Domingo 20 del Tiempo Ordinario – Ciclo A

Domingo 20 TO

El hilo conductor entre las tres lecturas es la cuestión de la admisión de los extranjeros al pueblo de Dios. El libro de Isaías insiste en que toda persona que se done de corazón a Dios, podrá participar de su alianza y será admitido en la Casa de Oración. Ya no habrá exclusión contra los que se acerquen con corazón limpio, sean de la nación que sean. Sin embargo, esa promesa se fue concretando con altibajos y retrocesos. El pasaje evangélico nos muestra que el mismo Señor Jesús y toda su generación, seguía experimentando dificultades para acoger a sus vecinos de Fenicia. La reflexión decisiva y firme del apóstol san Pablo, abrió de par en par las puertas a los paganos en la Iglesia. El antiguo perseguidor de cristianos redefinió su identidad: ya no era un fariseo liberal, sino un apóstol de Jesucristo al servicio de los paganos, dispuesto a defender ante los espíritus escrupulosos: la libertad del Espíritu y la salvación gratuitamente alcanzada por la fe en Jesucristo.

ANTÍFONA DE ENTRADA (Sal 83, 10-11)

Dios, protector nuestro, mira el rostro de tu Ungido. Un solo día en tu casa es más valioso, que mil días en cualquier otra parte.

ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, que has preparado bienes invisibles para los que te aman, infunde en nuestros corazones el anhelo de amarte, para que, amándote en todo y sobre todo, consigamos tus promesas, que superan todo deseo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

  1. LITURGIA DE LA PALABRA

Conduciré a los extranjeros a mi monte santo.

1.1 Del libro del profeta Isaías: 56, 1. 6-7

Esto dice el Señor: «Velen por los derechos de los demás, practiquen la justicia, porque mi salvación está a punto de llegar y mi justicia a punto de manifestarse. A los extranjeros que se han adherido al Señor para servirlo, amarlo y darle culto, a los que guardan el sábado sin profanarlo y se mantienen fieles a mi alianza, los conduciré a mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos en mi altar, porque mi templo será casa de oración para todos los pueblos».

El llamamiento de Dios a la salvación es universal. El profeta, que domingos atrás ofrecía de modo poé­tico a los deportados en Babilonia la salvación de Dios y les animaba a dar el paso decisivo, se dirige ahora, en los versículos 6-7, a los extranjeros. Tam­bién los no israelitas, temerosos de Dios y guardadores de sus preceptos, pueden tener parte en la bendición de Dios a su pueblo. Los términos «sábado», «monte santo», «templo», «altar» hacen pensar en un tiempo poste­rior al destierro. Da lo mismo. Dios ofrece su amistad a todos. A todos los que muestren buena voluntad y estén dispuestos a cumplir sus mandamien­tos. Se les abrirán las puertas del Santo Templo, y la asamblea litúrgica los acogerá en su seno. Participación en el culto. Culto que consiste en estrechar los lazos amistosos con Dios. El Templo, por tanto, se concibe como casa de oración. Preciosa definición. La recogerá el Nuevo Testamento en boca de Jesús, según San Juan. Todo el que lo desee, todo el que lo ansíe, encontrará en la casa de oración, Casa de Dios, un puesto y un rincón, y un oído que lo escuche y una voz que responda con afecto y amor. Grande es el Señor, que abre sus oídos sin distinción de raza ni condición social. Único requisito, in­siste el versículo primero, es la justicia: practicar la justicia. Esa actitud fun­damental del hombre que reverencia a Dios como Señor y respeta a los de­más como prójimos. El evangelio confirmará todo esto.

1.2 Salmo responsorial: Del salmo 66

R/. Que te alaben, Señor, todos los pueblos.

Ten piedad de nosotros y bendícenos; vuelve, Señor, tus ojos a nosotros. Que conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora. R/.

Las naciones con júbilo te canten, porque juzgas al mundo con justicia; con equidad tú juzgas a los pueblos y riges en la tierra a las naciones. R/.

Que te alaben, Señor, todos los pueblos, que los pueblos te aclamen todos juntos. Que nos bendiga Dios y que le rinda honor el mundo entero. R/.

Salmo fundamentalmente de súplica, de aire jubiloso. La liturgia ha to­mado éste último como estribillo, aquélla como texto. Una súplica: El Se­ñor… nos bendiga. Todo está dicho en esas palabras. La bendición de Dios abarca todo; a todo responde. ¿Qué más apetecible para todo fiel, que la bendición de Dios? El júbilo la expande a toda la tierra: que toda la tierra sienta y guste la bendición de Dios. Como eco, suba la bendición y alabanza de toda la tierra. Ahí estamos nosotros: recibimos y damos la bendición. Dios bendito en todas las cosas y las cosas benditas en Dios.

Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección.

1.3 De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 11, 13-15. 29-32

Hermanos: Tengo algo que decirles a ustedes, los que no son judíos, y trato de desempeñar lo mejor posible este ministerio. Pero esto lo hago también para ver si provoco los celos de los de mi raza y logro salvar a algunos de ellos. Pues, si su rechazo ha sido reconciliación para el mundo, ¿qué no será su reintegración, sino resurrección de entre los muertos? Porque Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección. Así como ustedes antes eran rebeldes contra Dios y ahora han alcanzado su misericordia con ocasión de la rebeldía de los judíos, en la misma forma, los judíos, que ahora son los rebeldes y que fueron la ocasión de que ustedes alcanzaran la misericordia de Dios, también ellos la alcanzarán. En efecto, Dios ha permitido que todos cayéramos en la rebeldía, para manifestarnos a todos su misericordia.

A Pablo le preocupa la suerte de su pueblo. Es natural. Ya lo vimos el domingo pasado. Pero el asunto no es cosa de mero sentimiento humano. La reprobación de Israel implica dificultades teológicas. En otras palabras, nos enfrenta con el misterio de Dios. Dios Salvador, Dios recreador de la huma­nidad, Dios bueno y misericordioso, el Dios de las promesas ¡deja en la esta­cada a su pueblo! ¿Es posible? En realidad, no es Dios quien deja en la esta­cada a su pueblo, sino, al contrario, es el pueblo quien se aparta de Dios. No es Dios quien se olvida de su misericordia, sino el pueblo que no acepta la misericordia de Dios. El pueblo de Israel, por prejuicios o pasiones humanas, se niega a entrar en la recreación de la humanidad en Cristo como parte in­tegrante. Con todo, es un misterio. Y como misterio hay que aceptarlo. Pablo recuerda con esta ocasión algunos puntos interesantes.

Los judíos han pecado. También los gentiles. Unos bajo la Ley y otros bajo la conciencia se han manifestado reos de pecado. Nadie puede gloriarse en sí mismo: el pecado dominó a todos. La salvación viene a todos por Cristo. La fe en él es el medio que ofrece Dios al mundo entero: ya gentil, ya judío. El pueblo judío -su mayor parte- no ha aceptado la disposición de Dios: se ha creído a sí mismo en la Ley fuente de su propia salvación. Ha sido repro­bado. ¿Reprobados para siempre? La mano que Dios, bondadoso, les exten­día -eran invitados de honor- se ha alargado, ahora, a los pobres y maltre­chos que yacían en los caminos fuera de la ciudad. Y muchos de ellos han venido y han llenado la sala de la Fiesta. Ha sido una obra de misericordia de Dios. La reprobación de Israel, su negativa a entrar en el Reino, ha te­nido como consecuencia la entrada de los gentiles. El Dios Misericordioso ha extendido su Misericordia al pueblo gentil. ¿La ha olvidado para su pueblo?

La proverbial bondad de Dios, nunca mancillada, y ciertas constantes del Antiguo Testamento -Dios perdona siempre a su pueblo pecador- iluminan la mente de Pablo: Los dones y la llamada de Dios son irrevocables. ¡Israel vol­verá! ¡Israel alcanzará misericordia! ¿Al final de los tiempos? Israel volverá con ocasión de la misericordia concedida a los gentiles. Así como éstos al­canzaron misericordia, cuando aquéllos la rechazaron, ¿qué duda cabe que a través de los últimos alcanzarán misericordia los primeros? Nadie se gloríe en sí mismo. La Obra es de Dios. Sólo la obediencia en Cristo puede alcanzar la misericordia. Santo temor, acción de gracias y alabanza de Dios.

 

ACLAMACIÓN (Cfr. Mt 4, 23) R/. Aleluya, aleluya.

Jesús predicaba la buena nueva del Reino y curaba a la gente de toda enfermedad. R/.

Mujer, ¡qué grande es tu fe!

1.4 Del santo Evangelio según san Mateo: 15, 21-28

En aquel tiempo, Jesús se retiró a la comarca de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea le salió al encuentro y se puso a gritar: «Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio». Jesús no le contestó una sola palabra; pero los discípulos se acercaron y le rogaban: «Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros». Él les contestó: «Yo no he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel».
Ella se acercó entonces a Jesús y, postrada ante Él, le dijo: «¡Señor, ayúdame!». Él le respondió: «No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos». Pero ella replicó: «Es cierto, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos». Entonces Jesús le respondió: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas». Y en aquel mismo instante quedó curada su hija.

