Domingo IV del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Ordinario4

En la liturgia de este domingo se lee una de las páginas más hermosas del Nuevo Testamento y de toda la Biblia: el llamado «himno a la caridad» del apóstol san Pablo (1 Co 12, 31-13, 13). En su primera carta a los Corintios, después de explicar con la imagen del cuerpo, que los diferentes dones del Espíritu Santo contribuyen al bien de la única Iglesia, san Pablo muestra el «camino» de la perfección. Este camino —dice— no consiste en tener cualidades excepcionales: hablar lenguas nuevas, conocer todos los misterios, tener una fe prodigiosa o realizar gestos heroicos. Consiste, por el contrario, en la caridad (agape), es decir, en el amor auténtico, el que Dios nos reveló en Jesucristo. La caridad es el don «mayor», que da valor a todos los demás, y sin embargo «no es jactanciosa, no se engríe»; más aún, «se alegra con la verdad» y con el bien ajeno. Quien ama verdaderamente «no busca su propio interés», «no toma en cuenta el mal recibido», «todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (cf. 1 Co 13, 4-7). Al final, cuando nos encontremos cara a cara con Dios, todos los demás dones desaparecerán; el único que permanecerá para siempre será la caridad, porque Dios es amor y nosotros seremos semejantes a él, en comunión perfecta con él.

Benedicto XVI, Ángelus 31/01/2010

Oración:

Señor, concédenos amarte con todo el corazón y que nuestro amor se extienda también a todos los hombres. Por nuestro Señor Jesucristo.

Primera Lectura: Jr 1, 4-5. 17-19

En los días de Josías, recibí esta palabra del Señor: Antes de formarte en el vientre, te escogí, antes de que salieras del seno materno, te consagré: Te nombré profeta de los gentiles. Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos. Mira: yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce,  frente a todo el país: Frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte, -oráculo del Señor-

El profetismo es una de las instituciones del An­tiguo Testamento que más simpática y más mara­villosa cae al hombre moderno. Quizás sea por su carác­ter marcadamente extraordinario y carismá­tico. La acción de Dios en el hom­bre aparece más clara y convincente que en las otras instituciones. En efecto, la acción de Dios no está sujeta ni vincu­lada en forma alguna a una tribu (sacerdocio) o a una familia (Rey-Mesías). Dios actúa con sorpren­dente liber­tad. El Espíritu de Dios surge y actúa en los tiempos y lugares más diversos y en las perso­nas más dispares: sacerdotes, pastores, ciudada­nos… El profeta ha de ser ágil, ha de moverse con entera libertad. No es raro el caso del pro­feta an­dante incansable (Elías). La fuerza de Dios es su soporte. El Espíritu lo lleva y lo trae hacia donde él quiere. No hay fronteras ni obstáculos insupera­bles.

Es el profeta el portador de la palabra de Dios. No tiembla, no teme, no se arredra. Se encara con el pueblo, amonesta al sacerdocio, increpa y ame­naza al rey. Es la voz de Dios hecha palabra hu­mana. El profeta goza de gran inti­midad con Dios; siempre atento a su palabra, que sólo a él llega; siempre en estrecha comunión con El. Dios se le co­munica de forma sorprendente.

La misión del profeta suele estar sembrada de dificultades. Algunos profe­tas estuvieron a punto de sucumbir. Sólo la fuerza de Dios los mantuvo. Mu­chos fueron perseguidos, algunos sacrificados. El profeta consuela, el profeta advierte, el profeta acusa, ordena, amenaza y condena; y su voz, como la voz de Dios, es eficiente, realiza lo que habla. Es como una bendición en el pueblo. Es mal síntoma la ausencia de la voz de Dios por medio de los pro­fetas. Y, aun cuando nos moleste su voz acusadora, siempre es expresión de una preo­cupación divina sobre nosotros. Es mejor oír a Dios amenazando que no oírlo nunca. El profeta nos muestra la preocupa­ción de Dios. El Espíritu profético continúa en el Nuevo testamento.

