Domingo 23 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Fuenteycumbre

 

Toda cristiano debe pensar con frecuencia en las exigencias que comporta ser discípulo de Jesús y seguir sus huellas. La rutina de la vida nos hace olvidadizos y desmemoriados para las condiciones del seguimiento evangélico, que han de ser entendidas siempre en un plano positivo, no como pérdida sino como ganancia. Las exigencias que nos recuerda el texto evangélico de este domingo, texto verdaderamente interpelante, se concretan en dos verbos: posponer y renunciar. La fidelidad a Cristo exige primacía, es decir, si es necesario hay que posponer incluso a la propia familia, cuando la atadura de los afectos impide la vivencia cristiana.

1. ORACIÓN

Señor Jesús. Tú que eres tan exigente a la hora de seguirte, que exiges preferencia absoluta, que no aceptas partes, sino entrega total, te pedimos que nos ayudes a seguirte como Tú nos pides, tomando nuestra cruz, asumiendo nuestra vida, buscándote a ti sobre todas las cosas, para que cada vez más, nuestra fe en ti, sea vida, sea actitudes, sea testimonio, mostrando así que Tú eres el sentido de nuestra vida, y que buscamos vivir como Tú encontrando en ti, el sentido pleno de lo que somos y buscamos. Amén.

2. Texto y comentario

2.1. Lectura del libro de la Sabiduría 9, 13-18


¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere?
Los pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo mortal es lastre del alma, y la tienda terrestre abruma la mente que medita.
Apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a mano:   pues, ¿quién rastreará las cosas del cielo?   ¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo? Sólo así fueron rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada, y la sabiduría los salvó.

La vida del hombre en este mundo se desarrolla dentro de los límites del tiempo y del espacio. El hombre es una criatura, no el creador; un ser contin­gente, no un ser necesario; un ser terrestre, no celeste. Su espíritu, con todo, tiene algo de creador y de celeste. En cierto sentido transciende el tiempo y el espacio. La imaginación puede trasladarlo a parajes lejanos y el pensamiento a épocas distin­tas. Puede recordar el pasado y aventurar el fu­turo, aunque con escaso éxito. Pero su vida no es­capa a la medida inexorable del tiempo. El hom­bre tiene conciencia de ello. Y es ello lo que le obliga a verse insignificante y pequeño. El cuerpo que le acompaña lo retiene. Su conocimiento es parco e imperfecto. Los afectos, los instintos, las necesidades, las pasiones e intere­ses, que lo envuelven, condicionan de forma implacable su exis­tencia. Él, que ve, no puede verse. Él, que juzga, no puede juzgarse rectamente. Ni siquiera puede cono­cerse en su ser profundo. Aun las cosas que le rodean llegan a él, a través de los sentidos, de forma muy imperfecta. De Dios apenas si tiene un lejano cono­cimiento, una muy vaga idea. Respecto al mundo divino su mente queda en tinieblas.

El Espíritu que lo creó puede venir en su ayuda. El Espíritu divino. La reve­lación de Dios. Dios habla al hombre -condescendencia de Dios- y éste le escu­cha; Dios ofrece al hombre y éste acepta; Dios dirige al hombre y éste obedece. El que escu­cha, acepta y obedece alcanza la «sabiduría», alcanza a Dios: co­noce. Ese agrada a Dios o puede, al menos, agradarle. Es la auténtica sabidu­ría.

Cristo es la revelación del Padre. El Espíritu, su don más precioso. Él con­duce al hombre a la verdad completa. En él vemos, sentimos y queremos como Dios ve, siente y quiere. El hombre toca en él a Dios. Más aún, sólo en él po­dremos conocernos a nosotros mismos y el mundo en orden a Dios.

2.2. Salmo Responsorial: Sal 89

R. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: «Retornad, hijos de Adán.» Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna. R.

Los siembras año por año, como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca. R.

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. R.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. R.