Pasaje significativo en especial para la comunidad primitiva. Comienza la perícopa con una retirada de Jesús. Las retiradas de Jesús son sugestivas. ¿Por qué se retira Jesús? (Véase 14, 13; 16, 14). A su encuentro una mujer cananea. Una mujer no israelita, no perteneciente por tanto al pueblo de Dios. Una mujer madre. Una madre afligida: su hija está endemoniada, pa­dece un mal grave. La mujer considera a Jesús, a su modo, profeta y salva­dor. Lo llama Señor. Jesús no hace caso de la súplica de aquella mujer. No entra dentro de los límites de su misión: no pertenece a Israel. La mujer -¿qué no hará una madre?- no se desanima. Insiste de nuevo, y de tal forma que arranca de Jesús la gracia solicitada. Grande es tu fe, mujer, comenta Jesús: Hágase según deseas.

Mateo ve en este pasaje, a modo de preanuncio, la llamada del pueblo gentil a la salvación. No es la raza, ni la condición social, sino la fe la que al­canza de Jesús la salvación, la curación en este caso. La fe en Jesús libra del Demonio. Es otra de las veces en que un pagano muestra mayor fe, que el pueblo de Israel (el Centurión). Mateo lo sabe y lo nota: el pueblo de Israel ha sido desechado por su falta de fe. El verdadero Israel es el pueblo que se forma en torno a Cristo, alimentado por la fe. La salvación por la fe en Je­sús, la desarrollará especialmente Pablo. Hermosa súplica y humilde insis­tencia la de esa madre afligida. Hay que sentirse necesitado para avivar la fe. La postura de Jesús es, pues, sumamente interesante.

Reflexionemos:

Dios salvador de todas las gentes.

Las tres lecturas ponen de relieve, a su manera, el carácter universal de la salvación de Dios: Dios extiende su gracia al pueblo gentil. Dios no es aceptador de personas. La Bendición de Dios no se circunscribe a los estrechos límites de un pueblo o de una raza. Condición indispensable, la fe. El episodio del evangelio anuncia efectiva­mente la vocación de los gentiles: cura a una cananea; su fe se ha mostrado admirable. Y no es casual que el milagro se realice en favor de una endemo­niada: la obra de Cristo destroza la obra de Satán. Símbolo de la humani­dad, endemoniada, al margen de Jesús. Jesús es el único que puede liberarla de poder tan tirano y destructor. El tema aparece claro también en la pri­mera lectura: los extranjeros son invitados a recibir la bendición de Dios, a salir de Babilonia y a encaminarse a la Ciudad de Dios. El profeta exige la misma condición: aceptar a Dios, adhesión a su voluntad. La fe aparece con el nombre de justicia: actitud reverente y respetuosa delante de Dios. La se­gunda lectura lo declara a su manera: los gentiles son ya pueblo de Dios. A Pablo se le llama Apóstol de los gentiles. No habla, en el fondo, de otra cosa toda la carta a los Romanos. El salmo lo pregona en forma de canto.

Es obra de misericordia de Dios.

Jesús tuvo compasión, según el evangelio. La vocación de los extranjeros parte de Dios, según el profeta. El pueblo gentil se acerca a Dios por pura misericordia, según Pablo. Nadie ha de gloriarse en sí mismo o en sus obras. Todos hemos pecado y necesitamos del perdón gracioso de Dios. Dios confiere su gracia en Cristo por la fe.

El Templo como Casa de oración es un tema sugestivo e interesante. Dios se abre a todos en su Templo Santo. Dios escucha la súplica del que lo in­voca. Hermosa y edificante la súplica de la Cananea. La súplica por otro es especialmente atendida.

  1. ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, nuestros dones, con los que se realiza tan glorioso intercambio, para que, al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

  1. ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Unidos a Cristo por este sacramento, suplicamos humildemente, Señor, tu misericordia, para que, hechos semejantes a Él aquí en la tierra, merezcamos gozar de su compañía en el cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

UNA REFLEXIÓN PARA NUESTRO TIEMPO.- «Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla», sentenció recientemente el Papa Francisco en una entrevista, afirmando que la Iglesia está ahí para curar heridas, no para abaratar ni encarecer las exigencias del camino cristiano, sino para animar a las personas que sufren, ayudándoles en su proceso de curación. La mujer cananea sufría demasiado porque su pequeña hija no encontraba la paz interior. Estaba desesperada. En un primer momento Jesús pareció quedar encajonado en los prejuicios raciales tan arraigados en el pueblo de Israel. La mujer se mantuvo en su posición y lo desarmó. El Señor Jesús nos habrá de ayudar a compadecer solidaria y dignamente a los excluidos, a todos aquellos que parecieran ser «los perritos» del siglo XXI, por la manera inhumana en que la sociedad los arrincona. Habrá que caminar en las fronteras humanas para acompañar a las personas con misericordia.

 

 

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