Domingo 5 de Pascua – Ciclo B

DOMINGO QUINTO DE PASCUA (ciclo B)

 

Un cristiano es el que ha experimentado a Cristo. Esto no quiere decir que todo cristiano tenga que ver a Cristo. No le han visto y creen en él, es una bienaventuranza. No lo hemos visto, pero lo hemos experimentado. Desde la experiencia a la fe, desde la fe a la experiencia. Nada mejor nos puede suceder. Que es creer en Cristo desde la experiencia, es empezar a ver, a vivir, a ser como Cristo. San Agustín con su expresividad acostumbrada nos lo dice, no somos cristianos, somos Cristo.  Las lecturas de hoy nos invita a encontrarnos una vez más con Cristo, a renovar nuestra fe en Cristo, a vivir el amor de Cristo y a intensificar nuestra unión con Cristo.

1.      Oración:

Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de Padre y haz que cuantos creemos en Cristo tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Amén.

 

2.      Lectura y comentario de los textos:

2.1.Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 9,26-31

En aquellos días, llegado Pablo a Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo, porque no se fiaban de que fuera realmente discípulo. Entonces Bernabé se lo presentó a los apóstoles. Saulo les contó cómo había visto al Señor en el camino lo que le había dicho y cómo en Damasco había predicado públicamente el nombre de Jesús. Saulo se quedó con ellos y se movía libremente en Jerusalén, predicando públicamente el nombre del Señor. Hablaba y discutía también con los judíos de lengua griega, que se propusieron suprimirlo. Al enterarse los hermanos, lo bajaron a Cesarea y lo enviaron a Tarso. La Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaria. Se iba construyendo y progresaba en la fidelidad al Señor, y se multiplicaba, animada por el Espíritu Santo.

Aparece en la primitiva comunidad un personaje de cualidades e impor­tancia excepcionales: Pablo de Tarso, gran predicador de Cristo y Apóstol de las gentes. Pablo da «testimonio de Cristo resucitado», predicando públicamente el nombre del Señor. Él lo ha visto glorioso en su camino a Damasco. Su vida ha dado un cambio de rumbo. Iba perseguidor, vuelve ferviente y entregado propagador de su mensaje y de su persona. Se ha verificado una «conversión» completa.

El celo que lo anima es extraordinario. Hasta tal punto, que los hermanos temen por su vida. Pablo predica pública­mente a Cristo en Damasco y en Jerusalén, en lengua griega y en lengua aramea, a ilustrados y a sencillos. Es un siervo del Señor que no desperdicia ocasión para manifestar su convicción y dar testimonio de Cristo resucitado. La actitud de Pablo, convertido al margen de los Doce, es un testimonio ex­traordinario, que motiva la admiración y la estupefacción de los racionalis­tas.

 

Los hermanos lo recuerdan perseguidor. El recuerdo no se borra fácilmente.; du­rará por un tiempo, bien es verdad que no entre los más notables. Así se purificará más. Su testimonio será más sincero.

La Iglesia se multiplicaba animada por el Espíritu Santo. El incremento lo da el Señor, dirá después Pablo. Los apóstoles lanzan la semilla. El Espí­ritu se encarga de que fructifique. Así es la Iglesia, vivo testimonio, animada por el Espíritu.

 

2.2.Salmo responsorial Sal 21, 26b-27. 28 y 30. 31-32 (J_26a)

El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.

Cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan: viva su corazón por siempre.

Lo recordarán y volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos. Ante él se postrarán las cenizas de la tumba, ante él se inclinarán los que bajan al polvo.

Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá, hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: todo lo que hizo el Señor.

«Todo lo hizo el Se­ñor», es una alusión a la gran maravilla realizada por Dios en la resurrec­ción de Cristo. Cristo resucitado da testimonio de su poder y de su gloria. La «asamblea», la Iglesia, reconoce el testimonio y lo trasmite de generación en generación hasta la consumación de los siglos. Ahí con Cristo que da gracias a Dios, estamos todo nosotros. ¿No es el sacrificio de la misa un recuerdo de esta maravilla, una presen­cia del Señor en la asamblea, y una contínua acción de gracias, una perpe­tua «eucaristía»?

2.3.Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 3, 18-24

Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo. Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios. Y cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio.

Refiere san Jerónimo que san Juan, aun en la más avanzada edad, no de­jaba de repetir ante la asamblea cristiana la misma amonestación: «Amaos los unos a los otros». Cansados los discípulos de escuchar siempre la misma exhortación, le preguntaron el porqué de tanta insistencia en aquel precepto. La respuesta, digna del apóstol, subraya San Jerónimo, fue la siguiente: «porque es un precepto del Señor, y si se cumple, todo está cumplido; mas si falta, todo falta». Es la mejor introducción a este pasaje.

Este parece ser el orden de las ideas. El amor de Dios a los hombres se ha manifestado en la muerte de Cristo en nuestro favor (v. 16-17). «…dio su vida por nosotros; y nosotros debemos dar la vida por los hermanos». La caridad fraterna nace del amor de dios a los hombres; y Cristo es el modelo que debe regir vuestras relaciones cristianas. Por eso nuestro amor debe ser obra y en verdad. Es decir, obrado y nacido de la verdad revelada que está en no­sotros, correspondiente a la fe en Cristo, a la aceptación de su mensaje, y por consiguiente, a la caridad que habita en nosotros. La fe y las obras de­ben estar en armonía. Se trata de una fe viva en la práctica de la caridad y de una caridad fundada y nacida en la aceptación de Cristo, que habita en nosotros por la fe.

 

La práctica del amor fraterno, mostrado en obras, basado en la verdad, será la señal de que nuestro amor es auténtico, digno de la fe que hemos concebido. Una conducta semejante nos tranquilizará ante la conciencia (ante Dios en resumidas cuentas). Aunque nuestra conciencia nos acuse de otro tipo de faltas, podemos estar tranquilos. Dios, misericordioso, conoce la auténtica caridad que tenemos; si la practicamos según lo dicho, tendrá piedad de no­sotros. La caridad cubre la multitud de los pecados. (1 Pe 4,8) Si nuestro amor nace de la verdad, también nuestra oración será escu­chada. La atención de Dios a las oraciones de los hombres está en estrecha relación con la unión que estos guardan con él. Unidos a El por la caridad verdadera y por el cumplimiento de los preceptos, vividos en fe, Dios escu­chará nuestras oraciones.

2.4.Lectura del santo evangelio según san Juan 15,1-8

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»

La alegoría de la vid. Pasaje denso y profundo, sumamente teológico. Nos encontramos en el contexto de la Cena. Más exactamente hablando, el pasaje forma parte del discurso -segundo- de Cristo a los suyos, momentos antes de ser entregado. Son momentos de efusión y de comunicaciones ínti­mas. Temas: la unión, el amor.

 

Los discípulos deben permanecer unidos a Cristo, si no quieren perderse como tales y como hombres- «echados al fuego». La unión con Cristo garan­tiza el «éxito» en el plan de Dios. Unidos a Cristo, quedamos por lo mismo unidos a los hermanos-miembros de una misma planta por la que corre la misma savia; de este modo también se asegura el fruto -actividad del Espí­ritu Santo.

 

En unión con Cristo, el éxito en la oración al Padre está asegurado. Natu­ralmente la oración no puede ser otra que la que va dirigida al cumplimiento de la voluntad de Dios, que, a su vez, no intenta otra cosa que manifestar su gloria-comunicarla- a los hombres. Los apóstoles cumplirán perfectamente su misión de anunciadores, de reveladores, de santificadores en unión con Cristo. Unidos a él la actividad del Espíritu será amplia y poderosa; se lle­narán de la gloria de Dios. Si pensamos todavía en los frutos, el primero, sin duda alguna, el del amor en toda su extensión, que va de Cristo a los sar­mientos. Esa es la vida de Dios; no otra la vida de cristianismo. Sin em­bargo, los sarmientos necesitan de una poda. La imagen es sugestiva. Hay que eliminar lo superfluo, lo inútil, para dar paso a la fuerza de la savia que irrumpe de la vid, a la fuerza del Espíritu que viene de Cristo. Es un cuidado de la vid, no un castigo. La poda es necesaria. Así es la disciplina divina. Vale para todo cristiano.

