Domingo IV de Cuaresma – Ciclo C

CuarIV

En este cuarto domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio del padre y de los  dos hijos, más conocido como parábola del «hijo pródigo» (Lc15,11-32). Este pasaje  de san Lucas constituye una cima de la espiritualidad y de la literatura de todos los  tiempos. En efecto, ¿qué serían nuestra cultura, el arte, y más en general nuestra  civilización, sin esta revelación de un Dios Padre lleno de misericordia? No deja  nunca de conmovernos, y cada vez que la escuchamos o la leemos tiene la  capacidad de sugerirnos significados siempre nuevos. Este texto evangélico tiene,  sobre todo, el poder de hablarnos de Dios, de darnos a conocer su rostro, mejor  aún, su corazón. Desde que Jesús nos habló del Padre misericordioso, las cosas ya  no son como antes; ahora conocemos a Dios: es nuestro Padre, que por amor nos  ha creado libres y dotados de conciencia, que sufre si nos perdemos y que hace  fiesta si regresamos. Por esto, la relación con él se construye a través de una  historia, como le sucede a todo hijo con sus padres: al inicio depende de ellos;  después reivindica su propia autonomía; y por último —si se da un desarrollo  positivo— llega a una relación madura, basada en el agradecimiento y en el amor  auténtico.

Benedicto XVI. Plaza de San Pedro, domingo 14 de marzo de 2010
Oración:
Al ofrecerte, Señor, en la celebración gozosa de este domingo, los dones que nos traen la salvación, te rogamos nos ayudes a celebrar estos santos misterios con fe verdadera y saber ofrecértelos por la salvación del mundo. Por Jesucristo nuestro Señor.

Primera Lectura: Jos 5, 9a. 10-12

El pueblo de Dios celebra la pascua al entrar en la tierra prometida.

EN aquellos días, dijo el Señor a Josué:
    «Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto».
Los hijos de Israel acamparon en Guilgal y celebraron allí la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó.
Al día siguiente a la Pascua, comieron ya de los productos de la tierra: ese día, panes ácimos y espigas tostadas.
Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná. Los hijos de Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.

El libro de Josué es la continuación literaria y teológica de los libros del Pentateuco. La mano que escribió estas páginas se asemeja mucho a la que guardó, para la posteridad, muchos acontecimientos que se hallan en el Éxodo. Una misma visión religiosa los relaciona estrechamente. No tendrían sentido las páginas del Éxodo, si el libro de Josué no las continuara. Ni la conquista de la tierra prometida, que nos relata Josué, tendría mayor importancia, si no fuera el resultado teológico del pacto efectuado en el Sinaí.

La obra de la liberación había comenzado en Egipto. El paso del mar Rojo había sido el acontecimiento más saliente, pero no el único. La travesía del desierto había continuado la hazaña. Durante una generación había caminado errante todo un pueblo por un país sembrado de colinas desiertas, valles inhóspitos, barrancos tortuosos, descansando aquí y allá en oasis más o menos acogedores. Había sido un verdadero peregrinar en busca de una patria estable y firme. Largos años y largas pruebas. Dios le había hecho sentir su mano pesada y acariciante. Su amor a él lo había librado del hambre y de la sed (alimento milagroso: codornices, maná; bebida milagrosa: agua de la peña), los había librado de la muerte. Su santidad, no obstante, no había dejado impunes sus repetidas rebeldías.

Por fin, tras mil peripecias y vicisitudes, había llegado el pueblo a las puertas de la tierra prometida. La peregrinación, larga y penosa, había terminado. Moisés veía acabada su misión. Desde la cumbre del monte Nebo, había contemplado el Caudillo de Israel la extensión y la riqueza de la tierra que Dios les había prometido en herencia: amplia, extensa, feraz. Ahí está. Moisés se la muestra complacido y preocupado. Buena es la tierra, pero peligrosa. La idolatría la domina por completo. ¿Sabrá Israel poseer la tierra sin que, a su vez, sea poseído por ella? El anciano Moisés entrega a Josué la vara de mando. Josué será desde ahora el caudillo de Israel. Él realizará la conquista. Los hombres mueren, pero la acción salvífica de Dios sigue adelante. El pueblo sigue a Josué.

Dios está con Josué, como estuvo en su tiempo con Moisés. El paso del Jordán lo ha demostrado. Con Dios a la cabeza no hay nada que temer. Las ciudades de Canaán caerán una tras otra bajo la espada de Josué. Va a comenzar la conquista.

Pero antes de desenvainar la espada, conviene asegurarse la asistencia divina. ¿Están, en verdad, seguros de encontrarse en buenas relaciones con el Dios Santo de Israel? No sería la primera vez que sintieran desfallecer sus rodillas y temblar sus manos ante el enemigo, precisamente por haberse alejado de ellos el favor divino. La vida nómada, provisional, en el desierto les había impedido o dispensado de ciertas prácticas religiosas importantes. Les faltaba algo. El pueblo no estaba santificado. Josué ordena la circuncisión de los nacidos en el desierto. ¿No es la tierra una tierra santa por la bendición del Señor? ¿No eran, al fin y al cabo, un pueblo santo? ¿No era la circuncisión el signo externo de la pertenencia al pueblo de Dios? Josué arrojó lejos del pueblo santo el oprobio de Egipto. No será jamás pagano ni gentil, como lo era Egipto.

