Domingo 26 del Tiempo Ordinario – Ciclo B

DOMINGO VIGÉSIMO SEXTO DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO B

 

Las lecturas de este domingo tienen una enseñanza muy clara. En la primera, tomada del libro de los Números, Moisés el líder de Israel, ante el agobio que siente por la tarea de formar y conducir a su pueblo a través del desierto, decide repartir parte de su espíritu distribuyéndolo entre un grupo de ancianos para que le ayuden en su misión. Pero enseguida recoge las acusaciones contra alguien que está profetizando en su nombre sin ser elegido, pero Moisés lejos de enojarse, exclama: ¡Ojala todo el pueblo de Israel fuera profeta! El evangelio, parece dar un paso más en esta misma línea. Jesús, también escucha a sus discípulos escandalizados por la conducta de alguien, “que no es de los nuestros”, pero que está expulsando demonios y les dice: No se lo impidáis. Quien no está contra nosotros está con nosotros. La enseñanza de Jesús es muy clara, si le seguimos debemos estar abiertos a todo lo bueno y positivo que está presente en el mundo, porque siempre es un signo profético, siempre será una manifestación del amor de Dios venga de donde venga.

  1. 1.      Oración inicial:

Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia, derrama incesantemente sobre nosotros tu gracia, para que, deseando lo que nos prometes, consigamos lo bienes del cielo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

  1. 2.      Texto y comentario

2.1.Lectura del libro de los Números 11, 25-29

 

En aquellos días, el Señor bajó en la nube, habló con Moisés y, apartando algo del espíritu que poseía, se lo pasó a los setenta ancianos. Al posarse sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar en seguida. Habían quedado en el campamento dos del grupo, llamados Eldad y Medad. Aunque estaban en la lista, no habían acudido a la tienda. Pero el espíritu se posó sobre ellos, y se pusieron a profetizar en el campamento. Un muchacho corrió a contárselo a Moisés: —«Eldad y Medad están profetizando en el campamento.» Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, intervino: —«Señor mío, Moisés, prohíbeselo.» Moisés le respondió: — «¿Estás celoso de mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!»

 

Dios quiere aligerar la carga de Moisés. Dios dispone hacer partícipes del «espíritu» de Moisés a 70 ancianos que colaboren con él en el gobierno de pueblo tan reacio y díscolo. El «espíritu» de Dios es amplio y generoso, es fuerza y luz. Irrumpe en los 70 ancianos y les impulsa a profetizar. Surge la sorpresa y el recelo. Josué, por ejemplo, a pesar de su buena intención, no asimila el acontecimiento. Se indigna, movido por el celo. Josué quiere impe­dirlo. Moisés apacigua su sentimiento. Las palabras de Moisés reciben el peso del pasaje. ¿Quién es él, Moisés, siervo de Dios, para impedir la manifestación graciosa de su Señor? Dios multiplica su acción, alarga y extiende la fuerza de su «espíritu». No es para entristecerse; es para alegrarse. Moisés no ve en la intervención de Dios algo así como un recorte a su misión o a su personalidad. Todo lo contrario, Moisés exulta con el Señor: es una extensión maravillosa de la salvación de Dios. Lejos de él la envidia o el celo estrecho y raquítico. Más bien alegría y gozo. Hermoso pensamiento y postura ejemplar. Moisés no va contra Dios; Moisés sirve a Dios. Por contraste, podríamos recordar a Jonás que se la­menta de la conversión de los ninivitas. Espíritu mezquino y corazón estre­cho. Dios es amplio, generoso y liberal. ¿Quién osará limitar o condenar un proceder tan bueno y misericordioso?

 

 

2.2.Salmo responsorial Sal 18, 8. 10.12-13.14 (R/.: 9a)

 

Salmo de alabanza en su conjunto. La segunda parte, de la que se han tomado aquí los versículos, es un canto a la Ley. Dios es maravilloso y grande en sus obras: la creación, por una parte; la Ley, por otra. La Ley revela la voluntad de Dios, su sabiduría, su bondad. La Ley, expresión de la voluntad salvífica de Dios, es objeto de contemplación, de paladeo. Debemos contem­plar y saborear el contenido de la Ley del Señor. La Ley alegra el corazón del hombre. Es la experiencia del salmista y de Israel. Busca en la Ley tu alegría y se llenará de gozo tu corazón.

La Ley refleja los atributos divinos: santa, pura, dulce, perfecta… Es un don precioso que debemos estimar y gustar. Es la expresión del amor pater­nal de Dios a los hombres. La Ley prescribe y orienta. Como prescripción, obliga; como orientación, dirige y anima. Pero ¿quién puede gloriarse de cumplirla a la perfección? ¿Quién se acomoda debidamente al querer bonda­doso de Dios? Por más que se esfuerce, siempre encontrará el hombre defi­ciencias. Por eso, humildad, respeto, reverencia, petición. Para cumplir la Ley necesitamos la ayuda divina. El peor mal es la arrogancia. Ella des­truye las relaciones filiales con Dios. El salmista pide a Dios aleje de él mal tan tremendo. El Señor tenga a bien escuchar su oración. Pidamos con él. Cristo es nuestra Ley. Cristo desborda el salmo en todas direcciones.

 

R/. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

 

La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. R/.

 

La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. R/.

 

Aunque tu siervo vigila para guardarlos con cuidado, ¿quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta. R/.

 

Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado. R/.

 

2.3.Lectura de la carta del apóstol Santiago 5, 1-6

 

Ahora, vosotros, los ricos, llorad y lamentaos por las desgracias que os han tocado. Vuestra riqueza está corrompida y vuestros vestidos están apolillados. Vuestro oro y vuestra plata están herrumbrados, y esa herrumbre será un testimonio contra vosotros y devorará vuestra carne como el fuego. ¡Habéis amontonado riqueza, precisamente ahora, en el tiempo final! El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en este mundo con lujo y entregados al placer. Os habéis cebado para el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste.

 

Por las lecturas de estos domingos atrás, nos hemos acostumbrado ya un tanto al lenguaje de Santiago. Lenguaje incisivo, cortante y hasta mordaz. Santiago ama, para producir mayor impacto, las situaciones extremas, que, no por ser extremas, dejan de ser reales. Situaciones escandalosas, indig­nantes; situaciones que arrancan de nuestros labios expresiones como «abominable», «horrendo», «clama al cielo»… Puede parecer crudo; pero es que la realidad, por desgracia, también es cruel y cruda.

Santiago se encara esta vez con los ricos de corazón endurecido. ¡Ay de ellos! El juicio que les espera, ya en marcha, es para hacer temblar estrepi­tosamente al más insensible. Distingamos dos momentos:

1) Versículos 1-3. El juicio de Dios se acerca y con él el castigo severo. San­tiago se hace eco de los ayes de Cristo el evangelio. Lucas los trae en bloque como reverso de las bienaventuranzas. Son en realidad una maldición; una maldición en boca de Dios. El juicio de Dios ya ha comenzado. No hay que esperar al último momento para oír la sentencia. Cristo ha condenado ya, como indigno del hombre y fuente de crímenes, el afán desmesurado de po­seer y disfrutar. La resurrección de Cristo señala el comienzo de ese juicio, que recibirá su expresión definitiva cuando venga como Señor a juzgar a to­das las gentes. Allí el lamento baldío y el rechinar de dientes. ¡Ay de voso­tros los ricos! Ya podéis comenzar a gemir ahora. La sentencia ha sido ya pronunciada.

Con la Resurrección de Cristo ha comenzado el mundo nuevo y, con él, la vigencia de los auténticos valores que cuentan delante de Dios. Aparecen como «antivalores», por contraste, todo lo que se opone al reino de Dios: codi­cia, avaricia, afán de poseer, de gozar, de cifrar en el deleite de este mundo todas las aspiraciones humanas. Es la postura de aquellos a quienes po­dríamos llamar «ateos» prácticos: comidas, bebidas, sensualidad, lujuria… Y todo ello a toda costa, cueste los que cueste. Con esas aspiraciones van pare­jos otros «antivalores»: prestigio mundano, aprecio, influencias, poder… como deificación personal. Es demasiado real y numeroso el grupo de adora­dores de este mundo para pasarlo por alto. La misma comunidad cristiana puede resentirse de semejantes flaquezas.

Las riquezas amontonadas, sin ningún empleo benéfico que permitiera «revalorizarlas», se han cubierto de orín y polilla, se han podrido. Se las ha comido el tiempo. También va devorando el mundo tan ficticio – «real», dicen ellos – en que viven. ¿Qué queda ahora de lo que ya «disfrutaron»?. El re­cuerdo de un placer inacabado y, sobre todo, una tremenda acusación insos­layable: han malgastado la vida. ¡Necios! Todo se les ha ido de las manos, y ahora se vierten sobre ellos, implacable, la ira voraz de Dios. Es para llorar y gemir. ¡Ay de aquél que pone su confianza en este mundo! A uno le viene a la mente la imagen de la casa construida sobre arena. El desplome va ha ser ruidoso. ¡Y viven tantos así!