Los autores ven en la alegoría de la vida una alusión a la Eucaristía. Efectivamente, los sinópticos traen un texto, dentro del contexto de la Cena, altamente sugestivo: «En verdad os digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta aquel día que lo beba de nuevo en el Reino de Dios». La Didajé: «Te damos gracias Padre nuestro, por la vida santa de David tu siervo, que nos revelaste por David tu siervo». Estas palabras en las preces eucarísticas. Recuérdese el vino superior y abundante de las bodas de Caná. No está, pues, demás, una alusión a la Eucaristía.

 

La imagen de la Vid nos recuerda también múltiples pasajes del Antiguo Testamento. Baste el salmo 80,9-16. El Pueblo de Dios es comparado a una vid frondosa. San Pablo lo compara a un olivo. Entonces la idea es clara. El pueblo nuevo -el Pueblo de Dios- no es otro que aquel formado en Cristo. No hay pueblo, no hay fiel fuera de la unión con Cristo. La Vid auténtica, la que el Padre cuida, la que el Padre reconoce como propia, es la que tiene por tronco y principio a Dios. La salvación viene por El. La purificación nos llega a través de su Palabra, a través de sus Revelación. Ella nos libera y nos santifica mediante la aceptación por nuestra parte, en fe y amor, de Cristo como Hijo del Padre y salvador único. Quien se aparta de El está condenado a la ruina. El mismo se pierde. El nuevo pueblo es Cristo entero que se ex­pande y lleva su fruto a todas partes. El sarmiento llegará a su fin si per­manece unido a la Vid. De esta forma fructificará.

 

Reflexionemos

 

La antífona de entrada nos recuerda la Resurrección de Cristo, centro y fuente del Cristianismo, como doctrina y como vida. Las oraciones nos men­cionan, como corporación, los dones recibidos: «nos has redimido», «nos has hecho hijos», «partícipes de la divinidad», «nos has iniciado en los misterios del reino», y nos lanzan a una petición sincera:«libertad verdadera y herencia eterna», viviendo según la vocación que tenemos, alejados del pecado y co­menzando aquí ya la vida eterna. Unión con Dios, pues somos hijos, amor fraterno, pues somos hermanos. La imagen de la Vid lo recalca

 

A) Cristo es la Vid. La verdadera, la auténtica. Sin él nada. Las expre­siones del Evangelio son tajantes. En el Prólogo aparece el Verbo centro de la creación.«Todo fue hecho por él, y nada de lo que fue hecho fue hecho fuera de él». Función cosmológica. Todo depende de él en la misma existencia. Los signos cristológicos de Fili­penses y Colosenses revela la misma verdad. En estrecha relación con el papel cosmológico está la función soterioló­gica. La salvación nos viene de él. Todo con él, nada sin él. Dios nos da la salvación sólo y dentro de Cristo. Cristo es la fuente y el centro. El hombre recibe, sólo unido a él, la filiación divina. Cristo es el Hijo .Unidos a él llegamos a ser hijos. Sin él el fracaso. Llamado el hombre a una herencia eterna, no la conseguirá sino unido a Cristo glorioso, dador de la gloria eterna. Se nos exige naturalmente la permanencia en él. El hombre, pues, no conseguirá el fin en cuanto hijo de Dios -don recibido- ni en cuanto hombre -creatura de Dios- si nos separamos de él. Vendrá sobre nosotros la perdición. Así el sarmiento que muere. Lo mismo el Apóstol, como el simple fiel, fracasan como tales en su vocación de herederos de la vida eterna y como hombre, separados de él.

 

La iglesia es la unión de los que creen y viven en Cristo. No es la iglesia un movimiento sociológico, filosófico, humano. La Iglesia tiene como cabeza a Cristo con el que mantienen los fieles una unión mística, vital y divina. No son nuestras obras las que nos salvan, sino nuestra vida unida a Cristo. La vida desciende de arriba, de Dios mediante Cristo, se agita en nosotros, fructifica en nosotros en tanto nos mantengamos unidos a él. No es obra nuestra, es obra de Dios en nosotros y con nosotros.

B) Cooperación humana No basta ser llamados. Es menester vivir la vo­cación. Fe en Cristo, amor a los hermanos, dentro del amor a Dios en él. Esta es la vocación del cristiano. La unión con Cristo nos hará vivir la voca­ción -cumplir- y el cumplimiento de los preceptos nos mantendrá unidos a él. La unión con él garantiza la unión con los demás, así como el amor a los hermanos demuestra la unión con él. De ello nos habla la segunda lectura: amarnos como él nos amó. No podremos hacerlo sino unidos a él; y cuanto más nos amamos, más nos unimos a él. Quien quiera construir una vida propia al margen de esta verdad, está seco; su destino es desastroso. Ahí está el ejemplo del sarmiento seco. Quien no ama al hermano se aparta de Cristo y muere.

 

C) Garantía de «éxito». Hay que entenderlo bien. El éxito consiste principalmente en realizar en nosotros, y también en el mundo entero, el plan de Dios de salvación. De esta forma llegaremos a la salvación eterna. Así se hará presente el reino de Dios, cuyos misterios es­tamos ya ahora participando (oración). No se trata de otro éxito. El «éxito» es que viva en nosotros Cristo, según la voluntad del Padre. No quiere decir esto que nuestras obras van a palpar ya ante los hombres el fruto de los trabajos. Sería engañoso. El «éxito» es cumplir la voluntad de Dios sea cual sea, ya cruz, ya gloria, ya en silencio, ya en esplendor. La primera lectura nos ofrece un ejemplo. Pablo, apóstol de Cristo, entregado totalmente al ser­vicio divino, anhelando tan solo vivir en sí la vida de Cristo. Así también la Iglesia, movida por el Espíritu.

 

D) La Poda. El tema es sugestivo. Dios no mata; es el Dios de la vida. Dios cura, vivifica, vigoriza, enriquece, perfecciona. Hay que contar con la acción purificadora de Dios. Puede ser dolorosa, pero en todo caso saludable. Es condición indispensable, dad nuestra condición actual. Como advertencia saludable no olvidemos el sentido de «desecho» que puede encerar el término poda.

 

E) Petición. El tema de la petición es también interesante. Conocemos el precepto del Señor: «Permaneced en mí». Poseemos los dones. Debemos res­ponder a ellos. Hay que vivir el don recibido. Hay que pedirlo también. Se nos concederá a medida de la unión con él, y mayor la unión cuanto más la pidamos y la vivamos. El deseo se convierte en oración y la oración en vida.

 

F) Eucaristía. Buen momento para recordar el «Permaneced en mí». «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida en mí y yo en él», dice Cristo. La virtud del sacramento nos une a él y nos hace una misma cosa con él. En ella su fortaleza, en ella su amor, en ella su gracia; en ella la co­munión fraterna. El don del Espíritu se nos comunica en ella. La imagen de la Vid nos recuerda a la Iglesia entera que se mueve en torno a Cristo, pre­sente en la Eucaristía. Allí el vino de la vida; de allí la fuerza de expansión de los sarmientos; de allí la valentía de Pablo y la virtud entera de la Igle­sia. La eucaristía ha de ser vivida con entereza y amplitud: nuestro pensa­miento, nuestra voluntad, toda nuestra persona; en el momento cultual y en la vida entera: fe y amor a Dios en Cristo; amor profundo al hermano. La eucaristía lo expresa y realiza; lo expresamos y lo realizamos.

