Domingo I de Adviento – Ciclo C

DOMINGO I DE ADVIENTO ciclo C

Comenzamos un nuevo año litúrgico con profunda expectativa, al saber que el Señor viene a nuestro encuentro; también porque estamos en el año de la fe celebrando los cincuenta años del Concilio Vaticano II y veinte años del catecismo de la Iglesia católica, en que de manera especial el Espíritu Santo, con su presencia anima y vivifica la vida de la Iglesia llamándola a la conversión e impulsándola a la santidad.

En el Adviento es el Espíritu Santo quien nos prepara para ir al encuentro del Señor, viene a nosotros y dispone nuestra inteligencia y nuestro corazón a la Palabra del Señor para que nos abramos a la salvación.

Este es el sentido del Evangelio que hoy nos regala la liturgia, no es un anuncio del fin del mundo, sino la venida del Señor. «Estén siempre despiertos… y manténganse en pie ante el Hijo del Hombre». Somos invitados a permanecer vigilantes, como disposición necesaria para no dejarnos sorprender, debemos alegrarnos, pues la llegada del Señor nos trae la plena libertad y el gozo de su presencia.

1.      Oración:

 

Oh Dios, que has iluminado los corazones de tus hijo con la luz del Espíritu Santo, haznos dóciles a sus inspiraciones para gustar siempre del bien y gozar de sus consuelo. Por Cristo Nuestro Señor.
Amén.

2.      Lecturas y comentario:

 

2.1.Lectura del libro de Jeremías 33, 14-16

«Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella hora, suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra. En aquellos días se salvará Judá, y en Jerusalén vivirán tranquilos, y la llamarán así: «Señor—nuestra—justicia».»

Efectivamente, estamos dentro del libro de la consolación. El profeta nos anuncia esta vez cosas buenas: promesas de restauración para Jerusalén y Judá. Jeremías ha sido testigo del desastre que cayó sobre la tierra de Pales­tina. Pero vio alzarse de nuevo, tras la ruina, el edificio de estructura nueva; tras la dispersión, un pueblo unido; tras la angustia, la alegría y el gozo; tras el castigo, el perdón; tras la desolación y la muerte, la bendi­ción de Dios y la vida. No podía faltar, en esta vi­sión halagüeña, una alusión a la monarquía, a la casa del Mesías, al Ungido del Señor, al Rey de Is­rael. Nuestros versillos sí la hacen. De esa forma completan el cuadro. Todo renace, todo revive, todo co­bra nuevo vigor, nueva fuerza, nueva vida. Ese es el contexto. Veámoslo más de cerca. Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Is­rael y a la casa de Judá: El versículo 14 nos hace levantar la vista y ver el horizonte. Se alude a los tiempos mesiánicos. Para esos momentos ha relegado Dios una bendi­ción es­pecial. La noticia es buena, ¡alegría! Dios no ha olvidado su promesa; la re­cuerda y la con­firma Él mismo. En aquellos días y en aquella hora suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y de­recho en la tierra: El versículo 15 va dirigido a la monarquía, al Ungido. Dios mantiene en pie su promesa: de la casa de David surgirá un Vástago nuevo. La justicia y el derecho serán su cetro. Es un eco más de la voz de Dios que resuena por los profe­tas. Véase Jr 23, 5-6; Is 4, 2; por ejemplo. Dios vuelve a anunciar aquí la venida del Rey justo y equitativo.

El versículo 16 se dirige al país: Se salvará Judá y vivirán tranquilos en Jeru­salén. En el contexto presente, éste depende del otro. La salvación de Judá y la tranqui­lidad de Jerusa­lén vienen a través del Rey justo y santo. La justi­cia de la nueva tierra, de la nueva nación va a ser Dios mismo. Dios va a ser todo para ella. No otros dioses, sino Yavé, Dios de los ejércitos.

 

2.2.Salmo responsorial Sal 24, 4bc-5ab. 8-9. 10 y 14 (R.: 1b)

R. A ti, Señor, levanto mi alma.

 

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador. R.

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes. R.

Las sendas del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía con sus fieles y les da a conocer su alianza. R.

