El bautismo del Señor – Ciclo A

Fuenteycumbre

La fiesta del Bautismo del Señor es una fiesta que comporta una cierta complejidad tanto en su sentido como en su comprensión, y a la vez una gran riqueza de contenidos que la hacen atractiva y sugerente. Por un lado, es éste un domingo de transición: el Bautismo del Señor cierra el ciclo de Navidad e inaugura a la vez la primera semana del tiempo ordinario. Con la escena del bautismo culmina la manifestación de Jesús como Hijo de Dios que hemos celebrado a lo largo de toda la Navidad, pero a la vez se nos presenta a un Jesús ya adulto, dispuesto a iniciar su ministerio público.

Por otro lado, el bautismo de Jesús tiene un contenido y un sentido propio que lo diferencian del sentido y significado del bautismo cristiano. Pero también es cierto que este bautismo de Jesús de alguna manera prefigura, e inevitablemente evoca, nuestro bautismo, y será oportuno recoger también esta referencia.

 1. Oración:

Dios Espíritu Santo Señor de vida, Tú que te apareciste en forma de paloma en el momento del bautismo del Señor, y que después lo fuiste conduciendo a lo largo de su vida pública para que así pudiera realizar la misión que el Padre le había dado, te pedimos que también a nosotros nos ilumines y nos guíes para que podamos conocer al Señor, y conociéndolo lo escuchemos, asumiendo sus enseñanzas, viviendo como Él lo hizo, haciendo vida su manera de ser y de actuar, dando testimonio de Él, con nuestra vida, buscando ser presencia suya al darlo a conocer con nuestras actitudes y disposiciones. Que así sea.

2. Texto y comentario

2.1. Isaías 42,1-4.6-7

Así dice el Señor: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará, hasta implantar el derecho en la tierra, y sus leyes que esperan las islas. Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas.»

Es un «siervo». En la línea de los grandes hombres de la historia de la salvación. Así Abraham, así Moisés y así Samuel, así David. Elegido para una «misión» específica y misteriosa. Detrás de todo, Dios. En él y sobre él su «espíritu». Espíritu de fuerza, de poder, de sabi­duría. Es un gran profeta. Dios lo reviste de poder y lo lanza al cumpli­miento de una misión. Misión dirigida a las «naciones». Al parecer, a todas. Todas se beneficiarán de su trabajo. La misión tiene algo que ver con el «derecho». Derecho, que no es en el fondo otra cosa que la revelación salvífica de Dios. Dios salvador se quiere valer del «siervo» para llevar a la salvación a lejanos pueblos. Y la proclamación del derecho va a ser singular: «no gri­tará, no clamará…» Es un enviado de Dios en condición de siervo, no de magnate o potentado. No aparece adornado con las insignias reales: no es el pregonero del «rey» como tal. Como «siervo», no con fuerza pública, según era costumbre entre los reyes de la época: no aplastará al débil, ni oprimirá al pobre. «No apagará el pábilo vacilante». Con todo, «implantará» el derecho, con entereza, con fidelidad, con constancia. Dios está detrás de él. Dios le asistirá. Y su «derecho» levantará las nubes del error y ahuyentará las sombras de la ignorancia: será luz de las naciones. Mediador entre Dios sal­vador y los pueblos necesitados: alianza de un pueblo. Las naciones le están esperando. ¿Quién es este «siervo»? El cristiano no puede menos de pensar en Cristo. He ahí la alianza, el siervo, la luz y el libertador de los pueblos. Pensemos en él.

2.2. Salmo responsorial: 28

R// El Señor bendice a su pueblo con la paz

Hijos de Dios, aclamad al Señor, / aclamad la gloria del nombre del Señor, / postraos ante el Señor en el atrio sagrado. R.

La voz del Señor sobre las aguas, / el Señor sobre las aguas torrenciales. / La voz del Señor es potente, / la voz del Señor es magnífica. R.

