Domingo 21 del Tiempo Ordinario – Ciclo A

DOMINGO VIGESIMO PRIMERO DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

Dichosa nuestra comunidad porque llevamos dentro la convicción de fe que Pedro confiesa, dichosa nuestra reunión porque nos abrimos, desde nuestras vacilaciones y pequeña fe, a la fe de toda la Iglesia, a la fe de los apóstoles.

1. Lectura del profeta Isaías (22,19-23)

Así dice el Señor a Sobná, mayordomo de palacio: «Te echaré de tu puesto, te destituiré de tu cargo. Aquel día, llamaré a mi siervo, a Eliacín, hijo de Elcías: le vestiré tu túnica, le ceñiré tu banda, le daré tus poderes; será padre para los habitantes de Jerusalén, para el pueblo de Judá. Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá. Lo hincaré como un clavo en sitio firme, dará un trono glorioso a la casa paterna.»

En un primer plano se trata de sustituir un funcionario indigno por otro digno. Es el Señor  quien elige y hace cesar, quien concede y quita todo poder, quien ejecuta el rito de la  investidura… Aunque cualquier ser humano pueda ocupar un cargo en la institución de Dios,  el Señor sigue siendo el dueño de esa institución, pudiendo deponer y poner a otro en el  cargo. El «funcionario»  está para servir y no para  aprovecharse del cargo y así labrarse sepulcros que perpetúen su memoria.

En un segundo plano, el texto se abre a una lectura mesiánica: sólo el Mesías cumplirá  plenamente con la exigencia de su elección. Él será el mayordomo de la casa del Padre, él  poseerá autoridad para abrir y cerrar, para admitir y expulsar. Él da arraigo a la gran tienda  donde acampamos, camino de la morada definitiva. Él se sentará en el trono como rey y  juez. En todo cumplirá la misión encomendada al servicio de los hombres: ésa es su gloria. Y  no necesitará labrarse ningún mausoleo porque la gloria de su sepulcro es haber quedado  vacío.

2. Salmo responsorial: 137

Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.

Te doy gracias, Señor, de todo corazón; / delante de los ángeles tañeré para ti, / me postraré hacia tu santuario, / daré gracias a tu nombre. R.

Por tu misericordia y tu lealtad, / porque tu promesa supera a tu fama; / cuando te invoqué, me escuchaste, / acreciste el valor en mi alma. R.

El Señor es sublime, se fija en el humilde, / y de lejos conoce al soberbio. / Señor, tu misericordia es eterna, / no abandones la obra de tus manos. R.

Este salmo proclama la «trascendencia» de Dios: «¡qué grande es tu gloria!» nada original, esto lo hacen todas las religiones auténticas. Toma tiempo dejarse invadir por este sentimiento de adoración que hace «prosternar», el rostro contra el polvo, como dice el salmo, hasta tomar conciencia de «ante quién estás».

Lo que es original, en la revelación que Dios hace de sí mismo a Israel es ante todo, que este Dios «trascendente» mira a los humildes con predilección. Prodigio de lo infinitamente grande, ante lo infinitamente pequeño. La grandeza de Dios no es aplastante, es la grandeza del amor, la «Hessed», sentimiento que llega hasta las entrañas. La palabra aparece dos veces en este salmo. Si es amor, Dios da la vida, Dios salva. Dios está contra todo lo que hace daño, su mano se abate contra los enemigos del hombre», su mano «protege al pobre rodeado de peligros»… ¡Que tu «mano», Señor, no deje incompleta su obra!

3. Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (11,33-36)

¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero, para que él le devuelva? Él es el origen, guía y meta del universo. A él la gloria por los siglos. Amén.

Estos vv. finales del tema tratado en los tres capítulos precedentes son como la reacción ante lo expuesto. No son doctrinales, porque no siempre en la Biblia hay un mensaje ideológico o conceptual, sino son más un ejemplo de reacción humana ante Dios. Para que aprendamos a reaccionar también así Realmente es un acto de adoración, de reconocimiento y aceptación de la forma de proceder de Dios. Un proceder muy suyo, de justificar a quien no lo merece, al lejano. Modo de proceder muy diferente del humano, incomprensible desde nuestras categorías comerciales, que solemos también aplicar a Dios. Pero se nos escapa. No vemos por qué habría de salvar a Israel ni al pecador, pero lo aceptamos agradecidos, porque también nosotros somos Israel y pecadores. Esto sería importante. No considerarse fuera del plan de Dios expuesto antes, como espectadores de Israel y su historia, no concernidos por ella. Porque, aparte de la vinculación histórica nuestra con los judíos, su historia es la nuestra como veíamos anteriormente. Por lo tanto, damos gracias y reconocemos un plan de Dios que nos afecta.

