Domingo 25 del tiempo ordinario – Ciclo C

Fuenteycumbre

«El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar»

El administrador injusto no es un modelo. Ciertamente, no. Pero en medio de esta oscura historia, digna de una prensa sensacionalista, hay un punto luminoso; hay un lugar en que este hombre, sin embargo, puede considerarse modelo. Este hombre utiliza el dinero para algo, no es un fin en sí mismo. Siempre es algo. Si un hijo del mundo, como el administrador injusto, es capaz a su nivel de hacer que el dinero sirva para algo, cuanto más -a su vez de qué otro modo- los hijos de la luz tienen que hacerlo a su nivel.

1. Oración

Señor Jesús, Tú que nos dices que quien es fiel en lo poco también lo es lo mucho, y que quien no es fiel en lo poco tampoco lo será en lo mucho, al dejarnos estas enseñanzas donde nos invitas a ser astutos y precavidos en las cosas referentes a la vida eterna, te pedimos que nos ayudes, a tener la actitud  de fidelidad y la disposición de docilidad para estar atentos a lo que nos pides, buscando que seas Tú el único y verdadero sentido de nuestra vida, el único a quien seguimos y amamos, por quien y para quien, vivimos. Amén.

 

2. Textos y comentario

2.1. Lectura del Profeta Amós 8, 4-7

Escuchad esto los que exprimís al pobre, despojáis a los miserables,  diciendo: ¿cuándo pasará la luna nueva para vender el trigo, y el sábado para ofrecer el grano? Disminuís la medida, aumentáis el precio, usáis balanzas con trampa, compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias, vendiendo hasta el salvado del trigo. Jura el Señor por la Gloria de Jacob que no olvidará jamás vuestras acciones.

El más antiguo, al parecer, de los profetas «clásicos» escritores. Contempo­ráneo de Oseas. Profeta por elección divina, no por institución mo­nárquica o iniciativa personal. Oriundo de Judá, predicador en el reino del norte.

Israel gozaba por aquel entonces de gran pros­peridad. La coyuntura polí­tica le era favorable: ningún imperio poderoso a sus flancos, éxitos béli­cos en los pueblos vecinos, relaciones comerciales con Fenicia, señor de la «vía del mar», años de buenas cosechas. Israel se sentía seguro y dueño de la situa­ción. El bienestar material iba acompa­ñado de un florecimiento cultual extra­ordinario: templos ampliamente frecuentados por el pueblo, ricamente dotados por la monarquía, adornados de culto espléndido. Todo parecía ir bien. Se res­pi­raba holgura y optimismo. El Dios Yavé protegía y bendecía a su pueblo. El Pacto del Señor lo hacía invencible y seguro. El Dios de Israel saldría siempre en su defensa. Lo garantizaba la esplen­didez del culto. El Día del Señor era su esperanza más firme y segura.

Pero el Día del Señor se convirtió en la ame­naza más negra y oscura. Su esperanza era falsa, como falsa su vida y su conducta. El Dios de Israel no se sentía a gusto en su pueblo. Ni su culto le agradaba, ni sus palabras le hon­raban, ni sus obras le satisfacían. Era todo pura farsa, máscara engañosa de una situación trágica. Aquel pueblo era un pueblo malvado: la justicia pisote­ada, la moral olvidada, el culto paganizado. Había grandes ri­cos que vivían en el lujo más escandaloso y pobres que se revolcaban en la más lamentable mi­seria. Diferencias inaguantables en un pueblo de herma­nos. Más aún, los primeros abusaban y explotaban sin compasión ni miramiento a los segundos. False­aban las medidas, torcían el derecho, compraban a los jueces, vendían al hermano. El Pacto había sido gravemente quebrantado, tanto en la vida mo­ral como en la religiosa. El texto de hoy habla del primer aspecto. El pueblo, que había surgido her­manado de las manos de Dios, había degenerado en crímenes, opresión y desprecio. La comunidad santa había dejado de ser santa, por más que el culto estuviera adornado de esplendor. Aquel pueblo no era el pueblo de Dios. El profeta anuncia intrépido el Día del Señor, que respira fuego y cólera. Dios no va a olvidar aquellas acciones. Años más tarde ca­erá, para no levantarse más, bajo la dura mano de Asur. Dios cumplió su amenaza.

