Domingo 2 de Adviento – Ciclo C

DOMINGO II DE ADVIENTO ciclo C

 

La liturgia de este domingo nos recuerda que nuestra meta es siempre Cristo, la gran promesa de la salvación hecha por el Padre para todos los hombres de todos los tiempos. Y que el camino que nos conduce hasta Cristo es también de iniciativa divina. Los grandes profetas de Dios no han tenido otra misión en la Historia de la Salvación que preparar ese camino bajo la luz esplendorosa de la Revelación, es decir, abriendo las conciencias a la Palabra de Dios, renovadora de los corazones para el misterio de Cristo.

 1.      Oración:

 

Señor todopoderoso, rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo; guíanos hasta él con sabiduría divina para que podamos participar plenamente de su vida. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

2.      Textos y comentarios

 

2.1.Lectura del libro de Baruc 5, 1-9

 

Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y vístete las galas perpetuas de la gloria que Dios te da, envuélvete en el manto de la justicia de Dios y ponte en la cabeza la diadema de la gloria del Eterno, porque Dios mostrará tu esplendor a cuantos viven bajo el cielo. Dios te dará un nombre para siempre: «Paz en la justicia» y «Gloria en la piedad». Ponte en pie, Jerusalén, sube a la altura, mira hacia el oriente y contempla a tus hijos, reunidos de oriente a occidente a la voz del Santo, gozosos invocando a Dios. A pie se marcharon, conducidos por el enemigo, pero Dios te los traerá con gloria, como llevados en carroza real. Dios ha mandado abajarse a todos los montes elevados y a las colinas encumbradas, ha mandado llenarse a los barrancos hasta allanar el suelo, para que Israel camine con seguridad, guiado por la gloria de Dios. Ha mandado al boscaje y a los árboles aromáticos hacer sombra a Israel. Porque Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria, con su justicia y su misericordia.

 

Baruc, que se interpreta «Bendecido», es el fiel compañero, el secretario, el asiduo confidente del gran profeta Jeremías. Su nombre ha pasado a la poste­ridad con cierta aureola de escritor sagrado. La Biblia conserva un librito, en la antigüedad siempre unido a Jeremías, de 6 capítulos, que lo en­cabeza su nombre. Los judíos no lo traen en su Bi­blia. Los cristianos católicos, ya desde muy anti­guo, lo han conservado como canónico, es decir, sa­grado. La literatura apócrifa le atribuye un par de libros apocalípticos. Quizás su posición de confi­dente de Jeremías fue la causa de ello.

 

El libro de Baruc consta de diversas unidades, diferenciadas entre sí por su origen y por el tiempo de composición. Pequeñas unidades que provienen de otros autores de época más reciente. Definiti­vamente han quedado conserva­das en su libro. El capítulo 5 forma unidad con el capítulo 4. Continúa, en una exhortación consolatoria, el tema desarrollado en el capítulo anterior. Se trata de una buena noticia dirigida a Jerusalén. Como fondo, ya en el capítulo 4, que sirve muy bien de contraste, el recuerdo del exilio. Sobre las tinie­blas, ese es el mensaje, brilla de nuevo la luz. Sobre las ruinas se alza radiante la nueva casa de Israel. Al duelo, al dolor y al llanto, siguen ahora los perfumes, la ale­gría y el júbilo; a la humillación de Jerusalén, el esplendor y la exaltación de la nueva ciudad santa. Es un cambio tal que ni los sue­ños más atrevidos ha­brían podido jamás represen­tarlo. Hasta la misma naturaleza se asocia a este maravilloso renacer de Jerusalén: los valles se elevan, los barrancos cierran sus gargantas, los montes deponen su altivez. Nada debe lastimar los pies de los que vuelven; ni una piedra, ni una pendiente, ni una senda tortuosa deben ofrecer obs­táculo a los bendecidos del Señor; nada debe fati­garlos, pues la glo­ria del Señor los acompaña. Ni siquiera el sol, implacable en el desierto, debe mo­lestarlos. A su paso brotan árboles que los defien­den del calor y los recrean con sus aromas, pues el Señor camina con ellos. El Señor los guía, el Señor los conduce a la salvación. La justicia de Dios, la misericordia, lloverá abundan­temente sobre ellos hasta tal punto que hará cambiar de nombre a la ciudad santa. Se llamará «Paz de la justicia». La voz del Espíritu los ha reunido de nuevo y sobre ellos se posa la gloria del Señor. La columna de los desterrados camina, protegida por la gloria de Dios, hacia la salvación perfecta.