3.      Oración final:

 

Ven Señor en ayuda de tu pueblo y, ya, que nos has iniciado en los misterios de tu Reino, haz que abandonemos nuestra antigua vida de pecado y vivamos, ya desde ahora, la novedad de la vida eterna. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

Domingo 4 de Pascua – Ciclo B

DOMINGO CUARTO DE PASCUA ciclo B

Cada año en el cuarto domingo de Pascua leemos un fragmento del capítulo 10 de san Juan, que muestra la misión de Jesús a través de diversas imágenes referidas al tema de las ovejas y el pastoreo. En este ciclo B leemos la parte central de este capítulo que nos presenta a Jesucristo  como buen pastor y destaca sus principales características, las cuales no son estrictamente las que podríamos deducir si nos imaginamos lo que es un pastor. Nótese también que en este domingo del buen pastor se nos invita a pensar y a orar por las vocaciones: un tema eclesial que vale la pena tener presente.

En el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Buen Pastor, como que da su vida por sus ovejas. En cuanto piedra rechazada por los constructores, se ha convertido en piedra angular de la Iglesia que reúne en sí a todos los que caminan con el gozo de reconocerse hijos de Dios.

1.      Oración:

«Dios Todopoderoso y eterno, que has dado a tu Iglesia el gozo inmenso de la resurrección de Jesucristo; concédenos también la alegría eterna del Reino de tus elegidos, para que así el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor».

2.      Lecturas y comentario

2.1.Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 4,8-12

En aquellos días, Pedro, lleno de Espíritu Santo, dijo: -«Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogan hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; pues, quede bien claro a todos ustedes y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien ustedes crucificaron y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante ustedes. Jesús es la piedra que desecharon ustedes, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.»

Podemos notar, en primer lugar, la valiente decisión de Pedro. ¿Se trata del mismo Pedro que aseguraba, en la noche del prendimiento de Jesús, no conocer a «ese hom­bre»? Verdaderamente sorprende el cambio. Se trata, sin duda alguna, de la misma persona, pero profundamente transformada. Pedro está ahora «lleno del Espíritu Santo». Basta comparar las dos posturas, la pasada y la pre­sente, para percatarse del cambio operado. No es una mujerzuela la que ahora, de pasada, sin mayor interés, le pregunta. Es el supremo Tribunal del judaísmo, que puede condenar y expulsar de la sinagoga. La respuesta de Pedro es clara y radical, sin concesiones ni pretextos. Así obra el Espíritu. ¡Quién lo tuviera!

 

Magnífica respuesta la de Pedro. Pedro no se limita a responder y a dar cuenta de su fe. Va más allá. Les interpela valientemente: el milagro que tanto ha conmovido a la muchedumbre es obra del «Cristo a quien ustedes crucificaron»; ese «Jesús es la piedra que ustedes desecharon». En efecto, los maestros de Israel y sus dirigentes han cometido un grave error: han dado muerte al Autor de la vida. Han desechado la Piedra angular. Pedro confiesa e interpela al mismo tiempo. En la interpelación, una llamada a la conversión.

Cristo ha sido devuelto por Dios a la vida, exaltado. Su Nombre es pode­roso. Como proclama Pablo, Cristo ha heredado un «nombre sobre todo nom­bre». Ha sido colocado cobre toda criatura. Ha adquirido una posición que lo eleva por encima de los hombres y los constituye, a la derecha del Altísimo, causa de salvación. Cristo es la Piedra Angular del Edificio que Dios ha de­terminado levantar. Para integrarse en este Edificio es menester adosarse a esta Piedra de Dios. Quien choca contra esta Piedra, se estrella sin remedio. En ella la vida y la muerte, en ella la salvación y la condenación. Fuera de él nadie se salva. Los edificantes la han desechado: se han desechado así mis­mos. Atrevida respuesta la de Pedro. Tras él la voz del Espíritu Santo. Así de clara y firme la respuesta del cristiano a las pretensiones del mundo. De­cisión, claridad, valentía. Y en la claridad y valentía, la decisión de «curar» en Nombre del Señor. El cristianismo es un grito a la penitencia.

 

2.2.Salmo reponsorial: Sal 117.

La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de hombres, mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes. 

Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación.  La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.

Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor. Tu eres mi Dios, te doy gracias; Dios mío, yo te ensalzo. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

El salmo goza desde antiguo de un manifiesto sabor mesiánico: Mt 21,42; Hch 2,33; 1 Pe 2,4-7. Las estrofas avanzan en acción de gracias -comienzo y fin- y el es­tribillo proclama el «acontecimiento».

La piedra. La piedra angular. No hay más que una, como uno es el edifi­cio. El Edificio de Dios descansa sobre la Piedra Angular «elegida» por él mismo. Todo descansa en Cristo. Han errado los arquitectos. Los jefes de Is­rael han elegido mal. Desecharon al Justo y aclamaron al malhechor. Pero Dios ha intervenido, Dios ha actuado: Dios ha resucitado a su Hijo de entre los muertos. Ha sido un milagro patente. Y patente y milagro permanece hasta la consumación de los siglos. Cristo Salvador supremo. Es el refugio seguro que nos ha deparado Dios. Es una magnífica obra de misericordia. Alabemos, demos gracias. Recurramos a él. Es el único que ofrece confianza y seguridad. Dios está con él.

2.3.Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 3, 1-2

Queridos hermanos: Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

El amor de Dios es creativo. La palabra de Dios es eficaz por naturaleza. Eco de su voz son las cosas: la luz, los cielos, el agua, la tierra, los peces, los animales terrestres, el hombre, todo. Todo lo hizo Dios por amor. Esa misma voz, la voz que declaró a Jesús Hijo de un modo inefable en el bautismo, y lo llamó de entre los muertos, esa misma voz nos ha llamado a nosotros hijos. No es una ficción jurídica. Es una realidad inefable. Realmente somos hijos de Dios. Jesús nos mandó llamar a Dios en verdad, movidos por el Espíritu, «Padre nuestro». Dios es nuestro Padre y nosotros, hermanos unos de otros. Aquí también la causa de todo es el amor que Dios nos tiene. ¡Nos ha hecho hijos suyos! Es ciertamente un misterio. Pero no por eso deja de ser una rea­lidad. Ese es el don que nos trae Cristo. El, Hijo; nosotros, hijos. El mundo no puede comprenderlo, ya que no posee el Espíritu de filiación. Se mofará de nosotros, nos tachará de embusteros, de blasfemos quizás, nos perseguirá y nos hará la vida imposible. Pero nosotros lo vivimos en fe y en amor.

Este precioso don, que nos eleva a la dignidad de «hijos de Dios», es, al mismo tiempo, bajo un aspecto, objeto de esperanza. Somos realmente hijos; pero queda por revelarse lo que esto significa. «¡Seremos semejantes a él!». ¿A Cristo Glorificado? ¿A Dios mismo? Los autores no están de acuerdo en la interpretación. En el fondo la verdad es una. Cuando aparezca -ya sea Cristo, ya sea «lo que seremos»- nuestra semejanza con Dios, pues somos hi­jos, se realizará en Cristo. Cristo es la Imagen de Dios. En él recibimos noso­tros la filiación, la imagen, la salvación… de Dios. Cristo glorioso es la mani­festación de Dios mismo. Todo ello tendrá lugar al fin de los tiempos, cuando Cristo aparezca, cuando Cristo venga. Es una condición semejante a la de Cristo. Hijos como él, poseedores de la gloria como él. Envueltos de su gloria veremos a Cristo en Dios, a Dios en Cristo y a todos nosotros en él. «Veremos a Dios tal cual es». Además de una contemplación inefable de «cara a cara», se trata aquí de una «convivencia familiar con Dios». Partici­paremos de la «comunión» maravillosa que el Padre tiene con el Hijo. Sentido vital no meramente especulativo. Participaremos, como sujetos y objeto, de la vida trinitaria. Amaremos y nos sentiremos amados; veremos y nos ve­remos vistos… Lo que nos espera es grande. De aquí la alegría. Es para alabar a Dios y darle gracias. El don es mag­nífico. El término nos hará intensamente felices. Ello nos ayudará a sobrelle­var las molestias de la vida. Las penalidades de este mundo no se pueden comparar con el premio que Dios ha reservado a los que aman, asegura Pa­blo. Así de firme y así de grande es la fe cristiana. Somos hombres llamados a convivir en Dios con Dios. Hombres llenos siempre de optimismo. ¡Somos hijos de Dios! ¡Lo veremos tal cual es!