Todo esto nos recuerda la lectura de hoy: en primer lugar, la vocación del profeta; en segundo lugar, su misión (17-19). En la primera parte, se pone de relieve la iniciativa divina. Dios elige y consagra al profeta. Nadie asume este oficio, si no es llamado por Dios. Nadie ha de osar proponer su palabra como palabra de Dios. Dios forma, Dios modela al hombre que ha de ser su mensa­jero. Aquí se trata de Jeremías. En la segunda parte, el acento recae sobre la misión, más concretamente. Da la impresión, por las expresiones que emplea el autor, de que la misión que se le encomienda a este pro­feta va a ser dura y desagradable. Así suele suce­der. En el caso presente se acentúa este aspecto. El profeta deberá salir a la arena a modo de valiente guerrero. Tendrá que de­clarar la guerra a reyes, magnates, sacerdotes y a todo el pueblo. Así de per­didos estaban. La guerra va a ser despiadada con él. Pero no hay que temer; Dios está con él; Dios le asistirá para que no sucumba; Dios está ahí como salvador.

Así ocurrió realmente en la vida de Jeremías. Tantas fueron las dificulta­des, tantos los sufri­mientos y persecuciones que el profeta decidió, como Jo­nás, huir de Dios, huir de sí mismo, aban­donar su misión (20, 7-9). No pudo. La voz de Dios se hizo tan potente que lo retuvo y mantuvo en su misión, a pesar de todo. La voz ha de sonar, pese a todo el mundo. El hombre elegido para hacerla so­nar, ha de hacerse de hierro, de piedra, cuando así lo exijan las circunstancias; o, también, de carne y entrañas para interceder por el pueblo. Admirable la vocación del Profeta. La lectura nos recuerda la vocación del pro­feta y el desempeño de su misión. Todo ello sumamente interesante.

Salmo Responsorial: Sal 70

R/. Mi boca anunciará tu salvación.

A ti, Señor, me acojo:
no quede yo derrotado para siempre;
tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo,
inclina a mí tu oído, y sálvame.

Sé tú mi roca de refugio,
el alcázar donde me salve,
porque mi peña y mi alcázar eres tú,
Dios mío, líbrame de la mano perversa.

Porque tú, Dios mío, fuiste mi esperanza
y mi confianza, Señor, desde mi juventud.
En el vientre materno ya me apoyaba en ti,
en el seno, tú me sostenías.

Mi boca contará tu auxilio,
y todo el día tu salvación.
Dios mío, me instruiste desde mi juventud,
y hasta hoy relato tus maravillas
.

Lo componen esta vez unos versillos del salmo 70. El salmo es fundamen­talmente un salmo de ac­ción de gracias. Así suena el estribillo: Mi boca anun­ciará tu salvación. Los beneficios del pasado sueltan la lengua del salmista para cantar su sal­vación, la acción bienhechora de Dios. El pasado explica el presente y nos abre el futuro. El benefi­cio, ya recibido, nos hace esperar en otro. Las ca­lamidades continúan; hemos de acudir a Dios. La acción de gra­cias, de este modo, se desdobla en alabanza -reconocimiento-, por el pasado y peti­ción, para el futuro. El salmo rebosa en expresiones de confianza y peti­ción. Así nuestra vida cris­tiana: alabamos a Dios por lo recibido, pedimos a Dios lo que esperamos. Así caminamos.

Segunda Lectura: 1 Co 12, 31; 13, 1-13

Hermanos: [Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino mejor. Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden. Ya podría tener el don de predicción y conocer todos los secretos y todo el saber; podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve.] El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia,  sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca. ¿El don de predicar? -se acabará. ¿El don de lenguas? -enmudecerá. ¿El saber? -se acabará. Porque inmaduro es nuestro saber e inmaduro nuestro predicar; pero cuando venga la madurez, lo inmaduro se acabará. Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo de adivinar; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es por ahora inmaduro, entonces podré conocer como Dios me conoce. En una palabra: quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor.

Aquí tenemos todo el capítulo 13. Dentro de él el precioso himno a la cari­dad. Basta leerlo y me­ditarlo para captar la importancia y la grandeza de esa virtud capital. Sin embrago, para valorarlo y apreciarlo mejor, dentro del con­texto donde se en­cuentra, no están de más unas palabras.

No olvidemos que Pablo sigue polemizando con los corintios con motivo de los carismas. La polé­mica hay que colocarla al fondo. El primer versi­llo de la lectura, último del capítulo 12, lo indica a las claras. Lo mismo la contraposi­ción, en forma de hipótesis no tan irreal, en que introduce el capí­tulo 13: Si…

De los carismas, de que anteriormente ha ha­blado, conviene elegir y desear los más altos, los mejores, aquéllos que, en relación a todo el orga­nismo, pre­sentan mayor utilidad. Con todo, conti­núa Pablo, los carismas presentan, res­pecto a la ca­ridad, una imperfección radical y una inferioridad insalvable. Los carismas son para este mundo, para las necesidades de ahora; una vez supe­radas éstas, aquéllos desaparecerán. Es cosa de niños de­tenerse en ellos. Son, en verdad, sorprendentes y llamativos; pero, respecto a la caridad y a la vida teologal, quincalla y oropel. Los carismas pasan, la caridad no pasa; aquéllos, sin ésta, no sirven ni valen nada.