 

Ese es el mensaje. Las palabras de Baruc nos re­cuerdan a Is 40-56. Puede que tengan que ver algo con él. Apuntan al futuro. Presentan un carácter mar­cadamente mesiánico. Hablan de los tiempos mesiánicos. Los profetas vieron, a lo lejos, en lontananza, venir la luz, la Gloria, la Bendición, la salvación del Señor. Sin embargo, no distinguían bien los mo­mentos. Contemplaron desde lejos el monte santo, que se alzaba imponente; pero, a la distan­cia en que se encontraban, no pudieron distinguir la separa­ción que mediaba entre una cumbre y otra. Vieron la salvación que se aveci­naba, pero no pu­dieron distinguir su distensión en el tiempo. Estos pasajes, Isaías incluido, nos recuerdan en primer término la vuelta del destierro. Pero no se quedan ahí. Avanzan hacia el futuro, hacia una salvación más rotunda, a la salvación definitiva: a los tiempos mesiánicos. Apuntan a Cristo: Cristo ya vino; con él nos vino la salvación. La salvación de­finitiva está vinculada a él. Todavía no ha lle­gado. Por eso las palabras del profeta apuntan a la sal­vación traída por Cristo que se consumará cuando él vuelva. Se han cumplido, quedan por cumplir.

 

2.2.Salmo responsorial Sal 125, 1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6 (R.: 3)

 

R. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares. R.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres. R.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. R.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas. R.

Nos recuerda la vuelta del destierro. Es una ac­ción de gracias por aquel magno acontecimiento. Dios es grande: ¡Dios ha estado grande con noso­tros! ¡Ha cambiado la suerte de su pueblo! El salmo canta así la alegría que pro­dujo, y produce todavía en el recuerdo, el repentino cambio. Fue una maravilla del Señor. Nadie lo sospechaba. Las mismas naciones extrañas se sorprendie­ron. La imagen agrícola embellece el canto. La siembra se realizó entre lágri­mas, sin previsión de los frutos. Pero las lágrimas se tornaron en gozo. El Se­ñor es quien lo hizo. A él la alabanza. La con­fianza impregna este bello canto de acción de gra­cias: el pasado anima el presente y abre las puer­tas del fu­turo. El Señor cambiará la suerte. Él nos salvó maravillosamente. Así es el Señor.

 

2.3.Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 1, 4-6. 8-11

 

Hermanos: Siempre que rezo por todos vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio, desde el primer día hasta hoy. Ésta es mi convicción: que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús. Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os echo de menos, en Cristo Jesús. Y ésta es mi oración: que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, a gloria y alabanza de Dios.

 

La carta a los Filipenses pertenece al grupo de cartas que tradicionalmente vienen llamándose «Cartas de la cautividad». Las dirigidas a los Co­losenses y a los Efesios guardan entre sí estrecha relación. Esta, la de los Filipenses, algo distan­ciada de aquellas, presenta, sin embargo, grandes semejanzas con ellas.

Pablo se halla encadenado (v. 7), está preso. Por el momento han cesado las correrías apostóli­cas. Sus pies no se fatigan, descansa. Su espíritu se con­centra, su mente reflexiona, sus ojos contemplan el vasto mundo del espíritu. Pablo, preso, contem­pla atónito el gran Misterio de la salvación de Dios. De­sea que todos gocen de su contemplación. Es fácil de entender, así, la impor­tancia que tienen en estas cartas las palabras: conocimiento, conocer, sentir, iluminar, perfectos en el conocimiento, etc.. También se explica que en estas cartas la acción de gracias, normal en las anteriores epístolas, cobre aquí un cierto aire litúrgico -estamos en presencia del «Misterio»- y la oración de Pablo por los desti­natarios tenga aquí por objeto un mayor conoci­miento del Miste­rio. Ese es el contexto de los versillos leídos: acción de gracias, oración. Estamos en la introducción de la carta.

