Domingo 3 de Adviento – Ciclo C

DOMINGO III DE ADVIENTO CICLO C

Juan y Jesús aparecen en la vida pública en una época de crisis en Palestina: la mayor parte de la población vivía en una gran pobreza, mientras que sólo unos pocos disfrutaban de abundantes riquezas; esa misma población estaba sometida a la dura colonización del imperio romano, a sus impuestos y arbitrariedades; además, los sacerdotes del templo de Jerusalén habían perdido toda su credibilidad entre la gente, porque no era el servicio a Yahvé lo que les movía, sino la usura y los privilegios propios. En palabras del profeta Juan, aquella sociedad necesitaba un vuelco radical, una conversión y un arrepentimiento. Esa visión radical sobre la situación de maldad de Israel no sólo la compartió Jesús en sus inicios, sino que permaneció también a lo largo de toda su misión posterior.

También hoy nuestra sociedad de la abundancia necesita un cambio radical, una conversión y un arrepentimiento de los que la formamos, porque somos pocos los que la disfrutamos y muchísimos –cada día más– los que padecen la exclusión, el hambre, la enfermedad, el analfabetismo, el paro, el desalojo de sus viviendas y otras dolorosas miserias. Los cristianos estamos llamados a ser colaboradores del Jesús que está presente y es el profeta de la salvación. ¿Cómo? Llevando la ayuda allá donde la gente esté padeciendo cualquier tipo de esclavitud, de carencia o de sufrimiento.

1.      Oración:

Oh Dios, que ves a tu pueblo esperando con fe la festividad del nacimiento del Señor, concédenos alcanzar la gran alegría de la salvación, y celebrarla siempre con ánimo dedicado y jubiloso. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo…

2.      Texto y comentario

2.1.Lectura del Profeta Sofonías 3, 14-18a

Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel,  alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás. Aquel día dirán a Jerusalén: No temas, Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva. El se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta.

Parece que a Sofonías le tocó desempeñar su mi­sión de profeta un poco an­tes que a Jeremías. Sería por los años que van del 640 al 630 más o menos. El mensaje de Sofonías, breve, circunscrito a Pa­lestina en su mayor parte, presenta, con todo, un cuadro un tanto variado. Menudean las amenazas so­bre Jerusalén y su gente. La negra sombra de Asur se proyecta espantosa so­bre la ciudad prevarica­dora, que ha puesto en sí misma, no en Dios, su con­fianza y su orgullo. El día de Yavé se avecina duro y exigente. La Vara de Dios está ya alzada para castigar.

Pero no todo en este libro es luto, destrucción, castigo y muerte. La mano purificadora de Dios los va a sacudir, es cierto. Un resto, sin embargo, so­brevi­virá a la catástrofe. En este punto los ojos del profeta se iluminan y avanzan hacia el futuro, más claro y prometedor. Son las promesas de Dios. La última parte del libro habla de ello. Puede que en este lugar hayan encontrado cobijo y hospedaje algunos pequeños párrafos oriundos de algún desco­nocido profeta del tiempo del exilio o poco des­pués. Es, con todo, problemático.

Es esta la última parte, donde las promesas se suceden jubilosas unas tras otras, donde en el hori­zonte ya ensanchado se vislumbra la luz y el calor del nuevo sol que posará sobre Jerusalén. El firma­mento se ha despejado; han huido los negros nuba­rrones; la bendición de Dios desciende para siem­pre.

Los versículos leídos constituyen un pequeño, pero hermoso salmo. Va diri­gido a Sión, a Jerusa­lén. Es una invitación al canto, a la danza, a la alegría, al gozo. Son buenas noticias. No se especi­fican mucho las nuevas. Pero con vi­sión certera, se­ñala Sofonías la fuente y raíz de todo bien: Dios, tu salvador, está en medio de ti. El mensaje se reduce en conceptos elementales a lo siguiente: ¡Alégrate! (v. 14); ¡No temas! (vv. 15-16); ¡Dios -tu Rey y Salvador- está en medio de ti! (vv. 15-18).

La invitación a la alegría es insistente. La ra­zón es doble:

1.- No temas. El profeta insiste en la necesidad de arrojar lejos de sí todo temor y todo miedo. No temas: el enemigo ha desaparecido; las sentencias del Señor contra ti (la primera parte del libro nos recuerda el destierro) han sido revocadas. El Señor ya no te castiga; no hay ya enemigo alguno. El Se­ñor te ha perdonado.