Salmo de orientación sapiencial. Predomina, como elemento común, la re­flexión. De la reflexión -meditación sobre los atributos divinos de bondad y mi­sericordia- surge la oración serena y confiada por una mejor inteligencia de la voluntad divina. La oración va en dos direcciones. La una apunta a una pene­tración intelectual: Señor, enséñame tus caminos. La otra a la práctica: Haz que camine con lealtad. El espíritu del salmista está en movi­miento: de la re­flexión pasa a la petición. Y en la petición, del conocimiento a la práctica. Es la sa­biduría, obra, al fin y al cabo, de Dios.

2.3.Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses 3, 12—4, 2

Hermanos: Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos. Y que así os fortalezca internamente, para que, cuando Jesús, nuestro Señor, vuelva acompañado de todos sus santos, os presentéis santos e irreprensibles ante Dios, nuestro Padre. En fin, hermanos, por Cristo Jesús os rogamos y exhortamos: Habéis aprendido de nosotros cómo proceder para agradar a Dios; pues proceded así y seguid adelante. Ya conocéis las instrucciones que os dimos, en nombre del Señor Jesús.

 

Es la primera carta que escribió San Pablo. Forma, con la segunda del mismo nombre, unidad aparte, por el tema. San Pablo se ha encontrado, en sus andanzas de misionero, con diversos proble­mas. Las circunstancias del momento le han exi­gido soluciones concretas y parciales. La visión de Pablo es segura, sin duda alguna. Sin embargo, su exposición no siempre es completa. El tiempo y las vicisitudes, por los que atraviesa su apostolado, irán mati­zando y madurando su pensamiento. Era menester que la vida, con sus mil detalles, le hi­ciera ver las virtualidades de su fe y de su pensa­miento. Lo hará, al correr el tiempo. Ahora esta­mos al comienzo de sus escritos. Conviene tenerlo en cuenta.

Es reciente y vivo todavía el impacto que ha producido en el apóstol y en los apóstoles la visión de Cristo resucitado. Cristo se les ha mostrado vivo, glo­rioso, lleno de poder y de majestad, ven­cedor de la muerte y sentado a la dere­cha del Dios Altísimo. El pensamiento torna indómito hacia él. Se le desea, se le anhela, se le espera. Las dos car­tas a los Tesalonicenses discurren bajo el signo y la sombra próxima de la Parusía, bajo la expectativa anhelante de la Venida del Señor. El Reinado de Cristo ha comenzado ya en el momento de la Resu­rrección. Es el principio. La consumación defini­tiva se relega a su Venida al final de los tiempos. Hacia ahí apuntan los siglos, hacia ahí el pensa­miento constante de Pablo, hacia ahí los corazones de los cristianos. Es el gran Miste­rio de Cristo.

Los tesalonicenses no se ven capacitados para resolver por sí mismos las dificultades, o, mejor di­cho, para aplicar a cada caso la virtualidad ence­rrada en este Misterio. Recurren a Pablo, su maes­tro. Unos se lamentan y se entris­tecen por la suerte de los que ya murieron (1 Ts). Cristo no se ha mani­festado todavía. ¿Cuál será la suerte de los que ya no pueden salir a su encuentro? Por otra parte, si la Venida del Señor es inminente, comentan algunos espíritus inquietos, es nulo el valor de este mundo; hay que dejarlo todo y permanecer ociosos a la expectativa de la manifestación del Señor (2 Ts). Pablo les escribe. Realmente sus fieles no han asi­milado bien la doctrina enseñada. Las dos cartas tienen ese fin: a) Los muertos resucitarán. b) La ve­nida del Señor se verá precedida de señales claras; el momento es desconocido. c) La vida cris­tiana continúa adelante mirando siempre al horizonte; vigilancia y atención.

Según la enseñanza de Pablo, por tanto, la vida cristiana está contenida entre estos dos puntos: co­mienzo y fin; Resurrección de Cristo y Venida glo­riosa del Señor. De la primera recibe el impulso, el aliento. De la segunda el sentido, la orientación, la consumación. No es extraño que Pablo en las ex­hor­taciones a una vida cristiana, recuerde, como fondo y pantalla, la Venida del Señor.