Falsedad en las palabras, falsedad en la con­ducta, falsedad en la religión: robo, corrupción y desprecio. Codicia y avaricia. Un pecado capital. Capital, en el fondo, también la enfermedad. Y capital fue el castigo. El reino del norte se hundió descabezado. Amós espiritualiza así la religión, subrayando el carácter ético y humano sobre el mero cultual. Cristo ahondará más en este sentido: justicia y amor fraternos.

2.2. Salmo Responsorial (Sal 112, 1-2. 4-6. 7-8 R. )

Alabad al Señor, que ensalza al pobre.

Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor.
Bendito sea el nombre del Señor,
ahora y por siempre. R.

El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria sobre el cielo;
¿quién como el Señor Dios nuestro
que se eleva en su trono
y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra? R.

Levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo. R.

Dios es digno de ala­banza. Es digno de bendición. El Señor es Señor de todos los pueblos. Todos han salido de sus manos. Todos viven de su aliento. Todos caminan hacia él. Él está sobre todos ellos. Trans­ciende toda la crea­ción. Pero el Señor se abaja para mirar su obra. ¿No es esto maravilloso? La sorprendente condescen­dencia divina. Dios se abaja, sí; y se abaja para tomar al más bajo, al más humilde, al más pobre. Sólo él puede hacerlo. Así muestra su gran­deza. Dios es grande saliendo en defensa del más pequeño. Es clásica la figura del Dios de Israel, que sale en defensa del pobre, de la viuda, del huérfano y del peregrino. Dios se abaja para le­van­tar. Es un Dios elevador y salvador. La histo­ria de Israel está sembrada de multitud de ejem­plos. Basta pensar en Samuel, Saúl, David…

Cristo es la más maravillosa expresión de la condescendencia divina. Dios se abaja, haciéndose hombre, para llevar consigo a lo alto de la huma­nidad entera El amor de Dios a los pobres y hu­mildes se hace carne en Cristo. Por eso alabamos y bendecimos al Dios de tanta condescendencia. ¡Bendito sea Dios!

2.3. Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a Timoteo 2, 1-8

Te ruego, pues, lo primero de todo, que hagáis oraciones, plegarias, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los que están en el mando, para que podamos llevar una vida tranquila y apacible, con toda piedad y decoro. Eso es bueno y grato ante los ojos de nuestro Salvador, Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Pues Dios es uno, y uno solo es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos: éste es el testimonio en el tiempo apropiado: para él estoy puesto como anunciador y apóstol –digo la verdad, no miento–, maestro de los paganos en fe y verdad. Encargo a los hombres que recen en cualquier lugar alzando las manos limpias de ira y divisiones.

La Iglesia pretende ser -y es- la realización concreta, viva y vivificadora del Reino de Dios en la tierra. Especialmente en el culto. El culto mira a Dios, el Dios Único; recuerda su Obra: la salvación en Cristo; y la realiza, extendiendo sus brazos bienhechores a todos los hombres.

La Iglesia organiza su culto. La oración cristiana es por naturaleza uni­versal. Universal, por sus miembros, pertenecien­tes a toda raza, estado social y edad. Universal, por la extensión a todos de la vida que la anima. La Iglesia es católica, es de todos, ora por todos. Es la expresión de la voluntad del Padre.

Uno es Dios, uno el Mediador. Uno el Dios de todos, uno el Mediador y Sal­vador de todos. Dios ama a todos y, por todos, se ha entregado su Hijo amado. El Dios Uno lo abarca todo y todo, en Cristo, vuelve a él en forma de uno. La Iglesia reúne a todos; la Iglesia ora por todos. Por todos y para todos la salva­ción y la bendición de Dios en la Iglesia. La Iglesia es ese uno hermoso en Cristo que devuelve, hecha carne, la bendición que envió el Padre.

En concreto hay que orar por los que dirigen los destinos de los pueblos. És­tos, por más que persigan al cristianismo, no han dejado de ser mirados por Dios con interés y misericordia. El Señor, que se en­tregó por todos, abre nues­tros labios para rogar por todos. La Iglesia gozará de tranquilidad, espe­cial­mente interna, cuando cumpla su misión salva­dora: orar por todos, aun por los perseguidores. Dios hará descansar sobre ella su bendición eterna.