El Dios de la gloria ha tronado. / En su templo un grito unánime: «¡Gloria!» / El Señor se sienta por encima del aguacero, / el Señor se sienta como rey eterno. R.

Salmo de alabanza. Manifestación sensible de Dios. Una tormenta. For­midable, imponente. Truenos que retumban. Estruendo que bota de risco en risco, llenando los valles, sacudiendo la naturaleza entera. Todo se con­mueve: las agudas crestas, los macizos montañosos; el longevo cedro, el for­nido roble, el agresivo desierto, las fieras. Todo tiembla a la voz de Dios y al brío de su fuego. Dios sobre las aguas. Dios poderoso e imponente. Dios grande y majestuoso. ¡Gloria a Dios!

Dios no es un Dios de terror. Es un Dios de su pueblo. Y el pueblo, en la acción litúrgica, grita unánime: ¡Gloria! Busquemos a Dios en la naturaleza y lo encontramos bendecido.

2.3. Hechos de los apóstoles 10,34-38

En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: «Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los israelitas, anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos. Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.»

Habla Pedro. Y habla con autoridad. Autoridad y decisión bien necesa­rias en aquellos momentos. Los versículos leídos son un recorte del discurso de Pedro con motivo de la conversión del centurión Cornelio. La comunidad cristiana, en sus comienzos todavía, no había dado aún el salto al universo. Las ligaduras de la antigua Ley le atenazaban con fuerza. Pero el Espíritu venía empujando con violencia. Los hechos se encargan de lanzar al niño a la carrera de adulto. Pedro explica y da razón de su comportamiento entre la asamblea del Señor. Dios ha hecho la maravilla; bendito sea el Señor.

Dios, declara Pedro, no es aceptador de personas. Ante él no vale ni la fi­gura, ni el color, ni el sexo, ni la raza. Dios no tiene en cuenta el «exterior» del hombre. Sus ojos se posan en el «interior». Y es aquí donde, si encuentran acogida, pone su morada. Acaba de manifestarlo en la conversión de Corne­lio, romano y pagano. Hacía tiempo que lo venía anunciando. Ahora después de la muerte de Jesús y en virtud de su resurrección ha dejado correr suelto al Espíritu que todo lo vivifica y ordena.

Cristo es el centro y la realización del «acontecimiento». Jesús de Nazaret. Profeta cualificado, poderoso en palabras y obras. Dios estaba con él. Y con él también el Espíritu Santo. El destrozó el reino del mal. Y su acción se extendió a todos los pueblos. Cristo, poseedor del Es­píritu, lo derrama sobre todas las gentes. Jesús, el gran «Ungido», unge con el Espíritu a todo el que lo recibe con sinceridad. Lo ha visto Pedro, máxima autoridad de la Iglesia. Bendito sea Dios.

2.4. Evangelio según san Mateo 3,13-17

En aquel tiempo, fue Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así lo que Dios quiere.» Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: «Este es mi hijo, el amado, mi predilecto.»

Jesús comienza su vida pública. Y la comienza con un acto un tanto mis­terioso. Deja la Galilea alegre y risueña y se dirige a la cuenca árida del Jordán. No está lejos el desierto. Jesús viene en busca del Bautista, hombre cualificado por Dios. Y viene a ser bautizado. Bautizado en medio del pueblo penitente que se prepara para el «día» del Señor. Los tres sinópticos acuer­dan el colocar el bautismo de Jesús en este momento: como comienzo de la vida pública, antes de las tentaciones. Mateo intercala las genealogías. Ha precedido la predicación de Juan.

Los tres ponen también de relieve la superioridad de Jesús sobre Juan. Mateo en forma de diálogo. Marcos y Lucas como confesión del Bautista: «.no merezco desatarle las sandalias.» Mateo desea, al parecer, subrayar la unión de personas en el plan divino, dejando bien clara la superioridad de Jesús sobre Juan. Es el cumplimiento de toda «justicia» lo que impele a uno a ser bautizado y doblega a otro a bautizar. La voluntad de Dios lo ha dis­puesto así. ¿Con qué motivo? Tocamos algo misterioso. Los detalles que adornan el episodio dibujarán una respuesta.