Al lado de la caridad hay que colocar la fe y la esperanza. Son virtudes teo­logales; son virtudes que permanecen. Ellas llegan a su objeto, Dios; ob­jeto que poseeremos eternamente. Respecto a la ca­ridad guardan cierta inferiori­dad, pero no la misma que guardan los carismas. La fe llega a Dios, la fe nos salva. La vida de fe es vida de per­fectos, de hombres maduros, no de niños. Lo mismo hay que decir de la esperanza. Y tanto la fe como la esperanza perma­necerán en cierto sentido. La fe desembocará en una visión cara a cara. Siem­pre habrá, sin embargo, una aceptación del Dios que se nos comunica y nos habla. La esperanza acabará en una posesión plena y segura de su objeto. Pero den­tro de esa posesión que nos llenará, siempre jugará un papel impor­tante la seguridad cierta de que ese bien lo poseeremos siempre. La visión aumentará, la seguridad se hará de todo punto definitiva. Pero no hay que ol­vidar que, en cierto sentido, ya participamos de ello aquí por las virtudes de la fe y de la esperanza. La caridad las supera y las en­vuelve: amor intenso al Dios que nos ama. La vida mejor, que urge San Pablo, será una vida teologal intensa. La caridad lo encierra todo. No hay cari­dad sin aquéllas.

En el texto que estamos explicando, la caridad apunta expresamente al prójimo. Pero la caridad es un hábito que nos viene de Dios. Dios nos ama y funda en nosotros un principio de amor que nos ca­pacita para amarle a él en los demás y a los demás en él. Pablo habla de ese amor y lo describe.

El himno es hermoso. Podríamos considerarlo como un espejo. Es necesario mirarse en él. Podemos así conocer la dirección que debe llevar nuestra vida. No hay tiempo para explicar los términos que Pablo emplea en su loa de la ca­ridad. Con­viene, sin embargo, leerlos detenidamente.

Pablo propone a nuestro espíritu el camino de la perfección: una vida de fe afectuosa que desea y tiende con firmeza a la posesión de su objeto, Dios, me­diante un comportamiento amoroso con El en sus criaturas humanas, a las que también ha desti­nado a participar de El. El amor es el rey, pues Dios es amor. Conviene, es necesario ejercitarse en la caridad que ha descendido de Dios a nosotros. Con la caridad se afina la fe, se afirma la espe­ranza, y la vida de Dios en nosotros se hace más y más intensa. Los carismas ¿qué otro sentido pueden tener que no sea la caridad en fe y esperanza?

El destino es claro: ver a Dios cara a cara, con­vivir con El; visión perfecta, posesión segura, gozo sabroso de lo poseído.

Evangelio: Lc 4, 21-30

En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: -Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír. Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: -¿No es éste el hijo de José? Y Jesús les dijo: -Sin duda me recitaréis aquel refrán: «Médico, cúrate a ti mismo»: haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm. Y añadió: -Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado más que Naamán, el sirio. Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.

