Domingo segundo del tiempo ordinario (ciclo B)
Comenzamos el llamado Tiempo Ordinario, que comprende las más de treinta semanas del año litúrgico que no están comprendidas en los tiempos fuertes de Adviento-Navidad y Cuaresma-Pascua. Merece toda nuestra atención pues, como no está enfocado hacia alguna fiesta especial, tiene por objeto celebrar y alimentar la vida cristiana en cuanto centrada en la fe en Cristo muerto y resucitado. En este tiempo litúrgico hemos de poner todo nuestro empeño en la celebración del domingo, el día del Señor, que es como un símbolo de la vida cristiana, pues, en él, recordamos a Cristo muerto y resucitado que se hace presente en la Palabra y en el Sacramento de la misa dominical.
Oración comunitaria
Padre bueno, que hablas siempre en la historia y en lo profundo del corazón humano, y que a nosotros nos hablaste también en Jesús, nuestro hermano mayor, proponiéndonos en él un camino de servicio y donación. Danos espíritu atento a tus llamados, actitud de búsqueda constante y discernimiento para buscar siempre y en todo la fidelidad a tu proyecto de Vida en plenitud para todos. Tú que vives y das vida por los siglos de los siglos.
2. Lecturas y comentario
2.1 Lectura del primer libro de Samuel 3, 3b-10. 19
En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo del Señor, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel, y él respondió: «Aquí estoy.» Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo: – «Aquí estoy; vengo porque me has llamado.» Respondió Elí: – «No te he llamado; vuelve a acostarte.» Samuel volvió a acostarse. Volvió a llamar el Señor a Samuel. Él se levantó y fue a donde estaba Elí y le dijo: – «Aquí estoy; vengo porque me has llamado.» Respondió Elí:
– «No te he llamado, hijo mío; vuelve a acostarte.» Aún no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor. Por tercera vez llamó el Señor a Samuel, y él se fue a donde estaba Elí y le dijo: – «Aquí estoy; vengo porque me has llamado.» El comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho, y dijo a Samuel: «Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha»» Samuel fue y se acostó en su sitio. El Señor se presentó y le llamó como antes: – «¡Samuel, Samuel!» Él respondió: – «Habla, Señor, que tu siervo te escucha.» Samuel crecía, y el Señor estaba con él; ninguna de sus palabras dejó de cumplirse.
Habla, Señor, que tu siervo te escucha.
Elí, venerable, anciano, sumo sacerdote. Una estera en el suelo, un niño que duerme. Una voz que le desvela y le hace saltar hasta el anciano. Ha sido una pesadilla. Tres veces el equívoco. Por fin, la indicación del sacerdote y la respuesta del muchacho a la palabra de Dios. Dios llama de noche, en el santuario, al muchacho Samuel. Desde ahora será un «llamado», profeta del Señor. Samuel ha dado nombre a estos libros. Por el impacto, sin duda alguna, de su recia personalidad. Samuel es la figura más relevante de aquella época y de las más representativas de las Historias de Israel. Samuel, siervo de Dios, dirige los destinos del pueblo santo. Es el último de los «jueces» y el iniciador de la monarquía. Profeta, juez, sacerdote. Un verdadero intermediario entre Dios y los hombres: en el culto, en la palabra, en el gobierno. No es extraño que haya quedado su nombre a la cabeza de los libros que arrancan de aquel momento. Hasta su infancia interesa. Gran figura la de Samuel.
Vocación de Samuel. Dios tiene una voz. Una voz distinta, propia, llena de autoridad y de fuerza. Para el fino de oído, inconfundible. Samuel, niño, no la distingue de inmediato. Pero es su voz. Y como voz, una llamada. Y como llamada, una exigencia. Y como exigencia, un salto y una pronta respuesta: perfecta disponibilidad. A la voz que viene de arriba, la disponibilidad del muchacho se extrema: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Así es el profeta, el hombre de Dios. El profeta podría llamarse, tanto como «vidente», «oidor». Oidor de la palabra de Dios. Siempre atento, siempre alerta, siempre dispuesto. De día, de noche; en la tempestad, en la bonanza: siempre y en todo lugar. Hombre que vive para la palabra de Dios. Dios llama a Samuel, y Samuel responde pronta y decididamente. Dios le ha abierto el oído y le ha afinado la sensibilidad: «Samuel crecía, Dios estaba con él, y ninguna de sus palabras dejó de cumplirse». Samuel, otro Moisés, es todo un ejemplo: oidor de la palabra de Dios y pronto realizador de sus exigencias. Pensemos en Cristo, tan perfecto oidor y realizador de la voz de Dios que es su voz en carne. Cristo intermediario de Dios y los hombres en todas direcciones.