2) Versillos 4-6. La idolatría de los antivalores implica, por naturaleza, una conducta grosera, injusta y cruel. Pobres los que se encuentren a tiro. Santiago piensa en los grandes terratenientes de su tiempo, probablemente paganos, que no respetan los derechos humanos más elementales de sus de­pendientes. El engaño abusivo, la explotación cruel y sanguinaria, los jorna­les reducidos y retardados, los juicios injustos, la venalidad de los jueces, la extorsión, las acusaciones sin fundamento, el miedo, el terror, el pánico de los súbditos están a la orden del día. Ricos sin escrúpulos, egoístas, dispues­tos a disfrutar desenfrenadamente de los placeres de la vida, no se paran ante nada ni ante nadie, ni siquiera ante el asesinato. Clama al cielo. No se imaginan lo que les espera. ¡Ay de ellos, pobres y miserables! Ignoran que tras aquéllos oprimidos se levanta el brazo justiciero del Dios Altísimo. ¿Quién los librará de su ira?. Dios saldrá en defensa de los pobres y oprimi­dos. Podemos vislumbrar al fondo a Jesús, el Justo Paciente de Dios.

 

 

2.4.Lectura del santo evangelio según san Marcos 9, 38-43. 45. 47-48

 

En aquel tiempo, dijo Juan a Jesús: —«Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros.» Jesús respondió: —«No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Y, además, el que os dé a beber un vaso de agua, porque seguís al Mesías, os aseguro que no se quedará sin recompensa. El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno, al fuego que no se apaga. Y, si tu pie te hace caer, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies al infierno. Y, si tu ojo te hace caer, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.»

 

Nos encontramos ante texto heterogéneo. Procedamos por partes. El indignado Juan ofrece el primer cuadro. Juan ha observado cómo un «extraño» al grupo, un desconocido, curaba a los posesos. A Juan se le antoja un atrevimiento. Lleno de celo se lo prohíbe. Juan, hijo del trueno lo llamará Jesús por su impetuosidad, cree ver en aquella actividad una «lesión» de los derechos del Maestro. ¿Con qué derecho se atrevía aquel extraño a lanzar los demonios en nombre de Jesús? El exorcista aquel no era del grupo, y por tanto no tenía ningún derecho.

Postura muy «humana». Pero no «cristiana», no de Cristo. Así se lo hace ver el Señor. ¿Cómo puede uno curar posesos en «nombre» de Jesús sin estar convencido de alguna forma del poder y fuerza de ese «nombre»? ¿Y quién puede actuar en ese nombre sin tener fe en él? La actividad portentosa de ese exorcista está gritando, al menos por las obras, su fe en Cristo. En reali­dad es uno de los suyos, por más que no aparezca así. No hay por qué sentir indignación y exagerado celo. Más bien hay que alegrarse: ¡El poder del diablo se desmorona!

El versículo 41 presenta otro pensamiento. Sirve de enlace con lo que sigue. Jesús y los «suyos» forman una unidad, pensamiento que se adivinaba en el cuadro anterior. En eso tenía razón Juan. Los «suyos» continúan su obra, obra de salvación. Cualquier servicio, por insignificante que sea, hecho en favor de estos sus discípulos, por ser sus discípulos, no quedará sin recom­pensa. Dios lo tendrá en cuenta; pues, en último término, el servicio prestado va dirigido a Dios. Cuando, pues, en el juicio, Dios levante la mano para dic­tar sentencia irrevocable, la atención que se ha tenido con los suyos la incli­nará sensiblemente: se convertirá en bendición. ¿Cabe mayor bendición que la última y definitiva?

El cuadro tercero, compuesto también de sentencias, se une al segundo y al primero mediante la expresión «creen en mi», equivalente a «en mi nom­bre». El término «pequeño» está cargado de consideración y afecto. ¡Ay de quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en Jesús! Más le va­liera… «Pequeños» se extiende más allá del círculo de los inmediatos apósto­les y discípulos. Son los humildes, los pobres, los insignificantes fieles de Je­sús. Alguien puede con su conducta malograr la obra de Cristo, en otras pa­labras, la obra de Dios, alguien puede ser causa de tropiezo para los senci­llos; alguien puede destruir su fe en Jesús. ¡Ay de él! No hay nada que pueda compararse.

El tema del «escándalo» ha arrastrado consigo los versículos siguientes. Pero ya no se trata del escándalo a otros. Se trata más bien del daño que uno puede hacerse a sí mismo. Las expresiones de Jesús son radicales y ta­jantes, sin paliativos ni concesiones. Todo esfuerzo, toda renuncia es poca, para conseguir la salvación. No se trata de cortarse la mano, o serrarse el pie, o sacarse el ojo, si nos estorban para llegar a Dios. Mientras quede el corazón, todo será en vano. ¡Hay que cambiar el corazón! ¡Hay que cambiar de postura, hay que cambiar de modo de ver las cosas, hay que adquirir una nueva forma de ser! Por más que un cambio así nos arranque las entrañas -es el sentido de las imágenes. El reino de Dios está sobre todo ¡Un corazón nuevo y un Espíritu nuevo! Eso es lo que necesitamos. Para vivirlo no hemos de reparar en esfuerzos. Radicalidad y santo temor.

Reflexionemos:

Jesús afirma en el evangelio: El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Menos optimista resulta la sentencia que trae Mateo con ocasión de la disputa sobre Beelcebú: Quien no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama (Mt12, 30) ¿Con cuál de las dos sentencias nos quedamos? Por supuesto que con las dos. Cada una a su debido tiempo y en su debido contexto. Ambas revelan una gran verdad. Hoy nos interesa la primera. Nos invita a reflexionar. La lectura primera nos acompaña.

a) Josué y Juan representan, dentro del grupo fiel, la actitud demasiado «humana» respecto a los dones de Dios. Dios es liberal, Dios es generoso, Dios derrama en todas direcciones y a todos los vientos los dones de su gra­cia. Para Dios no hay fronteras de ninguna clase; Dios lo abarca todo. Hasta en las personas más insignificantes o más alejadas del grupo oficial de se­guidores, y de la forma más insospechada puede uno, con frecuencia, admi­rar el rastro hermoso que dejaron sus manos benéficas. Encontramos flores y florecillas hasta en los lugares más inhóspitos y rústicos; no solo en los jardines e invernaderos. Y todas son hermosas, y todas proceden de Dios. El ojo «cristiano» ha de saber apreciarlas y admirarlas: son de Dios. No debe­mos sentir menosprecio, indignación o celo mal entendido porque no están en «su lugar»; todo lo contrario, alegría, admiración y alabanza. Todas adornan el «campo» de Dios, que es el mundo entero.

Se trata de la en otro tiempo debatida cuestión de la existencia y valor de talentos, dones y bienes que viven y crecen fuera de la Iglesia oficial, fuera del Cristianismo. La sentencia de Cristo es iluminadora. Todo lo bueno viene de Dios y a Dios conduce. Nosotros nos alegramos del Dios bueno que ben­dice a todos de forma admirable. Si no están contra nosotros, contra Cristo, están con Cristo, con nosotros. El campo de Dios se alarga hasta los confines de la tierra. La Iglesia, el Cristianismo, rebosa así, bien entendido, sus pro­pias fronteras. ¿Qué actitud tomamos respecto a este asunto? Todo lo bueno que existe, se encuentre donde se encuentre, ha de ser admirado, respetado y aplaudido: allí está Dios, nuestro Dios. Lejos de nosotros la envidia o el celo descompuesto. Moisés y Jesús nos dan un buen ejemplo. Habría que te­nerlo en cuenta al hablar de las religiones no cristianas.

b) El tema del escándalo podría ser el segundo punto de reflexión. ¡Ay del escandaloso! San Mateo es más expresivo al hablar del escándalo dado a los «pequeños». Al escandaloso habría que arrojarlo, allá en alta mar, a lo más profundo del abismo, como algo podrido, como algo pestilente y asqueroso, desecho de la humanidad. Todo cuidado para evitar el escándalo es poco. El escandaloso destroza la obra de Cristo, la obra de Dios. Hace inútil y des­preciable la muerte de Cristo y su resurrección gloriosa; ¡pisotea la sangre de la Nueva Alianza! El justo Juez no puede olvidar tamaña injuria. Nada ni nadie justifica el escándalo; ni la salud, ni la vida, ni la fama, ni el poder, ni el dinero, ni nada. El escándalo es obra diabólica, y con el diablo no hay mi­sericordia ni compasión; es el reino opuesto a Dios. ¡Ay, pues, del escanda­loso!