A continuación, la celebración de la Pascua. No podían perder de vista el acontecimiento primero que los había llevado a las puertas de Palestina. La celebración les recuerda el pasado y les abre el futuro: la posesión de la tierra en nombre del Dios que los sacó de Egipto. Van a ser poseedores; dejan de ser peregrinos. Cesa el maná. Dios los alimentará en adelante con los frutos del campo. La celebración de la Pascua lo recuerda y lo anuncia. Los frutos del campo continúan siendo el alimento gracioso que Dios concede a su pueblo.

A la conquista precede un acto religioso que los consagra a Dios. Sagrado es Dios, santos son la tierra y el pueblo, sagrada es la historia que van a levantar sus manos.

Salmo responsorial
Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7 (R/.: 9a)

R/.   Gustad y ved qué bueno es el Señor.

        V/.   Bendigo al Señor en todo momento,
                su alabanza está siempre en mi boca;
                mi alma se gloría en el Señor:
                que los humildes lo escuchen y se alegren.   R/.

        V/.   Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
                ensalcemos juntos su nombre.
                Yo consulté al Señor, y me respondió,
                me libró de todas mis ansias.   R/.

        V/.   Contempladlo, y quedaréis radiantes,
                vuestro rostro no se avergonzará.
                El afligido invocó al Señor,
                él lo escuchó y lo salvó de sus angustias.   R/.

Es fundamentalmente un salmo de acción de gracias: El Señor me libró de todas mis ansias. De esta experiencia personal surge espontánea la alabanza: Su alabanza está siempre en mi boca. La alabanza se ensancha hasta hacerse comunitaria: Ensalcemos juntos su nombre. La comunidad interpreta como propio el beneficio de uno de sus miembros y eleva a máxima universal la experiencia del individuo: Si el afligido invoca al Señor, él lo escuchará.

El fiel no gime solo, no pide solo, ni goza solo del beneficio del Señor, ni siquiera resuena aislada su alabanza. La comunidad, de la que forma parte, lo acompaña en todos sus actos; con él gime, con él da gracias por el beneficio recibido, con él alaba al Señor de los ejércitos. La acción del individuo cobra amplitud y profundidad. La misma experiencia se hace comunitaria. Por eso, la invitación: Gustad y ved qué bueno es el Señor, va dirigida a todos. De las experiencias particulares surge la máxima, La comunidad -la Iglesia- viva a través de los siglos, lo proclama y lo garantiza. A nosotros va dirigida en forma de enseñanza la experiencia de muchos.

Segunda Lectura: 2 Co 5, 17-21

Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo y nos encargó el servicio de reconciliar.

Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.
Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación.
Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación.
Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.
Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él.

Alguien ha pasado por Corinto, que ha sembrado el desconcierto entre los fieles de aquella comunidad. Individuos de dudosa intención han intentado desprestigiar al apóstol, juntamente con su trabajo. Se ha puesto en tela de juicio el alcance y el valor de su apostolado, y han tratado de rebajar su autoridad. Nada de esto le hubiera movido a Pablo a tomar la pluma y a escribir, si, tras ese ataque personal, no hubiera entrevisto el apóstol también una seria amenaza a las más sólidas y firmes enseñanzas que en un tiempo impartiera en Corinto. Aquel movimiento en contra de su persona ponía en grave peligro la fe, el orden y la buena armonía de los corintios. Pablo sale a la defensa, más que de su persona, de su apostolado.

El apostolado de Pablo no obedece a voluntad humana, sino al mandato de Dios. Más aún, Pablo ha dejado todo a un lado para cumplir dignamente con esta misión. Todos conocen su conducta. A nadie insultó, a nadie empobreció, nunca abusó de su ministerio para aprovecharse de los otros. Si, a veces, se mostró sensato, lo hizo por el bien de sus fieles corintios. Si otras veces dio pruebas de locura, no fue otra cosa que el celo y el amor de Dios (v. 13). El amor de Cristo es el único móvil de sus acciones: Amor Christi urget nos. Cristo murió -hasta ahí llega su amor- por todos, para que todos vivan, y no para sí, sino para su salvador, Cristo que murió y resucitó por ellos. Ese amor tan grande es el que mueve a Pablo a ser loco y sensato por Dios y por los hombres.

La muerte y la resurrección de Cristo exigen una nueva vida en los hombres, una nueva forma de pensar y de actuar, según Cristo. Esa es la vocación del cristiano. No es otro, fundamentalmente, el sentido del bautismo: muertos en Cristo, resucitados en Cristo, vida nueva en Cristo. Por tanto (v. 17) el que está en Cristo es una nueva creación. Pablo ha hablado muchas veces de esa nueva realidad: hombre nuevo, creación nueva, creación en Cristo. Esa es la obra de Dios en Cristo. El hombre se hallaba alejado de Dios, enemistado con Dios; su naturaleza, cuarteada por el pecado, estaba pronta para la destrucción y la muerte. Pero Dios tuvo a bien, por su misericordia, reconciliarnos con él, haciendo caso omiso de nuestras faltas y pecados. Todos ellos fueron lavados en la sangre de Cristo. La pertenencia a él por el bautismo nos garantiza el perdón más sincero. Cristo ocupó el lugar que correspondía al pecado -no que cometiera pecado- atrayendo sobre sí la ira de Dios que merecían nuestros delitos. Se hizo pecado, ocupando nuestro lugar, para que nosotros viniésemos a ser justicia, ocupando así el lugar que a él correspondía. Dios nos ha justificado en él, en su muerte y resurrección. Nos ha reconciliado consigo en él; nos ha perdonado, nos ha hecho sus hijos.

