La profecía de Isaías irradiaba optimismo en relación a la misión liberadora que iba a emprender. Su proyecto no nacería de su capricho o su temeridad. Había experimentado la fuerza del Espíritu en su vida y con esa confianza comenzaría a visitar a la gente afligida para llevarle esperanza y consuelo. El pasado no tendría que perpetuarse, Dios estaba dispuesto a terminar con el tiempo del luto y el llanto; había sonado la hora de la fiesta y el gozo. Los vestidos de gala saldrían otra vez a relucir, la esperanza se percibía por cualquier lugar. Juan Bautista también sentía la brisa fresca de la salvación cuando vio aparecer al joven carpintero venido de Nazaret. Ubicó su misión en relación con Jesús y se convirtió en su profeta y pregonero: todo lo pasado quedaría atrás; con la fuerza del Espíritu Jesús renovaría a Israel y reconciliaría a los hermanos por antiguos pleitos.