Salmo de súplica. Como base y fondo, una medi­tación sobre la brevedad de la vida humana. La vida es breve. Breve y cargada de cuidados. Pasa como un soplo, como un suspiro. El hombre, que re­conoce sus limitaciones, posee un co­razón sensato. Sabe mantenerse en su debido puesto. No pondrá estridencias en su vida, ni en su corazón extrava­gantes pretensiones. Modestia y humil­dad. Y sobre todo oración y súplica a Dios, Señor de la vida. La propia fla­queza -brevedad de la vida- hace más propicia la mano buena del Señor. Con­viene repa­sar nuestros años para adquirir sensatez y «sabiduría». Nos obli­gará a recurrir a Dios, fuente de bien y de paz.

2.3. Lectura de la carta del apóstol san Pablo a Filemón 9b-10. 12-17

Querido hermano: Yo, Pablo, anciano y prisionero por Cristo Jesús, te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado en la prisión; te lo envío como algo de mis entrañas.
Me hubiera gustado retenerlo junto a mí, para que me sirviera en tu lugar, en esta prisión que sufro por el Evangelio; pero no he querido retenerlo sin contar contigo; así me harás este favor, no a la fuerza, sino con libertad. Quizá se apartó de ti para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido. Si yo lo quiero tanto, cuánto más lo has de querer tú, como hombre y como cristiano. Si me consideras compañero tuyo, recíbelo a él como a mí mismo.

La carta a Filemón es una breve misiva perso­nal del apóstol San Pablo. Va dirigida, como el mismo nombre indica, a su amigo Filemón. Es el más breve de los escritos del Nuevo Testamento. Es, con todo, a pesar de su brevedad, un escrito im­portante. Importante por el caso concreto que trata e interesante para conocer el alma cristiana de Pa­blo.

Pablo, prisionero en Roma, ha topado, no sabe­mos cómo, con un antiguo conocido, Onésimo. Oné­simo era esclavo. Esclavo de Filemón. Onésimo había huido de su señor, residente en Colosas. En la fuga se había apropiado, al pa­recer, de cierta cantidad de dinero perteneciente a su señor. Onésimo podía temer penas muy severas. La ley casti­gaba esos delitos severamente. En tales condicio­nes Onésimo encuentra a Pablo.

Pablo lo acoge cordialmente, con cariño. Y ad­vierte en él excepcionales cua­lidades. A Pablo le sirve de gran ayuda. (Onésimo significa «útil»). Pero Pablo no quiere retenerlo junto a sí sin contar con el beneplácito de su señor, File­món. Pablo lo envía a su dueño con una entrañable recomendación. Por la amistad que los une y, sobre todo, por la fe cristiana que comparten, le invita y ruega a recibir al antiguo esclavo en su casa. Más no como esclavo, sino como hermano. -Onésimo ha sido bautizado-. La vuelta de aquel dañoso esclavo ha de ser recibida con alegría y gozo, como quien en­trega algo perdido, como quien recupera a la vida algo que había muerto.

Pablo no «resuelve» teóricamente el problema de la esclavitud. Pablo, como apóstol de Dios, establece en Cristo un nuevo orden entre los hombres que acabará con ella. Pablo restituye, con la fuerza del Espíritu, a los hombres a las genuinas relacio­nes con Dios. De esas relaciones, en Cristo, surgirán las auténticas relaciones humanas. En Cristo, Hijo, hallan los hombres un Dios Padre. En un Dios Pa­dre, un Cristo hermano. En Cristo Hermano, una fi­lia­ción divina. En la filiación divina, una frater­nidad que supera toda carne y raza. Para el cris­tiano, aunque los estatutos civiles persistan, las relaciones humanas han cambiado profundamente. Filemón seguirá siendo el «señor»; Onésimo, el es­clavo. Pero en las relaciones personales humanas no hay señor ni hay esclavo: son hermanos. La rea­lidad ha cambiado. Por el contrario, sin Dios en Cristo no hay hermandad posible. Por más que va­ríen los nombres, habrá siempre señores y esclavos.

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 14, 25-33 

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: – «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mi no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar.» ¿0 qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.»

Estos versículos no constituyen una unidad origi­nal. Lucas los ha reunido aquí por la semejanza de tema. La palabra clave es discípulo. Condiciones para ser discípulo de Jesús. Por las exigencias de Jesús conocemos la impor­tancia y seriedad del dis­cipulado. No olvidemos que el término «discípulo» guarda un sentido específico: aquellos que siguen a Cristo a todas partes y vi­ven con él.