2.4.Lectura del santo evangelio según san Juan 10, 11-18

En aquel tiempo, dijo Jesús: – «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.»

«Yo soy el buen pastor». Jesús se ha presentado como la puerta única de y a las ovejas. Jesús se proclama también buen pastor. El único que puede llevar las ovejas a pastos abundantes. Como no hay otra Vida, ni otra Verdad, ni otro Camino, ni otra Luz que él, así tampoco existe otro Pastor que conduzca a la vida eterna. Muchos pastores han aparecido en el mundo. Son de muchos tipos. Todos los que han tratado y tratan de ofrecerle a la humanidad el señuelo de un término brillante y definitivo, son falsos. Sólo hay un Pastor, y ese es Jesús. El tiene palabras y hechos de vida eterna. Sus palabras revelan al Padre y sus hechos lo comunican. Jesús da la vida por las ovejas. Muere en favor de los hombres. Y su muerte nos acerca a Dios. No solamente es una donación de la vida como expresión de amor, sino que esa donación produce de verdad el efecto admirable de unirnos a Dios, de concedernos la Vida. Más aun, Jesús, muerto, ha resucitado. La Resu­rrección una vida para siempre, señala la vida de Jesús entregada por noso­tros como fuente de vida. En la vida de Jesús somos salvos. Por eso es el único Pastor. A Jesús le importan las ovejas. Tocamos, en el fondo, el miste­rio de la Encarnación del Verbo: se encarnó por nosotros pecadores. Obra de amor. El YO SOY apunta a su naturaleza divina.

 

«Conozco a las mías » Remontémonos un momento a la vida trinitaria. El Padre conoce al Hijo; el Hijo conoce al Padre. Por connaturalidad, por natu­raleza. Es natural a ellos el conocimiento recíproco, porque es natural y co­mún a ambos la participación de la naturaleza divina. Es tan íntima la unión de ambos que solo los distingue la propia persona. En esa comunica­ción tan inefable ha surgido, por amor, la comunicación a los hombres. El Padre que conoce al Hijo se alarga en el conocimiento del hijo, al conoci­miento de los fieles. Los fieles conocen a Jesús, y en Jesús al Padre. El Padre conoce a Jesús, y en Jesús a los fieles. El Padre se comunica en Jesús a los fieles. Los fieles alcanzan en Jesús la comunicación del Padre. Si el »conocimiento» que el Hijo tiene del Padre lo colocamos en la linea de la co­municación divina, y esta comunicación divina es su vida, no nos será difícil comprender que, al conocernos Jesús en el »conocimiento» que tiene del Pa­dre, nos comunique su vida: »doy mi vida por los ovejas». La donación de su vida natural-humana señala- es signo eficaz- la donación de su vida natural-divina. El que nosotros conozcamos a Jesús en el»conocimiento» que lo une con el Padre, revela en nosotros la acción de Dios a través de Jesús que nos eleva a las relaciones trinitarias.

 

»Por eso me ama el Padre…» No podía menos de aparecer el amor en este precioso mensaje, implícito en el concepto de »conocimiento. Las relaciones entre Padre e Hijo vienen a ser las mismas. Existe, con todo, una particula­ridad: que la relación amorosa del Hijo al Padre no se suele expresar con el término »amor» sino con el de »obediencia» la perspectiva parte del Verbo Encarnado del Hombre-Verbo. El Padre ama al mundo y entrega en expre­sión fecunda a su Hijos. El Hijo hace suyo el amor del Padre »entregándose» con toda libertad a la muerte. Amor con dos vertientes en una misma linea: amor del Verbo-hombre a Dios, amor del Verbo-hombre a los hombre. Amor de tal calibre no puede morir: Jesús tiene poder para entregar la vida y re­cuperarla. La obra de Jesús es una obre de amor. Nace del Padre y a través del Hijo llega al mundo; el mundo -los fieles- recibe el impacto en el Hijo y a través de él y en él se remonta al Padre.

 

»Tengo además otras ovejas…» Breve pero solemne alusión al universa­lismo. Jesús muere por todos. Todos están llamados a gozar de Dios. Jesús redentor universal como universal es el amor del Padre.

 

Reflexionemos

 

Las oraciones de este domingo apuntan, por un lado, al gozo pascual, que debe continuar hasta la consumación de los tiempos. Por otro lado, se habla del «rebaño de Cristo: … Que tenga parte en la admirable victoria de su Pastor». Según esto, partiendo de Cristo Pastor, Piedra Angular, conviene hacer referencia a su puesto, siempre presente es verdad, pero no siempre en primer plano, de Cabeza de la Iglesia.

 

A) Cristo Resucitado, causa de la salvación para todos, reúne en torno a sí a los hombres (Iglesia).

Cristo Buen Pastor, Cristo Piedra Angular. Tanto el evangelio como los Hechos recuerdan, uno como anuncio, otro como acontecimiento, la resurrec­ción del Señor. Uno y otro se detiene en la consideración de la muerte como expresión de amor inefable a los hombres y de obediencia absoluta a Dios. El Buen Pastor da la vida por las ovejas y da la vida a las ovejas. Esto a tra­vés de aquello. Pastor poderoso y magnífico. Muerte libre en expresión de amor. Los Hechos se detienen en considerar los efectos de la maravillosa exaltación de Jesús: «No se nos ha dado otro nombre que pueda salvar­nos». Tanto el Buen Pastor como la Piedra Angular señalan la existencia en su «poder» de un «cuerpo»: de un rebaño y de un edificio. Rebaño de Dios y Edificio de Dios. Si de Dios, Rebaño y edificio de contextura divina: vida di­vina. La carta de Juan lo comenta con regodeo: ¡Somos Hijos! Ella y el evangelio se detienen en recordar de una forma u otra nuestra incorporación a la vida trinitaria. Amor, conocimiento, semejanza con él…

 

B) La Iglesia. Se presenta como rebaño y como edificio. Como rebaño, grupo de fieles que siguen de cerca al Pastor; que lo «conocen»; que lo aman; que lo imitan. Como rebaño cabe y debe preguntarse hasta qué punto la Iglesia -todos nosotros- nos esmeramos por conocerlo, amarlo y seguirlo. Co­nocer, amar y seguir es una misma cosa. Como edificio, conviene examinar nuestra actitud respecto a él. ¿Estamos edificados en Cristo?

Dentro de este tema cabe pensar en los «pastores». Pensemos en Jesús y de reojo en los asalariados. ¿Dónde nos encontramos? Admiremos a Pedro, valiente y fervoroso seguidor de Jesús. Es un ejemplo para los pastores y para todo cristiano.

También aquí cabe el tema de la alegría. La Iglesia alegre y gozosa y en la resurrección del Señor. El salmo nos invita a cantar y a dar gracias. Como hijos en espera de la revelación perfecta. La Iglesia que espera y ca­mina en el Espíritu. Pidamos con la Iglesia la consecución del fin. Cristo nos lleva. Conviene señalar y subrayar el objeto de la esperanza cristiana (segunda lectura). Cristo resucitado es la garantía y causa.

 

C) Eucaristía. En ella aparece Cristo dando la vida por las ovejas. «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Recordamos su muerte y participamos de su resurrección. En ella Cristo nos comunica sus dones: conocimiento, amor, vida. En ella palpamos a Dios Padre: nos en­trega a su hijo, y nosotros lo aceptamos en la fe y en el amor (Padre nues­tro). En ella nos sentimos hijos suyos y hermanos unos de otros: rebaño y edificio de Dios. En ella, Sagrado Convite, recibimos la prenda de la vida eterna: aumenta nuestro deseo y se fortalece nuestra esperanza.