2.2. Salmo Responsorial: Sal 39, 2 y 4ab. 7. 8~9. 10 (8a y 9a)
Salmo de «acción de gracias». También aparece la súplica. La Liturgia ha conservado en sus estrofas el aire de la primera.
La acción de gracias proclama y canta un beneficio recientemente recibido. Hemos recibido algo. Gratuitamente, por benevolencia, por amor. Hemos recibido algo bueno. Y en el algo bueno, la mano buena y poderosa de Dios. Dios mismo se inclinó a nuestra necesidad y escuchó el grito. Él lo ha hecho todo. ¿Qué decir? ¿Qué hacer? Cantar la bondad del Señor y corresponder a semejante beneficio. Responder con nuestra vida al beneficio de la vida que se nos concede. Y la vida, respecto a Dios, es toda la vida en extensión e intención: «Haré tu voluntad». Haré de mi vida una expresión clara y perfecta de tu ley y de tu voluntad; la llevaré grabada en mis entrañas. Es el mejor canto, la más sincera alabanza, la más lograda acción de gracias. Sin esa voluntad decidida de agradar a Dios, se hace superfluo todo lo que sobrevenga. Cristo vivió en propia carne la disposición del salmo, la voluntad de Dios (Hb 10, 3-10). Y curiosamente aquella voluntad se expresó en un Sacrificio. Preciosa acción de gracias la del Señor. En ella quedamos santificados. ¿No significa «eucaristía» acción de gracias?
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito; me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios. R.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio. R
Entonces Yo digo: «Aquí estoy – como está escrito en mi libro para hacer tu voluntad.» Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas. R
He proclamado tu salvación ante la gran asamblea; no he cerrado los labios; Señor, tú lo sabes. R.
2.3. Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 6. 13c-15a. 17-20
Hermanos: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor, para el cuerpo. Dios, con su poder, resucitó al Señor y nos resucitará también a nosotros. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor es un espíritu con él. Huid de la fornicación. Cualquier pecado que cometa el hombre queda fuera de su cuerpo. Pero el que fornica peca en su propio cuerpo. ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? El habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios. No os poseéis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!
La fornicación es un pecado. Un pecado peculiar. Un pecado que degrada, enajena, embrutece y mancha. Como pecado, una ofensa en y contra el propio cuerpo. Ofensa también a Dios, Señor del cuerpo. El cuerpo es algo digno, santo y venerable (contra las tendencias platónicas). Sí es «carne», pero «espiritualizada», por la presencia en él del Espíritu Santo, para la «resurrección». Lo deshonramos con el abuso, lo profanamos con el pecado. Por el bautismo somos una cosa con el Señor. Nos ha comprado a gran precio. Pensemos en la muerte y en la resurrección. El es nuestro Dueño. Somos templos del Espíritu Santo. No nos pertenecemos. Dios habita en nosotros. Y toda la persona, alma y cuerpo, le pertenece. Ay del que profane tan santo templo de Dios. El Señor se vengará. Su presencia actualmente en nosotros santifica todo nuestro ser, alma y cuerpo para el día de la resurrección. El cuerpo está destinado a vivir para siempre en Dios. Y Dios, que vive en él para siempre, exige respeto y veneración.
Si Dios está en nosotros, somos templos santos. Si templos de Dios, su gloria en nosotros. Si su gloria en nosotros, veneración y respeto. Comportamiento, uso y ejercicio, según las exigencias del poseedor, el Espíritu Santo. Todo lo que se haga fuera de su beneplácito es una profanación, y como tal, digna de castigo. El cuerpo no es un instrumento u objeto de placer. El cuerpo es parte íntegra de mi «yo». Y yo, en todo mi ser, soy de Cristo. Debo hacer brillar esa pertenencia en todos mis actos, para que un día brille su gloria plenamente en todo el compuesto: en el alma y en el cuerpo. «Glorificad a Dios en el alma y en el cuerpo.».