2.- Dios en medio de ti. Yavé, tu Dios, tu Rey y Salvador ¡en medio de ti! Dios, tu salvador, ha hecho las paces contigo. Vuelve a la amistad pri­mera. En el versículo 17 late la imagen del novio que visita de nuevo a la novia. Efectiva­mente, el amor va a comenzar de nuevo; un amor creativo, un amor que re­nueva. Por eso exulta, canta, danza, alégrate, lanza gritos de júbilo… Las promesas de Dios siguen en pie. Hay esperanza. El futuro tiene un sentido, un aliciente, una vida por llenar y dis­frutar. Dios en medio de ti.

  2.2. Salmo Responsorial: Is 12, 2-3. 4bcd. 5-6

R. Gritad jubilosos: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»

El Señor es mi Dios y salvador;
confiaré y no temeré,
porque mi fuerza y mi poder es el Señor,
él fue mi salvación.
Sacaréis aguas con gozo
de las fuentes de la salvación. R.

Dad gracias al Señor, invocad su nombre,
contad a los pueblos sus hazañas. R.

Tañed para el Señor, que hizo proezas,
anunciadlas a toda la tierra;
gritad jubilosos, habitantes de Sión:
«Qué grande es en medio de ti
el Santo de Israel.» R.

 

Es un breve salmo de alabanza y de acción de gracias. En los versillos leí­dos -falta el primero- predomina el aire hímnico sobre la acción de gra­cias. En el contexto de las lecturas adquieren re­lieve, como estribillo, sus últimas pala­bras, todo el pensamiento gira en torno a ello. Dios salvador ha hecho proezas -recordemos el exilio o la serie de intervenciones divinas en favor de su pueblo-. Ante tales maravillas, el espíritu humano, siem­pre en peligro, siempre inse­guro y sediento, corre anhelante a sostenerse en él y a beber las aguas abun­dantes y limpias que surgen de tan profunda fuente. Aumenta la confianza, huye el temor; el fu­turo se proyecta seguro, los ojos ven la luz. El hom­bre puede caminar. Sin embargo, es la alabanza lo que predomina. La invitación al gozo invade el salmo.

2.3.Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Filipenses 4, 4-7

Hermanos: Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión,  en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.

Pablo ha llegado, contemplándolo, a las pro­fundidades del «Misterio» de Cristo, lo ha pene­trado; lo vive intensamente, lo goza, lo saborea. También los cristianos, sus fieles, saben algo de la grandeza de Dios, que se derrama sobre el espíritu humano. También ellos llevan a Dios dentro de sí; lo siente con fre­cuencia de forma inefable. Pablo, de todos modos, lo disfruta jovialmente. Quizás sea éste el contexto sicológico más apropiado para entender los versículos de la lectura.

Nótese: a) La invitación porfiada a la alegría; b) la bondad desbordante c) la serenidad y confianza filial que se funde en oraciones de sú­plica, de alabanza y de acción de gracias; d) la paz e) la proximidad del Señor. Todas estas actitudes tienen una estrecha unión en­tre sí.

La alegría: Toda la carta a los filipenses re­zuma alegría (3, 1; 4, 4…). Pa­blo nos invita repeti­das veces a ella. Alegría significa gozo, significa disfrute holgado del bien poseído. Nuestra ale­gría, nos recuerda Pablo, ha de ser en el Señor. El Señor es la fuente del gozo. Disfrutad del Señor a quien pertenecéis, del Señor a quien lleváis dentro; disfrutad del Señor que se os comunica. Él es el gozo eterno y, como gozo, se derrama en nuestros corazo­nes. Alegraos con esa alegría que surge, alboro­zada, de la presencia del Señor. Presencia real­mente misteriosa, mística, pero real y palpable. La alegría que debe invadir nuestro espíritu recibe también su motivación de la proximidad del Señor que ya está cerca. El Señor, que se nos comunica en el «Misterio», se aproxima a comunicársenos en plena entrega. Por eso:

La bondad: La bondad del cristiano es una par­ticipación de la bondad di­vina. El Señor crea en nosotros una actitud nueva, una forma de ser tal que nos hace buenos y nos hace al mismo tiempo di­fundir, como la luna los rayos del sol, la bondad a los otros. Dejemos obrar a Dios en nosotros. La bon­dad que Él difunda a través de nosotros, caminará en todas direcciones. Todos la percibirán. Será como la lluvia que desciende sobre buenos y malos. La vida cristiana tiene efectos saludables para todos. Pablo nos invita, como portado­res del bien, a difundir la bondad. Practiquemos el bien. El Se­ñor está cerca. Es una buena preparación a su ve­nida. El bien sumo se acerca; como preám­bulo a la gran transformación y a la definitiva adquisición del Bien. Ejercité­monos en el bien obrar; dejemos que la bondad opere en nosotros.