El evangelio continúa el episodio comenzado ya en la lectura del domingo pasado. Jesús se presenta en la sinagoga de Nazaret, su pueblo. Ha llegado hasta allí su fama de predicador y de obrador de maravillas. Hay grande ex­pectación en el público, que lo conoció desde niño. El jefe de la sinagoga le ha entregado la Escritura. Los ojos de Jesús han to­pado con un texto de Isaías. Todos han escuchado su voz con atención. Ahora se dispone a hablar. Sus pa­labras fluyen serenas y seguras. Habla con auto­ridad. La disertación agrada en un primer mo­mento, al parecer, al auditorio. Pero, pronto se ve sacudido por la afirmación rotunda: Hoy se ha cumplido en mí esta palabra. Sin duda alguna, Je­sús no desaprovechó la ocasión, que estos versillos le brindaban, para presentarse ante sus conciuda­danos como investido de una potestad su­perior. Je­sús de Nazaret, que tanto tiempo había convivido con ellos, resul­taba ser un profeta, más aún, el pro­feta. Pero ¿no era éste el hijo del carpin­tero José? ¿No es el hijo de María? ¿No están sus parientes entre nosotros? Je­sús exige fe en su persona. La ad­miración primera va convirtiéndose en acerba crí­tica. Inmediatamente surge la exigencia: ¿Qué po­der tienes? Haz lo que has hecho en Cafarnaún. Estamos ante una petitio signi tan odiosa a Cristo. Cristo no accede, naturalmente. La falta de fe de los suyos es manifiesta; no creen en él. Jesús se lo re­crimina abiertamente, recordando la conducta de Elías. Los suyos se ofenden, se enfurecen y tratan de quitarlo de en medio. Despeñarlo monte abajo se­ría lo mejor. Pero Jesús se aleja de ellos. No había llegado su hora. ¿Fue un milagro? Lucas no lo re­cuerda como tal. Jesús iba, dice el texto. ¿Hacia dónde? Los buenos conocedores del evangelio de Lu­cas nos dan una respuesta: hacia Jerusalén. Allí se cumplirán las profecías todas, di­chas desde muy antiguo. Allí tendrán lugar los acontecimientos salvíficos más importantes. Todo el evangelio de Lucas apunta hacia Jerusalén. Su misión de Profeta lo impulsa hacia allí.

Es interesante notar en este episodio la con­ducta de sus conciudadanos. Lo habían conocido desde niño. Se presenta como profeta y no lo acep­tan. Puede que lo tachen de pretencioso. Es la pri­mera oposición hostil que aparece en el evangelio. El cumplimiento de su misión le va a traer dificul­tades. Ya comen­zamos. Este episodio nos servirá como ejemplo. La misión de profeta entraña difi­cultades. Los suyos los primeros que las ponen. Cristo, sin embargo, conti­núa su misión, sigue ade­lante. La palabra muerte apunta a la Pasión. De he­cho, el Profeta, Jesús de Nazaret, morirá en la Cruz, cumpliendo así su mi­sión.

Consideraciones

A) Cristo Profeta. Continuamos y completamos así uno de los temas del domingo pasado. La primera lectura y la última nos hablan del profeta: de la vocación, en primer lugar, -elección de Jere­mías desde el vientre materno- y el cumplimiento de la palabra de Dios en Jesús de Nazaret; de la misión a cum­plir, en la última. Esta segunda parte es la que más nos interesa por ahora.

No es la primera vez que la figura de Jeremías nos recuerda a Cristo. Los dos tienen una vocación profética. A ambos va a costar sangre y lágrimas la misión encomendada. La escena de Nazaret lo anuncia elocuentemente: incre­dulidad, oposición, persecución, muerte. La escena de Nazaret viene a ser como el programa de Cristo. En el programa aparece ya el término muerte Por ahora la soslaya, pero lo espera al final del camino, en Jerusalén. No fue otro el eco que encontraron los predicacio­nes de los otros profetas. Así Jeremías, así Elías. La amenaza de la muerte se cernió constantemente sobre ellos. Je­sús recoge sobre sí toda la oposi­ción anterior.

Cristo sigue su camino seguro, firme, en el cumplimiento de su misión. Cristo iba. Hacia Jeru­salén. No convenía que el Profeta terminara su vida fuera de Jerusalén. Todo el evangelio de Lucas lleva esta dirección, esta ten­sión. La voz de Cristo no se arredrará, su palabra se alzará como una to­rre; será el hombre de hierro, el guerrero valeroso y firme. Dios está con él. Esto no quita que sufra y muera. El camino estaba, en cierto modo, anun­ciado ya en Jeremías.

La misión de profeta lleva consigo dificultades y peligros. Los apóstoles dan testimonio de ello: Pablo, Pedro, Andrés, Juan, Santiago… Los mis­mos com­patriotas ofrecerán resistencia. La Iglesia debe continuar adelante la misión profética de Cristo. Habrá oposición. Los encargados de lle­varla adelante de­ben estar preparados. El ser perseguido, criticado y vilipendiado no debe ser para ellos sorpresa alguna.

Dios elige a quien quiere, como quiere y cuando quiere. A los hombres puede causar maravilla. Lo importante es, para nosotros, que no nos cause escándalo. Personas de nuestro propio nivel son llamados por Dios para cosas altas. Cuidemos que no sea esto ocasión de desprecio y tropiezo.