Toda la misión de Pablo, todo su trabajo se reduce a proclamar y a anunciar por todas partes la justicia de Dios a los hombres (v. 20). Pablo exhorta en nombre de Dios. Dios mismo exhorta por medio de Pablo. Pablo suplica ardientemente en nombre de Cristo: ¡Reconciliaos con Dios!

Evangelio: Lc 15, 1-3. 11-32

Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido.

EN aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros».
Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.
Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Este le contestó:
“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.
Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo:
“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».

El tema de la misericordia de Dios invade toda la Biblia y alcanza los más apartados rincones de la historia de la salvación. Corre de un extremo a otro de la revelación divina. Dios se muestra eminentemente misericordioso a través de sus obras. Los profetas se esmeraron en recordarlo al pueblo. Los salmos lo celebran con alborozo. Los sabios lo proponen respetuosos en sus reflexiones. Los evangelios lo revelan Padre.

Lucas sobresale entre ellos. Con razón ha sido llamado el evangelista de la misericordia divina. Efectivamente, Lucas la pone de relieve. Sin duda alguna, cautivó extraordinariamente a Lucas este atributo divino, revelado en la predicación de Jesús. Por otra parte, los destinatarios eran especialmente sensibles a ella: cristianos venidos de la gentilidad, cuyos ojos contemplaban diariamente salvajismo, brutalidad y sangre.

Esta preciosa parábola, para muchos la más hermosa y la más tierna de todas, forma parte de un pequeño grupo de parábolas que tienen como tema común objetos perdidos, o, como otros prefieren, la misericordia. Son las parábolas de la dracma perdida, de la oveja perdida y del hijo perdido. Tres objetos, preciosos a los ojos del dueño, que estaban perdidos, son recobrados sanos y salvos con inefable alegría y gozo del poseedor. Comunicativa la alegría de la mujer que encuentra su dracma; emocionante el gozo del pastor que vuelve con la oveja descarriada; conmovedoras, hasta el extremo, las lágrimas incontenibles del padre que recobra al hijo. Hoy nos toca leer la última de ellas. Es propia de Lucas. No es necesario explicarla detenidamente. Valgan algunas consideraciones.

1. Los fariseos acusan a Jesús; más aún, lo condenan. Aquel hombre, que rompe el sábado y anda de continuo con los pecadores y publicanos, no puede ser un hombre de Dios; es un falsario. Si fuera un profeta, sabría que aquellos hombres con quienes trata son aborrecidos por Dios. Nada más equivocado. No sabían los pobres que Cristo representaba y practicaba la misericordia divina, y que ésta era infinita. Dios ama tiernamente al hombre y lo llama, por pecador que sea, continuamente a su amistad. Si esto es así ¿por qué importunar a Cristo, que cumple la voluntad divina a la perfección? Los hombres son severos en sus juicios. Dios es más misericordioso. A curar a los enfermos vino Cristo, no a los sanos. La misericordia nos asemeja a Dios, no la severidad del juez.

2. El padre condesciende a la petición del hijo. Dios respeta la voluntad libre del hombre, aunque con frecuencia condena sus actos. El hombre ha recibido de Dios bienes de todas clases, materiales y espirituales, del cuerpo y del espíritu. El hombre, que se aleja de él, los malgasta; se aleja para malgastarlos; al malgastarlos, se aleja. El mal uso de los bienes no elevan al hombre; antes bien lo degradan, lo envilecen. Compárense los extremos, la casa del padre y la guarda de puercos. Alguno le susurró al oído: Aléjate, lleva tu propia vida; no vivas como un niño, siempre a la sombra del padre; ya eres mayor, disfruta tú solo de tus bienes, independízate. Nos recuerda la tentación del diablo en el Paraíso: Seréis como dioses. Acabaron desnudos. Así el hijo pródigo. Nótese de paso la desaparición de los amigos a la par que la de los dineros.

3. El dolor es síntoma de enfermedad. El dolor nos obliga a confesarnos enfermos. Sin el dolor moriríamos sin darnos cuenta. El hambre y el abandono le hacen al hijo reflexionar sobre su infortunio. La experiencia de la ruina le hace ver la magnitud de su locura. Las imágenes del pasado feliz se le agolpan y amontonan en la mente. ¡Qué era y qué es ahora! Ni siquiera de bellotas puede llenar su estómago vacío. ¡Qué desilusión haber abandonado al padre! Su espíritu vuelve a cobrar esperanza: Me levantaré e iré al, padre y le diré: He pecado contra el cielo y contra ti… El hijo está contrito y humillado. Ha comenzado la conversión. Ese es el proceso: sentir el pecado, admitirlo como propio, levantar la mirada a Dios, confesar el delito. La desgracia acompaña al que abandona a Dios, la gracia al que lo encuentra. ¿Hubiera sentido el hijo la necesidad de ir al padre, de no haber sufrido el hambre y el abandono? El sufrimiento nos acerca a Dios.

4. La figura del padre es conmovedora. El pensamiento ha seguido de continuo al hijo errante. Sintió su marcha. Desea su vuelta. La espera todos los días. Sobre un cabezo otea, sin descanso, el horizonte. Puede que venga y no lo encuentre a él. Pero un día salta de repente su corazón, adivinando, en aquella figura andrajosa que se divisa a lo lejos, la persona de su hijo. Corre, lo abraza, lo besa y sus lágrimas de gozo se mezclan con las amargas de su hijo. No le deja hablar. Lo levanta del suelo, lo estrecha entre sus brazos y comienza a llamar a los siervos. Hay que preparar un banquete, una fiesta: ¡El hijo perdido ha vuelto! Ni un reproche, ni una insinuación a su pecado. Todo lo contrario: el gozo del padre es indescriptible, su alegría sin límites.

