Domingo 32 del Tiempo Ordinario – Ciclo B

 

XXXII

Oración colecta:

Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros todos los males, para que, con el alma y el cuerpo bien dispuestos, podamos con libertad de espíritu cumplir lo que es de tu agrado. Por nuestro Señor Jesucristo.

Lecturas y comentario:

2.1. Lectura del 1Reyes 17, 10-16

En aquellos días, el profeta Elías se puso en camino hacia Sarepta, y, al llegar a la puerta de la ciudad, encontró allí una viuda que recogía leña. La llamó y le dijo: «Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro para que beba.» Mientras iba a buscarla, le gritó: «Por favor, tráeme también en la mano un trozo de pan.» Respondió ella: «Te juro por el Señor, tu Dios, que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza. Ya ves que estaba recogiendo un poco de leña. Voy a hacer un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos.» Respondió Elías: «No temas. Anda, prepáralo como has dicho, pero primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: «La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra».» Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su hijo. Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías.

Hombre de fuego llama el Eclesiástico a Elías. Y en verdad así lo fue. De entre aquella serie de personajes reales que se sucedieron unos a otros, como hojas que arrastra el viendo, y que casi sin excepción llevaron al pueblo a la ruina, sobresale, como enhiesto e inconmovible cedro, como profeta airado demoledor de ídolos, como atrevido hombre de Dios en favor del pueblo y del débil frente a la injusta, inmoral y pagana autoridad de Israel, la gran fi­gura del profeta Elías. Todo eso es Elías y algo más: fuego devorador, voz gigante, que hace multiplicarse el alimento y enmudece a los cielos, cami­nante incansable, testimonio de Dios, profeta del Altísimo, consolador de los pobres y de las viudas, hombre santo. Malos tiempos corría Israel por aque­llas centurias. Los reyes -los ungidos- iban sucediéndose unos a otros en re­yertas que dejaban los palacios reales teñidos de sangre. Envidias, ambicio­nes, homicidios, injusticias, inmoralidad, idolatría y podredumbre. Hasta tal punto había llegado la corrupción, que ni siquiera los profetas -hijos de los profetas- tenían voz en Israel. El sacerdocio estaba corrompido y el culto pa­ganizado: Prostitución sagrada, sacrificios humanos, etc. Parece que ni si­quiera la palabra de Yavé podía decirse impunemente. Pululaban los cultos impíos, obscenos, macabros, crueles, degradantes que venían de tierras ex­trañas. La amistad con otras naciones -Fenicia, en especial- había traído la ruina sobre Israel. Todo parecía confabularse contra Dios, el Dios de los pa­dres. En aquel momento, como preanuncio serio de la ruina que años des­pués vendrían sobre Israel, la voz del profeta Elías.

Dentro de los libros de los Reyes, el ciclo de Elías viene a ser como un rayo de luz en la noche oscura, como un oasis en el desierto árido, como fuego en la noche fría, como fontana pura dentro de charcos inmundos, como testimonio de Dios vivo en medio de un pueblo obcecado y muerto. El pueblo corría, tras sus dirigentes, hacia un bienestar que no provenía de las bendi­ciones divinas, sino las alianzas con pueblos extraños, en las que se inocu­laba solapada pero alarmantemente la idolatría y con ella las más perdidas costumbres, que ponían en peligro de existencia a toda la nación. Elías, tes­tigo de Dios, levanta la mano y acusa sin compasión; alza la voz y a su con­juro enmudecen los cielos, dejando la nación entera en una sequía sin prece­dentes. Por donde quiera que va, le acompañan señales divinas. El poder de Dios está con él. La naturaleza le obedece y le da muestras de respeto. Si Elías fulminó a los poderosos injustos, acogió amable a los pobres; si senten­ció a los sacerdotes paganos que corrompían al pueblo, atendió solícito al hijo de la viuda; si cerró los cielos, hizo crecer el pan y el aceite para el po­bre. Signo, testimonio de la presencia de dios entre los hombres.

