Domingo de la Sagrada Familia – Ciclo C

DOMINGO DE LA SAGRADA FAMILIA

En la fiesta de la Sagrada Familia, pedimos la intercesión de María y José. Ellos fueron testigos y promotores del crecimiento vital y personal del Hijo de Dios encarnado en la humanidad. En su entrega y en su humanidad dieron cumplimiento a los planes de Dios. Que ellos nos sirvan de guía, en especial a los esposos y a las familias para que su andadura alcance la plenitud de su vocación.

 

1. Oración:

Dios, Padre nuestro, que has propuesto a la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo, concédenos, te rogamos, que, imitando sus virtudes domésticas y su unión en el amor, lleguemos a gozar de los premios en el hogar del Cielo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

2. Lectura y comentarios

2.1. Lectura del libro del Eclesiástico 3, 2-6. 12-14

 

Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas. La limosna del padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados.

Libro de un profesional. Obra de un «sabio» de Israel. Instrucciones, ex­hortaciones, recomendaciones. Todo ello para aprender «sabiduría», el arte del buen vivir. De vivir y de vivir bien. Hay quienes no viven o no viven bien. Deben aprender a vivir. Hay sabidurías falsas o al menos, no tan acer­tadas. La «sabiduría que ofrece el sabio es auténtica, fruto de largos años de estudio, de acumuladas experiencias, de profundas meditaciones; pero, por encima de todo, fruto de la bondad de Dios. Porque la «sabiduría» viene de arriba. La historia de Israel, la Ley del Señor, ofrecen el material adecuado para aprender a vivir bien, para alcanzar la bendición, para ser y hacer fe­liz a los demás, para continuar con mano propia la obra creadora de Dios, que quiere la vida y odia la muerte. También la sabiduría de otros pueblos, garantizada por los siglos, encuentra lugar en este libro. El autor, israelita observador y piadoso, es también un hombre abierto. Y aunque opone la «sabiduría» al «conocimiento» pagano da cabida a los aciertos que traen otros vientos. Porque al fondo de todo lo bueno y auténtico se encuentra la sabiduría de Dios. Y la reverencia, el temor de Dios, es principio de toda «sabiduría».

Este capítulo está dedicado a las obligaciones de los hijos para con los padres. Los hijos deben mostrar respeto a los progenitores. La Ley de Dios lo prescribe de forma tajante: «Honra a tu padre y a tu madre para que se prolonguen tus días en el suelo que Yahvé, tu Dios, te da» (Ex 29, 12;Dt5, 16).El honor a los padres lleva consigo la honra de los hijos; la atención y el cuidado de ellos, la bendición de Dios. El respeto ha de ser por igual al padre y a la madre. Es algo sagrado, pertenece a esfera sacral. El respeto a los padres está en la misma línea que el respeto, debido a Dios. El decálogo em­plea la misma palabra (kabod). Es expresión de la honra y del servicio a Dios. ¡Ay de aquel que «desprecie» a los padres! ¡Ay de aquel que deshonre a Dios! Los padres representan y continúan, en cierto sentido, la autoridad de Dios. Son continuadores de su obra creadora y salvadora en nosotros. Por ellos venimos a la vida; de ellos recibimos la primera educación, el sentido religioso; de ellos el cuidado, la alimentación, cuidados, atenciones. No po­demos existir en los padres. Suelo vital donde la vida individual puede echar raíces. Un hombre sin padres, sin familia, no tiene raíz, pronto muere. Dios, que obra a través de ellos, enriquece al hijo reverente con su bendición. Es un honor que se le ha tributado a él mismo. No en vano aparecerá Dios como «padre» para expresar su amor por el hombre. Una sociedad que no respeta a los padres, morirá, desaparecerá, el suelo secará sus raíces. Dios respeta la oración de quien respeta a los padres. Y honrar significa respetar, cuidar en la necesidad, atender, venerar. Es una tentación oscura «despreciar» lo que molesta o no ofrece «utilidad» alguna. No suceda esto con los padres. Dios está allí. Y Dios te premiará si los honras y te castigará si los maltra­tas. El hombre que respeta a los padres gozará de la vida digna y larga­mente. Es palabra de Dios, es «sabiduría».

2.2. Salmo responsorial Sal 127, 1-2. 3. 4-5 (R.: cf. 1)

 

R. Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.