 

El Misterio de Dios: Dios ha manifestado su plan de salvación. Lo ha reve­lado y lo ha reali­zado en Cristo. Cristo es el plan de salvación de Dios. Es una realidad y es un misterio. Ha estado escondido en Dios durante siglos. Las mismas po­tencias celestes lo ignoraban completamente. Ahora se ha revelado y se ha manifestado en Cristo a los hombres. El misterio de Dios es algo di­námico: se ha abierto a los ojos de los hombres y ha penetrado en la vida de los hombres. Los hom­bres lo reciben en Cristo y el «Misterio» los recibe a ellos. Los envuelve, los penetra y los hace a ellos mismos, en cierto modo, misterio. La realidad di­vina que desciende a los hombres es algo vital. Crece, aumenta; camina, se extiende; progresa y apunta a una consumación perfecta. Por la fe llega el hombre a su conocimiento; por el conocimiento y caridad lo penetra vi­talmente, lo vive, lo saborea. Como el misterio es inabarcable, el conocimiento progresa indefinidamente. Dios ha puesto, sin em­bargo, un día para la pose­sión perfecta. Es el día de Cristo. Hasta entonces vivamos cada vez más per­fectamente el «Misterio» de Dios en Cristo. No es otra cosa que vivir la vida di­vina con profundi­dad. Puede que así entendamos mejor el texto.

 

Nótese la tensión del pasaje. Las proposiciones finales se amontonan, se empujan unas a otras. Una fuerza interna las impulsa a correr hacia una meta determinada. Pensemos en el río. A un primer pe­ríodo de corriente impe­tuosa, incontenible, tumul­tuosa y rápida, sucede otro de languidez y calma. Ha perdido mucho de vistosidad, pero ha ganado en profundidad. Más amplio el lecho, más hondo el cauce, más abundante el agua, más reposada la co­rriente, más segura la dirección. En este período la caridad aumenta, el sen­tido se afina, el conoci­miento se hace más profundo, el corazón se aclara, los frutos se multiplican, la alegría se disfruta, la vida cristiana es más segura. Pero todo se dirige a un fin. El río no puede volver hacia atrás. La vida cris­tiana tiene como desenlace la posesión de Dios, como el río la afluencia en el mar. Es el Día del Señor. La vida cristiana lo busca por instinto. El Misterio de Dios comenzado en nosotros se com­pleta allí. En tanto, caminamos en di­rección y en posesión hacia ese término. Dios ha puesto el im­pulso, no puede fallar. El la llevará adelante hasta el Día del Señor.

 

San Pablo pide para nosotros un aumento de «conocimiento», una penetra­ción intelectual-afec­tiva más profunda. Que el amor de Dios transfor­mante se haga más intenso en nosotros, que el Espí­ritu Santo nos haga saborear más y más las mara­villas del Dios que habita en nosotros. De ello ha­blan los místi­cos.

 

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 3, 1-6 

 

En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: «Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.»

 

A Lucas se le viene llamando con cierta frecuen­cia el historiador de la sal­vación. Y con razón. Lu­cas, más que los otros evangelistas, ha sabido pre­sen­tar la salvación de Dios en sus distintas etapas; o, si se quiere, ha sabido di­vidir en etapas, bien diferenciadas, la obra salvífica de Dios: a) Juan, el pre­cursor de la salvación, b) Cristo el revelador, el Salvador, c) la Iglesia, lugar de salvación. A esta intención responde también la preocupación del evangelista de encuadrar la obra salvadora de Dios en el contexto de la historia profana. La obra de Dios no se realiza al margen de la historia, sino dentro de ella. El mundo de Dios incide en la vida del hombre. Y, aunque la acción de Dios no sigue paralela a la acción y forma de actuar el hombre, no obstante, la alcanza y penetra; de esa forma toca Dios la historia humana. La Encarnación del Verbo, su muerte, su resurrección, además de haber tenido lugar en la historia -dentro de la humani­dad- han influido poderosamente en el curso de los acon­tecimientos humanos. La vida de Cristo es parte integrante de la historia del hombre. Más aún, la acción salvífica de Dios, revelada en Cristo, va a convul­sionar la historia humana y la va a orientar y a empujar por caminos no pen­sados ni sospechados por mente humana. Dios es el Señor de la historia. Todo lo ha ordenado hacia su Hijo. Cristo es el centro. Hacia él camina la humani­dad. Por este camino podríamos entender el sincro­nismo con la historia pro­fana que nos ofrece Lucas en esta lectura.