Los versículos leídos nos colocan en esta perspec­tiva. La Venida del Señor se proyecta (v. 13) sobre la vida cristiana toda. Bajo su sombra cobran sen­tido las virtudes que la vida cristiana exige.

En primer lugar (v. 12), un deseo-oración por la caridad. Virtud típicamente cristiana. Amor fra­terno y amor universal. Amor que no tiene límite ni medida: sobreabundancia en intensidad y en exten­sión. Es obra divina. El Señor os lo conceda: es un don. De esta manera, santificados, se hallarán en condiciones de formar parte del cortejo de los san­tos que acompañan a Cristo en su Ve­nida triunfal. La caridad, que viene de Dios, será el distintivo que los haga pertenecer a Cristo.

En segundo lugar, una exhortación correspon­diente a la oración propuesta (vv. 1-2 del capítulo 4). El cristiano debe llevar una vida intachable, conforme a las normas dadas por Cristo. La vida cristiana se distingue, por su principio y por su fin, de toda otra vida. El signo le viene de Cristo. Vi­vir según Cristo, para salir al encuentro de Cristo. Pablo se remite a la catequesis primitiva impar­tida ya a los fieles de Tesalónica. El versículo 3 habla de santificación. Así debemos esperarle.

 

2.4.Lectura del santo evangelio según san Lucas 21, 25-28. 34-36

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: —«Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedaran sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre.»

Estamos en pleno discurso escatológico. Lucas distingue muy bien en este discurso lo que se refiere a Jerusalén y al pueblo judío, y lo que apunta a los últimos tiempos. Las calamidades, que van a sobrevenir a Jerusa­lén, van a ser grandes y angustiosas; y la ruina, que Dios ha decretado contra aquella ciudad incré­dula, deicida y recalcitrante, va a ser estrepitosa. No va a quedar piedra sobre piedra. El hermoso templo, gloria y orgullo del pueblo judío, va a ser total­mente desmantelado, reducido a un montón de escombros. Los habitantes, dispersados en todas direcciones y sometidos, muchos de ellos, a penosa es­clavitud. Pueblo errante, pueblo sin patria, sin templo, sin culto. De ello será testigo el mundo en­tero. La historia lo ha conservado en sus memo­rias. La an­tigua economía se derrumba. Pero la mirada de Cristo se extiende más allá. Son los versículos de la lec­tura:

1.- También el mundo presente sufrirá una con­moción, una sacudida, un zarandeo violento. El es­tupor, el miedo pánico, la angustia, la congoja, se apo­derarán del corazón de las gentes. Los mismos elementos naturales perderán su tradicional equi­librio y estabilidad; se precipitarán unos contra otros. Es el fin. Es el momento de la revelación en poder y majestad del Hijo del hombre. El Señor viene, y, naturalmente, el mundo, tanto animado como inanimado, se conmueve ante su presencia. No es extraño: es su Señor.

2.- El Señor no viene a destruir; viene a salvar a los suyos. Nótese el espí­ritu de entusiasmo que anima este pasaje. Los fieles deben levantar la ca­beza y llenarse de gozo: ¡La redención está cerca! No es otra la finalidad de la venida de Cristo. Viene a recoger a los suyos, a liberar de la opre­sión, de la tribulación, de la angustia, de la incer­tidumbre, de todo dolor y de toda pena a sus fieles. Ahora gimen bajo el peso de las persecuciones, de las calamidades, del dolor y de la muerte. Es hora ya de levantar la cabeza. Ya ha llegado la reden­ción. Todo pasó; viene el gozo, la felicidad eterna. Nuestro cuerpo mismo, dirá San Pablo, será resca­tado; sufrirá una profunda transformación. Es tiempo de go­zar y de reír.