Los cielos se abren. Se abrió el mar al paso de Moisés y del pueblo: Dios iba con ellos. Se abrieron las aguas del Jordán al paso de Josué: Dios estaba con él. Isaías gritaba que se abrieran los cielos y descendiera la «justicia». Aquí, relatan los tres sinópticos, se abrieron los cielos. Dios se manifiesta; Dios se comunica. La realidad celeste irrumpe en el mundo del hombre. Dios concede su Espíritu de modo estable. Las palabras y deseos de los profetas, los signos de la Antigua Alianza parecen estar, con esta apertura de los cie­los, en vías de cumplimiento: llega definitivamente la salvación de Dios. Je­sús es el primero y cabeza de la comunicación y de la concesión del Espíritu creador de Dios. La presencia del pueblo es significativa. ¿No había anun­ciado Dios desde antiguo la creación de un pueblo «nuevo»? Lucas recuerda la «expectación» del pueblo sobre el Mesías. El Mesías será el «Señor» del nuevo pueblo.

El Espíritu Santo. En Marcos y Lucas se anunciaba por boca de Juan un «bautismo» con el Espíritu Santo. Bautizar es lavar. Y lavar es limpiar. El bautismo de Juan no daba el Espíritu. Preparaba para el tiempo del Espí­ritu. El Espíritu lo confiere el Mesías. Una limpieza y una salud que hasta entonces no había existido. Dios había hablado por los profetas de la «infusión» de un espíritu nuevo. Helo aquí: el Espíritu Santo. Uno piensa ine­vitablemente en el bautismo cristiano, sacramento que nos incorpora a Cristo, confiriéndonos el don del Espíritu Santo. El cielo se abre y nos comu­nica el mismo Espíritu de Dios, en forma de «paloma». La figura, con la que se simboliza el descenso y la comunicación del Espíritu, no está exenta de di­ficultades. Se piensa con frecuencia en Gn 8, 8-13; la paloma en el arca, símbolo de la salvación en medio del diluvio. También se acude a Gn 1, 2: el Espíritu sobre las aguas primordiales, creador y formador, con su presencia y permanencia, de un pueblo nuevo. Pueblo nuevo en Jesús. Pues sobre él desciende y permanece el Espíritu.

Hijo de Dios predilecto. El cielo se ha abierto, y como fruto sabroso ha descendido el Espíritu. Una voz de lo alto acompaña e interpreta toda la es­cena: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto». Inmediatamente pensamos en Is 42, 1 ss como pasaje de referencia. No olvidemos, sin embargo, el salmo 2, mesiánico, en su versículo 7 especialmente. La voz declara que Jesús es el «Hijo» de Dios. Hijo de Dios en sentido singular y único. Si lo relacionamos con el salmo 2, afirmemos con resolución su carácter de Mesías. Jesús es el Mesías Hijo de Dios. Pero esta filiación y este mesianismo recibe una colora­ción si pensamos en Is. 42, 1 ss. Sabemos que Jesús significa «salvador»: Je­sús es el Salvador. Como Salvador recibe, en el descenso del Espíritu, su consagración. Dios lo llama y consagra para la «misión» específica de ser «luz» de las naciones y de anunciar el «derecho» a las gentes. Jesús es el Siervo de Yahvé. Misión profética y salvadora. Lucas resalta en su obra es­tos dos elementos de la «misión» de Jesús. Estamos al comienzo. Esperamos se descubra poco a poco el misterio de Jesús. Tenemos ya las líneas más fundamentales.

El texto de Lucas añade algo peculiar: «mientras oraba.» Sabemos la im­portancia que concede Lucas a la oración, a la comunicación con Dios, en la vida de Jesús: Jesús, que recibe el Espíritu Santo, lleva adelante su Obra siempre en estrecha comunicación con Dios en el Espíritu Santo.

