Domingo 28 del Tiempo Ordinario – Ciclo B

XXVIII

La palabra, eficaz, tajante, nos coloca contra la pared. Incide en nuestra última entraña. No tengo más remedio que responder. Cuando me descuido, o cierro mis oídos, o me busco excusas, estoy respondiendo ya y estoy diciendo no. Lo sé bien: no me es fácil decir no directamente; hay que interpretar y conseguir, como sea, mis inútiles coartadas. Mi mejor engaño: los tiempos han cambiado, mi sociedad no es la de Jesús. No podemos ser extremistas. Me digo que ha cambiado la percepción de la riqueza. Me digo que el discurso de los pobres está agotado. Me digo que mi fe y mi reflexión reclaman hoy otras experiencias, otras palabras. Me digo y me digo. Pero no hay vuelta de hoja. La propuesta del Evangelio es radical. Así. Sin más. No soy decente si trato de echar agua al vino. Es mejor reconocer que no puedo, que me es demasiado trabajoso seguir a Jesús hasta el final. Pero, ¿de verdad, de verdad, no puedo seguir el camino de Jesús?

1. Oración:

Te pedimos, Señor, que tu gracia continuamente nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Sabiduría 7, 7-11

Supliqué, y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que la salud y la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables.

Sabiduría, el arte de vivir bien. El saber es algo que todos aprecian. La denominación de «necio», «ignorante», no suele gustar a nadie. Sin embargo, el tener razón, el ser doctor, el conocer las cosas, suele ser algo que agrada. Hay, con todo, muchas formas de saber. Existe el sabio naturalista que cla­sifica las plantas por la forma de sus hojas y por cualidades de sus flores y frutos. Es un sabio también el arqueólogo que descifra en los restos de civili­zaciones antiguas la vida y costumbres de los antepasados. Se le califica de sabio astrónomo, al que conoce con propiedad los andares del firmamento. Existe el sabio lingüista, el sabio matemático, etc. También es sabio el hom­bre que estudia las costumbres humanas y llega a penetrar profundamente en el conocimiento del hombre en su múltiple relación con el mundo que le rodea. Es sabio el filósofo. Todos sabios venerables. Pero parciales.

La sabiduría de que aquí se trata es a la vez más humana y más divina. Tiene algo de ciencia y algo de arte; algo de especulativo y algo de práctico. Cierto conocimiento de las cosas en su relación con dios, como último fin nuestro, y el arte de vivir según él. La sabiduría, de que nos habla el autor de este precioso libro, es la sabiduría que dimana de Dios la auténtica, la genuina. Ella nos da el conocimiento preciso, no digo científico, de las cosas en su relación con Dios, su creador, y en su relación con nosotros sus usu­fructuarios. Nos da el recto conocimiento de Dios y de nosotros mismos res­pecto a dios, nuestro último fin. Es el mismo conocimiento de Dios. Es lo que Dios ve y lo que Dios quiere. Es el arte de vivir según ese ver y querer de Dios: es el arte de usar de las cosas, de apreciarlas, y el arte de conducirse según la voluntad divina. Esta es la única sabiduría que realmente a todos interesa. Es el arte de llegar al último fin, por Dios a la humanidad pro­puesto, que es El mismo. Naturalmente este conocimiento, este arte parte de Dios. El hombre, después del pecado, se encuentra alejado. Nótese:

a) Es más apreciable y hermosa que: las riquezas, piedras preciosas, oro y plata. El poder, tronos y reinos. La salud y la misma vida humana.

Ante ella todo es basura, polvo y arena. Es curioso, sin ella las cosas, por más apreciables que sean, no valen nada; con ella, sin embargo, vienen to­das juntas, viene la vida eterna. Ella conduce a la vida. Por eso es más apreciable que todo lo que existe fuera de ella, pues no pasa ni se destruye.

b) Es algo divino. Es sabiduría divina, no humana. Se alcanza con la peti­ción. Viene de arriba, como don a un deseo, a un esfuerzo, a una petición. A todos puede llegar.

c) Es en concreto la Revelación: luz y fuerza de lo alto. Se requiere es­fuerzo y reflexión. Pero es Dios mismo quien nos hace vivir su conocimiento y su voluntad. Es en el fondo, Dios mismo que se nos entrega y vive en noso­tros. Nuestra sabiduría es Cristo, dice san Pablo.