2,4. Lectura del santo evangelio según san Juan 1, 35-42
En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice:
– «Éste es el Cordero de Dios.» Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: – «¿Qué buscáis?» Ellos le contestaron: – «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?» Él les dijo: – «Venid y lo veréis.» Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde.
Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: _«Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).» Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: – «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro).»
Vieron donde vivía y se quedaron con él.
El evangelista relata en este pequeño cuadro, parte de otro más completo (1, 35-51) la «vocación» de los primeros discípulos. Convenía colocarla al comienzo del evangelio. Todo arranca del testimonio de Juan Bautista. Juan, antorcha, Juan, testimonio, señala con la palabra y el gesto al que «tenía que venir» como «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (1, 29). Misteriosa designación de Jesús como Mesías. Sea que el evangelista haya «conformado» las palabras del Bautista a la luz de la revelación posterior, sea que lo haya hecho ya la tradición anterior a él, sea -menos probable- que el Bautista haya pronunciado «textualmente» tales palabras, el hecho es que ese título compendia de alguna forma el misterio de Jesús. Le seguirán otros más. La presente sección ofrece alguno de ellos: Maestro, Mesías…
Podemos movernos, para entender el pensamiento de evangelista, en dos o tres direcciones, por separado o conjuntas. El Cordero puede hacer referencia -Padres griegos- a la muerte expiatoria de Cristo: los cánticos del Siervo de Yavé, al fondo. Los Padres latinos piensan, en cambio, en el Cordero pascual: pensamiento presente en el evangelista a la hora de la muerte de Jesús (viernes por la tarde, momento de sacrificar el cordero pascual). ¿Habría que pensar también, según algunas corrientes apocalípticas, en el «cordero», jefe victorioso al frente del rebaño? Probablemente el evangelista no se mueve en una dirección tan solo. Juan apunta a Jesús. Y ahí acaba su misión. Ha llegado el más fuerte, el que bautiza en el Espíritu Santo. Juan debe dejar paso y señalar el Camino que conduce a Dios, Jesús de Nazaret.
Dos de sus discípulos han captado la señal, han acogido su testimonio. Hombres piadosos que esperan la redención de Israel. Corren tras el personaje misterioso. Se quedan un día con él. Jesús colmó sus ansias, disipó sus dudas mesiánicas. Probablemente les habló «con autoridad» de las Escrituras. Jesús les «convenció». Le siguieron, se quedaron para siempre con él. Se hizo paso en ellos la fe. Y la fe, activa y dinámica, se hizo evangelizadora. Uno de ellos, Andrés, empujó a Pedro. La fe de Pedro provocó en Jesús una notable decisión: le impuso un nombre, le encomendó una función. Y desde en
tonces para siempre, Pedro será la «roca» visible de Jesús. Maravillas de Cristo, maravillas de la fe.
Reflexión
Partamos, como siempre, de Cristo. Las lecturas de la fiesta del bautismo del Señor nos lo presentaba como el «Ungido» y el «Consagrado» para el cumplimiento de una misteriosa misión: lleno del Espíritu Santo, Hijo de Dios. Se dan ahora los primeros pasos. Veamos los matices.
A) Jesús el gran «llamado» de Dios. Podríamos comenzar por el salmo responsorial: «No quieres sacrificios… pero he aquí que vengo a hacer tu voluntad». Jesús tiene por misión «cumplir la voluntad del Padre». Hebreos comenta: «… voluntad en la que hemos sido santificados, gracias a la oblación del cuerpo de Jesucristo de una vez para siempre» (10, 10). La voluntad, al margen de los sacrificios antiguos, si convierte en el gran Sacrificio por los pecados: Muerte expiatoria en la cruz. Sacrificio expiatorio de alcance infinito, que nos reporta la salvación. Cristo obediente, Cristo paciente, cumple la voluntad de Dios. Obediencia a Dios y amor a los hombres. Es su vocación y su destino. El evangelio lo anuncia ya, de forma misteriosa, en las palabras de Juan: «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Siervo obediente, como cordero sin abrir la boca, que se deja conducir al sacrificio. Cordero pascual que, degollado, salva de la esclavitud del pecado y de la muerte al pueblo nuevo que se reúne en torno a él. Es así constituido «Señor» del rebaño, vencedor del mal. La primera lectura dibuja de lejos su disponibilidad en la persona de Samuel. La voz de Dios que llama, la voz del «llamado» que responde. Disponibilidad absoluta. De este profeta son las palabras memorables: «… la obediencia vale más que el sacrificio y la docilidad más que la grosura de los carneros» (1 S 15, 22). Contemplemos, pues, a Cristo, el «llamado» de Dios, sumiso y decidido cumplidor de su voluntad. Admiremos su misión y agradezcamos cordialmente la voluntad benévola que nos trajo la salvación.