Reflexionemos:

Tomemos a Cristo como tema central. Es un «misterio» de su vida.

A) Aspecto personal: Cristo es el Ungido de Dios. Lo atestigua Pe­dro con autoridad. Ungido del Espíritu Santo. Lleno y poseído del Espíritu Santo. Unción desde dentro, saturadora. Cristo saturado del Espíritu divino. La «unción» nos recuerda al Rey, al Mesías. Eso es Jesús. En el evangelio la voz de lo alto declara solemnemente: «Hijo amado y predilecto». Hijo de Dios en lo que lleva el título de mesiánico y teológico: Hijo de Dios y Rey. La un­ción consagra y dedica. Jesús es el gran Consagrado y Dedicado de Dios, el Santo. Y la consagración aparece, por la primera lectura y su eco en el evangelio con color de «siervo». Jesús es el Siervo de Yahvé. Ha de cumplir una «misión profética y salvadora. En realidad la gran Misión de profeta y salvador. Jesús es el Profeta y Salvador. Con él en y en él se han abierto los cielos. En él y a través de él se derrama el Espíritu Santo. Aunque es Rey e Hijo, su método -de siervo- nos deja perplejos: Dios-hombre, Rey-Siervo, Es­píritu en la carne, Fuerza en la debilidad. Estamos al comienzo de los miste­rios. Jesús comienza su obra de servidumbre, como Hijo de Dios y Rey. Co­menzamos a vislumbrar la maravillosa «sabiduría» de Dios. La voz de lo alto lo ha dispuesto así. Voz de trueno (salmo), gloria imponente de Dios. Gloria salvadora y benéfica. Jesús «alianza», «luz», «derecho» de las naciones; in­termediario divino en íntima comunicación con Dios (oración).

B) Aspecto comunitario: pueblo cristiano.- Cristo es la cabeza del nuevo pueblo. Luz de las gentes y alianza de las naciones. En medio del pueblo, creando un pueblo nuevo. Pueblo hijo de Dios; pueblo ungido por el Espíritu Santo; pueblo rey y sacerdote; pueblo siervo de Dios, dispuesto a ser luz y derecho de las gentes. Esa es su naturaleza y su «misión». Eso somos y eso debemos ser: gloria de Dios, luz en la Luz, unión de las gentes en Dios. So­mos profetas y salvadores en el gran Siervo, Profeta y Salvador. Oímos y somos, después de escucharla con atención, voz del cielo, trueno poderoso, rayo ardiente, fuerza de Dios en el Espíritu. Al estilo de Cristo y en él: sin ruidos estridentes, sin brillo aparatoso, sin autoridad mundana. Hemos sido bautizados en fuego y en Espíritu. Hemos sido ungidos. Hemos de cumplir la «misión». ¿Dónde guardamos nuestra «unción»? ¿Dónde nuestro «servicio»? ¿Dónde nuestra «voz»? ¿Dónde nuestra «consagración» a Dios? ¿Dónde la ín­tima «unión» con él? ¿Dónde nuestro «profetismo» y «salvación»? El misterio de Cristo bautizado en el Jordán es nuestro misterio de bautizados en él. Es­tamos cumpliendo la gran «misión» del Padre en el Espíritu con Jesús, el Se­ñor.

3. Oración final

Dios Padre bueno, Tú que nos has enviado a tu HIJO que lo diste a conocer en su bautismo, como tu HIJO AMADO, que lo enviaste para que te pudiéramos conocer y amar, te pedimos que derrames tu amor en nosotros, para que cada vez más, conociendo a tu HIJO, lo sigamos,

siguiéndolo, lo amemos, amándolo, lo imitemos, imitándolo, vivamos como Él, para hacer realidad tu proyecto de amor, siendo nosotros testigos que demostramos tu amor en nuestra vida y en nuestra manera de ser, actualizando tu proyecto original, teniéndote a ti como nuestro Padre, viviendo nosotros como hijos. Que así sea.

 

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