Que todos se salven; que todos lleguen al cono­cimiento de la verdad. No pide otra cosa el Padre­nuestro. Así realiza y continúa el cristiano la obra sal­vadora de Cristo. La ira-venganza y la divi­sión no las quiere Dios. Ante un Dios y un Mediador no es la escisión ni legítima ni cristiana. Todos una sola cosa en Cristo para el Padre y en el Padre. El culto lo realiza y expresa en la oración universal por todo el género humano, en especial por los que rigen la tierra. Es cristiano y agradable a Dios.

2.4. Lectura del santo Evangelio según San Lucas 16, 1-13

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: – ¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido. El administrador se puso a echar sus cálculos: – ¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa. Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo, y dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? Este respondió: – Cien barriles de aceite. Él le dijo: – Aquí está tu recibo: aprisa, siéntate y escribe «cincuenta». Luego dijo a otro: – Y tú, ¿cuánto debes? El contestó: – Cien fanegas de trigo. Le dijo: – Aquí está tu recibo: Escribe «ochenta». Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz. Y yo os digo: Ganaos amigos con el dinero injusto, para que cuando os falte, os reciban en las moradas eternas. El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo, tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro quién os lo dará? Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.

La parábola de hoy es transparente. Un admi­nistrador infiel. Un adminis­trador que ha mer­mado, solapadamente, la hacienda de su dueño. ¿Caso ex­traño en aquellos tiempos? ¿Algo inaudito en los nuestros? Ha habido un soplo, una denuncia. Y el señor, que vivía lejos, en la ciudad procede en consecuencia. El administrador debe dar inmedia­tamente cuenta de su administración: va a ser despedido. El administrador se ve en un grave apuro. ¿Qué hacer? Se le presentan como posibles dos ca­minos de salida: cavar o pedir limosna. Ambos du­ros y en realidad impracticables. El administra­dor no piensa en ganarse de nuevo al amo. Ese ca­mino no tiene salida. En situación tan desespe­rada, de vida o muerte, encuentra el administra­dor una solución que lo saca del aprieto: ganarse a los acreedores de su dueño. Y el administrador se los gana, rebajando la cantidad que adeudaban. Paso sagaz, audaz y decidido. El ad­ministrador ha sabido salir airoso. Y eso es precisamente lo que alaba la pa­rábola. No se aprueba su nuevo robo, sino la decisión audaz y astuta que lo ha librado de la ruina.

El amo así lo entiende. ¿Qué amo? ¿El amo de la hacienda? Es difícil de creer que quien se ha visto constantemente defraudado se complazca ahora en un fraude mayor, por muy astuto y sutil que sea. Así no se comporta ningún dueño de este mundo. Detrás de la palabra señor, que trae el texto, se es­conde no el dueño de la hacienda, sino el Señor, Jesús. Jesús es el que alaba la astucia y saga­cidad de este administrador infiel. La enseñanza es: la saga­cidad de los hombres de este mundo, que viven de y para este mundo, se echa de menos en los hijos de la luz. Éstos debieran poseer una deci­sión semejante en lo tocante al Reino de Dios, y no la tienen. Es de admirar la sagacidad de los hom­bres de este mundo y es de admirar también la falta de sagacidad en los hijos de la luz. ¿Se alude aquí, en su sentido original, al pueblo judío, pue­blo elegido, preparado por los profetas para los tiem­pos mesiánicos, que no acaba de ver la seriedad e importancia del momento que vive? Puede que sí. No es la única vez que Jesús les reprocha su incons­ciencia. Algunos autores -van siendo ya muchos- consideran la «rebaja» de la deuda a los deudores, no una sustracción al dueño, sino una renuncia per­sonal a los derechos propios de administrador. Así las cosas, importa poco quién alaba su acción, pues es, a todas luces, atinada. Ese renunciar a sus pro­pios derechos en beneficio de otros, para conseguir acogida, es así edificante e ilustrativa para el cristiano. Aprende a usar bien de las cosas.