Ese es el contexto en que nos encontramos. Interesante el relato. Nos choca la conducta del profeta. No deja de tener misterio. Nos invita a la me­ditación.

El profeta pide para sí un jarro de agua -no olvidemos la sequía- y un bo­cado de pan -gran carestía-. Era lo necesario para la vida. La mujer accede gustosa a lo primero; a lo segundo se excusa: es muy pobre, no tiene. El profeta insiste, consciente de su poder. Le asegura suficiente alimento para ella y para su hijo ¿Qué hacer? ¿Cederá un bien palpable, presente, por un bien no palpable por el momento, futuro? Por otra parte, aquel hombre es un hombre de Dios. Merece se le escuche. Así lo hace la buena mujer. Su devo­ción y confianza fueron recompensadas. La fuerza de Dios hizo el milagro. La mujer renuncia a lo presente en espera de conseguir lo futuro. Acertó.

2.2. Salmo responsorial: (145)

Alaba, alma mía, al Señor

Que mantiene su fidelidad perpetuamente, / que hace justicia a los oprimidos, / que da pan a los hambrientos. / El Señor liberta a los cautivos. R.

El Señor abre los ojos al ciego, / el Señor endereza a los que ya se doblan, / el Señor ama a los justos,/ el Señor guarda a los peregrinos. R.

Sustenta al huérfano y a la viuda / y trastorna el camino de los malvados. / El Señor reina eternamente, / tu Dios, Sión, de edad en edad. R.

2.3. Lectura de la carta a los Hebreos 9, 24-28

Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres – imagen del auténtico-, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces- como el sumo sacerdote, que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena; si hubiese sido así, tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo-. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, al final de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio. De la misma manera, Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, a los que lo esperan, para salvarlos.

Sigue adelante la comparación comenzada ya en la lectura del domingo pasado. El sacerdocio de Cristo superior al sacerdocio antiguo; nueva eco­nomía superior a la antigua. Ese es el tema. Son muchas las imperfecciones que arrastraba la antigua disposición. La nueva es más excelente, la supera en muchos aspectos. al fin y al cabo, es ésta la definitiva, en tanto que aqué­lla era transitoria y temporal.

El primer paso va encaminado al santuario -al sagrado santuario, cuyo nombre pronunciaban respetuosos los judíos-, al lugar, donde Dios manifes­taba su gloria, donde Dios habita. Aunque lo toca indirectamente, hay que pensar en él. El santuario, por más excelente y sagrado que sea, es al fin y al cabo obra de hombres. Los materiales de que está construido son delez­nables: madera, ladrillo, adobe, piedra… Para la guarda de este santuario estaban destinados los sacerdotes de la antiguo economía. Cristo, como sa­cerdote que tiene su propio santuario. Penetró en él, como lo hacía el sumo sacerdote una vez al año. Pero el santuario de Cristo, lo mismo que su sa­cerdocio, es de otra naturaleza. Es la misma morada de Dios, no terrestre, sino celeste, el cielo mismo, donde Dios habita antes y sobre toda criatura. Es la morada inaccesible de Dios. Allí mora Dios sin símbolos ni figuras, ni sombras, ni imágenes. Allí está Dios en persona. Es un santuario divino, no humano; allí la gloria de dios, Dios mismo, a quien el hombre no puede lle­gar. Allí penetro Cristo en el momento de su exaltación. El templo terreno era figura del celeste. Al poseer la misma realidad de las cosas, sobran las imágenes. Sobra el antiguo santuario con toda su economía viene la nueva.

Por eso su sacrifico, único en número y en especie, el auténtico, el verda­dero dura para siempre y desplaza por ello todos los que disponía la antiguo economía. No es menester repetir el sacrifico. Tiene eficacia para siempre y para todos. En él fue destruido totalmente el pecado.

