Domingo 4 de Adviento – Ciclo C

DOMINGO IV DE ADVIENTO CICLO C

“¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”

Dios manifiesta su predilección por lo pequeño y por la grandeza de ánimo de los pequeños y humildes. Lo que hay que hacer en la vida cotidiana está, pues, al alcance de todos y de cada uno. Es Dios quien acrecienta el resultado de nuestros esfuerzos. Nada nos exime de colaborar con el Dios que se acerca anunciando un mundo mejor. Las grandes dificultades que vivimos son un desafío para la creatividad y la solidaridad, y también para la fe en que Dios mismo, hecho uno de nosotros, nos acompaña con su ternura y con su poder.

1.      Oración:

Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que, por el anuncio del ángel, hemos conocido la encarnación de tu Hijo, para que lleguemos por su pasión y su cruz a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

2.      Textos y comentario

2.1.Lectura del Profeta Miqueas 5, 2-5a

Esto dice el Señor: Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial. Los entrega hasta el tiempo  en que la madre dé a luz,  y el resto de sus hermanos retornarán a los hijos de Israel. En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios. Habitarán tranquilos porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y ésta será nuestra paz.

Miqueas conoció la caída de Samaría y es con­temporáneo de Isaías. Con él tiene, en algunos pa­sajes, bastante semejanza. Hoy nos toca leer un mensaje de salvación.

Comienza el pasaje con una apelación a Belén. Es, en este punto, una de las profecías más deter­minadas y concretas que se encuentran en el Anti­guo Testamento. De Belén de Judá era oriundo David, el pastor de Israel, el gran rey que supo unir bajo su cetro a todas las tribus del reino. Bajo su reinado el pueblo vivió la paz, el esplendor y el bienestar. David fue el gran siervo de Dios. Mi siervo David dirán algunos textos antiguos. A él fueron hechas las so­lemnes promesas, promesas de asistencia particu­lar, de bendición singular y de sal­vación univer­sal. De él descendería uno en quien Dios mismo ha­bría de colocar el poder, a quien habría de asistir el Espíritu en todas sus obras y a quien habría de acompañar siempre la paz divina. De ello habla­ban los profetas.

Miqueas lo recuerda y, emocionado, dirige la mirada hacia ese príncipe que sucede a David. Allí nace el vástago, donde se encuentra la raíz: en Belén de Judá. Desde antiguo van apuntando hacia él las promesas divinas. Él reunirá -recordemos a David, rey de todo Israel- a su pueblo, desbara­tado por el mo­mento en la deportación (alusión a la dispersión con ocasión de la toma y des­trucción del reino del Norte). Él será el nuevo pastor que lo guíe, Pastor pode­roso. El Señor estará siempre con él. Volverá de nuevo la paz, de la que es pá­lido anuncio la paz davídica. Su grandeza abarcará los confines de la tierra. Él es el Señor y la Paz. El nuevo David supera con creces al antiguo.

Es una bella promesa coloreada por las circuns­tancias en que se encuentra el pueblo. El lugar del nacimiento está señalado: Belén de Judá.

2.2.Salmo Responsorial: Sal 79, 2-3. 15-16. 18-19:

 Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

Pastor de Israel, escucha,
tú que te sientas sobre querubines, resplandece.
Despierta tu poder y ven a salvarnos. R.

Dios de los ejércitos, vuélvete:
mira desde el cielo, fíjate,
ven a visitar tu viña,
la cepa que tu diestra plantó
y que tú hiciste vigorosa. R.

Que tu mano proteja a tu escogido,
al hombre que tú fortaleciste,
no nos alejaremos de ti;
danos vida, para que invoquemos tu nombre. R.

Es una petición intensa y fervorosa. El versículo que sirve de estribillo re­sume admirablemente el objeto de la petición. La alusión, al final, del Un­gido le da un carácter suavemente mesiánico.

2.3.Lectura de la carta a los Hebreos 10, 5-10

Hermanos: Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has reparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: «Aquí estoy, oh Dios,  para hacer tu voluntad». Primero dice: No quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas, holocaustos ni víctimas expiatorias,
–que se ofrecen según la ley–. Después añade: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad.
Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados  por la oblación del cuerpo de Jesucristo,  hecha una vez para siempre.

