Han aplazado éstos la es­cena, obligados por la estructura del evangelio? ¿La ha adelantado Juan por motivos teológicos? Los autores siguen discutiendo. En Juan, de todos mo­dos, cumple una precisa función: Jesús comienza una obra reveladora en Je­rusalén con una acción de tipo «profético».

Jesús tiene poder, Jesús tiene autoridad. Y lo manifiesta abiertamente, con energía. Jesús expulsa del recinto santo a los vendedores de animales y a los cambistas. La intervención suena a atrevimiento: sorprende e indigna. Confrontación con las autoridades. Surge inevitable la pregunta: ¿Quién eres tú? ¿Con qué autoridad haces esto? Para las autoridades religiosas de aquel tiempo la presencia de mercaderes en el ámbito del templo -atrio ex­terno- no ofrecía dificultad religiosa alguna. Más aún, podría decirse que aquel mercado era conveniente y hasta necesario. Piénsese en las multitudes que afluían a Jerusalén, en Pascua por ejemplo, y precisaban d animales y dinero para satisfacer su legítima devoción. La acción de Jesús, por tanto, sorprende. Encierra, con toda seguridad algún misterio. Nótese además la motivación: «La casa de Dios no es un mercado, no es una cueva de ladro­nes». Por dónde va la intención de Jesús? La purificación externa anuncia otra, interna y total. Han llegado los tiempos nuevos. Sobran animales y monedas. Jesús realiza, a modo de signo, la gran purificación de Dios. Su muerte y resurrección serán el momento, la misma acción. No en vano nos encontramos en Jerusalén, en el templo, en confrontación con las autorida­des y en Pascua. Se perfila ya en el horizonte la nueva pascua, como templo nuevo en confrontación con las autoridades de Jerusalén.

Los judíos incrédulos piden signos. Y Jesús presenta, además del gesto actual de autoridad un acontecimiento maravilloso futuro: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Ese es el signo. Apunta al futuro. Y como futuro y «signo», algo enigmático. Los oyentes, como es costumbre en este evangelio, malentienden las palabras de Jesús, tomándolas en sentido mate­rial. Los acontecimientos con todo, «recordaron a los discípulos», dieron ra­zón al maestro. Los judíos destruyeron su cuerpo: lo condenaron a muerte. Y él lo levantó glorioso del sepulcro. Y lo levantó como templo del Dios vivo. Como lugar santo de la divinidad. Como santuario auténtico donde se en­cuentra verdaderamente el hombre con Dios. Donde se realiza el culto de­bido a Dios. Donde la gloria de Dios se posa y expande con virtud y eficacia santificadoras para todos los siglos. Donde los hombres, en Espíritu y Ver­dad, unidos unos con otros, abrazan la divinidad. Jesús habla de su muerte y de su resurrección gloriosa. El texto del salmo -en futuro- lo anuncia miste­riosamente: «el celo de tu casa me consumirá». Jesús murió por y para cum­plir la voluntad de Dios. Y en esa voluntad surgió el templo nuevo de su cuerpo glorioso, maravilla de todos los siglos y expresión del poder de Dios.

¿Alude también Jesús a la destrucción del templo de Jerusalén? sería una terrible ironía. El templo fue destruido ciertamente. Su conducta los llevó hasta ese extremo se levantaron contra César. Nótese que la salvación del templo y la amistad con el César entran en los motivos oficiales que dieron con Cristo en la cruz. «Conviene que uno muera en lugar del pueblo», había profetizado Caifás. Jesús murió. Y en su muerte nos libró -he ahí la maravi­lla- de la destrucción y de la ruina. En lugar de aquel templo surgió otro más perfecto, santo por excelencia, indestructible y eterno a quien ellos creyeron haber eliminado, matándolo. De aquel pueblo viejo ya, que quisieron salvar entregando al justo, se levantó el pueblo nuevo, el pueblo santo, el pueblo in­destructible. ¡Grandiosa sabiduría de Dios!