 

Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. R.

Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa. R.

Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor. Que el Señor te bendiga desde Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida. R.

Salmo de aire sapiencial: «Dichoso». Probablemente en el ámbito del culto. Dios bendice. Y bendice desde Sión, lugar de su morada. Y bendice, en medio de su pueblo, a todo aquél que le respeta y teme, que le escucha y sigue. Y lo hace con abundancia. La bendición de Dios lleva, como su palabra, la vida. Por eso «dichoso» aquél que le teme. El estribillo insiste. Y la insistencia pa­rece sugerir una necesidad: el camino para alcanzar la «dicha» es temer al Señor. La «dicha» se mueve, no podía ser menos, en el ámbito familiar: vida sencilla, lejos de las estrecheces agobiantes de la pobreza y de los peligros de una riqueza exorbitante, mujer fecunda y hacendosa, trabajo diario fruc­tuoso. La bendición no puede ser plena al margen de la bendición al pueblo: ver la belleza de Jerusalén, contemplar su prosperidad es ser partícipe de la misma. La familia se ve bendecida en la Familia de Dios, su Pueblo. La ben­dición de una implica la bendición de otra. Son inseparables. Una familia buena da individuos buenos, y por tanto tiene una sociedad buena. La socie­dad es buena si sus individuos, sus familias, se tienen bien. La bendición de una recae sobre la otra.

 

2.3. Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 3, 12-21

 

Hermanos: Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.

La figura de Cristo domina todo el pasado. Tanto, antes, en la parte doc­trinal, como ahora, en la parte parenética. Es natural: Dios se ha comuni­cado a los hombres en Cristo. En otras palabras: Dios ha creado en Cristo un hombre «nuevo». La novedad es, pues, Cristo: en Cristo, por Cristo, con Cristo. Cristo «conforma» la vida del hombre nuevo toda su amplitud, y du­ración. El hombre nuevo vive en Cristo de la vida de Cristo. Es ser «cristiano», «crístico». Y esto todo individual como comunitariamente. El pue­blo «elegido» ha de vivir la elección. La elección es: participar de los mismos sentimientos de Cristo: misericordia, bondad, humildad. Virtudes y hábitos que constituyen y muestran la pertenencia del cristiano a Dios en Cristo. He ahí, pues, el pueblo vivo que evidencia a Cristo vivo en unas relaciones de comunidad vivas. Descendiendo a detalles: perdón, compasión, comprensión mutuos. Sabemos que, en las condiciones actuales de debilidad y limitación, los miembros han de herirse mutuamente: sabiendo curar la herida con el perdón, la comprensión y la tolerancia. Así lo ha hecho y sigue haciéndolo el Señor. Si el amor ha inspirado toda la obra de Cristo, el amor a su vez ha de ser la virtud base de todo cristiano. El amor «une perfectamente»: la comu­nidad se realiza en el amor. El hombre viejo no sabe amar: el hombre nuevo, creado a imagen del Hijo, ha de ser la expresión viva de un amor que supera todas las flaquezas y debilidades. La caridad busca la «paz»: que sean ideal supremo y suprema aspiración mantener, en el amor de Cristo, la paz de Cristo entre los muchos miembros del cuerpo. Hemos sido creados para el amor y la paz. Es, como hombres nuevos, toda una obra a realiza. Nos ayu­dará la «palabra de Dios» escuchada atentamente y la relación constante con ella en la oración. Hemos de ejercitarnos en cantos, himnos, acciones de gracias. Un constante agradecimiento a Dios y una suma atención a los hermanos enseñanza mutua, exhortación recíproca, sencillez, amabilidad. Como centro, en el culto, la Eucaristía, expresión suprema de «acción de gracias», de exhortación, de enseñanza y caridad fraterna. Allí la «oración» con el Señor y la paz con los hermanos.

Detrás de la Familia Cristiana están las familias cristianas. El apóstol se dirige a ellas. Un breve código familiar. Lo encontraremos en Pedro, en la Carta a los He­breos, en los Padres apostólicos, en toda exhortación a la comunidad cris­tiana. Todos los miembros del Cuerpo deben expresar su condición cristiana en el desempeño cristiano de las obligaciones de estado: solicitud, amabili­dad, comprensión, atención, obediencia. En resumidas cuentas: un amor pro­fundo, total, diferenciado en la expresión tan solo por la condición del miem­bro que se ama: padres, madres, hijos. Delicadeza y comprensión al padre; solicitud y obediencia a la madre; sensibilidad y dedicación a los hijos. Es lo que pide Pablo como expresión de la novedad en Cristo.