3.      Oración final:

 

«Pastor bueno, vela con solicitud sobre nosotros y haz que el rebaño adquirido por la sangre de tu Hijo pueda gozar eternamente de las verdes praderas de tu Reino».

Domingo 3 de Pascua – Ciclo B

DOMINGO TERCERO DE PASCUA (ciclo B)

La escena que presenta hoy san Lucas tiene muchos puntos de contacto con la que el pasado domingo nos ofrecía san Juan: en el marco de una reunión fraternal de los discípulos, Jesús se manifiesta vivo, les convence de la realidad de su resurrección, y les confía la misión de anunciar la buena noticia a todos los pueblos. Lucas hace hincapié en el realismo de la presencia de Cristo, e insiste en dos puntos -Jesús come delante de ellos, Jesús les ilumina el sentido de las Escrituras- que nos pueden ayudar a comprender el paralelismo de esta escena evangélica con lo que hacemos los cristianos cada domingo en la celebración eucarística.

  1. 1.      Oración:

Que tu pueblo, Señor, exulte siempre al verse renovado y rejuvenecido en el espíritu, y que la alegría de haber recobrado la adopción filial afiance su esperanza de resucitar gloriosamente. Amén.

Como pueblo debemos exultar siempre, porque Jesucristo Resucitado no es solamente eso, sino que, además, es resucitador: nos ha resucitado y rejuvenecido la vida. El cristiano que celebra la pascua no puede hacer otra cosa que alegrarse siempre y ser comunicador de esa alegría.

  1. 2.      Textos y reflexión:

2.1.Lectura de los Hechos de los Apóstoles 3, 12-15. 17-19

En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: –Israelitas, ¿de qué os admiráis?, ¿por qué nos miráis como si hubiésemos hecho andar a éste por nuestro propio poder o virtud? El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo. Rechazasteis al santo, al justo y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos. Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los profetas: que su Mesías tenía que padecer. Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados.

Se trata del discurso que Pedro dirige al pueblo de Jerusalén, estupefacto ante la curación del tullido de la Puerta Hermosa. Las palabras de Pedro nos ofrecen el esquema del kerigma primitivo. El milagro, aparte del beneficio que reporta al individuo agraciado, tiene un valor de signo. Allí donde se realiza el milagro, allí se reúne la multitud. El milagro delata la presencia de Dios; llama, por eso, la atención de los que lo contemplan. Los apóstoles deben aprovechar la oportunidad que se les pre­senta para interpretar la maravilla, para explicar el milagro. Sin duda al­guna tiene un sentido; hay que explicarlo. El Nombre de Cristo es poderoso. Las maravillas surgen a su paso. Dios ha exaltado a Jesús.

 

He aquí el esquema:

Dios -el Dios que se manifestó a los patriarcas los condujo durante toda su vida, y a quienes hizo solemnes promesas- ha vuelto a realizar signos y maravillas estupendas. Esta vez en Jesús de Nazaret. Jesús es el siervo por excelencia. Siervos fueron los patriarcas, siervos los profetas. El gran Siervo, de quien ya hablara Isaías (cap. 53) es Jesús de Nazaret. El es el Santo; en él habita la divinidad. El es el Justo. Todas las figuras del Antiguo Testamento se quedan pequeñas junto a él. Él es quien cargó con nuestras faltas y pecados. El gran profeta que anunció a Dios de modo definitivo.

 

El es el Mesías, el gran Rey, el gran Señor. Debía padecer. Con sus sufrimientos debían ser curadas todas nuestras llagas y perdonados nuestros pecados. A ese Dios lo ha resucitado. He aquí la gran señal. Lo ha constituido Señor de todo. Por eso en su nombre ha sido curado este tullido que pedía la limosna. Por eso se perdonan los pecados en su nombre. El es el Autor de la vida.

 

Somos pecadores. Es parte del Kerigma. Debemos reconocer a Cristo como Mesías. Debemos reconocer que la salud nos viene de él, no de noso­tros, Por eso la conversión. Cambio de dirección. Arrepentimiento. Los genti­les deben abandonar el culto a los ídolos; los judíos deben reconocer a Jesús como Mesías.

Es curioso notar cómo sin dejar de ser culpables, aunque ignorantes, lle­varon a cabo la disposición de Dios, que Cristo padeciera. Este es el testimonio que deben proclamar los apóstoles. La Resurrección de Cristo compromete a todo hombre. Nos obliga a una conversión y a un arrepentimiento, a comenzar una nueva vida.

 

2.2.Salmo responsorial:

«Haz brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro». Es una petición de tipo general, fundada en la experiencia pasada. La confianza es firme. De Dios la luz, el resplandor, la tranquilidad, la dicha, el favor. En el fondo la maravilla de Cristo resucitado. Ello nos da tranquilidad y sosiego. Haz bri­llar tu rostro sobre nosotros, Señor.

Sal. 4,2. 4. 7. 9 R: Haz brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro.

Escúchame cuando te invoco,
Dios, defensor mío,
tú que en el aprieto me diste anchura,
ten piedad de mi y escucha mi oración.

Sabedlo: El Señor hizo milagros en mi favor,
y el Señor me escuchará cuando lo invoque.

Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha,
si la luz de tu rostro ha huido de nosotros ?

En paz me acuesto y en seguida me duermo,
porque tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo.

2.3.Lectura de la primera carta del Apóstol San Juan 2, 1-5a

Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo le conozco» y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él.

De nuevo aparece el título de justo aplicado a Cristo. Este apelativo evoca inmediatamente al justo perseguido -frecuente en los salmos de súplica y en los libros sapienciales-, al justo que muere, al siervo que da la vida por los demás, al justo, en último término, que justifica. Víctima de propiciación por todos los pecados y pecadores, aboga eficazmente por nosotros.

El cristiano no se halla inmune de todo mal, por el mero hecho de haber abrazado la fe. Su vocación lo debe mantener, ciertamente, alejado de todo pecado. Pero en realidad no siempre sucede así. También el cristiano peca, por desgracia. No desespere. Conviértase; vuelva a comenzar. El perdón nos viene de Cristo. Cristo aboga por nosotros.

La conversión dura toda la vida. La vida cristiana abarca: la aceptación plena de la persona de Cristo, como Señor y Mesías, y el seguimiento o cum­plimiento de los preceptos. A esta actitud se le llama conversión. Debe durar toda la vida. Conviene examinar nuestra conducta y ver si nuestra actitud se refiere tan sólo a la fe, especulativamente considerada, y no al segui­miento de sus preceptos. Quien no le sigue, no le conoce. Ese todavía no se ha convertido plenamente.

2.4.Lectura del santo Evangelio según San Lucas 24, 35-48

En aquel tiempo contaban los discípulos lo que les había acontecido en el camino y cómo  reconocieron a Jesús en el partir el pan. Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les dijo: –Paz a vosotros. Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: –¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: –¿Tenéis ahí algo que comer? Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: –Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mi, tenía que cumplirse. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: –Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por  Jerusalén.

Los discípulos han sido testigos de la muerte de Cristo. Lo han visto mo­rir y lo han visto sepultar. De ello están seguros todos, desde Pedro que lo negó hasta las piadosas mujeres. Precisamente ellas fueron aquella mañana del domingo a embalsamarlo. No hay duda de ello; el Señor ha muerto. El habló, en vida, de resurrección. Sin embargo, ésta no parece creíble. Puede que ni piensen en ello. Los discípulos, unidos en el amor del maestro, se en­cuentran solos, separados de él. Cristo ha muerto. Esta es la situación.

La mañana del domingo está llena de sobresaltos. Han ocurrido cosas inauditas. Las mujeres que fueron al se­pulcro, lo encontraron vacío. Allí no estaba el cuerpo del Señor. Cunde la alarma. Sigue la aparición del Señor a las mujeres. Los discípulos no creen. No son testimonio suficiente ni la confesión de las mujeres ni las palabras del Maestro, antes de morir. Así piensan también los discípulos que se dirigen a Emaús. Pero en el camino, aquel transeunte que se les une les reprende y acaban por ver en él a Cristo resucitado, precisamente en la fracción del pan. También a Pedro se le ha manifestado. Con todo, hay quien rehúsa creerlo. Es demasiado extraño para creerlo. Por úl­timo, todos son testigos de la resurrección.