Pero también para el lector cristiano encierra la parábola una importante enseñanza. El cris­tiano vive en una situación que con frecuencia me­nosprecia, es decir, no aprecia debidamente. El cristiano es una criatura nueva. Vive en Dios y respira de la luz. Es una vocación excelsa. Hay que vivirla. El tiempo apremia, el tiempo pasa. Hay que poner en juego todos los resortes de la vida para realizar a la perfección la misión encomen­dada. El cristiano olvida con frecuencia la serie­dad e importancia de su vocación. Es la queja de Cristo.

Los pensamientos que siguen guardan con la pa­rábola una relación varia, a veces, tan sólo de so­nido. Ganaos amigos… Las riquezas se consideran en general injustas, o porque se adquieren injusta­mente, o porque se emplean mal, o porque destro­zan el corazón del que las posee, o porque son origen de muchos males. Las riquezas suelen endurecer los corazones, vaciarlos de todo sentimiento piadoso y hu­mano; suelen materializar la vida entera. Pen­semos en la codicia y avaricia, males capitales por excelencia. Las riquezas sólo son buenas, cuando, buena­mente adquiridas, se emplean bien. Y se emplean bien, en general, cuando son expresión de una obediencia incondicional a Dios y de un amor que llega al prójimo.

Dios es el único que puede recompensar y recibir en las eter­nas moradas. El buen uso de las riquezas -caridad en todas las direcciones- es un acto de prudencia y de sagacidad cristianas. El pensamiento empalma así con la enseñanza de la parábola. Al rico le urge un comportamiento que lo salve de la catástrofe: emplear cristianamente los bienes. Hace falta de­cisión, agilidad y soltura. A la hora de la muerte -pedir cuentas- puede quedarse sin nada: sin ami­gos que lo reciban y sin riquezas. Somos adminis­tradores y el Señor nos va a pedir cuentas.

El pensamiento siguiente está un poco más ale­jado de la enseñanza de la parábola. Sirve de con­trapunto y suena a proverbio. El administrador deja de ser modelo para pasar a ser mal ejemplo. ¡No caer en el peligro de ser despe­dido! Hay que mostrar fidelidad en lo poco, en lo pequeño, para no merecer la acusación de ser infiel en lo mucho y grande. Quien no toma con seriedad este aviso aca­bará con las manos manchadas de injusticias y ro­bos. El juicio, el ajuste de cuentas, ha de ser rigu­roso y severo. La fidelidad en lo poco garan­tiza la fidelidad en lo mucho. Es de sentido común.

La enseñanza que sigue guarda relación con el último pensamiento. Vuelve el tema del dinero. Vil es el dinero -¿quién lo di­ría?-, que delante de Dios no soluciona nada. Injus­tas y despreciables las riquezas. Si un cristiano -ciudadano de otro mundo- no lo desprecia por vo­cación, si se muestra infiel en su uso, ¿cómo podrá usar bien de los auténticos? ¿Cómo se le podrán con­fiar los bienes celestes y eternos, que no se ven, cuando no sabe usar rectamente de los pasajeros y caducos, que se ven? ¿Podrá quizás apre­ciar la se­riedad e importancia del tesoro divino encomen­dado, cuando no co­noce el valor de lo terreno? Cuando no se sabe responder de los bienes ajenos -pasan, no son el destino del hombre- no espere uno conseguir el goce de los propios, preparados por Dios para siempre. Dios no confía sus dones pro­pios a aquellos que no saben usar rectamente de los que les son ajenos. En otras pa­labras: Dios no otorga sus bienes sobrenaturales eternos a quien no usa bien y debidamente de los bienes naturales y terre­nos. Lo uno excluye a lo otro. El último pensamiento lo pone de manifiesto: No se puede servir a Dios y al di­nero. El que sirve al dinero sirve al dios del Dinero. Ese no puede servir a Dios que no es el di­nero. Quien sirve a Dios se ve libre de la esclavitud del dinero. Servir a Dios es reinar. Servir al Dinero es servir al dios de este mundo, al Di­nero, al Diablo. Dos poderes antagónicos que se disputan el gobierno del hom­bre. Uno para salvarlo, otro para arruinarlo. Uno para devolverle su libertad, otro para mantenerlo esclavo. Urge una determinación rápida y deci­siva: el servicio de Dios: ganar amigos.