Confianza serena: El gozo, la bondad delatan un fondo de calma y sereni­dad profunda en el alma y en el sentimiento del hombre guiado por Dios. Dios no se inquieta. De la serenidad de Dios parti­cipa y goza el hombre. No tene­mos por qué inquie­tarnos. Dios está con nosotros. La presencia de Dios en lo más íntimo de nuestro corazón nos hace diri­girnos a Él con afecto filial. Es la oración en sus múltiples formas. Petición confiada e intensa en la necesidad urgente; canto de alabanza en la con­templación de sus maravillas; gozosa ac­ción de gracias en los beneficios recibidos.

El cristiano se sabe, se siente -hasta ahí debe llegar- hijo de Dios. ¿No ha­bita en nosotros el Es­píritu que nos hace clamar: Abba, Padre? El Espí­ritu es prenda, es garantía, es comienzo de una po­sesión más perfecta. Los bienes de­finitivos no los hemos recibido definitivamente. Estamos a la es­pera. Pero ya aquí, en estado de transición, sabo­reamos la afectuosidad del trato del hijo con el Padre, del amigo con el Amigo. Esperamos la Paz. Esa paz será plena, rebosante, colmada, desbor­dante, inefable. Aquí nos es dado gustarla a modo de anticipo. Es una paz que desciende directamente de Dios, es un don del Espíritu. El mundo no la co­noce, ni puede darla tampoco. Esa paz se eleva so­bre todo conocimiento y sentimiento humanos. Es algo nuevo divino. Esa paz procede de la unión con Cristo y tiende a mantenernos unidos a él De esa paz habla Pablo.

He aquí un punto de la vida cristiana que des­graciadamente olvidamos con frecuencia. Se trata del disfrute de ser cristiano, del gozo y alegría de vivir cris­tianamente en sentido vital. Con suma frecuencia presentamos la vida cris­tiana bajo un aspecto meramente moral o moralizante con ex­ceso; como carga, como yugo, como norma a cumplir. ¿Disfrutamos del ser cristianos? No pode­mos gozar y saborear esta realidad soberana, si no vivimos real y profunda­mente el cristianismo. En otras pa­labras, si nuestro corazón no descansa en Dios, si nuestros sentimientos no son sino los de Dios. Cuando Dios sea todo para nosotros y nosotros todo para Dios, sabremos qué es disfrutar de Dios en la tierra. Por eso hay que dar rienda suelta a la ac­ción del Espíritu en noso­tros. Por ahí han cami­nado los santos. Por ahí el pensamiento de Pablo.

2.4.Lectura del santo Evangelio según San Lucas 3, 10-18

En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: –¿Entonces, qué hacemos? El contestó: –El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo. Vinieron también a bautizarse unos publicanos; y le preguntaron: –Maestro, ¿qué hacemos nosotros? El les contestó: –No exijáis más de lo establecido. Unos militares le preguntaron: – ¿Qué hacemos nosotros? El les contestó: –No hagáis extorsión a nadie, ni os aprovechéis con denuncias, sino contentaos con la paga. El pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: –Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará con Espíritu Santo y fuego: tiene en la mano la horca para aventar su parva y reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga. Añadiendo otras muchas cosas, exhortaba al pueblo y le anunciaba la Buena Noticia.

Con Juan, decíamos el último domingo, sonaba de nuevo la voz potente de Dios, callada por tanto tiempo. Era un magno acontecimiento. El pensa­miento de la venida próxima del Mesías o de una portentosa intervención de Dios agi­taba las men­tes y los corazones de los hombres de aquel tiempo. Se palpaba en el ambiente la proximidad de algo grande. Las circunstancias político-reli­giosas, por las que atravesaba el pueblo, favorecían la an­siosa expectativa. Juan fue el signo y la señal de la inminencia del acontecimiento esperado. Re­al­mente Dios no había olvidado a su pueblo. Volvía a hablar de nuevo. Y la voz que sonaba hablaba de salvación. Ahí terminaba la lectura del domingo anterior.