3.- No sabemos el momento exacto del aconte­cimiento. Es necesaria la es­pera. Hay que mante­ner la cabeza alta observando siempre, en todo mo­mento el horizonte; abiertos permanentemente los ojos para verlo venir; vigilancia es­merada para que el sueño no se apodere de nosotros y nos haga cerrar los párpados, distanciándonos así del mundo que esperamos. Cabe el peligro, en verdad, de que el corazón, solicitado por tantos deseos in­congruentes, llegue a embotarse y de que, desviado por vanos afectos, del último fin al que está des­ti­nado, perezca miserablemente enterrado en la misma tierra en que puso el ideal de sus afanes. Las cosas de este mundo pueden distraernos. Hemos de estar preparados para recibir al Señor. Sería verdaderamente lamentable y trágico que la Ve­nida del Señor nos sorprendiera dormidos. Se im­pone la asce­sis. Sobre todo la oración. La oración nos mantiene en vela; eleva nuestra mente a lo alto; nos hace suspirar por los bienes prometidos; nos hace ver la caducidad de lo presente; nos al­canza de algún modo los bienes eternos. En la ora­ción gemimos, deseamos, esperamos, pedimos, amamos. La oración recaba de Dios la fuerza nece­saria para superar las dificultades, para sobre­llevar las calamidades, para sufrir con paciencia las tribulaciones, para amar con pasión las reali­dades que nos esperan. Hay que estar en pie, con la vista alzada a lo alto. El mirar al suelo, el aga­charnos a recoger el polvo -bienes de este mundo-, el recostarse holgazanamente, puede ser fatal para nosotros, durante toda una eternidad.

Reflexionemos:

Comienza el tiempo de Adviento, tiempo de preparación. El cristiano se prepara para la Venida de Cristo. Cristo viene, urge una disposición ade­cuada. La Venida de Cristo, sin embargo, tiene lugar en dos momentos distancia­dos entre sí: Cristo viene al mundo por primera vez (Navidad); Cristo viene al mundo por segunda vez, al fin de los tiempos (Parusía). Las dos venidas tienen presente el tiempo de Adviento. La primera, ya acaecida, es en sí misma anuncio de la segunda. En la primera recordamos la gran misericordia de Dios para con los hombres. El Verbo de Dios desciende del seno del Padre y fija su morada en el seno de una Virgen, haciéndose partícipe de nuestra misma na­turaleza. Se hace uno de nosotros. La finalidad de tan gran condescendencia es revelarnos al Padre, comunicarnos el Espíritu, hacernos partícipes, con Dios en su seno de su propia gloria, de su propio gozo, de su propia naturaleza, poseedo­res con él de vida eterna. Viene el Salvador. El aconteci­miento lo celebramos en Navidad. Recordamos su venida salvadora. Es conveniente una prepara­ción. La liturgia entera (lecturas, prefacios, oraciones, etc) nos lo recuerda constantemente en las dos úl­timas semanas de Adviento. Pero ya desde ahora, desde el comienzo, queremos celebrar aquel magno acontecimiento con gozo santo y alegría cristiana.

La segunda venida es todavía objeto de espe­ranza. Cristo va a venir. Lo ha anunciado repetidas veces. Viene a recogernos, a rescatarnos, a llevar­nos con él. Ha inculcado la vigilancia. Corremos pe­ligro de dormirnos. La idea de la ve­nida al fin de los tiempos está presente en las dos primeras semanas.

El acontecimiento primero nos recuerda el se­gundo. La Navidad evoca la Parusía, de una se pasa a la otra. Ambas requieren de nosotros una ade­cuada preparación.

Aún podríamos señalar otra venida, que actua­liza misteriosamente la pri­mera y nos coloca, tam­bién misteriosamente, en la última: la presencia salva­dora de Dios en nuestra vida. Somos ya hijos del Reino y objeto eficaz de sus amores, si escu­chamos su palabra bondadosa y le dejamos crecer en caridad en nuestros corazones. Estamos llama­dos a ser transparente venida del Señor en es­pera transformante de su glorioso encuentro.

Temas:

1.- Cristo viene: Se trata de la última venida. Es la Parusía, la manifesta­ción gloriosa de Cristo Rey y Señor del universo. Ante él tiembla el mundo en­tero. Así lo afirma categóricamente el evangelio, y Pablo, como fondo de su ex­hortación a los tesalo­nicenses. Es el hijo del hombre quien viene: Hay que es­tar preparado.