 

Lucas nos habla de la salvación. Efectiva­mente, ese es el mensaje del pa­saje leído. Lucas ha alargado la cita de Isaías con el fin de topar con la frase que está al final: Y todos verán la salvación de Dios. Mateo y Marcos traen una cita más breve. Es muy importante en Lucas el tema de la salva­ción. Pre­cisamente uno de los títulos aplicados a Cristo en este evangelio es el de Sal­vador. Cristo es el salvador de todos. El salvador se anuncia; la salvación, de­cretada por Dios desde tantos siglos atrás, se avecina. De ahí el pórtico so­lemne histó­rico que precede a la descripción de los aconteci­mientos que reali­zan nuestra salvación.

 

Juan hace suyas las palabras de Isaías. En el contexto original -en Isaías- el término inmediato del mensaje -la salvación de Dios- apuntaba a la vuelta del destierro. Era el primer paso para la gran salvación. Todo acude a agasa­jar al pueblo que vuelve del destierro. Los montes se allanan, los valles se igualan; lo escabroso se torna suave, lo tortuoso, recto. La misma naturaleza suaviza sus aristas y modifica la contextura de su relieve. El pueblo que vuelve no debe encontrar a su paso obs­táculo alguno que le lastime, pues Dios en medio de él lo conduce a la salvación. Todos lo verán.

 

En boca de Juan adquiere el texto un sentido más profundo. La salvación es la vuelta, sí, del gran destierro del hombre a la amistad inefable con Dios. La naturaleza pierde significado físico para ganar en significado humano. El hombre debe reba­jar su altivez, elevar su moral, enderezar sus cami­nos, prac­ticar la justicia. La salvación viene, ya está a la puerta; no debe topar con obstáculo al­guno. Es el gran momento de la historia humana. Toda adverten­cia es poca. Sin embargo, no pode­mos separarnos mucho del texto de Isaías. En Isaías la salvación está por venir. En Juan la sal­vación está cerca, por ve­nir. En nosotros, la salva­ción ya ha llegado, pero está también por venir. Cristo viene en medio de nosotros. Nosotros cami­namos con él, ya salvos, en dirección de la salva­ción perfecta. Sigue en pie el grito a la naturaleza de Isaías, y la advertencia de Juan a la humani­dad. Llegará un día en que, ya poseedores de la salvación definitiva, desaparezca todo obstáculo de tipo físico y de tipo moral. Por ahora camina­mos; por ahora la salvación viene a y con nosotros.

 

Reflexionemos:

 

Estamos todavía al comienzo del año litúrgico. No podemos perder de vista el fin al cual dirigi­mos nuestros pasos. Nuestro fin no es otro que Cristo; Cristo que informa nuestra vida, Cristo que viene a nuestro encuentro. Hacia él ca­minamos. Por otra parte, el tiempo de Adviento nos recuerda la necesidad de prepararnos diligentemente para tal acontecimiento. El caminar siempre ade­lante exige de nosotros una tensión continua; una fe firme en las promesas de Dios, una saludable esperanza en su cumplimiento y un amor entrañable a lo que Dios ha puesto como meta de nuestras andanzas. De él nos viene el im­pulso y de él la salvación. Dentro de este marco, consideremos las lecturas.

 

1.- La salvación viene: El canto de entrada lo proclama jubiloso: Mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. No tienen otro sentido las palabras de Baruc, cuando nos invita a una alegría desbor­dante. En él, la vuelta del des­tierro es ya un mo­mento de la salvación. El salmo proclama la gran­deza de Dios salvador. La salvación realizada anuncia otra más cabal y perfecta. Y, por último, el evangelio publica a los cuatro vientos la proximi­dad de la gran salvación de todos los pueblos.