El movimiento de preparación y de expectativa surgido a la sombra del Bautista, fue considerable, y rebasó, con el tiempo, los límites de Palestina. Hasta el siglo III puede uno rastrear la existencia de seguidores de Juan. Los evangelios han guar­dado de él un recuerdo profundo y grato. Los cuatro evan­gelistas hablan de él. Era la voz que anun­ciaba la gran Palabra de Dios. Lu­cas, el evange­lista de la ascesis y de la parenesis cristiana, nos lo presenta predicando. Ha olvidado la descrip­ción de su persona, tema presente en Ma­teo, y ha abordado directamente el tema de su predicación. La lectura de hoy ha elegido unos versillos muy importantes.

1.- Aspecto moral: El evangelio de Lucas mues­tra un especial interés por las exigencias ascético-morales del cristianismo. Es el evangelio de la po­breza, de la renuncia, de la oración, de la miseri­cordia. Interesado como está en este aspecto, alarga y amplía la predicación del Bautista más que los otros evange­listas. Son los versículos 10 al 14.

La salvación de Dios va dirigida a todos los hombres. De forma especial a los pobres, a los hu­mildes, a los pecadores, que sienten en propia carne su ne­cesidad. Los autosuficientes se cierran voluntariamente a ella. Juan ha pro­nunciado pa­labras recias y duras contra los fariseos, en los ver­sillos preceden­tes: Raza de víboras…. Para los que reconocen su pecado, Juan anuncia la salvación, un bautismo de penitencia. A él acude la gente senci­lla y común, los publicanos, tenidos por pecadores públicos, y, por tanto vitandos, y los milita­res, que, según se desprende de las palabras de Juan, parece que acompaña­ban a los anteriores en su la­bor de recaudadores. Para todos tiene un consejo sa­ludable. Nótese que la moral propuesta por Juan va encaminada a corregir los abusos de las rique­zas. El que tenga dos túnicas, tenga a bien dar una al que no tiene. Es la comunicación amigable y ca­ritativa de lo poseído con los desposeídos. A los publicanos se les urge la justicia. Fuera injusticias, en el cobro de los tributos. Parece que en este punto se daban abusos. A los milita­res se les exige una conducta semejante. Fuera la extorsión y la violen­cia. Como se ve, para alcanzar la salvación, se exige una moral, una actitud nueva, una conducta adecuada a la nueva disposición de Dios. Juan urge la preparación en este aspecto.

2.- Aspecto escatológico: Está próximo el más fuerte. El Mesías está cerca. El Mesías que no sólo es superior en rango, sino también en virtud y fuerza. Tiene el poder de bautizar en Espíritu Santo y fuego. Cristo comunica fuerza, vigor, im­pulso; Cristo nos comunica el Espíritu Santo. El evangelio de Lucas es también el evangelio del Es­píritu. La efusión del Espíritu es un acontecimiento escatológico. Dios lo había anunciado desde tiem­pos atrás. Cristo bautiza también en fuego. La vir­tud del fuego es múltiple: purifica, destruye, ca­lienta, quema, abrasa. El fuego nos recuerda el jui­cio de Dios. Dios va a juzgar al mundo en su Hijo. Por ahí va la imagen del bieldo, del trigo y de la paja. A Cristo se le ha concedido ese poder. El evangelio determinará en qué modo irá ejercitán­dolo. Juan urge una determinación en los oyentes antes de que sea tarde. Hay que dejar la paja y convertirse en grano: dignos frutos de peniten­cia.

 

Meditemos:

El evangelio nos asegura que el más fuerte, el que bautiza en Espíritu Santo y fuego, viene a no­sotros. No podemos perder de vista el carácter escato­lógico del pasaje. El Señor trae en la mano el bieldo; el grano será separado de la paja. An­tes ya había anunciado que el hacha ya estaba to­cando la raíz del árbol. En otras palabras, urge una determinación drástica. Conviene dar fru­tos dignos de penitencia. Necesitamos cambiar de vida; apli­car nuestra mente y actuar de modo más religioso y cristiano. El Señor está cerca. El juicio del Señor es definitivo. Con él la salvación y en él la condena.

Pablo nos recuerda también la proximidad del Señor. De esta proximidad y de su presencia en nosotros, deduce Pablo una actitud característica en el cris­tiano: alegría, bondad, oración, etc.