 

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 2, 41-52

 

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: —«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.» Él les contestó: —«¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante dios y los hombres.

Lucas al contrario de Mateo presenta una infancia de Jesús, toda luz y gozo. Una verdadera efusión explosiva del Espíritu. Una mano invisible, un aliento divino, mueve y dirige todas las escenas. Comienza a cumplirse la gran «promesa» de Dios: El Señor, el Salvador, el «lleno» y el dador del Espí­ritu Santo ha venido ya; El Espíritu de Dios acompaña en todo momento. Explosión de gozo: Dios bendice a su pueblo, Dios recuerda las promesas de Antaño, Dios pone en marcha la obra de Salvación. La infancia de Jesús en Lucas es toda luz y alegría.

Lucas, a diferencia de Mateo, no cita expresamente la Escritura. La re­flexión sobre el misterio, sin embargo, la evoca constantemente. La Escri­tura ha servido de punto de referencia para la comprensión de la obra de Dios, alcanzando así -no podía ser menos- su perfecto cumplimiento y su per­fecta función de anuncio en acción. La infancia de Jesús, gozosa y luminosa, cumple el plan de Dios. La palabra de Dios por los profetas lo había anun­ciado. Esa luminosidad, con todo, y esa presencia implícita de la Escritura encuentran una excepción, precisamente en el pasaje que hoy nos presenta la liturgia. Por una parte, se nos recuerda el Levítico de forma explícita, por otra, las palabras de Simeón resaltan el lado sombrío del misterio de Jesús.

Las pequeñas escenas o episodios, como parte del evangelio, son ya Evangelio, Buena Nueva. Permanece necesaria la relación con el resto del «mensaje» de Lucas para ser entendidas en su debido valor. Son ya «misterio», y como tal, exigencia de una meditación y reflexión. Así han na­cido y así han de ser comprendidas. Si el «misterio» de Jesús en Lucas «mira» hacia Jerusalén, no dejemos de mirar a esta ciudad para entender los pasos de Jesús ya desde su infancia: pasión muerte, resurrección, ascensión, venida del Espíritu Santo. Así lo ha visto el evangelista; así debemos verlo nosotros.

Lucas ha unido aquí dos escenas  que guardan cierta re­lación entre sí: la purificación de la madre y la presentación del hijo. No ne­cesariamente debían estar unidas. Aquí lo están. La primera aunque obliga­toria, según la Ley. La segunda, aunque obligatorio el rescate, no necesaria la presentación en Jerusalén. Así los autores, Dos actos, pues, unidos en uno. Y en verdad con cierto fundamento: ambos de carácter religioso, cum­plimiento de la Ley, en el templo, las mismas personas, personas cualifica­das en el «misterio» de Dios. Gran profundidad religiosa. Sentimos de cerca, como en toda la infancia, la presencia del Espíritu. En efecto, a las tres sa­gradas personas -Jesús, María y José- se unen dos más: Simeón y Ana. También en ellas alienta el Espíritu divino. Del primero lo dice expresa­mente el evangelista; de la segunda parece sugerirlo. Todas ellas personas sencillas y humildes. El «misterio» de Dios sigue un camino uniforme: se ma­nifiesta en y a través de gente sencilla. Pensemos en Isabel respecto a Ma­ría, en los pastores respecto al nacimiento, y aquí en Simeón y Ana. Todos ellos, movidos por el Espíritu Santo, llegan al conocimiento del «misterio» y son impulsados a dar testimonio de él.

Simeón declara «misterio» del Niño Mesías: un Salvador para todos los pueblos, luz de las naciones, gloria de Israel. El cántico «Nunc dimittis». Pero el buen hombre ha visto más. Simeón se adentra un tanto en el «misterio»: el Mesías será como una bandera discutida: se levantarán unos, caerán otros. Jesús, una figura en la encrucijada de todos los pueblos y de todas las per­sonas, en especial en Israel. Figura central universal: o con él o contra él. El Mesías es el Salvador de hombre; pero también si juez. María va a vivir el «misterio» muy de cerca; va a envolverla la luz y contraluz de su hijo. El evangelio lo irá declarando paso a paso. Simeón lo ha visto de lejos. Estamos al comienzo.