La oblación del cuerpo de Jesucristo más bien dirigiría nuestra atención, por lo que suena, al misterio de la pasión y de la muerte de Cristo que al misterio de su en­carnación. Sin embargo, la oblación que Cristo hace de sí mismo, lo coloca al frente de una nueva economía, en la cual todos quedamos santificados. La postura de Cristo como instaurador y salvador es evidente. En esta dirección encuentra la lec­tura de la carta a los Hebreos una adecuada conforma­ción con el tiempo de Adviento. Veamos a grandes rasgos el sentido de estos versículos. He aquí la línea principal y los asertos fundamentales del pá­rrafo. Al frente de la lectura nos encontramos con una cita del salmo 40. El autor de la carta acude por regla general al Antiguo Testamento en busca de apoyo a sus afirmaciones. No hay más que leer el capítulo primero de la carta, para darse cuenta de ello. El autor no quiere alejarse de la palabra de Dios reve­lada a los antiguos. Ella da luz a los acontecimientos nuevos. Hay continuidad entre los dos testamentos. La continuidad no excluye el con­traste. A veces, se­ñala el autor, hay oposición. Es­tamos en un caso de estos.

El salmo opone dos actitudes. Los sacrificios, en número y en especie, no agradan a Dios. Sí, en cam­bio, le agrada la obediencia a su voluntad. La obe­diencia a Dios es mucho más valiosa que el sacrifi­cio de reses. Así lo procla­maban también los profe­tas de Israel. El autor de la carta a los Hebreos no se limita a repetir y a poner de relieve el contraste entre el culto interno -culto a Dios mediante la obediencia a su vo­luntad- y el culto externo, -culto ritual de sacrificios y ofrendas-, sino que esta­blece, par­tiendo del mismo texto del salmo, una oposición entre la Antigua Economía y la Nueva.

La Antigua Economía basa su religiosidad en los sacrificios, ordenados por la Ley, y en las ob­servancias de la misma Ley. La Nueva, en cambio, basa su religiosidad en la obediencia de Cristo al Padre. La primera es externa, aun­que tenga ele­mentos internos, la segunda es interna, profunda y transforma­tiva. No son sólo dos modos los que se oponen, son dos períodos distintos de naturaleza diversa. Parecería audaz la deducción del autor. No lo es tanto, si consideramos atentamente los párrafos que siguen.

Hemos de notar, en primer lugar, que ya Jere­mías había anunciado la su­peración de la actual disposición (A. T.) por otra superior (Jr 31, 31-34;). El autor lo recuerda en su carta. Según Jeremías la nueva disposición iba a colo­car dentro del corazón humano algo que haría del hombre un ser más dó­cil y más inclinado a la voz divina. Dios pondría la Ley en el corazón. Jeremías no había especifi­cado el modo. Hay que notar, en segundo lugar, que el autor es conocedor de la obra de Cristo. Cristo con su obra ha abierto una nueva época, una nueva disposición. No es extraño, pues, que el autor vea en el salmo 40 una indicación de ese aconteci­miento: Oblación del cuerpo.

Efectivamente, Dios ha transformado interna­mente al hombre -esta es la Nueva Economía- por la adhesión de Cristo a la voluntad divina hasta la muerte. En ese momento, y, partiendo de ese momento, Dios escribe en noso­tros sus leyes. No es otra cosa que el don del Espíritu Santo en nosotros, Ley y Virtud nuevas. Él nos hace dóciles; él nos asimila a Cristo, obediente a Dios hasta la muerte. Cristo ofrece su cuerpo, sustitución de los sacrificios y Ley an­tiguos. El cuerpo aquí es expre­sión de la obediencia efectiva de Cristo hasta la muerte. No basta la intención de obedecer; es su obra obediente hasta la muerte, donde él mismo -su cuerpo- se entrega por nosotros. La obra de Cristo redunda en favor nuestro; por él quedamos santificados.

Todo parte de Dios, a quien debemos esta dispo­sición maravillosa, de Él también la obra de Cristo. Cristo ha sido constituido, en su obediencia al Pa­dre, el Santo perfecto, el Nuevo Hombre, el hombre glorioso, la nueva creación. De él nos viene a nosotros: somos partícipes de los títulos de Cristo; santifica­dos, nueva creación. Estamos, no obstante, en proceso de mayor santificación. La glorificación definitiva todavía no la hemos al­canzado. La esperamos. Cristo obediente es la causa de la salvación que nos viene. La venida del Salvador nos recuerda su obra salvífica.

