Solemnidad de la Santísima Trinidad – Ciclo B

Trinidad

La celebración de la eucaristía es siempre alabanza al Padre, por Jesucristo, el Hijo, en la unidad del Espíritu Santo. En la solemnidad de la Santísima Trinidad, proclamamos el misterio del Dios revelado: Dios, comunidad de personas.

  1. Oración Colecta

Dios, Padre todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio, concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su Unidad todopoderosa. Por nuestro Señor Jesucristo…

  1. Lecturas y comentario

2.1. Lectura del Libro del Deuteronomio 4, 32-34. 39-40

Habló Moisés al pueblo y dijo: –Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿hubo jamás desde un extremo al otro del cielo palabra tan grande como ésta?, ¿se oyó cosa semejante?, ¿hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?, ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto? Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor tu Dios te da para siempre.

Se recoge en esta lectura, casi en su totalidad, la conclusión del llamado primer discurso de Moisés (Dt 1-4). El autor de este discurso recuerda al pueblo de Israel cómo ha sido elegido entre todos los pueblos y distinguido por Dios con una vocación especial, cómo ha sido protegido en todas sus luchas ya desde el principio cuando el mismo Dios lo sacó de Egipto con brazo poderoso… Pues Dios se ha manifestado en la historia de Israel como el único Dios que puede salvar, que salva efectivamente. Notemos que el ámbito de la revelación de Dios es para Israel su propia historia y no tanto las maravillas del universo y las obras de la creación. El «hecho mayor» de esta historia, la liberación de Egipto, señala la situación más originaria de la fe de Israel. Por eso habrá que volver una y otra vez a recordar y celebrar la salida de Egipto para que renazca de nuevo la fe en los momentos difíciles.

La revelación de Dios en la historia de Israel es la revelación del único Dios, pues no hay otro ni en la tierra ni en el cielo. Y el Dios que salva a Israel es también el único que puede salvar a todos los hombres y los pueblos. En realidad la historia de Israel como historia de la salvación nos atañe a todos por voluntad de Dios que, en Jesucristo nos llama sin distinguir ya entre griegos y judíos.

La memoria de lo que Dios ha hecho en favor de su pueblo, sobre todo en la liberación de la esclavitud de Egipto, es para Israel motivo y razón suficiente para confiar que un día se cumplan las promesas pendientes. Y entre la memoria y la esperanza hay un camino que recorrer, un deber que cumplir: la Ley. He aquí, pues, cómo las exigencias de la Ley, de una parte, se fundan en lo que Dios ha hecho y, de otra, son condición para que se cumpla lo que ha prometido.

2.2. Salmo Responsorial (Sal. 32, 4-5. 6 y 9. 18-19. 20 y 22)

R: Dichosa el pueblo que el Señor se escogió como heredad

La palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
El ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra.

La palabra del Señor hizo el cielo,
el aliento de su boca, sus ejércitos,
porque Él lo dijo y existió,
Él lo mandó, y surgió.

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre.

Nosotros guardamos al Señor:
El es nuestro auxilio y escudo;
que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.

Confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios: Que resuene sinfónicamente, con la aportación peculiar de cada uno de nosotros, la alabanza del Señor. Dios nos ha hablado. Cristo, que habita por la fe en nuestros corazones, es su Palabra siempre interpeladora y convocadora. Por esta Palabra Dios hizo el cielo, sujetó a la creatura inestable del agua, conduce la historia; por ella hemos adquirido nuestra identidad carismática, nos mantenemos unidos y congregados en el amor comunitario y lanzados hacia la misión.

Motivo de alabanza es la confianza ilimitada en el poder conquistador de Dios, porque su «plan subsiste por siempre y los proyectos de su corazón de edad en edad». Tenemos la certeza de que nuestro servicio a la causa del progresivo reinado de Dios tiene futuro y no es una ilusoria utopía. La certeza no nace de nuestro prestigio social, de nuestras cualidades humanas, de nuestro número o de nuestras técnicas: «No vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza… ni por su gran ejército se salva». La certeza brota de la seguridad de que Dios ha puesto sus ojos en nuestra pobre humanidad, reanimándonos en nuestra escasez, alegrándonos en nuestras penas, auxiliándonos en las situaciones desesperadas: «Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor.»