Jesús se dirige a la multitud que le acompaña. Son creyentes y simpatizan­tes. En tiempo de Lucas representan al pueblo cristiano. Jesús busca de en­tre ellos sus apóstoles y discípulos. En su tiempo, de la multitud; en tiempo de la Iglesia, del pueblo fiel.

La primera condición es la renuncia a los alle­gados-familiares. En primer lugar aparecen los padres. Con los padres, sabemos, obliga la piedad filial. Un mandamiento la prescribe. Quien no ob­serva el mandamiento no agrada a Dios. ¿Se co­loca Jesús por encima del precepto de Dios? En rea­lidad Jesús se presenta como Mandamiento de Dios. Los mandamientos reciben en él su sen­tido y cumplimiento. Quien quiera seguir a Jesús debe «dejar» a los padres. Si quiere vivir como Jesús vive, sin casa, sin familia, entregado totalmente a la predicación del Reino, el discípulo debe dejar a los padres. No se trata de per­derles afecto o res­peto o cariño. Es una elección, y una elección libre, en este caso, no obligatoria. Pero la elección recae sobre uno de los términos de un di­lema: o esto o aquello. Si se quiere seguir al Maestro y vivir como él vive, de­ben quedar atrás los padres. Quien no esté dispuesto a dar el paso no sirve para discí­pulo. Uno no puede acompañar a Cristo en la pre­dicación del Evan­gelio y permanecer «pegado» a los padres.

Si pensamos en el tiempo de Lucas, sería así más o menos: el que quiera entregarse de lleno al servicio del Reino, ocupar un puesto de importan­cia den­tro de la nueva comunidad cristiana debe estar dispuesto a dejar a los padres, si su dedica­ción lo exige. Se da por supuesto que la dedicación al Evangelio puede y en cierto modo ha de exigír­selo. Pensemos en los misioneros y predi­cadores de todos los tiempos. Quien no esté dispuesto a ello, no dé el paso; no sirve.

Lo mismo hay que decir respecto a la mujer y a los hijos. La renuncia a la mujer es propio de Lucas. No se prescribe al discípulo el celibato. Pero se le co­loca en la alternativa, si llega el caso, de elegir entre la dedicación al Reino o la familia. Habrá casos en que el celibato sea una exigencia. El que, pues, se sienta pegado a los padres y ligado a una familia, sea cual sea la naturaleza de la obliga­ción, debe abstenerse de dar el paso adelante: no reúne las condi­ciones para ser discípulo. La dedi­cación al Reino, en el discípulo, ha de ser tan plena y absorbente que desentienda a uno de la li­gazón de unos padres y de los cuidados de una fa­milia. La vocación de discípulo es sublime y seria. Está por encima de todo otro compromiso. Quien no lo entienda así no vale para discípulo.

Algo semejante vienen a decir los términos «hermanos y hermanas». Quizás piensa Lucas en el aspecto religioso que escondían estas palabras: ya her­mandad judía, ya, sobre todo, hermandad cristiana local. Hay que estar dis­puesto, si el evangelio lo requiere, a abandonar -dejar atrás- hasta la misma familia religiosa para entregarse de lleno a su servicio: ir fuera, lejos, a otros mun­dos.

El discípulo, es un paso más, debe estar dis­puesto también, como condición necesaria, a renun­ciar a su vida en aras del reino. El servicio al Evangelio exige tal dedicación y entrega que llena la propia vida. Hasta la vida hay que ofrecer, si el Evangelio lo requiere. Las exigencias del Evan­gelio superan las exigencias de la vida. Quien no esté dispuesto o en condiciones de dar el paso ade­lante no sirve para discípulo.

La siguiente condición parece que aprieta más. Ya apareció en otro lugar dirigida a todos (9, 23). Si obliga a todos a tomar la cruz y seguir al Señor, mucho más al dis­cípulo. El discípulo debe estar dis­puesto, además de dar la vida, a aparecer como un criminal, a ser objeto de burla, de desprecio y de condenación del mundo entero por causa del Evange­lio. No piense el discípulo en honores, por su cargo en la comuni­dad, en ganan­cias, en títulos y prebendas; piense en deshonras, en persecuciones, en conde­naciones, en mofas e insultos. Sólo el que esté dispuesto a ello, a aparecer como un condenado con la cruz a los hombros, podrá ofrecerse como discípulo.