Los judíos tomaron a Jesús por extravagante. No le hicieron caso. El tono autoritario, con todo, de sus palabras y el gesto misterioso-profético de su in­tervención daba pie para una prosecución en las demandas y pesquisas. Se contentaron con señalar el lado ridículo: «¡cuarenta y seis años ha costado levantar el templo, y tú…!» Piden señales. La señal está dada. Jesús resu­citó. ¡Jesús vive, sentado a la derecha del Dios! No fueron testigos directos de la resurrección. Pero si fueron testigos, después de la resurrección, del nacimiento de la Iglesia. Ahí está el nuevo templo. Cristo Jesús resucitado.

 

Reflexión:

Cristo sigue siendo, en su misterio, centro de consideración y de contem­plación. En él brilla, majestuosa y bondadosa al mismo tiempo la sabiduría divina.

A) Cristo muere, Cristo resucita. En este contexto se anuncia un gran misterio: Cristo es el nuevo templo.. De su costado abierto, que manó agua y sangre -alusión a los sacramentos vivificantes del bautismo y de la eucaris­tía- nació la Iglesia, dirán los Padres. Una vez elevado, atrajo hacia sí todas las miradas. Piénsese, pues, en la doble dimensión del concepto. La antigua Economía se derrumba con las instituciones, especialmente las culturales. Para el nuevo Espíritu que invade ahora a la humanidad procedente de Dios a tra­vés de Cristo, no valen los moldes antiguos. Surge un nuevo Templo, un Nuevo Culto. Ni Garizín ni Jerusalén son ya suficientes. Desde ahora la ado­ración se hará en el Espíritu (Santo) y en Verdad (Cristo). El Nuevo Templo es Cristo mismo. Cayó el viejo templo; surgió el Nuevo. Cristo murió en la carne, para resucitar en el Espíritu. Nadie podrá destruirlo. No es obra hu­mana, es obra de Dios. Esta es la gran señal de todos los tiempos: La Resu­rrección de Cristo y la Institución de la Iglesia como Cuerpo de Cristo.

Esta es la obra maestra de Dios: Cristo en toda su dimensión. Morir para resucitar; destruir para levantar; matar para vivificar. Es, pues, El miste­rio de Cristo, de su muerte y de su resurrección, visto bajo un nuevo aspecto: de la muerte de Cristo surgió la Iglesia. Así es la Sabiduría de Dios.

B) Pablo se extiende en la contemplación de esta Sabiduría divina. El misterio de la Cruz del Señor. Pablo ha vivido el misterio de la Cruz. La vida cristiana no puede existir sin la Cruz del Señor. Los caminos de Dios son sorprendentes; la vida cristiana es asimismo sorprendente. Hay que contar con ello. La filosofía de este mundo no podrá comprenderla. Lo humilde, lo pobre, lo despreciable, lo más indigno a los ojos de los hombres viene a ser elegido por Dios para hacer brillar su fuerza, su grandeza, su Salvación.

Cristo, pues, no solo es objeto de contemplación, sino modelo a imitar. Cristo es la Sabiduría que debe practicarse, vivirse, gustarse. Cristo es nuestra Ley. Cumpliéndola encontraremos la Vida.

C) El decálogo es la expresión de la Sabiduría divina. Cristo es el camino. Debemos explicitar el contenido. Ahí está el Decálogo. Buen tiempo ahora, en Cuaresma, para repasar nuestra actitud respecto a la Ley -Cristo/Decálogo. La Salvación nos viene de Cristo. Vivir a Cristo es cumplir sus mandamien­tos. Ahí están. Repasémoslos.

 

3. Oración:

Dios de la Vida y del Amor -de quien procede todo don-, que has puesto todos los bienes de la Tierra bajo la responsabilidad del ser humano, no para que los domine y explote despóticamente, sino para que cuide de todos ellos y de sí mismo como hermano mayor, con fraternidad y «sororidad»; haz que todos los que en ti creemos seamos denodados luchadores contra la destrucción de la naturaleza, el acaparamiento de riquezas y el olvido de los pobres. Como nos enseñó Jesús, tu Hijo, nuestro hermano, que contigo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.