Salmo responsorial: 89

Sácianos de tu misericordia, Señor. Y toda nuestra vida será alegría.

Enséñanos a calcular nuestros años, / para que adquiramos un corazón sensato. / Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? / Ten compasión de tus siervos. R.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, / y toda nuestra vida será alegría y júbilo. / Dános alegría, por los días en que nos afligiste, / por los años en que sufrimos desdichas. R.

Que tus siervos vean tu acción, / y sus hijos tu gloria. / Baje a nosotros la bondad del Señor / y haga prosperas la obras de nuestras manos. R.

Hebreos 4, 12-13

La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón. No hay criatura que escape a su mirada. Todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.

El autor de la carta a los hebreos acaba de contemplar la revelación de Dios a través de los profetas y de su propio Hijo (Heb 2, 1-4). Esta palabra reveladora de Dios es ante todo promesa de salvación y de «reposo» (Heb 3), pero no la realiza sino en la fe de quienes la escuchan. A falta de esta adhesión, se convierte en amenaza y castigo (Heb 4, 2). Los dos versículos de esta lectura son el final de esta meditación.

Los hebreos están acostumbrados a medir la eficacia de la Palabra de Dios (cf. Is 55, 11), que se manifiesta, en primer lugar, en quienes la proclaman: transforma, al precio a veces de una lucha violenta (Jer 20, 7; Ez 3, 26-27), al profeta en un testigo auténtico, incluso en una parábola activa de la Palabra (Is 8, 1-17; Os 1-3; Sal 68/69, 12). Este poder de la Palabra en el profeta se verifica mucho más aún en Jesús, dominado hasta tal punto por la Palabra que en El es su propio comportamiento, signo y salvación para todos los hombres (Heb 1, 1-2).

Mas lo que ha realizado en los profetas y en Jesús, la Palabra lo realiza igualmente en cada cristiano, ayudándole a desentrañar sus intenciones más secretas e impulsándole a tomar partido. En este sentido, la Palabra es juicio, no sólo porque juzga desde el exterior la conducta del hombre, tal como lo haría una norma legislativa, pero con mayor profundidad, puesto que llama al hombre a escoger entre sus deseos y las exigencias de la Palabra.

En este sentido es una espada (Lc 2, 35) que obliga al cristiano a los más radicales desprendimientos.

Eficaz cuando provoca la fe y el juicio de la conciencia, la Palabra lo es no menos cuando acompaña a una función sacramental.

El pan y el vino eucarístico son eficaces porque la Palabra que los acompaña es la Palabra misma de Dios, afilada como una espada para impulsar en cada uno de nosotros la profesión de fe y la decisión selectiva que exige la participación fructuosa en el banquete.

Marcos 10, 17 – 30

En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.»Él replico: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.» Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: /»Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.» A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!» Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.» Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?» Jesús se les quedo mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.» Pedro se puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.» Jesús dijo: «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más- casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones-, y en la edad futura, vida eterna.»

San Marcos nos relata un interesante episodio de la vida de Cristo. El episodio, con el consiguiente comentario del Maestro, debió tener, tanto en la vida de Jesús como principalmente, en la vida de la primitiva comunidad de los fieles, suma importancia. Lo traen los tres sinópticos de forma idéntica. Los santos Padres lo han comentado con frecuencia. En realidad, la actitud de Cristo, sus palabras, la figura del personaje anónimo son altamente ins­tructivos. Veámoslo:

Podemos distinguir dos partes: los versillos que van del 17 al 27, común a los tres sinópticos, y los versillos 28-30 propios de Marcos. Estos últimos continúan, sin duda, el pensamiento de los anteriores.

Distingamos en la primera parte:

a) La figura simpático-trágica del anónimo, joven en otro evangelista:

Sus palabras: Deseo sincero de ser perfecto, de cumplir lo dispuesto por Dios.

Práctica honrada del bien. Cumple con la ley. Honradamente se esfor­zaba por cumplir los mandamientos a la perfección.

Reconoce a Jesús como Maestro. Tristeza ante las palabras de Cristo.

b) Palabras de Cristo. La exégesis de las palabras de Cristo tienen una larga historia.

Los Padres, algunos por lo menos, hablan, al comentar Una cosa te falta…, de un mandato de Cristo dirigido al joven a seguirlo. Se trataría de una exigencia: Te falto algo para ser perfecto, para cumplir la ley de Dios de modo debido. La exégesis posterior ha venido usando el texto, sobre todo en el contexto de la vocación religiosa, como consejo evangélico. La palabra per­fecto se interpreta, en tales contextos, como equivalente más o menos de la voz perfección religiosa.