Jesús ilustra sus palabras con dos breves parábo­las. El hombre que cons­truye una torre y no calcula bien sus posibilidades se expone, en primer lugar, a no terminar la torre, es decir, a no cumplir su come­tido y, en segundo lugar, se expone a la risa y mofa del público, al desprecio de la gente. El rey que piensa salir a batalla, calcula antes si no será me­jor pedir la paz al contrin­cante que enfrentarse a él con un ejército en inferioridad de condiciones. Le va en ello la vida propia y la de los suyos. Así tam­bién el discípulo. Piense y cal­cule si tiene fuerzas y está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Maes­tro. Si no lo está y se entrega a la obra, se expone a no cumplir su cometido, a acabar de malas maneras (rey) y ser objeto de mofa de todo el mundo (torre).

La última condición toca a las riquezas. Está en estrecha relación con las parábolas expuestas. El que no renuncia a sus bienes no puede seguir a Cristo como discípulo. El que no esté dispuesto a dejar sus bienes, para dedicarse al Reino, no dé el paso ade­lante. Ya sea como misionero, ya como presidente de una comunidad, el discípulo debe dedicarse ex­clusivamente al servicio de Dios, del Evangelio. Debe dejar a un lado su anterior forma de vida, su oficio, su empleo. Su empleo, su oficio por excelen­cia, es ahora la dedicación al Reino. Todo aquello que ponga en peligro u obstaculice ese servicio to­tal al Evangelio debe ser abandonado. La dedica­ción a los bienes y riquezas es incompatible con la dedicación al Reino.

Las condiciones del discipulado se presentan aquí como libres. Es decir: se presenta como libre el discipulado. No lo fue en realidad en todos los ca­sos. En la vida de Cristo encontramos estrictas «vocaciones» (los apóstoles, el joven rico) e invita­ciones (aquí) u ofrecimientos de los oyentes (9, 57ss.). Para todos las mismas exigencias y condi­ciones. Seriedad e importancia del discipulado.

 

REFLEXIONEMOS:

La mies es mucha, pero los obreros, pocos; pedid al dueño de la mies que mande obreros a su mies. Son palabras de Jesús en el evangelio. Palabras que gozan de plena actualidad, aun hoy día. La mies sigue siendo copiosa y el número de obreros escaso. Hacen falta obreros para la mies del Señor. Urge pedir al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies. Puede ser un buen comienzo.

Jesús reunió en su tiempo, en torno a sí, un puñado de discípulos. Unos fueron llamados por él, otros admitidos en su ofrecimiento. De los pri­meros co­nocemos algunos nombres: Mateo, Pe­dro, Juan, Andrés… De los segundos co­nocemos ejemplos anónimos. En la práctica unos y otros condujeron una vida semejante: siguieron al Señor a todas partes y vivieron como él. La finalidad era, entre otras, imbuirse del espíritu de Cristo y cola­borar, primero, y prose­guir, después, su obra. Para todos ellos las exigencias y condiciones apun­ta­das.

Jesús ha sido exaltado. No cabe ya un segui­miento material de su persona, pues ya no está entre nosotros como antes. Pero su obra continúa, se alarga a través de los tiempos. La predicación del evangelio es tan actual y vital como en su tiempo sobre la tierra. Lucas transpone legítima­mente al tiempo de la Iglesia la invitación y condi­ciones de Jesús a los discípulos. La voz del Se­ñor, presente en la Iglesia, se dirige ahora a la multitud fiel que le escucha, a la comunidad cris­tiana. Jesús clama de nuevo: La mies es mucha, pero los obre­ros, pocos. Y las condiciones siguen siendo las mismas: Si alguno viene con­migo… Son los discípulos, los sucesores de los discípulos primeros. Son los que de forma radical quieren dedicarse al servicio del Reino. Son, en términos ge­nerales, los que ocupan en la comunidad cris­tiana un puesto relevante de pas­tores, de guías, de evangelizadores, de trabajadores de la viña. Son los dedi­cados al Reino.