 

Dios anuncia por boca de Juan, su próxima in­tervención saludable. Co­mienza una nueva época en la historia. Los antiguos suspiraron ardiente­mente por verla. Los contemporáneos la gozan. Cristo es en verdad el centro de la historia. Su ve­nida divide la historia en dos partes bien diferen­ciadas. Su venida convulsiona al mundo, su venida encarna a la divinidad en la tierra. De Cristo viene la salvación, de él la luz. Él hace presente de forma inefable a Dios en el mundo. Él nos asocia a la di­vinidad. Ese momento histórico cumbre lo recor­damos, nosotros cristianos, piadosamente. Ya ha comenzado en noso­tros, dice Pablo. Continuará hasta el fin.

 

A propósito de la salvación conviene recordar la misericordia divina para con nosotros. Aparece en las lecturas y en las oraciones.

La idea de trueque, de cambio, aparece princi­palmente en el salmo. La salvación es un cambio a mejor; de la esclavitud a la libertad, de la enemis­tad a la amistad, del pecado al perdón, de la muerte a la vida, de la impiedad a la justicia.

2.- Salimos al encuentro: Lo recuerda la oración colecta. La primera y la tercera lecturas hablan de una mutación profunda. Al encuentro del Señor, que viene salvando, debe desaparecer todo obs­táculo. Podríamos pensar en las di­ficultades que el hombre, sumergido en los cuidados de este mundo, suele ofre­cer a la salvación que nos viene de arriba. Las lecturas nos invitan, por una parte, a eliminar todo aquello que puede ofrecer resistencia a la acción de Dios. Los montes deben rebajarse, enderezarse los caminos tortuosos, alzarse los va­lles. ¡Dios viene! Las oraciones, por otra, nos invi­tan pedir a Dios su gra­cia. Que los afanes de este mundo no nos impidan salir al encuentro de su Hijo. Que sepamos sopesar los bienes de la tie­rra amando intensamente los del cielo. Debemos, por tanto, pedir y rogar intensamente: guíanos, prepára­nos, llévanos.

3.- Caminamos: Todas las lecturas indican un movimiento: ¡hacia adelante! Caminamos hacia la salvación definitiva. La vuelta del destierro es un paso y un símbolo. Todo camina a la consumación final. La obra de Dios no se de­tiene, asegura Pa­blo. El Día de Cristo se vislumbra ya en lonta­nanza. Dios mismo, Cristo, camina con nosotros hacia la gloria perfecta, hacia la vida eterna. La ora­ción colecta pide que participemos plenamente de su gloria. Año tras año venimos celebrando tan fausto acontecimiento. Son pasos hacia la consu­mación. El caminar debe movernos a fructificar. De­bemos permanecer in­tachables para participar de la gloria y alabanza de Dios. El «Misterio» ya opera en nosotros. Trabajemos para que nos posea ple­namente para el Día del Señor.

 

4.- Sabiduría: Es un tema importante. Guíanos con sabiduría divina reza la oración colecta. Danos sabiduría pide la postcomunión. Y Pablo pide para sus fieles sensibilidad y penetración junta­mente con caridad mutua. El mundo y Cristo apare­cen con frecuencia antagónicos. No sabemos a ve­ces cómo com­portarnos. Los bienes de este mundo nos atraen con fuerza. Necesitamos luz y valor. La sabiduría, el conocimiento de Dios por connatural, nos llevará sua­vemente hacia Dios sin tropiezo alguno. Es un don: pidámoslo.

 

5.- Gozo, alegría: El gozo y la alegría invaden las lecturas. Demos rienda suelta al júbilo. La sal­vación está cerca. Dios camina con nosotros. Espe­ranza firme. Él lo ha prometido. El bien que se nos ha prometido, y que en parte po­seemos, es algo inefable. Alabanza y gloria a Dios. Somos un pueblo que ca­mina confiado y rebosante de gozo en espera de alcanzar el bien perfecto. El salvador que viene es garantía de ello. Alegrémonos. So­mos canto vivo de es­peranza en el Señor.

 

Oración final:

 

Escúchanos, Señor, que confiamos en ti, agranda nuestra capacidad de entrega y amor para colaborar eficazmente en el anuncio de tu Evangelio, y para preparar los corazones a la conversión a Ti. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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