5. La figura del hermano mayor ensombrece un tanto la escena. Pero es para realzar con más fuerza la luz. La postura del hermano obliga a definir la actitud del padre: Tú estabas conmigo; todo lo mío es tuyo; tuya debe ser también mi alegría; el hijo perdido ha vuelto.

6. ¿Dónde está el pecado del hijo? No aparece expresamente. Lo que pidió al padre, le pertenecía; ni hizo nada injusto. Sí que es una cosa mala el malgasto de los bienes. Pero no está ahí propiamente el pecado. El malgasto de los bienes es consecuencia y expresión de una actitud interna irregular. El verdadero pecado está aquí: marcharse de casa. Al hijo no le importó la casa, no le importó el padre; la convivencia con él le pareció superflua y despreciable. Ese es el mal. Rompió con el padre, despreciando así su condición de hijo. Acabó siervo y esclavo de señores ajenos. Se apartó de la vida y cayó en la miseria más absoluta. De nuevo recordamos la desgracia de Adán y Eva. El camino ha sido el mismo. El mismo ha de ser el camino para encontrar al padre de nuevo: reconocer nuestro pecado, volver al padre, reconciliarnos con él y vivir con él siempre.

Consideraciones:

Después de la explicación del evangelio, no es necesario detenerse mucho en las consideraciones. De todos modos ahí van un par de pensamientos.

Reconciliación con Dios – Misericordia divina. El hombre no puede vivir sin el Dios que lo creó; ni el hijo lejos del padre que lo ha engendrado. Como ovejas errantes caminábamos sin dirección ni rumbo a merced de nuestros propios caprichos y veleidades, malgastando, abocados a la ruina completa, los bienes que Dios misericordiosamente nos había concedido. La situación era desesperada. Se alzó entonces, como reconciliador entre el Dios que nos creara y el hombre que lo había ofendido, la persona de Cristo. La misericordia de Dios lo dispuso así. En su muerte nos ha librado del castigo que merecían nuestras culpas; él mismo ocupó nuestro lugar y nos arrancó de las fauces de la muerte. De siervos que éramos fuimos elevados a la dignidad de hijos, de extraños a la de amigos, de ofensores a la de herederos y a la de confidentes de Dios. El bautismo en Cristo nos ha reconciliado con Dios. (No olvidemos a los catecúmenos, que estos días se preparan para la recepción del bautismo). La reconciliación empeña toda la vida, vida por cierto nueva en Cristo (Pablo).

La parábola del Hijo pródigo nos describe la situación del que se aparta de Dios. A pesar de nuestro bautismo, a pesar de nuestras promesas de cambiar de vida, a pesar de las comunicaciones divinas que hemos recibido, seguimos claudicando. Somos con frecuencia hijos pródigos, alejados del Padre. ¿Vamos a estar siempre apacentando los cerdos de nuestras pasiones, cuando podíamos ser, en casa del Padre, señores de nosotros mismos? Es menester levantarse de nuevo y dirigirse al Padre para pedirle perdón. Nos espera con los brazos abiertos. Para él es una alegría vernos de nuevo a su lado. Es que realmente nos ama. No quiere nuestra perdición, sino nuestra salvación. ¿No dio Cristo, su Hijo, la vida por nosotros? Pues a qué esperamos. Es menester reconocerse enfermo, pecador; de lo contrario no daremos un paso. Es el tiempo oportuno para pensarlo. Las desgracias e infortunios desempeñan, a veces, el papel de hacernos sentir la necesidad de acudir a Dios. El salmo responsorial canta alborozado, fruto de la experiencia de muchos, el gozo de estar unido a Dios: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

La primera lectura recuerda nuestra consagración a Dios. Todo aquello sucedía en figura para nuestro provecho. La circuncisión nos recuerda el bautismo, la pertenencia al pueblo santo. La Pascua, el misterio de Cristo Salvador. La entrada en la tierra, nuestra pertenencia a la Iglesia, por una parte, y, por otra, la gloria eterna. Los panes ácimos y las espigas, nuevo alimento, indican la nueva vida en Cristo, alimento de nuestras vidas. Antes de gustar los bienes eternos ¡reconciliación con Dios misericordioso!

La oración pide, después de mencionar la reconciliación realizada en Cristo, la digna celebración de la Pascua. ¡Fuera pecados y faltas! El ofertorio ruega por la salvación del mundo entero. Ese fin tiene la obra de Cristo. Por último, la oración al fin de la misa pide luz para nuestra mente y fuego para nuestro corazón, para llevar una vida nueva.

La eucaristía nos recuerda todos estos motivos: la misericordia infinita de Dios, la reconciliación en la muerte de Cristo, la nueva vida y el aborrecimiento de nuestros pecados. El gozo de sentirse perdonado. Es el auténtico alimento de nuestras vidas.