Destino del hombre es morir una sola vez y tras ello el juicio. Así Cristo murió una sola vez y con su muerte destruyó para siempre el obstáculo que impedía al hombre acercarse a Dios. Abrió las puertas para siempre. Es la nueva economía.

La muerte de Cristo así concebida tiene un alcance insospechado. Cristo murió, pero vive. Entró en el santo templo de Dios, está delante de Dios, per­tenece a la esfera divina, está glorificado. Vendrá a salvar definitivamente a los suyos y a juzgar a los impíos la salvación ha comenzado ya; ya no hay pecado, pero no se ha consumado todavía la salvación. Se realiza paulati­namente. Cristo ya triunfó; vendrá a completar lo comenzado. Es la Parusía, la salvación definitiva, la resurrección de los muertos. Así Cristo en su san­tuario.

2.4. Lectura del santo evangelio según san Marcos 12, 38-44

En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigurosa.» Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a los discípulos, les dijo: «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.»

El pasaje lo podemos dividir en dos partes bien señaladas. Ambas han existido probablemente por separarado antes de ser consignadas por escrito donde ahora están, siendo quizás la razón de su actual ligazón la palabra viuda señala el fin de la primera y tema de la segunda.

La primera parte va dirigida a los escribas de entonces. Son palabras muy duras. Mateo y Lucas también las traen, aunque en contextos diferen­tes. Parece ser que se quedaron muy bien grabadas en la mente de los pri­meros discípulos. La pintura que de los escribas nos hace en este lugar Cristo no es muy alagüeña. Ostentación, avaricia, ambición , son los vicios que a todas luces transparentan. Parece que los estamos viendo. Desean ser saludados honrosamente por todos, reconocidos maestros, admirada su posi­ción superior como doctores de la ley. Ellos quieren ser los primeros en todo. Con figura arrogante, con mirada altiva, con voz ahuecada, con tono docto­ral pasean su persona por las plazas y calles de la ciudad. Se comportan como grandes señores, cuando debieran ser siervos de la palabra divina, de quien dicen ser los intérpretes. Por si esto fuera poco, anida en muchos de ellos una avaricia criminal que destroza a los pobres. Con título de sabios piadosos y de piadosos sabios agravan con sus largas e inoportunas oracio­nes a la gente necesitada. Parece ser que, con ocasión de las visitas a las viudas y de rezos por los difuntos, se demoran largamente en las casas y se hacen servir como grandes señores. En lugar de ayudar, depauperan y em­pobrecen a las familias más necesitadas. Es una piedad ostentosa y vana. Su castigo será severo, como conviene a injustos y a falsos. Probablemente no todos eran así, pero sí muchos o al menos algunos.

Contrasta con la conducta de los escribas, la tierna y sencilla figura de la viuda.