El cristiano tiene que vivir la vida nueva. Se le ha concedido un corazón nuevo. Debe ejercitar los sentimientos correspondientes y fomentar su ex­pansión. Debemos trabajar, y pedir, por un corazón «cristiano» que sienta y vibre como el corazón de Cristo. Todo esfuerzo es poco para conseguir la sal­vación. No cabe un «más o menos»; es todo, y todo significa todo. Hay que sacrificarlo todo, si en ello nos va la salvación. Habrá casos en los que se nos exija algo extraordinario. No debemos asustarnos. Para ello la virtud de la fortaleza. ¿Pedimos a Dios nos la conceda? ¿Nos ejercitamos en ella? ¿Estamos dispuestos a que se nos corte la mano o se nos hunda en la infamia por amor a Cristo y a su Iglesia? Conviene reflexionar sobre ello.

c) Al hablar del corazón «nuevo» viene a la mente, por contraste, el cora­zón de «piedra». Podemos recordar a este respecto las amenazas de San­tiago. ¡Ay de los ricos de corazón endurecido! Corazones groseros, corazones duros, corazones crueles y escandalosos. ¿Cuál es nuestra postura ante ellos? Conocemos el fin que espera a los mundanos: la ruina total. ¿Lo senti­mos, lo vivimos, lo predicamos? ¿Es nuestra vida propia una repulsa mani­fiesta al afán desmesurado de riquezas, al placer atolondrado, a los «valores» de este mundo? ¿Infundimos desprecio a esas conductas o suscita­mos sentimientos de venganza? ¿Conocemos el espíritu «cristiano» del pueblo sin riquezas? ¿Son, en realidad, pobres de espíritu? ¿O es solo envidia? ¿Quién de nuestro pueblo, que se dice cristiano, no desea ser rico, disfrutar a sus anchas, beber de todas las fuentes y deleitarse sin reparo en sus rique­zas? ¿No hay en este pueblo «pobre» -que no lo es muchas veces- un espíritu de rico frustrado? Sabemos el fin que espera a los corazones duros. ¿Cómo es el nuestro? ¿Nos depredamos unos a otros, nos engañamos, nos ponemos zancadillas? ¿No son, en la práctica, los «antivalores» nuestros valores rea­les? ¿Cómo empleamos nuestros bienes? ¿Para ayudar, para compartir, para… ? Y nuestros llamados «ricos», ¿qué conducta siguen en la llamada justicia social? Las preguntas y reflexiones podrían multiplicarse. Hay que ir con tiento, pero con brío y entereza. Nosotros y nuestro pueblo por de­lante. Surge otra vez el tema de los bienes de consumo y su empleo.

El Señor exige de nosotros un corazón amplio, generoso, tanto en la acep­tación de su liberalidad como en el uso y empleo de nuestros bienes. Un co­razón así nunca dará escándalo. El sentimiento «cristiano» puede ir endure­ciéndose en muchos miembros. No hace falta ser rico para ser un «vividor». Muchos no recelan de las riquezas, las envidian. Su corazón será con fre­cuencia tan duro como el de los ricos de que habla Santiago. Pidamos a Dios un corazón sencillo a la altura de sus sentimientos.

 

 

Oración final:

 

Señor Jesús, te damos gracia por tu Palabra que nos ha hecho ver mejor la voluntad del Padre. Haz que tu Espíritu ilumine nuestras acciones y nos comunique la fuerza para seguir lo que Tu Palabra nos ha hecho ver. Haz que nosotros como María, tu Madre, podamos no sólo escuchar, sino también poner en práctica la Palabra. Tú que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

Domingo 25 del Tiempo Ordinario – Ciclo B

Domingo vigésimo quinto del tiempo ordinario ciclo B

La liturgia de este domingo nos ofrece algunas pautas a seguir. Jesús nos propone algunas. Como siempre nos impele a emprender una vida nueva, un enfoque nuevo de nuestras actividades diarias. De esta manera el desarrollo de nuestra personalidad cristiana se verá más renovado.

  1. 1.      Oración:

Oh Dios, que has puesto la plenitud de la ley en el amor a ti y al prójimo, concédenos cumplir tus mandamientos para llegar así a la vida eterna. Por Jesucristo nuestro Señor, Amén.

  1. 2.      Textos y comentario:

2.1. Lectura del Libro de la Sabiduría 2, 17-20

Se dijeron los impíos: Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: Se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra educación errada; declara que conoce a Dios y se da el nombre de hijo del Señor; es un reproche para nuestras ideas y sólo verlo da grima; lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente; nos considera de mala ley y se aparta de nuestras sendas como si fueran impuras; declara dichoso el fin de los justos y se gloría de tener por padre a Dios. Veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará, y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él.

Solemos decir que las vidas hablan y así es. Y la expresión de la vida es múltiple, como es múltiple la expresión del habla. Nuestra vida puede hacer reír y puede hacer llorar; puede agradar y puede irritar. Podemos conmover y podemos desafiar; podemos aplaudir y podemos acusar; podemos orientar y podemos perturbar. Nuestra conducta no pasa desapercibida: miramos y se nos mira; juzgamos y se nos juzga; el comportamiento humano deja su impronta en el ambiente que lo rodea. El «qué dirán», el «qué pensarán», juega aún todavía un papel importante. Las vidas, las conductas hablan. Hasta el estarse parado puede ser un gesto significativo. Ahí están las seña­les de tráfico. Dios habla «haciendo». Es la «historia de la salvación». Nuestras palabras reciben su sentido en las acciones que las acompañan. Es nuestra «historia de salvación». Un día nos juzgarán por las obras, no por las palabras. Y aquéllas, no éstas, definen nuestra postura religiosa o no religiosa, cristiana o no cristiana, delante de Dios y de los hombres. Pío e impío, bueno y malo, justo e injusto, son los términos más comunes para señalar las posturas más elementales respecto a Dios y respecto a los hombres. Dos conductas opues­tas, dos «hablares» contrarios, dos posturas extremas. Se hieren mutua­mente, no se soportan.  La liturgia de hoy ha elegido unos párrafos del libro de la Sabiduría. La Sabiduría desciende de Dios y retorna a Dios. Todo lo conoce, todo lo pene­tra, todo lo dispone, todo lo juzga. Es comunicativa y es buena. Es amiga de hacer el bien y se ofrece al hombre como compañera: quiere dirigirlo y quiere salvarlo. A su luz podemos examinarnos y comprender el orden del mundo. ¿Qué hacer el justo? ¿Cuál es su vida? Cuál es su meta? Y el impío ¿en qué se entretiene? ¿Cuáles son sus caminos? ¿Cuáles sus intenciones? Y Dios ¿cómo actúa en consecuencia? El justo y el injusto cruzan sus caminos, enfrentan sus miradas y extreman las posturas. Es el contexto próximo de la lectura.

La conducta del justo afea el comportamiento del impío. Reprocha su pen­sar mundano, es reprensión a sus yerros y condena su desenfreno. El justo sigue un camino que trastorna al malvado. Su confianza filial en Dios lo pone en ridículo. Su seguridad y aplomo lo irritan y lo enfurecen. La senci­llez de su vida lo acusa y condena. Es insoportable, es un insulto. La vida del fiel se le antoja un desafío. La reacción puede ser violenta: sarcasmo, indignación, persecución y muerte. Se hace inevitable la prueba: Veamos si… Sigue la tortura: Lo con­denaremos a muerte… No se limita a provocarlo de forma pasiva – su vida impía es una constante provocación injusta -, lo hace de forma ac­tiva:…Comprobando el desenlace de su vida. Posturas así, radicalmente opuestas y antagónicas, han de existir siem­pre. Cuente el justo con la prueba. La reacción violenta ha de venir de una forma u otra. Es imposible mantener por largo tiempo un equilibrio de indi­ferencia. Son dos vidas que se insultan. La diferencia está en que el justo, apoyado en Dios, se muestra dispuesto a recibir la injuria y el impío, por el contrario, a realizarla. El mejor ejemplo, Cristo, el Justo por excelencia. El «éxito» descansa en las manos de Dios. Y Dios no olvida a su justo. Mirémonos en Cristo y comprenderemos el misterio de nuestra justicia.

 

2.2. Salmo responsorial: Sal 53, 3-6.8:El Señor sostiene mi vida.

Aquí, en la liturgia, se ha convertido la composición en salmo de súplica. El «justo», perseguido a muerte por los «insolentes», acude a Dios en demanda de ayuda: «Sálvame», «escúchame», «atiende»… La confianza sos­tiene su clamor, y surge espontáneo el propósito de un sacrificio y de la ac­ción de gracias. El estribillo lo expresa a su manera. En la misa, Sacrificio y Acción de Gracias por excelencia, recordamos al Justo, perseguido y condenado a muerte por los «injustos». Ahí nos encon­tramos nosotros: dimos muerte al Justo y el Justo murió por nosotros. El es nuestra esperanza, él es nuestra súplica.