Cristo se manifiesta a los suyos. Las pruebas se multiplican. El hecho se impone. Allí su figura, sus cicatrices, su voz conocida, su semblante; su participación en la comida, el recuerdo de sus palabras antes de morir, la Escritura… Todo da testimonio del hecho. La duda, la incredulidad no pueden resistir más. La realidad se impone. Los discípulos están plenamente convencidos de ella.

Sobresalen los siguientes elementos:

a) Paz a vosotros. Un saludo. Un don. Cristo trae la paz.

b) Cristo vive. Está con los suyos. Ya no estarán jamás huérfanos. Per­manecerá con ellos para siempre. De aquí el gozo y la seguridad.

c) La Escritura lo anunciaba. ¿Dónde? En su conjunto. Estaba implícita­mente en las promesas antiguas. De hecho era necesaria una inteligencia más profunda de las escrituras. Los Apóstoles la poseen ahora. La Escritura fue escrita por hombres movidos por Dios. Ahí los Apóstoles, nuevos profe­tas; ahí la Iglesia, donde Cristo el Señor vive, donde el Espíritu Santo da testimonio de verdad.

d) Los últimos versículos nos dan un compendio del kerigma primitivo. Así lo anunciaron los Apóstoles; así lo anuncia la Iglesia. Cristo ha sido consti­tuido Señor. Cristo vive; en Cristo está la salvación. Conversión aceptación completa de su persona perdón de los pecados en su Nombre.

Reflexiones para la celebración litúrgica:

En las oraciones se pide insistentemente a Dios haga permanentes en el pueblo santo el gozo, la exultación y la alegría de verse renovado y rejuve­necido. Es don que procede de la resurrección de Cristo. Dios nos ha hecho hijos de Cristo. De ahí el gozo. El Espíritu habita en nosotros. El es garantía de nuestra futura resurrección.

Dentro, pues, de la alegría pascual, donde Dios nos ha enriquecido con multitud de dones, pedimos continúe en nosotros la obra comenzada, conser­vando la alegría y manteniendo viva la esperanza en la consecución del fin.

Temas:

A) Misterio pascual. Cristo ha resucitado.

Cristo vive. Dios lo ha resucitado. De esta forma ha cumplido Dios las promesas hechas a los antiguos, comenzando desde el Génesis, pasando por los patriarcas para llegar a Cristo mismo. Jesús es el santo por excelencia. De él nos viene la santidad; santos los que les pertenecen. El es el Justo; de él la justicia. El nos justifica. El es Autor de la vida. Alejado el hombre como estaba de Dios desde el primer pecado, encuentra en Cristo su reconcilia­ción. Somos hijos de Dios, santos, justos, herederos de la gloria. La paz y el perdón de él.

B) Las tres lecturas hablan de la salvación, como procedente de Cristo. Arrepentimiento-conversión. El hombre debe volver, debe cambiar de direc­ción. La escala de valores no está ya en el mismo hombre, sino en Cristo. Hay que aceptar a Cristo y seguirle. Esa es la conversión. No hay salvación fuera de Cristo. Los pecados se nos perdonan en su nombre.

1) Hay que predicar la conversión. Está dentro del Kerigma cristiano. Se olvida con suma frecuencia.

2) La conversión dura toda la vida. El hombre debe mirar siempre a Cristo y seguirle. Está siempre convirtiéndose.

3) El cristiano es un hombre que debe luchar siempre contra el pecado. En Cristo se nos perdonan los pecados. Debemos acudir a él siempre que nos sintamos pecadores.

4) Juan da la señal de si estamos unidos o no a Cristo: el cumplimiento de sus mandamientos. Muy importante.

C) Estamos en camino, somos conscientes del don recibido. De ahí el gozo y la alegría. Pero nos queda todavía camino. Por eso la esperanza. Pedimos que Dios nos conceda el gozo perfecto: la resurrección eterna. El cris­tiano es hombre de esperanza, rebosante de gozo, pero en lucha con el pecado. Dios resucitando a su Hijo ha resucitado a los hombres.

3. Oración final:

Me asomaré al sepulcro, Señor. Como Pedro, que te negó como yo tantas veces te niego, entenderé que, mucho nos ama Dios, cuando desea para mí VIDA ETERNA, cuando, me freno para no llegar a la hora del alba, y dejo que la Resurrección no sea primera noticia en mi vida.

Me asomaré al sepulcro, Señor. Y, si por lo que sea, en la nada sigo sin ver nada, haz que recuerde aquello a lo que tantas veces me resisto: que has resucitado entre los muertos, que vuelves para devolvernos a la vida, que resucitas para que seamos semilla de eternidad.

Me asomaré al sepulcro, Señor. Y, entonces, sólo entonces, me alegraré de haberlo encontrado vacío, con vendas y sudario por el suelo, pues, al asomarme y ver todo eso, estaré intuyendo lo que me aguarda en el futuro: ¿Tú has resucitado? ¡También yo resucitaré, Señor! ¡Gracias, Señor!

¡ALELUYA! ¡HA RESUCITADO!

Domingo 2 de Pascua – Ciclo B

DOMINGO SEGUNDO DE PASCUA CICLO B

El primer día de la semana, y de nuevo el día octavo, o sea, siempre en domingo, la comunidad apostólica experimentó la presencia de su Señor, primero sin Tomás y luego con él, y «se llenaron de alegría». El Señor les dio su Espíritu, les envió como el Padre le había enviado a Él, les dio el encargo de la reconciliación.

 

1.      ORACIÓN:

 

Dios de misericordia infinita, que reanimas la fe de tu pueblo con el retorno anual de las fiestas pascuales, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido. Por Jesucristo..

 

         2. Textos bíblicos y comentario:

2.1. Primera Lectura: Hch 2,42-47

 

En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y Dios los miraba a todos con mucho agrado. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno.

 

Nos encontramos ante un «sumario», semejante a 2,42-47. Así lo llaman los especialistas. Lucas nos pinta la vida de la primitiva comunidad con un par de pinceladas que la ca­racterizan. El pensamiento  arranca de atrás, de los versículos 30-31. Se ha «reunido» la asamblea, ha «orado» en común, ha «llenado» a los presen­tes el Espíritu Santo, se ha visto «sacudido» el edificio, han comenzado a «predicar» los apóstoles. A partir del último versículo 31, el tiempo del verbo permanece en «imperfecto». Lo rompe el «caso» de Bernabé (36). No es, pues, un «momento», un acontecimiento aislado. Es una repetición de hechos, una acción continuada. Es un «carácter». La primitiva comunidad «era» así. Toca el «ideal». Y como ideal luminoso para todos los tiempos se ha eterni­zado en la palabra de Dios.