También es acto de contemplación, de sobrecogimiento y de glorificación. Uno mira y admira. Pero también agradece y glorifica, se mete dentro de ese plan de Dios y se siente contento de estar allí. Da gloria a Dios y con eso mismo entra dentro de ella y participa. Deberíamos ejercitarnos en esta actitud religiosa.

4. Lectura del santo Evangelio según san Mateo (16,13-20)

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.» Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.» Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.» Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.

Saliendo de Betsaida (Mc 8, 22) y remontando el valle del Jordán, Jesús se retira con los «doce» a la región de Cesárea de Felipe, al pie del monte Hermón. El Maestro quiere disponer de tiempo y de un lugar tranquilo para iniciar a sus discípulos en el misterio de su persona. Para introducir el tema, Jesús comienza preguntando qué han oído ellos sobre su persona y su misión, de la gente.

Y cada uno de los discípulos dice lo que ha oído al respecto. Según sus respuestas, hay que pensar que la gente se había formado un concepto ciertamente elevado de Jesús: pero no había reconocido en su persona al Mesías prometido, al parecer porque no veía nadie que su comportamiento se ajustase a los prejuicios mesiánicos populares.

Jesús no hace ningún comentario y no valora la encuesta sobre la opinión de la gente; pues lo que realmente le importa en estos momentos es conocer hasta dónde le han comprendido sus discípulos y qué piensan éstos de él.

Todos han respondido a la primera pregunta según lo que han oído a la gente; pero a la segunda responde únicamente Pedro según lo que ha sido revelado por el Padre. Nadie puede penetrar en el misterio de la persona de Jesús sin la ayuda del Padre (cf. 25ss). Algunos comentarios ponen en duda que la confesión de Pedro sobre la divinidad de Jesús fuera ya tan explícita en esta ocasión.

Adviértase que Mateo sigue ordinariamente el esquema del evangelio según Marcos, y que éste en el lugar paralelo no menciona las palabras «Hijo de Dios vivo». Tampoco las menciona Lucas (9, 20; cfr. Mc 8, 29). Es muy posible que Mateo anticipe aquí lo que sólo sería un hecho después de la experiencia pascual de la resurrección: la fe en la divinidad de Jesús y el reconocimiento de que él es el Señor.

Que el conocimiento que Pedro tenía de Jesús no superara con mucho a la opinión de la gente en aquella ocasión, parece probable si tenemos en cuenta su comportamiento en la escena inmediata (vv. 21-23). Pedro confesaría entonces que Jesús era el Mesías; pero la idea que tenía del Mesías estaba sin duda viciada con todos los prejuicios de sus paisanos galileos.

La solemne bienaventuranza que pronuncia Jesús en favor de Pedro enlaza con la confesión de éste de que Jesús es «el Hijo de Dios vivo». Estas palabras de Jesús y la promesa del primado que hace seguidamente, se encuentran, por otra parte, sólo en el texto de Mateo. Por esta razón parece que deben situarse igualmente en un momento posterior a la Resurrección. En general, Mateo se interesa más por una ordenación temática que cronológica.

Jesús conoce la misión que va a encomendarle a Simón; por eso le da también el nombre apropiado. Se llamará Pedro, es decir, «roca». En el A.T se llama «roca» a Yavé, también a Abrahán (Is 51, 1ss). Yavé es roca por su fidelidad, porque no le falla al creyente que funda en él su vida. Abrahán y Pedro sólo pueden ser roca por su fe y por su confianza en Dios.

Jesús elige a Pedro como fundamento de su iglesia. Jesús quiere construir algo nuevo desde el fundamento; su iglesia no es un apaño del viejo Israel. Y esta iglesia que Jesús edifica es suya, no de Pedro y de sus sucesores.

Las «puertas del infierno» o «poder del infierno» son, para los judíos, el poder de la muerte, que retiene sin vida a los difuntos. Es el poder de la destrucción. Jesús promete que su iglesia sobrevivirá, no obstante las fuerzas de la destrucción y de la muerte. Poseer «las llaves» en sentido bíblico significa tener autoridad suprema en la casa, en este caso, dentro de la Iglesia. «Atar y desatar» se refiere a la potestad de interpretar auténticamente una ley o una doctrina; pero, sobre todo, a la de expulsar y admitir en la comunidad eclesial. Todo ese poder debe ejercerse con un espíritu de servicio, sin olvidar que la iglesia es de Cristo, y que el fundamento de cualquier fundamento es, en definitiva, el Señor.