La lectura primera es un anuncio jubiloso: El Se­ñor en medio de ti. Lo mismo podemos decir del salmo responsorial: ¡Qué grande el Señor en me­dio de ti! Dios rey, Dios salvador viene a convivir para siempre con el pueblo ele­gido. Han prece­dido tiempos amargos: destierro, hambres, escla­vitud, guerras, abandono. Se terminó para siem­pre. Para el pueblo sediento de salvación el anun­cio de la presencia de Dios salvador, no podía menos de producir alegría, júbilo y entusiasmo.

 

Veamos las aplicaciones que nacen de este elemento común:

1.- Ascesis: Partamos del evangelio:

Juan nos invita a una amigable y caritativa co­municación de bienes con aquellos que los necesi­tan, o mejor dicho, con aquellos que se hallan en nece­sidad. Es la mejor preparación para la venida del Señor. Sería un precioso fruto de penitencia. Si queremos alcanzar misericordia, procuremos ser miseri­cordiosos.

Pablo nos recuerda el ejercicio de la bondad cristiana. El cristiano debe obrar el bien. El Señor está cerca. El bien debe ser universal, en todas di­rec­ciones y en todo momento. Debemos hacer nuestra la bondad divina. Dejemos de lado la codi­cia, la sensualidad.

El consejo de Juan a los publicanos y a los mili­tares nos hace pensar en la justicia y honradez de que debemos dar ejemplo. La injusticia, la extor­sión, el «aprovechamiento» del débil nacen de la codicia, del apego a las riquezas. Con­tra ellas Lu­cas se muestra enérgico. Se impone un delicado e intransigente examen de conciencia personal sobre nuestra implicación en los poderes de este mundo.

La campaña de Navidad -anuncios, programas, exposiciones, etc.- tienen mucho, por no decir todo, de profano: bebidas de lujo, cosméticos, fiestas de sociedad, derroche en comidas, en rega­los… Por ninguna parte ni el más ligero paralelo con las palabras de Juan. Una fiesta escandalosa no puede ser cris­tiana. Puede que el pobre esté esperando nuestra invitación. Al fin y al cabo es el Salvador común el que nace.

2.- Alegría: Las dos lecturas primeras y el salmo nos invitan a ella. El mo­tivo no es otro que la presencia de Dios en nosotros. ¿No es el nombre de Cristo Enmanuel, Dios con nosotros? Es nece­sario explotar este motivo. No hay otro que pueda mantenernos en perpetua y auténtica ale­gría y paz. Todos los bienes de este mundo no producen un efecto semejante. Sólo el que pone en Dios su alegría y su paz encontrará la auténtica alegría y paz. Es un círculo precioso, no vicioso. A Dios acudimos en busca de paz. La unión con él nos hace gustarla, buscarla de nuevo. Viene a sal­varnos. Para apreciar la salva­ción, necesitamos sa­borear antes nuestra miseria y poquedad. Sólo de esta forma sabremos apreciar qué es la amistad con Dios y el afecto filial que surge en nuestras re­laciones con él. De él la paz; a él nuestros cuida­dos. Él está en medio de nosotros. Esperamos, con todo, la definitiva posesión de él.

Debemos alegrarnos. La alegría debe ser cris­tiana. Sólo el pobre, el mísero, el acongojado, el que conoce la miseria del hombre en propia carne puede dis­frutar de ella. Recordemos los persona­jes que recorren la Infancia de Cristo en Lucas: Ma­ría, la Sierva del Señor; Simeón, el que suspiraba por la salvación de Israel; Ana, la profetisa; José, el justo; Zacarías, el orante; Isabel; los pas­tores. Ni una palabra de Herodes, de los fariseos, de los potentados.

No estaría de más recordar aquí a la Virgen Santísima. La primera lectura evoca las palabras del ángel en el anuncio, son la base para su ala­banza a la Virgen: Alégrate, María, el Señor está contigo; no temas… Ella es la hija de Sión.

Pidamos a Dios que realice en nosotros, des­pués de recibirle en el sacra­mento como Rey y Salvador, la purificación de nuestros pecados, como prepa­ración a las fiestas de Navidad (oración postcomunión).

3.      Oración final:

Gracias, Padre, porque nos escuchas y porque nos das tu Espíritu para aguardar con paciencia la venida de nuestro salvador; danos tu fuerza para mantenernos firmes en la verdad, y abre nuestros ojos para reconocerte presente en nuestras vidas. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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