El Señor sostiene mi vida.

Oh Dios, sálvame por tu nombre,
sal por mí con tu poder.
Oh Dios, escucha mi súplica,
atiende a mis palabras.

Porque unos insolentes se alzan contra mí,
y hombres violentos me persiguen a muerte
sin tener presente a Dios.

Pero Dios es mi auxilio,
el Señor sostiene mi vida.
Te ofreceré un sacrificio voluntario
dando gracias a tu nombre que es bueno.

2.3.Lectura de la carta del Apóstol Santiago 3, 16–4, 3

Hermanos: Donde hay envidias y peleas, hay desorden y toda clase de males. La sabiduría que viene de arriba, ante todo es pura y, además, es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera. Los que procuran la paz están sembrando la paz; y su fruto es la justicia. ¿De dónde salen las luchas y los conflictos entre vosotros? ¿No es acaso de los deseos de placer que combaten en vuestro cuerpo? Codiciáis lo que no podéis tener; y acabáis asesinando. Ambicionáis algo y no podéis alcanzarlo; así que lucháis y peleáis. No lo alcanzáis, porque no lo pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, para derrocharlo en placeres.

En el versículo 13 ha comenzado una nueva sección. Se alarga hasta el 4, 12. Santiago presenta una serie de pensamientos de tipo proverbial, poco unidos entre sí, pero por su carácter como proyectiles de carga explosiva. Es­tilo incisivo. Santiago quiere combatir el espíritu mundano que se ha introducido en algunas de las comunidades cristianas. El egoísmo y la envidia las están de­vorando. La paz, la serenidad, el equilibrio y la armonía, que debieran ser el distintivo de los fieles de Cristo, brillan, como suele decirse por su ausencia. Se han esfumado, y en su lugar se han presentado, feroces, las peleas, las luchas y el deseo de placer. Ha desaparecido la «sabiduría» cristiana; esa «sabiduría» superior que atina en todo y por todo: la actitud debida, la pala­bra justa, el gesto oportuno. Todo lo contrario, los corazones rebosan de co­dicia, de sensualidad, de envidia. Los auténticos móviles del «sabio» se han desvanecido, no queda rastro de ellos. ¿Quién busca la paz? ¿Quién trabaja por la justicia? ¿Quién practica la misericordia? La ambición lo absorbe todo. Hasta tal punto que ni siquiera la oración sabe formular. Sí están en necesidad ¿Por qué no piden reverentemente? Y sí piden y no alcanzan ¿no es porque sus peticiones están impregnadas de deseos de placer, de ambi­ción y codicia? ¿Quién les va a escuchar? En el fondo no piden lo necesario con humildad y reverencia, sino lo que piensan satisface sus pasiones. Parece ser que en ciertas comunidades la situación social de sus miem­bros era desequilibrada. Unos nadando en la abundancia, muy pocos; otros, muchos, hundidos en la pobreza. Los primeros no atienden a las aspiracio­nes de los segundos, y éstos no saben salir de su condición con holgura y honradez cristianas. No los mueve, al parecer, la necesidad sino el deseo de placer. Los bienes. Los bienes de consumo. ¡Cuántas guerras y atropellos traen!

2.4.Lectura del santo Evangelio según San Marcos 9, 30-37

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: –El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará. Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: –¿De qué discutíais por el camino? Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: –Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Y acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: –El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.

Después de la Confesión de Pedro, Jesús se dedica a la instrucción de sus discípulos. Han desaparecido de su programa las prolongadas charlas al pueblo. Parece evitar las aglomeraciones. Se esconde. Camina por lugares poco frecuentados por las gentes. Unos lo han rechazado por completo; otros no le comprenden lo más mínimo. La vida de Jesús cambia de rumbo. Ahora dirige sus enseñanzas al reducido grupo que le sigue de cerca. Son los «suyos». Son los únicos que le aceptan, aunque de forma imperfecta. A ellos les confía su «Misterio», su «misión». Pero los discípulos no comprenden la confidencia de Jesús. Rebota en sus mentes. ¿Qué es eso de «ser entregado», de «morir», de «resucitar» después? La figura de Jesús les es cada vez más misteriosa. No se atreven a preguntarle. Su mente, en realidad, juega toda­vía con las categorías y criterios humanos. No han comprendido -no pueden comprender- que la muerte de Jesús, el Mesías, se debe a una disposición divina y que tal Disposición encierra el «Misterio» de Salvación para los hombres. Están muy lejos de adivinar que Jesús, precisamente a través de su «pasión», va a «revelarse» Salvador de forma insospechada. Todavía no han podido echar fuera de sí la idea-esperanza de un reino terreno y político. La discusión en el camino lo manifiesta a las claras. ¿Era, quizás, el temor al desengaño lo que les impedía preguntar al Maestro? De todo un poco. Los discípulos necesitaban una instrucción, y Jesús se la estaba impartiendo cuidadosamente. Había que ganar tiempo. Era su último viaje. Dejaba para siempre la verde Galilea. Iba camino de Jerusalén; allí tendría lugar el de­senlace «misterioso» de su vida. Jesús prepara a sus discípulos.

 

Mientras Jesús hablaba del próximo cumplimiento de su Misión como Mesías, los discípulos discutían repartiéndose los puestos del nuevo reino. ¡Qué lejos estaban del pensar y querer del Maestro! Marcos subraya la do­lorosa ironía. Embotados, tardos de entendimiento, infantiles en sus deseos y mundanos en sus pensamientos. Ellos mismos parecen reconocerlo. Enmude­cen a la pregunta del Señor. Jesús, continuando la tarea de Maestro, les im­parte una importante lección. Podemos desdoblarla en dos momentos:

1). Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Es precisamente lo que Jesús va a «cumplir» en Jerusalén. Jesús es el Siervo de Yavé que da la vida por la salvación de todos. San Juan lo expon­drá con toda claridad en el relato del «Lavatorio de los pies». Jesús es el me­jor ejemplo; el ejemplo, sin más. El niño impotente, consciente de su insignificancia, sujeto a todos por ne­cesidad, es el ideal. El discípulo debe llegar a esa conciencia de pequeñez, de nulidad, de inferioridad respecto a todos. Debe servir, admirar, respetar a todos como a superiores, como a personas de gran valía. Esa es su vocación; no, buscar honores, títulos vanos, beneficios personales. Todo lo contrario, servicio, dedicación y respeto a los demás.

2). Quien acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí…Quien acoge a un siervo del Señor, por más siervo que sea, por más despreciable e insignificante que parezca, acoge nada menos que al Señor de la salvación. Y quien lo acoge a él, acoge a Dios. ¿Es posible? ¿No es maravilloso? Así es. Son criterios que trastornan el mundo entero. ¡Qué lejos se hallaban los discípulos de entenderlo! ¿Y nosotros? ¿Lo hemos entendido plenamente? Mi­remos a los santos. Ellos sí que lo han entendido bien.

 

Reflexionemos:

 

El evangelio de hoy continúa el pensamiento del Domingo pasado. Par ser más exactos, lo repite e ilustra: el Misterio de Cristo que muere y resucita. Jesús anuncia, por segunda vez, el desenlace de su vida. Todos los evan­gelistas señalan la importancia del acontecimiento. Marcos subraya el mis­terio. El pensamiento debe centrarse, pues, en ese magno Suceso: el Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Jesús va a ser entregado y condenado; después resucitará. La celebración eucarística lo «recuerda» en «sacramento». En torno a él, como parte del Misterio, se abrazan los cristia­nos.

La lectura primera ilumina, desde lejos, el misterio, describiendo la con­ducta del malvado contra el justo piadoso. Observamos que el impío no so­porta una vida religiosa auténtica. La vida religiosa sana le da en el rostro. Su luz le hiere los ojos y los irrita; y su corazón vomita por sus labios des­precio, sarcasmo y violencia. ¿No le aconteció así a Cristo? ¿No se le «objetó» en la cruz si eres hijo de Dios, baja de ahí, y creeremos en ti? Es la clásica prueba. Ningún justo se libra de ella.

Tampoco Jesús, justo por excelencia.

 

El justo pone en manos de Dios, como Jesús, su destino. Se somete a la vo­luntad divina con paciencia y resignación. Sabe vencer al mal con el bien, sabe orar por el enemigo y sabe bendecir, siendo maldecido. La vida del justo, anodina y baldía a los ojos del mundo, obtiene su plenitud en las ma­nos de Dios. Somos, como Jesús, instrumentos de salvación. Dios resucitará nuestros cuerpos mortales y cubrirá de gloria las señales de la agresión. Es mejor padecer la violencia que realizarla. Es el sentir cristiano.