Son creyentes y son multitud. Y la multitud es variopinta: distintas cla­ses sociales, diversos países, varias lenguas. Reina la unidad más profunda: un mismo sentir y un mismo pensar. Un solo corazón y una sola alma. Sin divisiones, sin desgarramientos. Una fuerza superior centrípeta los aúna y compenetra en torno a Jesús. Un querer, un pensar, un obrar Hasta la pro­piedad privada recibe el impacto de una ordenación a lo común. Con entu­siasmo, con libertad. Así de gigante irrumpía el Soplo de lo alto, así de apremiante el fuego de su amor. Con las manos unidad y entrelazados lo brazos. Se sostenían unos a otros, sin que nadie se viera en situación de pa­sar necesidad. Fuerza poderosa de cohesión. Pero la fuerza iba también ha­cia fuera. Fuerza de expansión. Los apóstoles daban testimonio de la resu­rrección de Jesús con audacia y «libertad». Son los «profetas» de la nueva creación. El Espíritu sostiene la debilidad del hombre predicador y mantiene abierta la sed del oyente. El lanza con vigor la semilla y él fecunda el campo que recoge. La palabra del apóstol, en el Espíritu Santo, se mostraba pode­rosa: operaba maravillas externas e internas, milagros y conversiones. Así será por siempre. La iglesia dispondrá, de ahora en adelante, de una pre­ciosa «libertad» interna que la capacitará para la empresa. No es de extra­ñar que la comunidad gozara de ascendiente. Las gentes la admiraban. Al fin y al cabo, era un portento. Y había gestos heroicos para situaciones ex­cepcionales. Había quien vendía todo para socorrer a los necesitados. Se desprendían voluntariamente y libremente de la «sagrada» herencia familiar para mantener viva la nueva familia que les había tocado en gracia. El bien común se miraba y valoraba por encima del bien personal. Fue una época de gran fervor. El Espíritu hizo tal maravilla. No parece, sin embargo, que tu­viera gran repercusión en las demás comunidades. Estas, a pesar de ejerci­tar la caridad con magnanimidad, no llegaron a esa altura. La comunidad de Jerusalén se encontraba en especiales circunstancias. Veremos a Pablo que hace frecuentes colectas para socorrer a sus miembros. También ello era acción del Espíritu Santo. Esta estampa, como «ideal», ha ejercitado du­rante la historia de la Iglesia poderoso influjo sobre fundadores y reformado­res. Pensemos tan solo en san Agustín.

 

2.2. Salmo responsorial:

 

Salmo de acción de gracias. El estribillo, con la primera estrofa, da la tó­nica: acción de gracias. Sonora, jubilosa, exultante. Comunitaria, universa: toda la asamblea santa. Díganlo todos, cántenlo todos, divúlgenlo todos. Is­rael, Aarón, fieles: ¡Dios ha intervenido! ¡Es eterna su misericordia!

La iglesia se congrega, de fiesta, en el día de la Fiesta del Señor. Del Se­ñor que con su poder ha instituído la Fiesta. Porque la Fiesta es obra del Señor. Y la obra del Señor es el Señor obrando. Obrando maravillas. Y ma­ravilla de maravillas es su resurrección gloriosa. Gran actuación, soberbia manifestación de poder. Cristo que, muerto, surge a la vida; que, sepultado, escapa a la tierra; que, desechado, se presenta Elegido; que, castigado, se levanta triunfante; que, mortal, resplandece inmortal para siempre. Elegi­dos en él, muertos con él, resucitaremos con él. Lo recordamos y celebramos en la Fiesta; lo cantamos, lo aplaudimos, lo vivimos en pregusto. Alegría y alborozo. No hemos de morir, ¡viviremos! La Diestra del Señor es poderosa; la Diestra del Señor es excelsa. Ha comenzado el Milagro patente. Dad gra­cias a Dios, porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

 

Sal 117, 2-4. 16ab-18. 22-24
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. Diga la casa de Aarón: eterna en su misericordia. Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia.

La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor. Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte.

La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo Ya hecho, ha sido un milagro patente. Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.

2.3. Segunda Lectura: 1 Jn 5,1-6.

 

Queridos hermanos: Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.

 

La caridad proviene de Dios:«Dios nos amó primero» (4,19). Se ha mani­festado espléndidamente en el envío de su Hijo (4, 9-10). El amor de Dios se recibe en la fe. La fe es la respuesta del hombre al amor de Dios: aceptación vital de amor que Dios nos profesa en su Hijo. La fe tiene, en éste más que en ningún otro texto, un sentido complexivo, pleno: obediencia a Dios y reco­nocimiento práctico de su presencia en el prójimo. Quien cree en Jesús, y creer es hacer lo que él hace, es hijo de Dios, ha nacido de Dios.

 

El amor de Dios es un «don». Un «don» sobrenatural, concedido en Cristo. Como tal nos capacita para amar a Dios de forma semejante, guardadas las distancias, a como Dios nos ama. Toma la forma de «obediencia», como en Cristo, y nos lanza, como en él, a dar la vida por los hermanos, en forma de «entrega». No en vano recomendó Jesús: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Es el mandamiento radical del cristianismo. El amor al pró­jimo-hermano está dentro del amor de Dios, es su expresión vital, pues en el prójimo-hermano habita Dios con su amor. El amor así entendido y la fe así vivida vencen al mundo, como venció al mundo el amor de Cristo, obediencia total al Padre y entrega total por los hermanos. Así se entiende que nos lla­memos y seamos «hijos» de Dios, pues habita y actúa en nosotros. La filiación se considera, por tanto, de forma dinámica: odio al odio y enemistad con el pecado. Toda una vida de amor. Que por ser de tal amor -amor de Dios- vence a la muerte y supera las tinieblas. Como en Cristo Jesús. ¿No es el pe­cado del mundo falta de fe en Cristo, amor del Padre, y ausencia de amor a los «hermanos»? La fe del cristiano vence al mundo.

 

Jesús aparece en este edificio divino como pieza imprescindible. En Jesús somos hijos, en Jesús nos engendra el Padre. Tocamos en él la misma vida trinitaria. Jesús es, por tanto, objeto de fe: confesamos y proclamamos que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías, la causa de nuestra salvación por su muerte. El autor recuerda su paso por este mundo, como Verbo Encarnado: Bautismo (agua), consagrado Siervo; Muerte expiatoria (sangre). No se puede confesar la una sin la otra, ni a Jesús sin alguna de las dos. La Iglesia da testimonio perenne de este misterio en virtud del Espíritu Santo. Y el tes­timonio revela la presencia del Espíritu Santo en la iglesia.

2.4. Tercera Lectura: Jn 20,19-31

 

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
-«Paz a vosotros.» Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.» Pero él les contestó: – «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.» A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.» Luego dijo a Tomás: – «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.» Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.» Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

 

Dos preciosas escenas, unidas entre sí externamente por la figura de To­más. Internamente por la de Jesús, figura central. Cada una de ellas con un centro de interés propio. Interés cristológico y eclesiológico. Jesús resucitado vive en la Iglesia y la Iglesia vive en Jesús. Jesús resucitado abre poderoso el futuro y la Iglesia corre hacia él para revelar al Revelador del Padre. Primera conclusión del evangelio.

 

Es el día primero. El día, que por el acontecimiento, resulta ser el más grande, el Primero. El Día del Señor, creador y redentor. El Día de la Resu­rrección. La luz ha madrugado resplandeciente y creadora. Los discípulos, como grupo, «duermen» todavía. Han oído hablar a la Magdalena. Pedro y el «otro discípulo» han «visto» la maravilla del sepulcro vacío. Pero no han «visto» a nadie. El grupo no «ve» todavía. Y como no ve, tiene miedo. Y como sienten miedo, se cierran por dentro y permanecen juntos. Faltaba la fe ro­busta.

 

Jesús se puso en medio. Jesús constituye el centro y la vida de la Iglesia de todos los tiempos. Jesús, en el centro, disipa las dudas y ahuyenta los miedos. Jesús Resuci­tado, lleno de luz y de fuerza, infunde seguridad y firmeza. Jesús irradia alegría. Sin Jesús en el centro no existe la Iglesia, ni la seguridad, ni la fir­meza ni la alegría.

 

Jesús saluda con la paz. Jesús trae la paz. Es un saludo cordial. Por ser de Jesús resucitado, un saludo doblemente significativo y eficaz. Es la paz del resucitado. Paz de Dios que  alarga hasta la vida eterna. ¡Jesús ha re­sucitado! Allí sus manos, allí su costado: las cicatrices sagradas que testi­monian la obra redentora. No es solamente el Jesús vivo, sino el Jesús vivifi­cante. El cordero que murió por los pecados, el Hijo que se entregó por amor hasta la muerte. Seguridad y alegría que se levantan, por encima del Jesús «vivo», al Jesús, Señor y Dios de la confesión de Tomás. La Iglesia recoge tan precioso saludo. Muestra su alegría y satisfacción. Nadie se las podrá arrebatar, como nada ni nadie podrá impedir ni arrebatar a Jesús su estado y poder de resucitado.