Los aspirantes al discipulado deben tener con­ciencia clara de la grandeza de la obra que acome­ten y de las condiciones exigidas que la posibili­tan. Han de renunciar a todo aquello que pueda impedir, estorbar, desviar, enturbiar la obra máxima de la predicación del Evangelio: padres, familia, hermanos, po­sesiones, propia fama y honra. Quien no esté dispuesto a renunciar, a de­jarlo todo por el Reino, que no dé el paso ade­lante: no es digno, no vale. Sería un error tomar la cosa a la ligera; acabaría en el fracaso. Quien no tome como ofi­cio, y oficio único, el pleno segui­miento de Cristo en la evangelización del Reino no es apto para entrar en el discipulado. Quien, por otra parte, se sienta lla­mado cuide de poseer las condiciones exigidas por Jesús y de hacerse con las disposiciones necesarias para un cumplimiento satisfactorio de la misión en­comendada. La dedica­ción al Reino es «uniempleo»; no cuadra de nin­guna forma con el pluriempleo. Uno mira de reojo al mundo religioso y al clero. Le toca mucho de esto.

La invitación va lanzada a todos. Hay que calcu­lar el paso. No se trata de conseguir honores, sino de llevar la cruz de Cristo; no de títulos, sino de servi­cio pleno; no de ganancias sino de entrega total. Es menester para ello li­brarse de los lazos que pueden impedirlo. Dios sigue llamando, sigue invi­tando. A unos les sonará mandato; a otros, invi­tación. Cuenten tanto el uno como el otro, con la gracia de Dios que ayuda y conforta. Pero no to­men el asunto a la ligera. Es la cosa más grande que existe. Está sobre la familia y la propia exis­tencia. Quien no dedique su vida a esa misión, puesto una vez en ella, piense en aquel que no llegó a construir la torre o tuvo que retirarse de la batalla. Puede acarrearle una tremenda ruina. Este pensamiento debe hacerle no rehuir el segui­miento, si se siente llamado, sino tomarlo en serio. Y en serio se tomará, si uno cuida de vivir efecti­vamente esas condiciones. Nosotros reli­giosos y clérigos debemos pensar mucho en ello. Con qué ilusión y empeño he­mos tomado nosotros la en­comienda de Cristo. La Iglesia ha interpretado de forma práctica estas exigencias en el celibato eclesiástico y en los votos religio­sos. Uno y otros son condiciones obligadas en la elección libre de entrar en el discipulado.

Esto que toca de forma inmediata al discípulo, toca de alguna forma a todo cristiano. La adhesión a Cristo está por encima de toda otra ligazón, sean pa­dres, familia, hermanos o propia vida. Ahí están los mártires. Todos deben es­tar dispuestos, si el Señor lo exige, a renunciar a todo para seguirle.

El tema de la segunda lectura es también un tema interesante. Somos una civilización nueva, porque Dios ha creado en nosotros unas relaciones nuevas. Somos hermanos y, como hermanos, de­bemos comportarnos. San Pablo nos da un pre­claro ejemplo. La primera lectura puede acompa­ñar este pensamiento: la humildad. El hombre debe tener conciencia de su pequeñez para recu­rrir a Dios y escucharle. La revelación ayuda al hombre. El cristiano posee el don del Espíritu Santo. Él ha de ser nuestro Maestro.

Queda otra consideración. En la línea del evan­gelio podemos, y debemos, seguir las circunstan­cias, tocar el tema de las vocaciones sacerdotales y reli­giosas, y aun seglares para una dedicación al Reino. Exponer la necesidad, sostener el llama­miento y concienciar a la comunidad para que me­dite ruegue y anime. Es también su obra.

3. Oración final

Señor Jesús, Tú que nos pides tomar nuestra cruz y seguirte, Tú que quieres ser el sentido de nuestra vida, Aquel que nos muestras el camino a la vida, el que nos enseñas a amar a tu estilo, a amar hasta el final, a amar dándonos totalmente a los demás, te pedimos, que ahora que somos más conscientes, de lo que implica seguirte, podamos vivir con más alegría, con más entrega, con más docilidad, tu Palabra, para asumirla y hacerla vida, sabiendo que solo en ti, encontramos el sentido pleno de todo lo que somos y de todo lo que hacemos. Amén.

 

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