Jesús se sienta, en el atrio de las mujeres, enfrente de la cajeta, donde se recogen las limosnas voluntarias para el templo. Allí cerca, a dos pasos de él, un sacerdote sostiene una caja. En ella van depositando los transeúntes, indicando el destino de su oferta, sus limosnas. Ir y venir de gentes. Corren monedas de todas las naciones. Nada pasa desapercibido para el Maestro. Pasan los ricos y depositan grandes cantidades; unos más otros menos. Qui­zás ha observado Jesús los ojos atónitos de los discípulos y de las gentes sencillas ante aquel derroche de generosidad que algunos ricos ostentan. Parece leer sus pensamientos: Estos hombres sí que son piadosos, dan mu­cho por el templo. Pero he aquí que llega una pobre viuda. Quizás estaba allí desde hacía un tiempo, esperando la ocasión de presentar su ofrenda. Mo­desta y un poco avergonzada de ofrecer algo tan pequeño, algo tan insignifi­cante, comparado con lo que ofrecían aquellos grandes señores, se mantenía un tanto retraída y oculta. Por fin llega su turno, avanza tímida y deposita vergonzosa, en la caja sostenida por el sacerdote, una diminuta moneda, un lepto -la moneda más pequeña que existía en el mundo griego-. No sabemos qué gesto se dibujó en el rostro del sacerdote ¿Sonrió paternalmente? ¿Disimuló ignorarlo? ¿O más bien le increpó, riñéndole no impidiera el paso o no se molestar venir por allí para ofrecer tal insignificancia? No lo sabemos. Y es una pena. La pobre mujer manifestaba así su devoción y piedad al tem­plo santo de Dios. Para los presentes pasó desapercibida. No a Jesús. Jesús apreció el gesto de aquella buena mujer y lo alabó. Los discípulos necesita­ban una buena enseñanza y Jesús se la dio. Lucas, amigo de los pobres, trae también el pasaje, la viuda no tenía más. Ha dado todo lo que tenía; ha dado aquello mismo que le hacía falta para vivir. Seguramente habría conseguido con gran esfuerzo aquella pequeñez, y, sin duda alguna, le habría costado una buena serie de privaciones. Pero no le importaba. Materialmente ha­blando, poco podía hacerse por el templo santo de Dios con aquella limosna. Pero había puesto toda su alma, todo su trabajo, todo su esfuerzo, todo su corazón. Profunda piedad interior. Eso es lo que valía. Otros daban muchos más porque tenían mucho y les sobraba mucho. Esta, por el contrario, daba poco; pero era todo lo que tenía. Sin duda alguna la limosna de la viuda agradó enormemente al Señor, mucho más que la de aquellos que daban más. Esa es la doctrino del Maestro.

Meditemos:

Más que una organizada presentación de textos sobre un tema concreto, parece, o al menos así es la impresión que uno recibe, que las lecturas de hoy ofrecen una colección de estampas, orientadas, más que a una exposi­ción doctrinal, a la contemplación detenida. Realmente hay un tema, una pa­labra más bien, que una a algunas de ellas -primera lectura, tercera-`. La unión es, sin embargo, tenue y en forma de cuadros. Vamos a comenzar por ahí.

A) El evangelio, a quien acompaña la primera lectura y el salmo, nos ofrece el primer tema de consideración; consideración de contraste.

Por una parte, los escribas, orgullosos, ambiciosos, llenos de avaricia, expositores de una piedad falsa y, por tanto, condenable. El juicio de Cristo es duro, definitivo, sin amortiguadores ni concesiones, que puedan presentar la conducta de estos señores, en algún sentido, excusable. Nada de eso. el juicio, dice el Maestro, será duro para ellos. Esto indica a las claras que la conducta de los escribas es en verdad condenable. Sólo los que enseñan la ley. En la comunidad judía son ellos los auténticos doctores. No se portan bien. Debieran ser ejemplo y no lo son. Su piedad debiera ser sincera y au­téntica, del agrado de Dios; y no lo es. Su conducta es reprobable.

También entre nosotros existe una autoridad docente, cuya piedad debe resplandecer como ejemplar ¿Somos como los escribas? ¿Paseamos con lar­gos y elegantes manteos nuestra ciencia? ¿Buscamos el honor externo, la re­verencia, la admiración, los primeros lugares en todo, como premio a nues­tro rango? ¿Devoramos, este sería peor, los bienes de los pobres? ¿Es verdad que somos servidores de la Palabra, como Lucas en el prólogo de su evange­lio, define a la autoridad docente de la iglesia primitiva -apóstoles y evange­listas-? ¿Acudimos a aliviar al necesitado o más bien nos mostramos ávidos de dinero? ¿Cómo es nuestra piedad? ¿Ostentosa, vacía, dañina? A los hom­bres podemos engañar, a Dios no. Tratar de engañar a Dios es un crimen. Como crimen será castigado ¿Qué decir de la codicia? San Pablo la coloca a la cabeza de muchos males e injusticias. Nuestra piedad y nuestro oficio de enseñar han de ser sencillos, sinceros, humildes, empapados cordialmente en un intenso interés por el bien del prójimo. Preguntemos al pueblo cristiano qué impresión causamos. Puede que se nos diga? El gesto de esta humilde persona cautiva y embelesa. He ahí una piedad sincera, leal, profunda, santa. Nadie, al parecer, se dio cuenta de la magnitud de su obra. Jesús la apreció en todo su valor. Todo lo que tenía esta buena mujer, lo entregó para su Señor. Nada de ostentación, nada de aplauso, nada de orgullo; sí, quizás, un poco de timidez y de rubor al ofrecer cosa tan pequeña; sí, seguramente, decisión, entrega, amor y piedad profunda a su Dios de Israel ¿Es así nues­tra piedad? La generosidad de la viuda nos hace pensar en el valor del acto interno.