 

Existe un antagonismo, en raíz irreductible, entre el justo y el impío. El justo ha de sufrir por serlo. Risas, desprecios, sarcasmos, violencia… No debe extrañarnos que se nos persiga. También lo hicieron con Cristo. Hay mucho en el mundo que se opone a la voluntad de Dios, y por tanto, a la con­ducta del justo: envidias, codicia, ambición, sensualidad, afán de poder… Muchos se han de soliviantar al paso, sereno y acusador, de una conducta sana e irreprochable. Son dos mundos que se oponen, y es de maravillarse que no choquen. Es nuestro destino, como también lo fue el de Jesús. Pero no estamos solos. Dios está con nosotros; Dios escucha nuestra oración. El salmo nos ofrece una muy bella. La misma celebración eucarística, es una hermosa súplica en Cristo Jesús.

 

El cristiano, ya lo hemos indicado, se inserta en el Misterio de Cristo. Ahora Cristo es el gran Siervo. Su pasión y la muerte son la perfecta expre­sión de la más acabada obediencia del Padre y del más profundo amor a los hombres. San Juan lo refiere muy bien en la escena del Lavatorio de los pies. Jesús lava y limpia. La muerte de Jesús tiene ese efecto: limpia, lava, sana, salva. Nosotros debemos, como siervos, lavarnos, en su nombre, los pies unos a otros: servicio fraternal mutuo. Servir y amar; amar y servir. Es una de las enseñanzas del evangelio de hoy. ¿Cuál es nuestra postura? ¿Lo entendemos bien? Nos sonreímos de la poca inteligencia de los discípulos al escuchar a Jesús. ¿No se repetirá la historia en nosotros? ¿Qué buscamos con tantas idas y venidas? ¿Los primeros puestos, nuestra comodidad, nues­tro provecho personal? Convendría repasar el himno a la caridad de I Co­rintios 13.

 

En cada hermano hay un misterio que empalma con el sacrosanto Miste­rio de Cristo, muerto por nosotros. ¿Lo advertimos? ¿Lo veneramos? ¿Qué hay al respecto, de admiración y veneración al hermano? Porque no es al hombre a quien aceptamos y recibimos, sino a Dios en último término. Lle­vamos a Cristo, llevamos a Dios. ¡Qué atención al hermano! Y ahora la segunda lectura con su lenguaje incisivo. No es necesario in­sistir mucho en sus palabras. Leamos con detenimiento esas líneas.  Envi­dias, ambición, codicia, afán de placer… ¿No es esto lo que divide las fami­lias, deteriora las comunidades cristianas y destroza la vida religiosa? ¿No será que la celebración eucarística no nos impregna suficientemente del sen­tir de Cristo y que nuestra oración no arranca de un corazón limpio y sano? Pidamos a Dios limpie nuestro corazón. La celebración eucarística es el Sacrificio, la Acción de Gracias y la gran súplica. Nosotros nos ofrecemos como «sacrificio» y «servicio»; adoramos a Dios por su providencia; rogamos por su asistencia.

 

  1. Oración final:

Que podamos llevar, Señor, una vida tranquila y apacible, con toda piedad y decoro, alzando hacia ti nuestras manos, limpias de ira y divisiones. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Domingo 24 del Tiempo Ordinario – Ciclo B

Domingo vigésimo cuarto del tiempo ordinario ciclo B

“El Señor me abrió el oído y no me eché atrás…” “La fe si no tiene obras por si sola está muerta…” “El que pierda su vida por mi y por el Evangelio la salvará”…. Son testimonios de personas y comunidades “proféticas” de distintas épocas que no dieron su espalda a los problemas de su entorno sino que desde una “no-violencia-activa” se propusieron hacer su aportación para que su pueblo y todo el mundo tuviera acceso a los derechos humanos: pan, salud, vivienda, educación, trabajo…

Son testimonios que, amplificados por el de nuestro Maestro –Jesús–, dan sentido a nuestra vida y a la de nuestras comunidades. Entregar nuestra vida a Jesús es entregarla a su proyecto de fraternidad y salvarla dándole un sentido liberador. Quizá este momento histórico no sea el del miedo, el de la depresión, el de la fuga, sino el tiempo oportuno para desenmascarar a los causantes del sufrimiento de las personas y de todo el planeta y de poner los cimientos de una nueva civilización unidos a todas las personas de buena voluntad.

  1. 1.      Oración:

Oh Dios, creador y dueño de todas las cosas, míranos y para que sintamos el efecto de tu amor, concédenos servirte de todo corazón. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

2. Textos y comentario

2.1. Lectura del Profeta Isaías 50, 5-10

En aquellos días dijo Isaías: El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado, ni me he echado atrás. Ofrecí la espalda a los que golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos. Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado. Tengo cerca a mi abogado, ¿quién pleiteará contra mí? Vamos a enfrentarnos: ¿quién es mi rival? Que se acerque. Mirad, mi Señor me ayuda; ¿quién probará que soy culpable?

Tercer cántico del Siervo de Yavé. El tercero de los cuatro. Un escalón sobre los dos primeros, asomando ya al último. Cada cántico ofrece su pecu­liar mensaje; todos juntos, el gran mensaje. Los cuatro van de la mano; guardan unos con otros relación interna. Convendría leerlos todos.

Es un cántico. Una especie de salmo de confianza individual. Nos re­cuerda algo a Jeremías. La «misión» encomendada implica sufrimientos: persecución y desprecio, dolor físico y moral. Pero no cabe el desaliento, o la depresión, o la desesperación, o el abandono de la tarea encomendada. Dios está a su lado, Dios lo sostiene. Dios lo consolará, Dios le auxiliará. Nadie podrá con él. Todos se esfumarán al soplo de Yavé. Si Dios con él ¿quién con­tra él? La situación es extrema, la confianza suprema.

Es el siervo. No es, al parecer, un siervo cualquiera, aunque para Dios no existe un «cualquiera» en sus siervos. Es el Siervo. El Siervo-siervo en todos los aspectos. Siervo de Dios y vilipendio de los hombres. Profeta, Voz de Dios, y escarnio de los oyentes. La fortaleza misma y próximo al aniquila­miento: por misión divina entregado a la muerte. Un Siervo misterioso. El cuarto cántico agudizará el contraste y la paradoja: en sus llagas hemos sido sanados; en su enfermedad, curados; en su muerte, salvados.

Siervo de Yavé. Siervo del Dios Altísimo, del Dios de la creación y de la historia. Dios tiene un plan misterioso. Dios, bueno y misericordioso, está tras su Siervo doliente. Es disposición de Dios. Dios lo ha hecho. Dios no permitirá que su Siervo desfallezca, que claudique, que sea suprimido. Dios está ahí. Dios, misterioso en sus planes, está, de forma misteriosa, en el Siervo misterioso. Dios hace maravillas de todo tipo. Oídos atentos y ojos abiertos, no sea que pase desapercibida la mano del Todopoderoso. La obra de Dios, el Siervo misterioso, han de dejar rastro. Y el rastro apunta de forma poderosa a Cristo.

2.2. Salmo Responsorial: Sal. 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9

R: Caminaré en presencia

 del Señor, en el país de la vida

Amo al Señor,
porque escucha mi voz suplicante;
porque inclina su oído hacia mí,
el día que lo invoco.

Me envolvían redes de muerte,
me alcanzaron los lazos del abismo,
caí en tristeza y angustia.
Invoqué el nombre del Señor:
«Señor salva mi vida.»

El Señor es benigno y justo,
nuestro Dios es compasivo;
el Señor guarda a los sencillos:
estando yo sin fuerzas me salvó.

Arrancó mi alma de la muerte,
mis ojos de las lágrimas,
mis pies de la caída.
Caminaré en presencia del Señor,
en el país de la vida.

Salmo de acción de gracias. Uno de los elementos consecutivos de la ac­ción de gracias es proclamar en la asamblea de los fieles el beneficio reci­bido. Y éste no puede calibrarse debidamente, si no se subraya atentamente la angustia de la que le libró el Señor. También se recuerda el grito apre­miante de socorro: «Señor, salva mi vida». La acción de gracias interpreta el pasado -beneficio recibido de Dios-.; invade el presente -canto de alabanza- ; determina el futuro -propósito de caminar en presencia de Dios. El estribillo expresa este último pensamiento: determinación firme de seguir a Dios, se­guro de que en él se encuentra la vida. La asistencia de Dios que libera de la angustia se halla también en la primera lectura.