 

Reflexionemos:

 

El evangelio nos ofrece una rica serie de pen­samientos para reflexionar. Dios es el Señor. Dios es nuestro Señor. No­sotros somos administradores de sus bienes. El Señor nos va a pedir cuenta estrecha de la admi­nistración. ¿Somos buenos administradores? Te­nemos bienes materiales, morales y espi­rituales-sobrenaturales. ¿Cómo los administramos? ¿Somos conscientes de la importancia del mo­mento? ¿Somos sagaces, prudentes en el uso de las cosas? La vida cristiana exige un desarrollo ¿contribuimos con toda el alma y con todo el cora­zón? ¿Aprovechamos todo momento y toda ocasión? ¿Somos o no somos «tontos», hablando cristianamente? Aprendamos de los hijos de este mundo. Nos falta mucho para alcanzarles en saga­cidad y astucia.

Pensemos concretamente en los bienes terre­nos, materiales y morales. Las riquezas pueden ocasionar muchas injusticias. Las riquezas son peligrosas. ¿Nos damos cuenta de ello? ¿Cómo nos movemos en medio de ellas? ¿Las amamos? ¿Amamos el lujo, el placer, la abundancia? ¿Las despreciamos? ¿Sabemos despreciarlas? ¿Nos dominan? ¿Las domina­mos? ¿Son nuestros señores? ¿Somos sus esclavos? ¿Son nuestro dios y nosotros sus adoradores? ¿Dónde colocamos nuestros afanes, nuestros idea­les, nuestros sueños? ¿Son los placeres, las gran­dezas, el lujo, las fortunas, la gran vida? ¿Envidiamos a los que poseen? ¿Envidiamos de verdad a los que es­tán libres de tales cuida­dos?

No se puede servir a dos señores. ¿A quién servimos? ¿Servimos a Dios? ¿Servimos al Dinero? El juicio está cerca. Para que la sentencia sea misericor­diosa, es menester haber practicado an­tes la misericordia. El cristiano ha de comportarse con sagacidad y astucia. Si todo esto ha de pasar ¿por qué tanto apego? Si nos han de pedir cuen­tas ¿por qué no usar bien de ellos? La prudencia cristiana nos enseñará a usar rectamente de los bienes recibidos: ayudar, socorrer, aliviar a los necesitados. Vida fraternal y cristiana. Es ganarse ami­gos. Es ganarse a Dios, Amigo y Padre nues­tro. ¿Quién temerá de un Juez amigo? ¿Quién temblará ante un Juez Padre? Sirvamos honradamente a Dios, empleando debidamente los bie­nes como expresión de un profundo amor fraterno. Aprovechemos todo momento y toda oca­sión. Seamos fieles en lo poco; no sea que nos suceda como al administrador de la parábola. No sea que nos quedemos cortos. Los bienes que se nos han confiado son supremos y excelsos. Con­viene pensarlo. Sobre todo nosotros, los religio­sos y pastores de almas, de­bemos esmerarnos mucho en ser fieles en lo ajeno para poder ser fieles en lo nuestro. ¡Somos administradores de los misterios de Dios! El tema podría alargarse sin fin. Recordemos, para terminar, las amenazas de la primera lec­tura y el castigo sobre el reino de Is­rael. Es pálida imagen de lo que puede su­ceder­nos. Obremos con sagacidad.

El tema de la segunda lectura es también inte­resante. Orar por todos. En especial por los que rigen. Están en especial peligro. Dios quiere que se salven. También nosotros. Pensemos también en los envueltos en riquezas. Pidamos para que lleguen al conocimiento de la verdad. Están tam­bién en especial pe­ligro.

3. Oración final

Señor Jesús, Tú nos dices que nadie puede servir a dos señores a la vez, porque amará a uno y odiará a otro, por eso, Señor, ahora que nos haces ver la necesidad de que nuestro corazón sea solo tuyo, y que nuestra vida, refleje y manifieste tu vida, que todo lo que hagamos y digamos, exprese tus enseñanzas, te pedimos que nos des la gracia de hacer vida lo que nos pides, de imitar tus actitudes, y así ser fieles en todo lo que nos pides, ya sea mucho o poco, pero fieles y auténticos, como nos pides y como lo fuiste Tú. Amén.

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