Meditemos la palabra

Si el Maestro me pregunta hoy sobre la opinión que la gente, los hombres y mujeres de nuestro tiempo tienen sobre él, escucharía ciertamente las respuestas más variadas: algunos, muchos, no han oído hablar de él; a otros les ha llegado la noticia, pero parece que no les interesa; para muchos probablemente Jesús es un personaje histórico famoso, un líder, un idealista, un reformador, un Jesús Superstar…

También podría haber la consoladora respuesta de muchos para los que Jesús es el Señor, el Dios de sus vidas, el tesoro escondido y precioso por el que van dando gota a gota su vida, la respuesta a sus interrogantes, el Maestro Camino, Verdad y Vida, la suprema razón de su existir…

Pensando en todo esto, me siento en actitud orante ante el Maestro divino, medito su Palabra y le escucho ahora la pregunta más directa y personal: ¿Quién soy yo para ti? Tú, ¿quién dices que soy yo?  Antes de responder, le pido al Espíritu que también yo, al igual que Pedro, abra el oído y el corazón a la revelación del Padre que susurra muy dentro la respuesta que agrada a Jesús, respuesta de una fe no aprendida de memoria, sino vivencial: «¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!»

Siento que la respuesta viene de dentro de mi ser, que no puede ni debe ser una simple respuesta fruto de una búsqueda racional, leída en los libros, ni tampoco una respuesta fruto del esfuerzo de mi voluntad, “de la carne y de la sangre”. La fe es siempre y sólo don gratuito del Padre de todo don.

La acojo con humilde y profunda actitud de alabanza y acción de gracias. Y siento que el Maestro también recibe mi respuesta con el mismo gozo que le produjo la adhesión de la “gente sencilla”. Y a mí, como a Pedro y a todo creyente, el Señor me llama dichosa, bienaventurada. Sí, como a María, la Virgen Madre, también nos dice: “¡Dichosa tú que has creído!”.

Con la conciencia y el gozo de esta bienaventuranza, en la Iglesia, edificada sobre Pedro, yo también siento que estoy llamada a ser, por gracia, “piedra viva” (cf. 1Pe 2,5).

Y, en obediencia y comunión filial con Pedro y con sus sucesores, creo que, en fuerza del Bautismo y de los sacramentos, yo también poseo las “llaves” de la caridad, de la oración, del don de ser instrumento sencillo de liberación, de pacificación, de amor y perdón para todo hermano y hermana, para las mujeres y hombres que Dios pone en mi camino.

Pedro y sus sucesores han recibido “las llaves”, la autoridad del “primado” de la autoridad al servicio del Reino, para la salvación de todos. En dimensión esencialmente distinta, pero también real, todo bautizado está llamado a “atar y desatar” por el poder que nos da el Señor Jesús a través de los Sacramentos y del don  de su Espíritu. Realizamos esta misión mediante la oración de intercesión, la caridad y el perdón de corazón hacia todos, la entrega generosa, el servicio. Un servicio a la liberación más ambicionada: conseguir que, en cuanto pueda depender de mí, de nosotros, todos lleguen a “la libertad plena de los hijos de Dios”.

5. Oración final

Señor Jesús, te damos gracia por tu Palabra que nos ha hecho ver mejor la voluntad del Padre. Haz que tu Espíritu ilumine nuestras acciones y nos comunique la fuerza para seguir lo que Tu Palabra nos ha hecho ver. Haz que nosotros como María, tu Madre, podamos no sólo escuchar, sino también poner en práctica la Palabra. Tú que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

6. Cantos:

Entrada: Alrededor de tu mesa; Iglesia peregrina; Dios nos convoca (Erdozain); Vamos hacia ti (Kairoi).

Ofrendas: Te presentamos el vino y el pan; Este pan y vino (Erdozain).

Comunión: Creo en Jesús; Tú eres, Señor el Pan de vida;  Grita, profeta (Mateu); Quédate aquí, Señor (Kairoi); Cristo Libertador (C. Erdozaín)

Final: Canción del testigo; Madre de los Apóstoles (J.A. Olivar, F. Palazón)

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