La primera lectura y el salmo nos obligan a demorarnos. La viuda es po­bre, no tiene marido, no tiene hacienda, no tiene quien la defienda, no tiene quien la ampare. Estampa familiar a la Biblia. Está sola ¡Hay de aquellos que osen, a la sombra de su poder y autoridad, aprovecharse de su desam­paro! Dios tomará dura venganza de ellos. Porque Dios, Yavé de los ejérci­tos, es su defensor y su amparo.

Admiramos, pues, en esta imagen el desprendimiento y la piedad sin ta­cha. Devoción al templo, al siervo de Dios. Piedad auténtica, firme, robusta. Pensemos, por nuestra parte, en los desprovistos, en los desamparados, en los pobres ¿Son nuestra preocupación? ¿Son objeto de nuestra más sincera atención? ¿No son los pobres, según la más hermosa y santa tradición cris­tiana, las joyas de la Iglesia? ¿Cómo los asistimos? ¿Está nuestro servicio dirigido en primer lugar a ellos? Nunca se pensará bastante sobre ello. So­mos muy tentados del honor, de la vanidad, de la codicia ¡Cuidado! El juicio de Dios será duro con nosotros, si no atendemos su demanda; lleno, en cam­bio de misericordia con los que han usado de ella. El Señor sustenta a la viuda, dice el salmo. Seremos representantes del Señor si le imitamos. Nues­tras manos pueden hacer milagros, como las manos de Elías. Tenemos poder para ello. Alarguémoslas generosamente.

B) Cristo, sacerdote, juez. Es el tema de la segunda lectura. No es necesa­rio insistir mucho en el tema. Lo hicimos ya al comentar las lecturas de los domingos precedentes. Baste, de momento, notar que la salvación operada por Cristo en su obra redentora no es todavía completa. Ha comenzado ya, sí; pero esperamos la revelación de Cristo en su segunda venida. El Señor vendrá. Se anuncia la parusía y con ella la decisión última del juez de vivos y muertos. Hemos de morir, y ante él hemos de dar cuenta de todo. En esta actitud de espera hemos de despreciar muchos bienes presentes, seguros de los futuros. Es una tensión, una prueba, un sacrificio. Pensemos en la vida de Elías y del evangelio.

La salvación está en Cristo. Caminamos hacia la salvación completa. La salvación continúa adelante. La salvación opera en nosotros y nosotros ope­ramos la salvación. Nuestra piedad y nuestras obras nos harán salvos en Cristo y haremos salvos a los otros. Las obras de caridad nos santifican y llevan la salvación a otros. Servidores de la palabra y de la caridad. Ope­remos la salvación. Cristo nos salvará definitivamente.

Pensamiento eucarístico:

El Cristo que nos ha de salvar toma contacto con nosotros trae la salva­ción. Respondamos con una piedad sincera y cordial. En él la fuerza, en él el ejemplo. Veamos, en la participación de los cristianos en este sacramento, el amor de unos a otros: los pobres, los desamparados, las viudas… ¡el Señor viene!

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