B) Los «llamados». Dios, que llamó a Cristo, sigue llamando en Cristo. El evangelio nos ofrece algunos ejemplos: Andrés, Pedro… Los apóstoles. Ellos irán con Jesús, vivirán con Jesús, y con Jesús serán un día «salvadores» de los hombres. Y Jesús se vale, hoy también, de unos para llamar a otros. El Verbo de Dios hecho hombre se vale de los hombres para llevar a Dios. El apóstol ha de seguir a Cristo, ha de vivir con él, ha de conocerlo bien y ha de tenerlo por «maestro» y Señor. Total disponibilidad. La lectura primera vuelve a esclarecer este misterio: el niño Samuel, ejemplo clásico del «llamado» y del hombre de Dios. Siempre dispuesto a escuchar y a cumplir la palabra de Dios. El apóstol escucha y sigue a la mismísima Palabra de Dios. Pensemos a este respecto en los «llamados». En todos, en especial en los «llamados» al apostolado. Son los «siervos» de la Palabra, de la evangelización, «servidores» de la salvación. También el salmo puede ayudarnos a pensar en ello.
C) Dedicación a Dios. Toquemos, como tercer punto, el tema de la segunda lectura. Somos santos. Somos de Cristo. Somos templos de Dios, como comunidad y como individuos. Somos hombres de Dios. No nos pertenece
mos. Entera disponibilidad y dedicación al Señor. Es Señor de nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo es santo: algo grande y nuevo. Santo ha de ser nuestro comportamiento. El cuerpo de Cristo sirvió de ofrenda a Dios y resucitó para siempre. El nuestro, redimido, sirve a Dios y se dispone, en el servicio, a la transformación en el Señor. Si peca, se mancilla. Si se mancilla, se profana. Si se profana, infiere una injuria a su Señor. Y si infiere una injuria a su Señor, merece la muerte. ¿Un cuerpo hecho para la salvación nos conducirá a la muerte? La fornicación deshonra al Señor y nos deshonra a nosotros mismos. No podemos admitirlo. Nuestro cuerpo posee una dignidad y nosotros con él una responsabilidad. El cuerpo no es para el placer. Debe re
flejar la presencia del Espíritu Santo. Fornicar es perder la dignidad y huir de la responsabilidad. Es un tema de gran actualidad. Hoy como en los tiempos de Pablo, la sociedad circundante se muestra reacia a percibir y admitir con claridad y decisión la dignidad y santidad del cuerpo del hombre. Negada la dignidad y santidad del cuerpo, pronto se niega la dignidad y santidad del compuesto. Todo el hombre corre peligro y con él no solo la digna civilización «humana», sino la salvación del hombre. Y el hombre ha sido salvo en Cristo. El cristiano debe vivirlo con decisión y entereza. Es consciente de su dignidad y pertenencia a Cristo. Hay que insistir en ello.
Oración final:
¡Señor Jesús! Mi Fuerza y mi Fracaso eres Tú. Mi Herencia y mi Pobreza. Tú, mi Justicia, Jesús. Mi Guerra y mi Paz. ¡Mi libre Libertad! Mi Muerte y Vida, Tú, Palabra de mis gritos, Silencio de mi espera, Testigo de mis sueños. ¡Cruz de mi cruz! Causa de mi Amargura, Perdón de mi egoísmo, Crimen de mi proceso, Juez de mi pobre llanto, Razón de mi esperanza, ¡Tú! Mi Tierra Prometida eres Tú… La Pascua de mi Pascua. ¡Nuestra Gloria por siempre Señor Jesús!