2.3. Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos 8, 14-17

Hermanos: Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo.

El capítulo octavo a los romanos trata, en términos generales, de la vida del cristiano que es vida en el Espíritu.

Un efecto, uno de ellos, del Espíritu en nosotros es que nos hace hijos de Dios, tema realmente central en el cristianismo. Ahora bien, el ser hijos de Dios no sólo depende del Espíritu, sino del Hijo y del Padre. Pero Pablo comienza en este texto por el Espíritu, dado el contexto general del capítulo.

Sin embargo toda la Trinidad interviene en nuestra filiación, Dios mismo nos la concede. Por eso aparece una mención trinitaria importante en este texto. El Espíritu en nosotros posibilitándonos una confesión básica en el cristianismo; llamar a Dios «papá» con todo lo que eso significa (Los padres lo saben, pero no pueden explicar a otros lo que se siente al oír esa palabra en boca de un hijo pequeño). El referente del hombre que confiesa es el Padre. Y a su vez la respuesta, por así decir, de Dios al confesante es hacerlo hijo en el Hijo, quien, de esta y otras muchas maneras, también interviene en el proceso.

Evidentemente Pablo no hacía disquisiciones teóricas sobre la Trinidad. De hecho en términos técnicos teológicos, sólo habla de la Trinidad económica y no de la ontológica, aunque ésta última haya de estar en su pensamiento como base. Pero lo que le importa no es hacer distinciones o exposiciones técnicamente correctas, menos aún correctas según los baremos de una teología dogmática posterior, por cierto bastante inútil, sino hablar de un Dios vivo y vivible, que hace vivir y por quien vivir. ¡Podríamos aprender a hablar de Dios!

2.4. Lectura del santo Evangelio según San Mateo 28, 16-20

En aquel tiempo los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.
Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: –Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

Mateo habla aquí por primera y única vez de la reacción de los discípulos de Jesús ante el hecho de la resurrección. En una sola escena recoge la experiencia pascual que todos los evangelistas atestiguan más detalladamente. Por lo tanto, es posible que esta duda de los discípulos o vacilación ocurriera en un momento anterior (Cfr. Lc 24, 11.37, 41; Jn 20, 25). Pero, en cualquier caso, lo importante es notar cómo los discípulos no creyeron fácilmente y no se dejaron llevar por un entusiasmo precipitado que podría disminuir después la credibilidad de su testimonio.

Mateo concluye su evangelio con las siguientes palabras del Señor, que, terminada su obra, envía a sus discípulos a todo el mundo para que «den fruto» (Jn 15, 16). Podemos distinguir tres partes en el discurso de Jesús: a) el titulo de suprema autoridad en el que funda su mandato de ir a todas las naciones, b) el encargo o misión que reciben los discípulos de enseñar y bautizar, c) la promesa de su asistencia en esta tarea que ha de durar hasta el fin de los tiempos.

A partir de su muerte y resurrección, Jesús ha sido constituido en Señor y ha recibido el «Nombre-sobre-todo-nombre» (Fil 2, 9-11). Consciente de su potestad, el Señor envía a sus apóstoles a proclamar el evangelio a todo el mundo. La resurrección y ascensión del Señor significa la universalización de su obra. Si él se limitó a las «ovejas de Israel», los que él ahora envía no deben detenerse ante ninguna frontera.

El que ha sido bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo es de Dios y a Dios ha de obedecer en todo. Pero la voluntad de Dios no es otra que ésta: que seamos sus hijos y que vivamos como hermanos, cumpliendo lo que Jesús nos ha mandado: que nos amemos los unos a los otros.

Mateo cierra su evangelio abriendo los ojos al fin de los tiempos, cuando el Señor vuelva. Mientras tanto, hay una promesa consoladora para los que creen en él y cumplen en la tierra la misión que les ha encomendado: El Señor estará con sus discípulos hasta el fin del mundo. La confesión pública de la fe (la ortodoxia) y la práctica manifiesta del amor fraterno (la ortopraxis) son las señales de esta presencia de Jesús en medio de sus discípulos. Ambas cosas son posibles por la fuerza del Espíritu que nos ha sido dado y que alienta nuestra marcha hacia el Padre.

 

 

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