Sugerencia de cantos: https://goo.gl/nzOCzT

III Domingo de Cuaresma – Ciclo C

Cuaresma 3

La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos presenta el tema de la conversión. En la primera lectura, tomada del Libro del Éxodo, Moisés, mientras pastorea su rebaño, ve una zarza ardiente, que no se consume. Se acerca para observar este prodigio, y una voz lo llama por su nombre e, invitándolo a tomar conciencia de su indignidad, le ordena que se quite las sandalias, porque ese lugar es santo. “Yo soy el Dios de tu padre —le dice la voz— el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”; y añade: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 6.14). Dios se manifiesta de distintos modos también en la vida de cada uno de nosotros. Para poder reconocer su presencia, sin embargo, es necesario que nos acerquemos a él conscientes de nuestra miseria y con profundo respeto. De lo contrario, somos incapaces de encontrarlo y de entrar en comunión con él. Como escribe el Apóstol san Pablo, también este hecho fue escrito para escarmiento nuestro: nos recuerda que Dios no se revela a los que están llenos de suficiencia y ligereza, sino a quien es pobre y humilde ante él.

Oración

Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados, mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de nuestras culpas. Por nuestro Señor Jesucristo. Seguir leyendo «III Domingo de Cuaresma – Ciclo C»

Domingo II de Cuaresma – Ciclo C

Cuaresma 2

En este segundo domingo de Cuaresma, el evangelista san Lucas subraya que Jesús subió a un monte “para orar” (Lc 9, 28) juntamente con los apóstoles Pedro, Santiago y Juan y, “mientras oraba” (Lc 9, 29), se verificó el luminoso misterio de su transfiguración. Por tanto, para los tres Apóstoles subir al monte significó participar en la oración de Jesús, que se retiraba a menudo a orar, especialmente al alba y después del ocaso, y a veces durante toda la noche. Pero sólo aquella vez, en el monte, quiso manifestar a sus amigos la luz interior que lo colmaba cuando oraba: su rostro —leemos en el evangelio— se iluminó y sus vestidos dejaron transparentar el esplendor de la Persona divina del Verbo encarnado (cf. Lc 9, 29).

En la narración de san Lucas hay otro detalle que merece destacarse: la indicación del objeto de la conversación de Jesús con Moisés y Elías, que aparecieron junto a él transfigurado. Ellos —narra el evangelista— “hablaban de su muerte (en griego éxodos), que iba a consumar en Jerusalén” (Lc 9, 31).

Por consiguiente, Jesús escucha la Ley y los Profetas, que le hablan de su muerte y su resurrección. En su diálogo íntimo con el Padre, no sale de la historia, no huye de la misión por la que ha venido al mundo, aunque sabe que para llegar a la gloria deberá pasar por la cruz. Más aún, Cristo entra más profundamente en esta misión, adhiriéndose con todo su ser a la voluntad del Padre, y nos muestra que la verdadera oración consiste precisamente en unir nuestra voluntad a la de Dios.

Por tanto, para un cristiano orar no equivale a evadirse de la realidad y de las responsabilidades que implica, sino asumirlas a fondo, confiando en el amor fiel e inagotable del Señor. Por eso, la transfiguración es, paradójicamente, la verificación de la agonía en Getsemaní (cf. Lc 22, 39-46). Ante la inminencia de la Pasión, Jesús experimentará una angustia mortal, y aceptará la voluntad divina; en ese momento, su oración será prenda de salvación para todos nosotros. En efecto, Cristo suplicará al Padre celestial que “lo salve de la muerte” y, como escribe el autor de la carta a los Hebreos, “fue escuchado por su actitud reverente” (Hb 5, 7). La resurrección es la prueba de que su súplica fue escuchada.

La oración no es algo accesorio, algo opcional; es cuestión de vida o muerte. En efecto, sólo quien ora, es decir, quien se pone en manos de Dios con amor filial, puede entrar en la vida eterna, que es Dios mismo. Durante este tiempo de Cuaresma pidamos a María, Madre del Verbo encarnado y Maestra de vida espiritual, que nos enseñe a orar como hacía su Hijo, para que nuestra existencia sea transformada por la luz de su presencia.

Benedicto XVI, 4 de marzo de 2007

Oración:

Señor, Padre santo, tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alimenta nuestra espíritu con tu palabra; así, con mirada limpia, contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro. Por nuestro Señor Jesucristo.

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Primer Domingo de Cuaresma – Ciclo C

Cuaresma 1

El miércoles, con el rito penitencial de la Ceniza, comenzamos la Cuaresma,  tiempo de renovación espiritual que prepara para la celebración anual de la Pascua. Pero, ¿qué significa entrar en el itinerario cuaresmal? Nos lo explica el Evangelio de  este primer domingo, con el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto. El  evangelista san Lucas narra que Jesús, tras haber recibido el bautismo de Juan,  “lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo  fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo” (Lc 4, 1-2). Es  evidente la insistencia en que las tentaciones no fueron contratiempo, sino la  consecuencia de la opción de Jesús de seguir la misión que le encomendó el Padre  de vivir plenamente su realidad de Hijo amado, que confía plenamente en él. Cristo  vino al mundo para liberarnos del pecado y de la fascinación ambigua de programar  nuestra vida prescindiendo de Dios. Él no lo hizo con declaraciones altisonantes,  sino luchando en primera persona contra el Tentador, hasta la cruz. Este ejemplo  vale para todos: el mundo se mejora comenzando por nosotros mismos,  cambiando, con la gracia de Dios, lo que no está bien en nuestra propia vida.

BENEDICTO XVI  ÁNGELUS  Plaza de San Pedro  Domingo 21 de febrero de 2010

Oración:
Al celebrar un año más la santa Cuaresma concédenos, Dios todopoderoso, avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud. Por nuestro Señor Jesucristo.