2.3 Lectura de la carta del Apóstol Santiago 2, 14-18

Hermanos míos: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: «Dios os ampare: abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Alguno dirá: –Tú tienes fe y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras y yo, por las obras, te probaré mi fe.

La fe, si no tiene obras, está muerta.

La fe es un don divino. La fe implica una postura nueva, unos criterios nuevos, una vida nueva. La actitud nueva, siendo el hombre una realidad compleja, pero una, se refleja o abarca todo lo que sea expresión de la per­sona. En todas las direcciones. Por eso una fe sin obras muestra ser una fe deficiente; no ha calado en el individuo todo; no es fe viva; está muerta. Una fe así no puede salvar. Esa fe no llega al amor. El ejemplo aducido por San­tiago es claro y transparente. ¿De qué sirven las palabras, cuando se niega la acción requerida por la caridad? ¿Qué gano con decir «Eres mi hermano», si en la necesidad no lo reconozco? Puede darse una fe sin obras, muerta. Pero no obras de la fe sin la fe. No puede haber obras «cristianas» sin que las mantenga la fe «cristiana». Las obras «cristianas» llevan un aire, un colo­rido, una fuerza, un amor, que no caben sin una fe viva cristiana. Es decir la exigencia cristiana en toda su amplitud no puede existir sin la fe cristiana. Esa será la fe viva. No era otra de la que hablaba San Pablo.

2.4. Lectura del santo Evangelio según San Marcos 8, 27-35

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino preguntó a sus discípulos: –¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos le contestaron:
–Unos, Juan Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas. Él les preguntó: –Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Pedro le contesto: –Tú eres el Mesías. Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: –El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días. Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió, y de cara a los discípulos increpó a Pedro: –¡Quítate de mi vista, Satanás ! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios! Después llamó a la gente y a sus discípulos y les dijo: –El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará.

Tú eres el Mesías… el Hijo del hombre tiene que padecer mucho.

La «confesión» de Pedro constituye la parte céntrica del Evangelio de Marcos. Hasta ese momento flota en el aire el «misterio» ¿quién es éste que obra y habla con autoridad y poder? Nadie ha dado todavía una respuesta acertada. Juan Bautista, aseguran unos; Elías, proponen otros; los más, al­gún otro profeta. Nadie ha visto con claridad. Solamente los demonios han adivinado algo de la grandeza que se esconde detrás de aquella extraña persona: El hijo de Dios. Ha venido a destruirlos. Lo han palpado. Y no se engañan. El público, en cambio, no ha visto nada.

Pero ha llegado el momento cumbre, el momento de declararlo. Están so­los sus discípulos. ¿Quién soy yo? les lanza Jesús. «Tú ERES EL MESIAS» responde Pedro. Se ha descorrido el velo, se ha revelado el «secreto». Jesús de Nazaret no es un «cualquier» profeta; ni siquiera Elías o el gran Juan vuelto a la vida. Jesús de Nazaret es el MESÍAS. Esta declaración señala un cambio de dirección en el evangelio. Los discípulos «saben» el misterio de su persona. Ya no le siguen como a un profeta; le siguen como a Mesías, en­viado por Dios para la restauración de Israel. Ya «saben» quién es. Pero ig­noran «cómo» es, qué tipo de Mesías es. Queda por conocer el «misterio» de su misión. Jesús, el Mesías, es ¡el Hijo del Hombre! Este misterio constituye el tema de la segunda parte.

Jesús comienza a instruirles. El Hijo del Hombre será entregado a manos de los gentiles, por obra de los dirigentes de Israel. Será condenado a muerte; pero resucitará al tercer día. Y es su voluntad, firme y decidida, de abrazar la pasión y la muerte porque tal es la voluntad de Dios. Jesús tiene conciencia de su misión y la confía a sus amigos. Es un misterio, y como mis­terio debe permanecer oculto, en secreto. Es el famoso «secreto mesiánico» de Marcos. Terrible situación la de Jesús. Sus obras, por una parte están gri­tando que, tras la mano que las realiza, se encuentre el Mesías. Por otra, Jesús es consciente de que su obrar lo llevará a la muerte. Y no por un acaso, sino por voluntad divina. Y Jesús quiere «cumplir» de todo corazón esa misión encomendada.

Los hombres no pueden comprenderlo. Tan lejos están los pensamientos humanos de los de Dios, que corren peligro de cerrarse por completo. Pedro es el mejor exponente. Pedro trata de estorbarlo. El Mesías no puede acabar Así. Es atentar contra Dios. Pero Pedro se equivoca. Su postura sí es una oposición a Dios. Sus pensamientos no son acertados. No pasan de ser hu­manos. Y lo humano, opuesto a Dios, se convierten en malignos y endiabla­dos. «Quítate de mi vista, Satanás» es la respuesta indignada de Jesús. Pe­dro, ignorando, pretende retraer a Jesús del cumplimiento de la voluntad del Padre. ¿Hay algo más horrible? Una obra verdaderamente satánica. ¡Hasta Pedro puede hacer el oficio de Diablo sin saberlo! La voluntad de Dios, sea cual sea, es santa, y el intento de desacatarla ha de ser, sea cual sea la causa, satánica. Los discípulos lo entenderán más tarde.

Las condiciones que propone Jesús para seguirlo están en consonancia con su propio destino. La «misión» de Jesús se alarga a sus discípulos; el «misterio» de Jesús se hace destino y misterio cristiano. He aquí las condi­ciones: negarse a sí mismo, cargar con su cruz y seguirle. El discípulo no ha de tener otra voluntad que la voluntad de Dios. Ha de ser su único alimento. Ha de tomar su cruz. Y tomar la cruz significa ser despreciado, perseguido; ser condenado a muerte como malhechor; ser tenido como escoria de la so­ciedad por el nombre de Cristo. La imagen del condenado que portaba su cruz camino del suplicio decía mucho a aquellas gentes. Hay que seguirle. Ultima condición en el orden, primera en la importancia. De nada sirve ne­garse, de nada sirve sufrir, si no es «en el seguimiento» de Jesús. Es la típica exigencia de Jesús en los evangelios. La voluntad del Padre es seguir a Je­sús. Y seguir a Jesús es obedecerle e imitarle. Y la imitación consiste en negarse a sí mismo y cargar con su cruz. Está en juego la vida. Y quien no esté dispuesto a dar la vida- temporal- en obediencia a Dios, al evangelio, éste, por cuidar de su vida, la perderá -la auténtica. Quien, por el contrario, la entregue por amor a Cristo, al evangelio, cumpliendo así la voluntad del Pa­dre, ese la alcanzará; como Cristo que resucitó de entre los muertos. El des­tino del discípulo es el destino de Cristo: muerte y resurrección. Ese es el «misterio» cristiano que todos y todos los días debemos recordar. La celebra­ción litúrgica, «recuerdo» de la muerte y resurrección del Señor, el mejor momento.

Reflexionemos:

Se ha dicho, y con razón, que nosotros, los católicos, ponemos mucho én­fasis en el término «y». En efecto, así es. La palabreja, no puede ser más di­minuta, tiene para nosotros muchísima importancia. Sirve para mantener unidos términos y conceptos paradójicos y opuestos. Así conservamos vivos y limpios la tensión y el misterio. Tensión y misterio que no ha ideado el hombre, sino que han venido de Dios. Suprimir la «y» es suprimir uno de los miembros revelados. Y esto es una herejía, una obra del diablo. Procuramos, pues, mantener en toda su tensión la revelación y el misterio que Dios nos ha confiado. En este sentido veamos las lecturas de hoy.

Partamos, como de costumbre, de Cristo. Marcos subraya el aspecto mis­terioso y sorprendente de su persona. Es un dato evangélico que no conviene pasar por alto. Y no es sorprendente por las maravillas que realiza, sino por el misterio que lo envuelve. Un ser claro y transparente, por una parte, in­comprensible y enigmático, por otra. Obrador de maravillas, lanzador de demonios, objeto de admiración y de alabanza, y totalmente desconocido en sus as­piraciones. Es el Mesías, y debe morir en la flor de la vida. Aclamado en cir­cunstancias por el pueblo y ajusticiado en última instancia por los dirigentes de la nación. Rey por disposición divina y condenado a muerte en la cruz; reído y despreciado como un vil criminal quien se presentaba como juez su­premo. Y todo ello, en su misterio, por voluntad del Padre. Jesús lo sabe y camina resuelto a cumplir su misión. No es algo adyacente, marginal, de ocasión, no. Es precisamente su MISIÓN.

Todo esto desconcierta. Es el Misterio de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios. No podemos destruir el Misterio ni desvirtuarlo; nos toca contemplarlo. La Resurrección lo ilumina abundantemente. Quien intente apartar a Jesús del cumplimiento de su Misión, sea cual fuere el motivo, está haciendo el papel de Satanás, por principio puesto a Dios. Jesús no piensa como los hombres, sino como Dios. Es la gran NORMA cristiana. ¿Nos percatamos de ello?