La exégesis reciente, parte al menos, vuelve a considerar el texto inde­pendientemente de la problemática de los consejos evangélicos. No se trata­ría, según esto, de un consejo a seguir. Sería una exigencia. Perfecto signifi­caría cabal. Es decir, diríase perfecto aquel que cumple cabalmente la Ley de Dios. Según esto, al joven le faltaba algo para cumplir la Ley de modo sa­tisfactorio: venderlo todo y seguir a Cristo. Jesús le habría lanzado una exi­gencia, que desoída, dejaba incumplida la voluntad de Dios. Por eso añade Cristo que es muy difícil a los ricos entrar en el reino de los Cielos. Los Pa­dres van más adelante y lanzan la sospecha de que tal individuo no se salvó. De hecho desoye una exigencia seria de Cristo. Era una exigencia dirigida a su persona directamente. Tal exigencia no para todos. Pero puede que a cada uno de nosotros se nos dirija. No sería, por tanto un consejo sino un mandato.

c) Valor y peligro de las riquezas. La actitud de Cristo respecto a las ri­quezas y al seguimiento de su persona causa admiración y sorpresa. Los ju­díos de su tiempo, con los maestros a la cabeza pensaban de muy distinta forma.

Las riquezas son un bien, en sí mismas consideradas. La riqueza, en el caso presente, fue un obstáculo para el cumplimiento de la voluntad divina. Cristo comenta que lo es generalmente. Tanto que es muy difícil que el rico entre en el reino de Dios. Nótese la imagen del camello y de la aguja. Este es el hecho. La posición de Cristo respecto a las riquezas es realmente sorpren­dente. Las riquezas, en la oposición reinante aún en el Antiguo Testamento, son signo de bendición y de predilección, como lo son también la salud y la vida larga ¿Cómo, pues, renunciar a las riquezas? No son realmente maldi­ción; pero obstaculizan la entrada al reino. A los ojos de Jesús las riquezas pierden mucho, si tenemos en cuenta la opinión de los contemporáneos.

Con semejante exigencia Cristo se revela muy por encima de los hombres. El transciende a la humanidad entera. Habla como si fuera Dios.

Los ricos encontrarán dificultad para entrar en el reino. Con la ayuda de Dios no les será imposible.

La segunda parte viene a ser como una aplicación al caso concreto de los discípulos. Cristo puede exigir la renuncia a todo lo humano para seguirle. Promete, en cambio, el ciento pro uno en esta vida y la vida eterna. No se puede perder de vista la recompensa. Es objeto de nuestra esperanza.

Reflexionemos

A) La Sabiduría es la criatura más apreciable que existe. Más apreciable y más hermosa que las riquezas, más que todo poder y gobierno, más que oro, más que salud y más que la misma vida. La Sabiduría es la palabra de Dios vivida dignamente. Es, podríamos decir, Dios mismo en cuento se nos ha revelado y hecho carne y vida en nosotros. De Dios desciende en forma de luz y moción, que nos dirige a El mismo; es su misma vida, pensamiento y voluntad, en nosotros. Con ella nos vienen todos los bienes. Esta sabiduría que necesita el hombre, pues lo eleva a la altura de Dios. Esta es la sabidu­ría que transciende las cosas y las orienta en su debida dirección. Sabiduría nos hace vivir eternamente. No hay que escatimar esfuerzo para conse­guirla.

La primer lectura insiste en su origen divino. Nos viene en forma de don. Hay que pedirla y buscarla. Dios la concede. Es algo sobrenatural. Es la re­velación de Dios. Hay que pedirla Lo merece.la caducidad de las cosas. Siempre será poco, pues estamos tan pegados a ellas que prácticamente nos es casi imposible pensar que hay cosas mejores y más necesarias que el mundo que nos rodea. El oro, la belleza, el poder, la salud y la misma vida pasan. Todo ello es secundario. Solo Dios es necesario. El nos va a dar la vida, no las riquezas que damos tener, que a veces nos hacen cometer im­piedades e injusticias. Con Dios la vida eterna. Por ahí camina el evangelio.