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Miércoles de Ceniza

Miercoles de C

El miércoles de Ceniza es para nosotros, los cristianos, un día particular, caracterizado por un intenso espíritu de recogimiento y de reflexión. En efecto, iniciamos el camino de la Cuaresma, tiempo de escucha de la palabra de Dios, de oración y de penitencia. Son cuarenta días en los que la liturgia nos ayudará a revivir las fases destacadas del misterio de la salvación.

Homilía de Benedicto XVI

Oración
Señor, fortalécenos con tu auxilio al empezar la Cuaresma, para que nos mantengamos en espíritu de conversión; que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal. Por nuestro Señor Jesucristo.
Lecturas

Primera lectura: Joel 2,12-18

Así dice el Señor:

12 Pero ahora, oráculo del Señor,
volved a mí de todo corazón,
con ayunos, lágrimas y llantos;
13 rasgad vuestro corazón,
no vuestras vestiduras,
volved al Señor vuestro Dios.
El es clemente y misericordioso,
lento a la ira, rico en amor
y siempre dispuesto a perdonar.
14 ¡Quién sabe
si no perdonará una vez más
y os bendecirá de nuevo,
permitiendo que presentéis ofrendas
y libaciones al Señor vuestro Dios!
15 ¡Tocad la trompeta en Sión,
promulgad un ayuno,
convocad la asamblea,
16 reunid al pueblo,
purificad la comunidad,
congregad a los ancianos,
reunid a los pequeños
y a los niños de pecho!
Deje el esposo su lecho
y la esposa su alcoba.
17 Entre el atrio y el altar lloren
los sacerdotes, ministros del Señor,
diciendo: “Perdona, Señor, a tu pueblo
y no entregues tu heredad al oprobio,
a la burla de las naciones.
Por qué han de decir los paganos:
“¿Dónde está su Dios?”.
18 El Señor se apiadó de su tierra
y perdonó a su pueblo.

El mensaje del profeta Joel se pronunció probablemente después del destierro, en el templo de Jerusalén: una plaga de langostas devastó los campos, ocasionando carestía y hambre (1,2-2,10); como consecuencia, cesó el culto sacrificial del templo (1,13-16). El profeta debe leer los signos de los tiempos; por eso anuncia la proximidad del “día del Señor” invitando a todo el pueblo al ayuno, a la oración, a la penitencia (2,12.15-17a).

La palabra clave de este fragmento, repetida tres veces en los primeros versículos, es volver (shúb en hebreo): verbo clásico de la conversión. En el v. 12 manifiesta la invitación al pueblo, indicando las modalidades de esta conversión, es decir, con el corazón y con los ritos litúrgicos, que serán auténticos y agradables a Dios si manifiestan la renovación interior. En el v. 13 la invitación a volver aparece de nuevo y la motivación es: porque el Señor siempre es misericordioso. En el v. 14 el mismo verbo se refiere a Dios abriendo una puerta a la esperanza: `perdonará una vez más”. Un amor sincero a Dios, una fe más sólida, una esperanza que se hace oración coral y penitente, a la que ninguno debe sustraerse: con estas promesas el profeta y los sacerdotes podrán pedir al Señor que se muestre “celoso” con su tierra, compasivo con su heredad (vv 17s).

Segunda lectura: 2 Corintios 5,20-6,2

Hermanos, 5.20 somos, pues, embajadores de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos que os dejéis reconciliar con Dios. 21 A quien no cometió pecado, Dios lo hizo por nosotros reo de pecado para que, por medio de él, nosotros nos transformemos en salvación de Dios.

6, 1 Ya que somos sus colaboradores, os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios. 2 Porque Dios mismo dice: En el tiempo favorable te escuché; en el día de la salvación te ayudé. Pues mirad, éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación.

Pablo, como un embajador en nombre de Cristo, es portador de un mensaje de exhortación de parte de Dios (v 20). Lo esencial del anuncio se centra en una palabra: reconciliación. Dicha palabra manifiesta la voluntad salvífica del Padre, la obra redentora del Hijo y el poder del Espíritu que mantiene la diakonía(servicio) de los apóstoles (vv. 18-20). El culmen del fragmento es el v 21, en el que se proclama el juicio de Dios sobre el pecado y su inconmensurable amor por los pecadores, por los que no perdonó a su propio Hijo (cf. Rom 5,8; 8,32). Cristo ha asumido como propio el pecado del mundo, expiándolo en su propia carne para que nosotros pudiésemos apropiarnos de su justicia-santidad. El apóstol utiliza un lenguaje radical. La asunción del pecado por parte de Jesús para darnos su justicia no es para que el hombre pueda tener algo de lo que carecía, sino para convertirse en algo que no podría ser por naturaleza: el Inocente se ha hecho pecado, maldición (cf. Gál 3,13), para que nosotros lleguemos a ser justicia de Dios. Esta extraordinaria gracia de Dios, concedida al mundo (v 19) mediante lakénosis de Cristo, no debe acogerse en vano. El anuncio apasionado de sus ministros nos hace presente aquí, para nosotros, el tiempo favorable: dejémonos reconciliar (katallássein) con Dios.

Este verbo indica una transformación de la relación del hombre con Dios y, consiguientemente, de los hombres entre sí. Por iniciativa de Dios se brinda a la libertad de cada uno la posibilidad de llegar a ser criaturas nuevas en Cristo (5,18), a condición de rendirse a su amor, que nos impulsa a vivir no yá para nosotros mismos, sino para aquel que ha muerto y resucitado por nosotros (vv. 14s).