 

Vuelve a sonar la «paz». Más honda, más trascendente, más divina. Apunta a una comunicación misteriosa e indecible de Jesús. Jesús, la Paz, se entrega como «paz» a los suyos para todos los tiempos. Jesús, enviado del Padre, envía. Jesús, redención de Dios, confiere el poder de perdonar. Sos­pechamos lo que encierra el título de Enviado. Por una parte indica la unión íntima e inefable con Dios en la propia naturaleza: relaciones trinitarias. Por otra, respecto al mundo, señala la «misión» de revelar al Padre. La «misión» cumplida -Jesús exaltado- implica el poder de cumplir la «misión» a través de todos los tiempos. El Verbo, que nace del Padre, y Encarnado asume la «misión» salvadora de este mundo, se alegra, en virtud de su resurrección, en la «misión» que confía a los suyos, hasta el fin del mundo. Los discípulos reciben la misión de Jesús y gozan de ella: en su nombre y en su poder, que es el nombre y el poder del Padre, pueden y deben continuar la obra de Je­sús. Jesús resucitado ha sido transformado; Jesús enviado, ha sido investido de todo poder. Los discípulos reciben el poder de Jesús que los trasforma y capacita para dar la paz, para “revelar” al Padre, para en él, Jesús, conti­nuar su obra. He ahí la fuerza trasformante que exhala la boca del resuci­tado: el Espíritu Santo. El aliento de Jesús, el amor del Padre. Como aliento, fuerza creadora; como amor, perdón y paz. Es la fuerza para creer, es la fuerza para perdonar, es la fuerza para revelar al Padre que ama. Es la obra de Jesús, es la obra de la Iglesia.

 

Tomás no se encontraba allí. Tomás no acepta el testimonio de sus com­pañeros. Tomás no cree. Tomás exige, para creer, “ver” personalmente a Je­sús. Y no de cualquier manera. Tomás “tiene” que tocar por sí mismo al Je­sús muerto en la cruz: palpar las llagas de sus manos y de su costado. Y Je­sús le da la oportunidad. Y le recrimina su falta de fe. Jesús bendice la fe. La Iglesia vivirá de la fe. He ahí su “bendición” y bienaventuranza. La Iglesia vive de la palabra de Jesús y del testimonio de los apóstoles. Ahí descasa todo el edificio. Edificio sostenido por la acción del Espíritu Santo. La iglesia que vive de la fe delata la presencia de Dios salvador.

 

Tomás “ve” a Jesús. Ve y “cree”. Y como creyente, confiesa confundido: “Señor y Dios mío”. Señor y Dios. Intuición profunda y certeza del carácter divino de Jesús. La resurrección lo ha manifestado. A Jesús resucitado se llega por la fe. La iglesia debe predicarla y en su acción facilitarla. Dios opera por dentro. Jesús es Señor y Dios nuestro.

Reflexión:

 

A) Jesús ha resucitado. Este es el hecho. No es una invención. Es una rea­lidad. Ahí el testimonio de Juan, de Pedro, de la Magdalena, de Tomás, de los discípulos… Ahí el testimonio de toda la iglesia hasta nuestros días. Tes­timonio rubricado en sangre.

 

Jesús vive. Coronado de honor y de gloria. Poderoso, sentado a la diestra de Dios omnipotente. Su gloria es la divina, su poder el de Dios. Es el en­viado del Padre par todas las gentes y para todos los tiempos. Es el centro de las edades. Irradia, como precioso abanico, prerrogativas divinas y su­blimes realidades. Es la paz y trae la paz. Paz que se alarga hasta la vida eterna. En él encontramos la paz con Dios, la paz de Dios, encontramos a Dios. En él se comunica el Padre y en él nos comunicamos con Dios. Fuente de gozo, causa de alegría. Jesús resucitado es el Jesús que murió por noso­tros. Con su muerte alcanzó el perdón, con su entrega, el don del Espíritu Santo. La iglesia se reúne en torno a él y lo celebra y confiesa: “Señor y Dios mío”. Gritemos, cantemos, alabemos, demos gracias a Dios. El salmo nos in­vita incontenible. Es nuestra Fiesta, la Fiesta del Señor. Se hace imprescin­dible la “contemplación” del misterio. Las palabras se declaran impotentes de expresarlo.

 

B) El Espíritu Santo. Es el don de Jesús resucitado. La paz y el perdón los frutos más preciados. Recordemos la caridad y la fe con su multiplicidad de matices. La lectura segunda se extiende en ello. La presencia del Espíritu demuestra la verdad de la Resurrección de Jesús. Y testimonia la presencia de Jesús en su Iglesia. Tanto el individuo como la comunidad cristianos vi­ven en virtud de su fuerza.

 

C) La Iglesia. La Iglesia es obra de Dios. La Iglesia continúa la obra sal­vadora de Jesús. De él recibe el poder y la fuerza, de él la «misión» de reve­lar al Padre. Expande la paz y procura el perdón. Paz que el mundo no puede dar y perdón que los hombres no pueden por sí mismos conseguir. Esa es su misión y no otra. Para ello el Don de lo alto. El Espíritu Santo la dirige y gobierna, la vivifica y sostiene. Dispuesta a correr la historia hasta el fin, Dios le ha concedido en Cristo su propio Espíritu.

 

La Iglesia revela a Dios creador y salvador: a Dios-padre bueno que ama al hombre. La Iglesia se esforzará en predicarlo, en confesarlo, en practi­carlo. La Iglesia es, dentro de los límites humanos, expansión del amor de Dios a los hombres. Su principal virtud y forma de vida ha de ser la «caridad». La Iglesia vive de amor. La Iglesia ama a Dios y ama a los hom­bres como ve y encuentra que Jesús los ama. La primera y segunda lectura nos lo recuerda.

 

La Iglesia, que se esfuerza por amar al Padre, se esmera por amar al Hijo. La Iglesia proclama la Resurrección del Jesús. La confiesa y la cele­bra. Aclama a Jesús como Señor y Dios, como Dios y como hombre verda­dero. Se adhiere a él con todas sus fuerzas. Toda para él, como él todo fue para ella. Obediente al Padre como Jesús, entregada a los hombres como su Señor. Fe robusta y amor sincero. La Iglesia favorecerá la acción del Espí­ritu Santo. Propugna la paz cristiana y el perdón divino. Se prepara la «visión» en una vida de profunda fe y de encendido amor.

 

La Iglesia ama a sus hijos. Sus hijos la componen. La primera lectura nos ofrece la bella imagen de los hermanos unidos. Conviene detenerse en esto. Amor práctico y real con los necesitados. Es la Familia de Dios, es el Cuerpo de Cristo. El que ama a Cristo ama a los hermanos. La estampa nos invita a una revisión y reforma.

 

  1. ORACIÓN FINAL

Padre resucitado, que sienta la paz que me muestras,
Que no se cierren mis “puertas” por el miedo,
Que me aferre al Espíritu que me regalas,
Para vivir intensamente el compromiso de sentirme enviado…
Señor mío y Dios mío, perdona mis debilidades, mis dudas, mis temores…
Porque aun siendo a veces como Tomás, deseo buscarte, estar contigo…
Porque aunque me encierre en mis silencios o en mis ruidos, en mis comodidades o en mis ocupaciones…
Tú sabes cómo entrar en mi vida, como hacerla distinta, como insuflar aire en mis vacíos y oxigenar mi alma endurecida.
Que el Espíritu renovado de la resurrección,
Nacido de la victoria sobre la muerte y alimentado por el Amor más generoso…
Impulse mi fe, mi permanencia en Ti, y aliente el ánimo modesto de quien quiere quererte, seguirte y responderte, Padre…

Tu Amor es mi paz, mi paz es tu perdón, y tu perdón es mi camino de testimonio al amparo de tu Fuerza.

AMEN