Ana nos cae simpática. Mujer anciana, venerable y devota, habla de Je­sús. Sus palabras gozan de gran peso. No son cuentos de «viejas» lo que pu­blica. Son palabras graves y henchidas de sentido, las que pronuncia esa boca sensata, venerable y piadosa. La mujer da gracias a Dios. Lucas se muestra muy atento de las mujeres. También ellas reciben la acción del Es­píritu Santo: María, Isabel, Ana, con relación a Jesús: Marta, María, Mag­dalena.

La familia de Jesús es una familia de Dios. Piadosos, religiosos, cumpli­dores de la ley. Todos juntos en íntima e intensa relación con Dios: la madre en el templo, Jesús en el templo, José en el templo. No por separado: la fami­lia en el templo, como familia cumpliendo la Ley. Y como tal, después, cum­plidora perfecta de la voluntad de Dios. Al fondo, quizás, el pasaje de Ana presentando a Samuel. Jesús es el Consagrado de Dios. María y José consa­grantes, como padres, y consagrados con él. El niño crecía, bajo su tutela, en sabiduría y gracia. Es la familia del Señor, la Santa Familia del Señor.

Reflexionemos:

Es una festividad. Festejamos algo. Algo importante y maravilloso. Cele­bramos con alegría y gozo un misterio. Recordamos, alabamos y recogemos, como perfume precioso, algo que se nos ofrece para continuar nuestro ca­mino adelante. Pues somos familia.

Alabemos a Dios por su disposición misteriosa de hacerse hombre. Hom­bre, nacido de mujer, bajo la ley: en una familia profundamente religiosa. Nos alegramos de ello, y disfrutamos contemplándolo, aspirando el aroma que desprende, y gustando la miel que destila.

Una familia. La familia. Unidad natural, elemental y fundamental de la sociedad humana. Recordamos su valor, celebramos su importancia. Ali­mentamos los deseos y hacemos propósitos de admirarla y estimarla en lo que es y significa; de protegerla, de defenderla; de fomentar en paz y bien la vida familiar en toda su extensión y ámbito. Dios Trino viene a ser una fami­lia. Ahí nacen y se hacen las personas, imagen de Dios Creador. Ahí, el niño que crece; ahí la mujer, madre de solicitud y de amor; ahí el hombre, padre responsable y sustentador; ahí unos y otros en lazos de amor y comprensión creadores y forjadores de almas y pueblos que corren a Dios. Maravilla de maravillas. Unos y otros, humanamente obrando para hacerse «hombres» en toda dirección.

Las lecturas nos hablan del amor de los esposos, de la solicitud, del cui­dado de unos por otros, de la delicadeza, de la atención: del esposo a la es­posa, de la esposa al esposo; de los padres a los hijos, de los hijos a los pa­dres; de la familia por la sociedad, de la sociedad por la familia. El papel del amor familiar en la constitución de las personas, como individuos, como miembros de familias, como elementos de la sociedad, como personas llama­das un día a ver a Dios.

Sagrada. La familia es algo sagrado. Y esto nos invita a recordar el pa­pel de la familia en el desarrollo de la persona, de las personas, de la socie­dad, de los pueblos, en sus relaciones con Dios. No se puede hablar del hom­bre sin tener en cuenta su dimensión religiosa. La piedad de José, la dedica­ción de María, la sumisión de Jesús, unidos en la adoración a Dios. Unos y otros, todos unidos, en el cumplimiento de la voluntad de Dios. La familia que pierde el sentido religioso de sus miembros, pierde a la larga el sentido «humano» de los mismos. El papel irremplazable de los padres en la educa­ción religiosa de los hijos. Misión sagrada de crear en los miembros la ima­gen de Dios (una imagen digna de Dios). De las lecturas puede uno espigar algunos aspectos importantes del «misterio» de la familia según el plan de Dios. Pensemos, actuemos, alabemos y celebremos. Somos la familia de Dios, reunión de familias en Dios.

3. Oración final:

Mira, Señor, a la Familia de Nazaret, escucha nuestras oraciones, y haz que viviendo como hijos tuyos y hermanos de todos los hombres, promovamos en nuestra sociedad la edificación de tu Reino. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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