Evangelio: Mateo 6,1-6.16-18

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: 1 Cuidad de no practicar vuestra “justicia” para que os vean los hombres, porque entonces vuestro Padre celestial no os recompensará. 2 Por eso, cuando des limosna, no vayas pregonándolo, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para que los alaben los hombres. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. 3 Tú, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. 4 Así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.

‘ Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. 6 Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.

16 Cuando ayunéis, no andéis cariacontecidos como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que la gente vea que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. 17 Tú, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, 18 de modo que nadie note tu ayuno, excepto tu Padre, que ve en lo escondido. Y tu Padre, que ve hasta lo más escondido, te premiará.

“Cuidad de no practicar vuestra `justicia’…” (así, literalmente, en el v 1): Jesús pide a sus discípulos una justicia superior a la de los escribas y fariseos (cf. Mt 5,20) aun cuando las prácticas exteriores sean las mismas; reclama la vigilancia sobre las intenciones que nos mueven a actuar. Tras el enunciado introductorio siguen las tres típicas “obras buenas”, en las que se indica, en concreto, en qué consiste la justicia nueva: la limosna (6,2-4), la oración (6,5-15) y el ayuno (6,16-18).

Dos elementos se repiten como un estribillo a lo largo de toda la perícopa: “recompensa” (o más literalmente salario: vv. 2.5.16) y “tu Padre que ve en lo escondido” (vv. 16.18). Nos enseñan que la piedad es una gran ganancia (cf. 1 Tim 6,6) si no se fija en el aplauso de los hombres ni busca satisfacer la vanidad, sino que busca la complacencia del Padre en una relación íntima y personal y si el salario esperado no es de este mundo ni del tiempo presente, sino para la comunión eterna con Dios, que será nuestra recompensa. De lo contrario, al practicar la justicia nos haríamos hypokritoí, que significa “comediantes” y, también, en el uso judaico del término “impíos” .

CONVERTÍOS PORQUE EL REINO DE LOS CIELOS HA LLEGADO

Desde los primeros siglos del cristianismo han existido tiempos especiales de gracia. Coinciden con las grandes solemnidades que celebran los misterios de nuestra salvación. Los modos para prepararnos a acoger estos pasos de Dios por nuestra vida han sido de lo más variado. Hasta nosotros han llegado muchas viejas costumbres que tienen profundo arraigo en la práctica cristiana. Pero todas, tengan hoy sentido o no, son indicadores que conducen a un solo camino. Se expresa con la palabra conversión.

Las primeras palabras de Jesús cuando salió a predicar el Evangelio fueron estas: “Convertíos”. Tienen forma de mandato. Por ello podemos intuir que la razón debe ser muy poderosa. Y ciertamente lo es. La única razón que explica profundamente el sentido de este mundo y de esta vida: “Porque Dios -el Reino de los Cielos- ha llegado”. Y si Dios ha llegado el hombre no es Dios sino un necesitado de Dios. Y esta es la razón para que nos convirtamos, para que nos volvamos a Él.

“Convertíos”, dice Jesús. ¿Cómo entender estas palabras? Porque, a veces, las hemos comprendido mal. Y hasta nos han podido culpabilizar porque las hemos tomado como una tarea sólo nuestra -síntoma de nuestra autosuficiencia-. Cada historia personal está cargada de propósitos: tengo que cambiar; esto no puede seguir así… Y como el poeta expresó bellamente, después de cada llamada y propósito y de un año y otro año “en que su amor a mi puerta llamar porfía”, la respuesta sigue siendo la misma: “mañana te abriré, respondo, para lo mismo responder mañana”. Muchos, ante el hecho de que nada cambie, han llenado de desánimo sus corazones y, como los discípulos en la noche, están cansados de no haber conseguido nada. Hemos entendido mal la conversión. Seguimos en nuestras fuerzas y propósitos. En el mismo lugar la red se llenó de peces por el mandato de Jesús. La conversión, como simple tarea humana termina en el desánimo o en la neurosis. Porque ¿cómo ser perfectos como lo es nuestro Padre del cielo? ¿cómo ser santos como lo es Él? ¿cómo amar a los enemigos? ¿cómo alegrarse cuando nos humillan o dicen mal de nosotros? ¿cómo no escandalizarse del dolor y de la cruz? ¿cómo abandonarse a las manos de Dios en el centro de nuestras crucifixiones? ¿y de nuestra muerte?

Nuestra historia interior muestra la verdad de las palabras de Sto. Tomás de Aquino: “La letra del Evangelio, sin la unción del Espíritu Santo, nos mataría”. Porque nos han educado así o por nuestra propia autosuficiencia, “nos hemos cargado en la vida pesadas cargas” que dijo Jesús. Pero añadió: “mas entre vosotros no ha de ser así”.

Y esto ¿por qué?. Porque Dios ha venido. La gran tentación de Adán ha sido valerse por su cuenta. La palabra de Jesús “convertíos” tiene la medicina secreta para esa autosuficiencia. Porque convertirse, en la lengua de Jesús, significa “hacerse como niños”, que es la condición que Él nos puso para entrar en el Reino de los Cielos. Y esto lo cambia todo, porque un niño no puede hacer pero si acoger. Así lo entendió su discípulo amado. Juan, al comienzo del Evangelio, dice: “Vino a los suyos y los suyos no le acogieron. Pero a los que le acogieron les dio poder para ser hijos de Dios.” ¿De qué se trata en la vida?. De ser hijos y no esclavos “porque el hijo se queda en la casa para siempre y el esclavo no”.