El texto de Isaías anuncia y redondea el Misterio. Subraya la confianza, a la par que proclama su destino: sufrimientos terribles. El cuarto Cántico nos revelará el sentido: nuestra salvación. El «caminaré» del salmo nos puede hacer pensar en ese caminar de Jesús en presencia de Dios a cumplir su voluntad. Esa es la verdadera personalidad de Cristo: una voluntad con el Padre. Ese es nuestro Jesús, el Jesús del Evangelio, el Jesús de la Iglesia de todos los tiempos. A nosotros nos toca confesarlo – ¡Tú eres el Mesías! – , venerarlo, contemplarlo y seguirlo. Tras la muerte viene la resurrección. Ese es también el Misterio de la Iglesia. Así pues:

1) Aclamamos y confesamos: Jesús de Nazaret, Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. No un profeta cualquiera; no un asceta espectacular; no un maestro de enseñanzas peregrinas; no un hombre de calor y fuego. Tú eres el En­viado de Dios, el Profeta, el Maestro, el Revelador del Padre, el Salvador del mundo, Fuego y Vida por antonomasia. Tú has padecido, tú has muerto por nosotros. Tú has resucitado y estás a la derecha del Padre. Tú vendrás a juzgar, tú vendrás por nosotros. Tú estás entre nosotros; tú alegras nuestra alegría y conllevas nuestro padecer.

2) El cristiano es otro Cristo. Su Misión es nuestra «misión». Los hombres no lo van a comprender. En el momento en que las exigencias del Padre su­peren la lógica humana, y la superan con suma frecuencia, se levantarán ante nosotros muros de incomprensión y rechazo. Hasta por boca de amigos y allegados – Pedro – hemos de oír: «¡Eso, no!». Habrá risas, muecas, despre­cios y abandono. No esperemos otra cosa. Hijos de Dios, por una parte; por otra, destinados a cargar con la cruz. ¿Nos damos cuenta de ello? ¿Qué ló­gica es la nuestra? ¿Humana? ¿Cristiana? La paradoja está en Cristo: mo­rir para vivir; no vivamos para morir. El tema es sumamente actual. El «mundo» está devorando al pueblo cristiano, a sus sacerdotes, a sus religio­sos. Casi hemos quitado la cruz de en medio. ¿Estamos adulterando el cris­tianismo?

3) Dentro de las paradojas podemos contar también las palabras de San­tiago. Son además una aplicación del misterio y misión cristianos. ¿Salvan las obras? No, al margen de Cristo. ¿Salva la fe? No, si no se expresa en obras. Las obras, expresión de la fe en Cristo, o la fe operativa, llevan a la salvación. Esas obras que surgen, que emanan o que son la expresión de un pensar distinto, de un ver distinto, de un fiarse de Dios en Cristo, son la ca­racterística del cristiano. ¿Dónde están? El ejemplo que trae el autor puede multiplicarse en variadas direcciones. ¿Dónde están nuestras obras cristia­nas? ¿Dónde las obras de misericordia, de perdón, de comprensión, de hu­mildad, de colaboración, de…?. La cruz de Cristo, su seguimiento – hacer sus obras – desemboca en la resurrección. Es una certeza, es un consuelo; es el sentido de toda nuestra existencia.

3. Oración después de la comunión:

La acción de este sacramento, Señor, penetre en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Domingo 23 del Tiempo Ordinario – Ciclo B

Domingo vigésimo Tercero del tiempo ordinario ciclo B

“Todo lo ha hecho bien: hace oír a los cojos y hablar a los mudos”. Esta optimista exclamación con que concluye el evangelio de hoy contrasta notablemente con la precaución que muestra Jesús al imponer silencio. La exégesis nos señala que este contraste es buscado por el propio evangelista para poner a los lectores en guardia contra un excesivo optimismo en los logros de la comunidad cristiana de su momento. Aún hoy podemos preguntarnos si verdaderamente los sordos oyen correctamente y los mudos hablan cabalmente.

  1. 1.     Oración inicial Señor

Jesús, envía tu Espíritu, para que Él nos ayude a leer la Biblia en el mismo modo con el cual Tú la has leído a los discípulos en el camino de Emaús. Con la luz de la Palabra, escrita en la Biblia, Tú les ayudaste a descubrir la presencia de Dios en los acontecimientos dolorosos de tu condena y muerte. Así, la cruz, que parecía ser el final de toda esperanza, apareció para ellos como fuente de vida y resurrección. Crea en nosotros el silencio para escuchar tu voz en la Creación y en la Escritura, en los acontecimientos y en las personas, sobre todo en los pobres y en los que sufren. Tu palabra nos oriente a fin de que también nosotros, como los discípulos de Emaús, podamos experimentar la fuerza de tu resurrección y testimoniar a los otros que Tú estás vivo en medio de nosotros como fuente de fraternidad, de justicia y de paz. Te lo pedimos a Ti, Jesús, Hijo de María, que nos has revelado al Padre y enviado tu Espíritu. Amén.

  1. 2.     Lecturas y comentario:

2.1.Lectura del Profeta Isaías 35, 4-7a

Decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial.

La palabra de Dios, lanzada al viento en la comunidad del pueblo santo (liturgia), se ha convertido en ser vivo que alienta siempre que encuentra un ambiente adecuado. Es aliento de Dios y, como tal, crea, anima, consuela. Es un mensaje que apunta a los tiempos mesiánicos. En ellos va a realizar Dios la «salvación». Y la salvación se expresa en forma de liberación y socorro para el hombre que padece ata­duras y amenaza sucumbir el peso de los reveses de la vida.

La gran noticia, el jubiloso «evangelio» es: ¡El Señor viene! Con él, la sal­vación, el desquite, el cambio de condición, la vida. La «salvación» ha de ser luz para el ciego, movimiento para el tullido, oído para el sordo, habla para el mudo. Hasta la misma naturaleza sentirá la «revolución»: agua en el de­sierto, torrentes en la estepa. Agua, agua, agua. Hablamos a un pueblo que lucha a brazo partido con el desierto, lugar de muerte. Sin duda alguna son metáforas. ¿Sólo metáforas? La liberación de las servidumbres concretas de este mundo apunta a la gran liberación de todo el individuo en su forma más radical y satisfactoria. Dios lo ha prometido. Dios lo cumplirá. La «verdad» de Cristo y su mensaje es ya el gran comienzo. Esto nos consuela y nos llena de esperanza. ¡El hombre, pobre y magullado, tiene una Promesa, vive una Esperanza!

2.2.Salmo Responsorial Sal. 145, 7. 8-9a. 9bc-10

R: Alaba, alma mía, al Señor.

Que mantiene su fidelidad perpetuamente,
que hace justicia a los oprimidos,
que da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos,
el Señor guarda a los peregrinos.

El Señor sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad.

Salmo de alabanza. La invitación, en el estribillo. El motivo, la conducta bondadosa del Señor. El Señor es un Dios liberador de ataduras y miserias. El Dios de la Biblia es un Dios salvador de los que sufren y están oprimidos. Dios es su defensor, su abogado, su salvador. Ese es su reino. Así ejerce su dominio. Es un Dios que ama, bondadoso y solícito. Así lo canta Israel. Así lo cantamos nosotros con todo el pueblo cristiano. La esperanza anima al salmo. Tenemos fe, tenemos esperanza. Alabemos al Señor.

2.3.Lectura de la carta del Apóstol Santiago 2, 1-5

Hermanos: No juntéis la fe en Nuestro Señor Jesucristo glorioso con la acepción de personas. Por ejemplo: llegan dos hombres a la reunión litúrgica. Uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso. Veis al bien vestido y le decís: –Por favor, siéntate aquí, en el puesto reservado. Al otro, en cambio: –Estáte ahí de pie o siéntate en el suelo. Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos? Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que le aman?

La expresión genuina de una auténtica religiosidad cristiana es la aten­ción a los desamparados -huérfanos, viudas- y la limpieza del vaho de este mundo. Así acababa la anterior lectura de esta carta. El pensamiento del autor continúa adelante, aduciendo, en forma extrema, un ejemplo concreto, que puede haya sucedido en alguna de las comunidades cristianas: el favori­tismo escandaloso.

Jesús ha resucitado. Jesús glorioso nos ha hecho por la fe partícipes de su «gloria»; nos ha elevado a la condición de «libres» de toda atadura humana que se oponga al querer de Dios. Somos «libres» y debemos movernos con en­tera «libertad». La gracia de Cristo se extiende a todos los hombres, sin acepción de personas. Dentro de esa gracia, el poder y el deber del cristiano de alargar su acción fraterna a todos los hombres. Somos hermanos en Cristo Jesús.