2.4.Lectura del santo Evangelio según San Lucas 1, 39-45

En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías, y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, y dijo a voz en grito: –¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la  madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creído! porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.

La infancia de Cristo en Lucas está impregnada de luz y alegría. Por do­quier surge el gozo y la exultación. Es, sin duda, la presencia del Espíritu quien la motiva. El Espíritu llena los corazones; el Espíritu ilumina las men­tes; el Espíritu acerca a los hombres al misterio que está realizándose y les hace prorrumpir en alabanzas, himnos y cánticos de júbilo.

Nos encontramos en uno de los episodios más tiernos de esta historia. Las dos madres, la de Juan, el más grande nacido de mujer, y la de Jesús, el Me­sías, son las protagonistas de la escena. La madre de Juan entrevé, por el salto del hijo en sus entrañas y por la iluminación del Espíritu en su in­terior, el misterio de que es portadora su pariente María. La exclamación que brota de sus labios es significativa: Bendita tú entre todas las mujeres… Es la más antigua alabanza y el más respetuoso acatamiento y reconocimiento que haya surgido de boca humana. Desde un principio comprendió Isa­bel la grandeza de María: Madre del Mesías. Es a lo más que podía aspirar una mujer judía. Si los tiempos mesiánicos habían sido la expectación an­siosa de los antiguos pa­triarcas y profetas; si su sola certeza los había colmado de gozo, aun tan dis­tantes de él; si las promesas de Dios no tenían otro término que este magno acontecimiento; ¿qué podemos pensar de la persona a quien toca, no digo vivir en ellos, sino ser nada menos que la madre del Mesías?

Las palabras de Isabel se han eternizado. Ellas han sido el saludo de mul­titudes y generaciones en todo lugar y en todo tiempo. Es el más cordial sa­ludo que, con las palabras del ángel, cotidiana­mente le dirige el cristiano a María.

El reconocimiento de Isabel nos recuerda el re­conocimiento de Juan: No soy digno… Isabel hace la misma profesión de fe ante María. Alaba su disponibi­lidad y fe. La actitud de María a las pa­labras del ángel merecen todo enaltecimiento y toda ala­banza.

Meditemos:

El cuarto domingo de Adviento nos presenta el más sublime modelo de pre­paración al Señor que viene: María, sierva del Señor y madre de todo co­razón. María no es sin más madre de un hijo que resultó ser el Mesías. La fe, la dis­posición servi­cial, la actitud de absoluta obediencia a Dios la han hecho ma­dre. En ella comienza la presencia maravi­llosa de Dios entre los hombres. Y el Señor, que ha comenzado la obra, la cumplirá. Un magnífico futuro: Cumplirá; un precioso pre­sente: Bendita. La fe ha he­cho a María Madre de Dios. Fe única, Madre única. Pero no es la única que tiene fe ni la única que llega a ser madre. Ma­dres y hermanos son los que en fe y amor siguen a Jesús en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Para ellos la preciosa bendición y dicha, que se convertirán en la Dicha y Bendición supremas.

 

El cristiano, como el Adviento, ha de ser po­ema, canto, grito de triunfo: Grito de victoria: ¡Viene el Vencedor de la Muerte! Abogamos por la vida y la gozamos eter­namente.

Canto: Alborozo sereno de gentes que llevan dentro la luz y la irradian en el rostro. Toda su fi­gura, en profundidad y anchura; el hombre entero, hasta los huesos más podridos cantan: ¡El Señor ha venido!

Poema: Acción intensa, acción fecunda; acciones bellas del Señor que llega. Tensión encantadora, transformadora del sonido en verso y del ser hu­mano en espejo terso. Acción de gloria que trans­porta a Dios en la historia. Vencedores, gritamos, y, trovadores de la Vida Nueva, alegramos los tiempos y hacemos el bien:

¡Ven, Señor Jesús, Nacido en Belén!

 

  1. 3.                  Oración final:

Aquí nos tienes, Señor, para hacer tu voluntad. Bendice nuestras vidas, acoge nuestras oraciones, y ayúdanos a preparar el camino a tu Hijo que viene a salvarnos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

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