Los fariseos eran esclavos. Intentaban cumplir desde sí mismos y con gran perfección la ley, y no les extrañaba decir de sí mismos: “Yo no soy como los demás hombres”. Pero Jesús les resistió porque, aunque Dios había llegado, les bastaban las obras de sus manos. ¿No fue la primera tentación seréis como dioses? No es tan difícil querer sustituir a Dios por nuestras acciones y que luego nos las bendiga. Convertirse es acoger a Dios y, para ello, sólo sirve la humildad. La conversión es gracia, don de Dios para nuestra nada. Al hombre cristiano no se le propone otro ideal sino Jesucristo, “el que todo lo hizo bien”. Para nosotros un imposible, pero posible “porque Dios ha venido”.

Quien acoge a Dios de verdad sabe que su vida ya no le pertenece. Tiene la misión de dar lo que él ha recibido. Precisamente porque convertirse es romper el propio yo y morir a la propia autosuficiencia, el que acoge es el único que acaba siendo eficaz desde esa gracia de Dios. Pero esta eficacia tiene ya otra fuente. Y este es el sentido del texto de Pablo a los romanos: “Ninguno de vosotros vive para si mismo, ni ninguno muere para si mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor. O sea, que en vida o en muerte somos del Señor. Para eso murió Cristo y recobró la vida, para mantener señorío sobre vivos y muertos”

Pablo llama estado de pecado a “un vivir para sí mismo”. Y lo califica como de impiedad, que consiste en no abrirse a Dios, no glorificarle ni darle gracias. Y esto parece que no fuera con nosotros los cristianos. Pablo dice que sí -él tenía experiencia de su propia conversión desde el fariseísmo. Por eso ahora habla con tanta seguridad y señala a los cristianos el camino para salir de él y desenmascara esa extraña ilusión de las personas piadosas y religiosas de considerarse conocedores del bien y del mal, y hasta de poder aplicar la ley a los demás mientras que para ellas hacen una excepción porque están de parte de Dios.

Y, sin embargo, hay una impiedad y una idolatría larvadas que siguen presentes a veces en nosotros: adorar la obra de nuestras manos en vez de la obra de Dios; adorar nuestro propio ídolo, nuestro propio yo que quiere ser centro y que busca su propia gloria aún en el cumplimiento de la ley.

Esta es nuestra verdad tantas veces. Y no debemos desalentarnos porque así somos. Pero cuando lo aceptamos ante Dios todo comienza a cambiar, porque puedo pedir perdón, puedo pedir piedad, y aquí comienza el milagro del Espíritu Santo del que Jesús hablaba: “El Espíritu cuando venga convencerá al mundo de pecado”. De nuestro pecado de cristianos, de piadosos.

Aquí comienza a suceder la conversión: de vivir para nosotros mismos a vivir para el Señor. Es un sistema nuevo de vida que ya no gira alrededor de mi tierra -mi yo- sino alrededor del sol -Cristo es el sol de justicia-. Esto supone una nueva existencia: “Él que está en Cristo es una criatura nueva, lo viejo pasó”. En adelante vivir para uno mismo es estar muerto.

Nos puede ayudar a realizar esta conversión la contemplación del misterio de la piedad, Jesucristo en su pasión, ante el que no cabe orgullo alguno. Y ahí veremos también que “vivir para el Señor” significa vivir para su Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo. Vivir desde sus necesidades, porque el que acoge a los miembros a Él acoge. Convertirse es ir creciendo en el camino del amor como servicio.

Enlaces de interés:

http://es.catholic.net/op/articulos/18284/mircoles-de-ceniza-el-inicio-de-la-cuaresma.html

http://infocatolica.com/blog/delapsis.php/1302130124-9-cosas-que-conviene-saber-so

http://forosdelavirgen.org/3773/el-significado-del-miercoles-de-ceniza/

http://www.corazones.org/diccionario/cenizas.htm

http://encuentra.com/cuaresma/miercoles_de_ceniza16148/

V Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Ordinario5
La liturgia de este quinto domingo del tiempo ordinario nos presenta el tema de la llamada divina. En una visión majestuosa, Isaías se encuentra en presencia del Señor tres veces Santo y lo invade un gran temor y el sentimiento profundo de su propia indignidad. Pero un serafín purifica sus labios con un ascua y borra su pecado, y él, sintiéndose preparado para responder a la llamada, exclama: «Heme aquí, Señor, envíame» (cf. Is 6, 1-2.3-8). La misma sucesión de sentimientos está presente en el episodio de la pesca milagrosa, de la que nos habla el pasaje evangélico de hoy. Invitados por Jesús a echar las redes, a pesar de una noche infructuosa, Simón Pedro y los demás discípulos, fiándose de su palabra, obtienen una pesca sobreabundante. Ante tal prodigio, Simón Pedro no se echa al cuello de Jesús para expresar la alegría de aquella pesca inesperada, sino que, como explica el evangelista san Lucas, se arroja a sus pies diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Jesús, entonces, le asegura: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres» (cf. Lc5, 10); y él, dejándolo todo, lo sigue.

Oración:

Vela, Señor, con amor continuo sobre tu familia; protégela y defiéndela siempre, ya que sólo en ti ha puesto su esperanza. Por nuestro Señor Jesucristo. Seguir leyendo «V Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C»