B) La palabra de Dios es la palabra de Dios hecha carne es el Verbo de Dios, Cristo Jesús. Cristo es nuestra sabiduría, dice san Pablo. Según san Juan, Cristo es el verbo, la Palabra de Dios, el Camino, la Verdad y la Vida. Y esto nos lo recuerda el evangelio.

1) Jesús, el Maestro Bueno, Algo entrevió el joven del evangelio. Nosotros lo sabemos perfectamente. Jesús es el único y auténtico Maestro capaz de enseñarnos el camino de la vida eterna. La pregunta del joven es nuestra pregunta. El puede responderla. El es, Cristo, la palabra de Dios más apre­ciable que todas las criaturas. Las cosas, sin El, no tienen valor; con El, tie­nen valor y sentido. De nada nos sirve la ganancia del mundo, si no tenemos a Cristo: Todas las cosas las consideré estiércol, con tal de conseguir a Cristo (Pablo) De que te sirve ganar todo el mundo, si al fin pierdes tu alma? (Ignacio de Loyola); el que se salva, sabe , y el que no, no sabe nada (letrillas de santa Teresa). Cristo es la sabiduría misma. Todo esfuerzo y renuncia por poseerlo son pocos.

2) Cristo puede, de hecho, exigir la renuncia de los bienes, Es el caso que nos presenta el evangelio. Renunciar a todo y seguirle. Es la condición para poseerlo todo después: el ciento por uno en esta vida y la vida eterna. La se­gunda lectura nos advierte de la fuerza de la palabra divina. Hasta aquí llega Cristo. Cristo llama, Cristo consuela, Cristo exige, Cristo condena. Cristo obliga a tomar resoluciones drásticas, radicales, definitivas. El tiene autoridad para ello y fuerza para llevarla a cabo. Es la palabra de Dios he­cha carne.

3) Peligro de las riquezas. Las riquezas son bienes. Pero lo son de forma relativa. Con suma frecuencia las hacemos bienes absolutos. Es un error pé­simo y un terrible peligro. Puede llevarnos a la condenación eterna, a dejar el Bien Sumo, Cristo, y a esclavizarnos de ellas. Puede que nos haga dejar el Camino y la Vida y nos entreguemos a lo falso y perecedero. Son peligrosas. De ellas nacen la avaricia, la lujuria, la injusticia… la muerte. Sería un buen tema de predicación. De hecho encontramos muchos cristianos que no se conducen como cristianos, cegados precisamente por las riquezas y el lujo ¿A cuántos no sedujo el oro, la ambición y la plata? Hay que arrancar por ahí, plenamente convencidos del valor muy condicionado de las riquezas. Así los santos. El joven del evangelio es un buen ejemplo. Las riquezas le obliga­ron a prescindir de Cristo. Da miedo pensar en el fin que pudo tener aquel muchacho. Si no hubo arrepentimiento, no entro en el reino de los cielos. Te­rrible. La palabra de Dios puede ser exigente. Lo fue con los discípulos. A ellos se les prometió los bienes que no perecen. Lejos de mí servir a dueño que se me pueda morir (Francisco de Borja); Lo que no es eterno nada es (san Agustín).

C) El tema de la palabra de Dios como eficaz y poderosa es también un tema muy importante. Oigámosla, pidamos su inteligencia ¿Escuchamos la palabra de dios atentamente? Hay que pensarlo. Docilidad a la palabra de Dios.

Pensamiento eucarístico: Cristo es la Palabra de Dios. Cristo está pre­sente, tanto en forma de palabra -cuando se leen y atienden los textos bíbli­cos y se nos predica de El- como en forma de alimento -eucaristía-. Cristo se nos da como sabiduría, como camino, como fuerza que llega hasta lo más ín­timo del alma. Es lo más precioso que se nos puede dar. Se nos da también como alimento. Es prenda de vida eterna, pues quien coma de El tendrá la vida eterna.

El Pan y el Vino que tomamos es Cristo. La comunión con El exige un cambio de vida, una adhesión tal a Él, que todo lo despreciemos por su causa. Exige una vida santa. Puede que hasta la renuncia efectiva y total de lo que poseemos. De todos modos la renuncia viene exigida por su presencia. La participación en la eucaristía nos debe llevar hasta ahí. Vivir práctica­mente a Él, Cristo, es más apreciable que el oro, que el poder y que la misma vida, Hacer nuestra la sabiduría de Dios de tal modo que sea nuestra propia vida como san Pablo: Mi vivir es Cristo.

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