Cristo viene como salvador: Alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación. Conviene insistir en ello. Es el momento de la liberación, de la gran y abso­luta liberación. Terminó para siempre todo lo que pueda entristecernos, aunque sea en forma mí­nima. Es el momento del gozo indecible, de la alegría com­pleta, de la felicidad totalmente sa­ciada. Ahora gemimos bajo el peso de mil calami­dades de todo tipo. En el fondo deseamos aquel momento, lo pedimos, lo anhelamos. ¿No deci­mos todos los días: venga tu Reino? Si nuestra alma no se alegra con el pensamiento de aquella hora, si nuestro corazón no salta jubi­loso al recor­dar aquel momento, si todo nuestro ser no se re­gocija suspirando por aquel acontecimiento, debié­ramos preguntarnos el porqué. Seguramente lo hemos perdido de vista, estamos dormidos; segu­ramente estamos prisioneros de los goces de este mundo, que nos hacen olvidar los verdaderos; segura­mente reposamos holgazanes, hundidos quizá en el barro, sin la menor intención de levantarnos. Mal síntoma: ya no gemimos, ya no deseamos, ya no oramos, ya no estamos en pie, ya no vigilamos. Hay que despertar, hay que levantarse, hay que orar. El Señor viene: viene como salvador para los que velan, como juez para los que duermen.

2.- Preparación adecuada. Virtudes cristianas que hay que ejercitar en la espera:

2. 1.- Recordemos, con Pablo, la caridad. Cari­dad a los hermanos, caridad a todos. Así la tuvo Cristo, así la enseña Pablo. La caridad nos une de esta forma estrechamente a Dios. Ella nos santifica, nos hace santos. Ella nos pre­para así para formar parte del cortejo de Cristo, que viene con sus san­tos (Pablo). La caridad nos dignifica, nos eleva. No olvidemos que el juicio final versará sobre nuestras obras de caridad.

2. 2.- Vigilancia: El ejercicio de la caridad, la ad­quisición de la santidad, exige esfuerzo y renuncia. Las cosas de este mundo -personas, bienes, ilu­sio­nes, afectos, etc.- pueden ofuscarnos, pueden retraer nuestra atención del fin último, pueden apresarnos, pueden corrompernos, pueden hacer­nos creer que sólo los bienes presentes, movedi­zos y perecederos, pueden satisfacer nuestras ansias profundas de felicidad, constituyéndonos egoístamente en centro del mundo entero, con perjuicio del amor a los demás. Ascesis, renuncia, esfuerzo.

2. 3.- Oración: La necesitamos. Nuestros ojos son débiles y nuestras fuer­zas pocas. Necesita­mos luz para ver con claridad, para apreciar en su debido valor los bienes que nos rodean. Necesi­tamos impulso, empuje, fuerza para mantenernos en pie, pues los vientos son a veces huracanados y la tierra donde pisamos movediza. La tierra ejerce todavía sobre nosotros su fuerza de grave­dad. Hace falta de lo alto una atracción mayor. La oración nos la al­canza. La oración, pues, no enseña a ver, a apreciar. La oración nos infunde el vigor. Con ella gemimos, deseamos, pedimos, somos fortalecidos, esperamos, amamos, nos santifica­mos. Buena y necesaria preparación. El salmo es una petición y una reflexión. Dos formas de ora­ción. Pidamos con él: Enséñanos el camino, Señor. El camino es Cristo, con él llegaremos a la vida eterna. Dios nos hace ir por él: pidámoslo.

3.- Cristo viene: Se trata de la primera venida; por lo menos nos la re­cuerda. Cristo salvador, mi­sericordioso, nos ofrece todavía la salvación: reparémonos para recibirla. La profecía, con todo, no se agota en ella. El cumpli­miento perfecto se relega al final.

3.      Oración final:

 

Señor Jesús, te damos gracia por tu Palabra que nos ha hecho ver mejor la voluntad del Padre. Haz que tu Espíritu ilumine nuestras acciones y nos comunique la fuerza para seguir lo que Tu Palabra nos ha hecho ver. Haz que nosotros como María, tu Madre, podamos no sólo escuchar, sino también poner en práctica la Palabra. Tú que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

Lee también:

Domingo 1 de Adviento – Ciclo C (2009)

Todas las reflexiones del ciclo C (2009-2010) [PDF] [Libro de tapa blanda]

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