La Passio del profeta entra dentro del misterio. La asistencia de Dios no garantiza el éxito inme­diato de la misión. Con todo, debe el profeta mante­nerse firme. Dios está con él.

B) Supremacía de la caridad. Continúa tam­bién el tema del domingo pa­sado. ¿Qué valen los carismas, comparados con la caridad? Nada. Lo que nos hace santos y agradables a Dios es la ca­ridad divina que se derrama en noso­tros por el Espíritu Santo y nos impele a amar a Dios en sus fieles. La lectura hace hincapié en el amor al pró­jimo. Conviene detenerse en ello. Un atento exa­men de las cualidades de la caridad sería muy fruc­tuoso. Estamos llama­dos y destinados a amar. Es nuestra vocación. Una vida de fe, de esperanza y de caridad, ésa es la auténtica vida cristiana; esas virtudes nos tienen unidos a Dios. La caridad es la mayor. Por ahí debe correr nuestro espíritu a la con­secución del Dios visto cara a cara. Examinemos cualquiera de las cualidades de la caridad y vere­mos cuánto nos falta todavía. A eso nos invita hoy la lec­tura. La oración primera nos orienta en esta di­rección: Concédenos amarte con todo el corazón y que nuestro amor se extienda, en consecuencia, a todos los hombres. El amor hay que pedirlo. Pri­mero Dios, después el hombre.

C) Petición. El salmo responsorial, el canto de entrada, la comunión son una urgente petición. No olvidemos el papel que debe desempeñar en nuestra vida la oración de petición. El domingo es día de oración. Pidamos.

El tema del salmo responsorial puede unirse al primer tema. El estribillo proclama: Mi boca anun­ciará tu salvación. Ese es el tema de la predicación de Cristo: anunciar la salvación a los pobres. En esta misión de anunciar conti­nuamente y sin des­canso la salvación (misión profética) ha de encontrar la Iglesia dificultades y oposición. En esos momen­tos hay que afianzarse en Dios y pedirle. Proclamar siempre, recordando que es Dios quien la sos­tiene, y acu­diendo a El en demanda de auxilio.

Respecto a la carta de Pablo: Non quaerit quae sua sunt, no está clara­mente traducido en la lectura oficial. Es quizás la mejor definición. Convendría detenerse en ello. El desinterés en el amor, el gozo en el bien del prójimo, etc.

Sugerencia de cantos: https://goo.gl/oadfrz

Un comentario sobre “Domingo IV del Tiempo Ordinario – Ciclo C

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    De: Fuente y Cumbre
    Enviado el: ‎lunes‎, ‎25‎ de ‎enero‎ de ‎2016 ‎10‎:‎19
    Para: Norma de las Mercedes Castro Guevara

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    IV Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C
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    Ordinario4

    En la liturgia de este domingo se lee una de las páginas más hermosas del Nuevo Testamento yde toda la Biblia: el llamado «himno a la caridad» del apóstol san Pablo (1 Co 12, 31-13, 13). En su primera carta a los Corintios, después de explicar con la imagen del cuerpo, que los diferentes dones del Espíritu Santo contribuyen al bien de la única Iglesia, san Pablo muestra el «camino» de la perfección. Este camino —dice— no consiste en tener cualidades excepcionales: hablar lenguas nuevas, conocer todos los misterios, tener una fe prodigiosa o realizar gestos heroicos. Consiste, por el contrario, en la caridad (agape), es decir, en el amor auténtico, el que Dios nos reveló en Jesucristo. La caridad es el don «mayor», que da valor a todos los demás, y sin embargo «no es jactanciosa, no se engríe»; más aún, «se alegra con la verdad» y con el bien ajeno. Quien ama verdaderamente «no busca su propio interés», «no toma en cuenta el mal recibido», «todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (cf. 1 Co 13, 4-7). Al final, cuando nos encontremos cara a cara con Dios, todos los demás dones desaparecerán; el único que permanecerá para siempre será la caridad, porque Dios es amor y nosotros seremos semejantes a él, en comunión perfecta con él.

    Benedicto XVI, Ángelus 31/01/2010

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    Señor, concédenos amarte con todo el corazón y que nuestro amor se extienda también a todos los hombres. Por nuestro Señor Jesucristo. Leer más de esta entrada

    Voces de paz | 25 enero 2016 en 7:19 | Etiquetas: 2016, Ciclo C, Para la preparación, Tiempo Ordinario | Categorías: Para la reflexión | URL: http://wp.me/pyHDV-qS

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