Así comienza la exhortación. Quien hace «acepción» de personas, considé­rese como no «liberado» por Cristo; está todavía atado a los criterios y cos­tumbres del mundo no redimido. Cristo, que no ha hecho acepción de perso­nas con nosotros y que nos ha liberado de la esclavitud -somos sus herma­nos-, debe ser revelado en nuestra conducta de esa forma: hermano con los hermanos. El ejemplo propuesto por Santiago revela una apostasía moral de primer orden. Parece ser que algunos de los dirigentes de la comunidad cris­tiana se dejan llevar del brillo externo para «juzgar» prácticamente de la dignidad religiosa de una persona. Claudican miserablemente.

Nótese que se trata de una reunión litúrgica, en cuyo centro ¡está Cristo que dio la vida por todos, especialmente por los pobres! Un hombre rico viene a unirse a la comunidad. Quizás un pagano curioso. No era extraño entonces encontrar en las reuniones cristianas o de cualquier índole religiosa tipos no correligionarios. Lo mismo ha acontecido con un pobre andrajoso. Se ha colocado por allí. El presidente de la asamblea litúrgica se comporta de forma totalmente inconsecuente con el espíritu que debe animar a la comu­nidad y que él mismo debe encarnar. Su «juicio» es totalmente anticristiano. Han «juzgado» -la carta habla en plural- con criterios humanos, de este mundo, una realidad netamente cristiana y divina. En lugar de juzgar con libertad cristiana, se han arrastrado servilmente, deslumbrados por la sombra del oro. Han pasado por alto los auténticos valores, los del corazón, la conducta de Cristo, cuyo misterio salvífico celebran. Han injuriado a Cristo y a la comunidad Cristiana. Han juzgado contra el sentir del Señor. Pues ¿no ha elegido Dios a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino? La auténtica riqueza es la fe. Y no la han tenido en cuenta. Ha sido un escarnio. No puede darse mayor desacierto. Una con­ducta así obliga a pensar.

2.4.Lectura del santo Evangelio según San Marcos 7, 31-37

En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: –Effetá (esto es, «ábrete»). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: –Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

Va cundiendo la convicción entre los estudiosos de que Marcos, lejos de ser «ingenuo» y «despreocupado», se muestra profundo teólogo en la composi­ción de su evangelio. Cada vez son más los autores que ven en los relatos de Marcos un notable parecido con Juan. Sus relatos están, con pequeños to­ques, impregnados de simbolismo que dirigen la atención al Misterio de Cristo en su Iglesia.

En este caso, por ejemplo, nos encontramos con el relato de un «milagro»: la curación de un sordomudo. A simple vista no parece ofrecernos más el texto. Pero, leyendo todo el evangelio y relacionando unas partes con otras, observamos que hay, no digo otra cosa, sino algo mucho más importante. Jesús, a través del milagro material, se revela como el «abridor» de los oídos y el «soltador» de la lengua en un sentido más profundo. Jesús cumple material y espiritualmente -es decir, lleva a su perfección- la promesa de Is 35, 5, leída en la primera lectura. La comunidad cristiana, que escucha el relato, lo confiesa y lo proclama: Todo lo ha hecho bien… Jesús resucitado, presente en la comunidad, es el que realmente «abre los oídos» para oír la palabra de Dios y aceptarla y «suelta la lengua» para proclamarla. En aquel milagro ven los ojos cristianos, también el evangelista, la obra de Cristo que «libera» al hombre de su incapacidad de acercarse a la palabra de Dios, de entenderla y de proclamarla debidamente. El hombre estaba en­fermo e im­pedido respecto al mundo superior, al auténtico mundo de Dios. Cristo lo cura. La curación material es «signo» de la curación salvadora que abarca a todo el hombre.

Pero hay más todavía. Puede que el gesto del dedo en el oído, de la saliva en la lengua (elementos materiales muy queridos por Marcos) y la exclama­ción «Effetá» estén recordando un rito bautismal antiguo. De ser así, ten­dríamos que el milagro del sordomudo aludiría de forma simbólica al gran portento del hombre cristiano que, por la mano de Cristo, pasa de sordo a «oidor» y de mudo a «parlante» de realidades superiores. Cristo le da acceso al mundo divino. ¿No es esto una maravilla grandiosa? ¿No merece nuestra aclamación y alabanza? Eso precisamente parece intentar el evangelio de Marcos.

El mismo afán de Cristo por ocultar su verdadera personalidad refleja el Misterio de su persona que, no obstante estar gritando sus obras ser él el Mesías, debe pasar por la humillación, la pasión y la muerte. ¿Cómo es que, obrando tales maravillas, ha debido morir de forma tan horrible? Ese es el Misterio. La Iglesia lo admira y venera en su complejidad: Cristo Salvador en el más profundo sentido de la palabra, humilde y oscuro en su divinidad. Se respira el aire litúrgico de la perícopa. ¿Continuara Jesús, por su parte, suspirando por nuestra falta de inteligencia y comprensión?

Reflexionemos:

El evangelio nos ofrece el tema: Jesús, liberador de las ataduras huma­nas; la curación de un sordomudo.

La acción material de curar corporalmente al enfermo es «signo» de la ac­ción interna sobrenatural de Cristo de curar a los hombres. La verdadera enfermedad del hombre está ahí, en su falta de oído para lo divino y en su falta de lengua para lo sagrado. ¿Nos damos cuenta de ello? ¿Cómo, por lo contrario, vamos a recurrir a Cristo para que nos cure? La celebración li­túrgica encierra también ese sentido. Jesús, el gran médico de Dios.

En Jesús, con su gracia, vemos, oímos y hablamos algo inusitado y grande. Oímos la voz salvadora de Dios – su palabra toma carne en nosotros – y hablamos un nuevo idioma – llamamos a Dios ¡Padre! y a los semejantes hermanos. Somos todos unos hombres nuevos. Todo ello sucede en «secreto», de modo imperceptible, en «sacramento». La celebración litúrgica es el mejor ejemplo. Por otra parte, nuestro comportamiento de sanos debe gritarlo a todo el mundo y en todo momento. Al cristiano que no manifieste en la vida su condición de sano, le falta algo. La celebración eucarística debe recordár­selo.

Pero esperamos la gran «revelación», la expresión plena de la «curación» que Dios ha comenzado en nosotros. La acción de Cristo es profunda y trans­formante en nuestras almas; pero no se ha manifestado aún del todo. Espe­ramos el acontecimiento. La promesa de Isaías, con todo ya se está cum­pliendo. El don está ya en marcha. La acción «liberadora» de Jesús se enca­mina a su término. La Iglesia, Comunidad de esperanza, toma conciencia de ello en la celebración sagrada: La figura de Jesús, que abre el oído y suelta la lengua, suscita y aviva en nosotros el deseo de poseer la salvación plena. Con el deseo la esperanza, y con la esperanza la oración humilde y la ala­banza (salmo).

La comunidad cristiana, reunida en la celebración litúrgica, debe expre­sar su condición de «liberada» y «liberadora». Es el pensamiento de la se­gunda lectura. Los cristianos vemos, oímos y hablamos de forma diversa a como lo hace el mundo. Nuestros ojos no son sus ojos, ni nuestra lengua, su lengua. No hablamos un mismo lenguaje, ni vivimos una misma vida. Los pobres, los humildes, los necesitados, deben «verlo», «oírlo» y «proclamarlo». Hay muchos cristianos que, olvidando su vocación liberadora de ser herma­nos en Cristo, se comportan según los criterios del mundo, como «sordos» y «mudos». Es fatal. ¿Cabe mayor desgracia que perder el oído divino que nos otorgó Cristo y atar la lengua que pronuncia con amor ¡Padre! ¡Hermanos!?. Puede que topemos con comunidades cristianas de esta índole. ¿Qué decir de ellas? Más aún, puede que hasta representantes de la Iglesia vayan en la misma dirección. Horrible. Y puede, también, que hasta se resienta esto en la misma celebración del Misterio cristiano. Algo inconcebible. Y nosotros, ¿qué?. ¿Hasta qué punto somos liberados y liberadores de esas lacras? El sentimiento de fraternidad y su ejercicio; la valía de los criterios cristianos; la sencillez de nuestra caridad es, o son, una pregunta y una necesidad acu­ciante. Nuestra religiosidad a de manifestarse «convincente». Me refiero en particular al pobre, al necesitado, al humilde.

  1. 3.     Oración:

Con tu palabra, señor, y con tu pan del cielo, alimentas y vivificas a tus fieles; concédenos que estos dones de tu Hijo nos aprovechen de tal modo que merezcamos participar siempre de su vida divina. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.