V Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Ordinario5
La liturgia de este quinto domingo del tiempo ordinario nos presenta el tema de la llamada divina. En una visión majestuosa, Isaías se encuentra en presencia del Señor tres veces Santo y lo invade un gran temor y el sentimiento profundo de su propia indignidad. Pero un serafín purifica sus labios con un ascua y borra su pecado, y él, sintiéndose preparado para responder a la llamada, exclama: «Heme aquí, Señor, envíame» (cf. Is 6, 1-2.3-8). La misma sucesión de sentimientos está presente en el episodio de la pesca milagrosa, de la que nos habla el pasaje evangélico de hoy. Invitados por Jesús a echar las redes, a pesar de una noche infructuosa, Simón Pedro y los demás discípulos, fiándose de su palabra, obtienen una pesca sobreabundante. Ante tal prodigio, Simón Pedro no se echa al cuello de Jesús para expresar la alegría de aquella pesca inesperada, sino que, como explica el evangelista san Lucas, se arroja a sus pies diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Jesús, entonces, le asegura: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres» (cf. Lc5, 10); y él, dejándolo todo, lo sigue.

Oración:

Vela, Señor, con amor continuo sobre tu familia; protégela y defiéndela siempre, ya que sólo en ti ha puesto su esperanza. Por nuestro Señor Jesucristo.

Primera Lectura: Is 6, 1-8

El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Y vi serafines en pie junto a él. Y se gritaban uno a otro diciendo: –¡Santo, santo, santo, el Señor de los Ejércitos, la tierra está llena de su gloria! Y temblaban las jambas de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo. Yo dije: –¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los Ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: –Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado. Entonces escuché la voz del Señor, que decía: –¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí? Contesté: –Aquí estoy, mándame.

La escena, que nos relata Isaías, reviste un aire de gran solemnidad y ma­jestad. Se trata de una te­ofanía. Dios se manifiesta a Isaías en poder y glo­ria. Aunque no tan tremenda, imponente y sobreco­gedora como la teofanía del Si­naí, en truenos, nu­bes y llamas, también aquí se revela la majestad y la grandiosidad del Dios de los ejércitos, del Dios de Israel. Es el Dios de la crea­ción, es el Santo por excelencia, el Transcendente, el Único, el separado por naturaleza de toda la creación. Su gloria y po­der se derraman por toda la tie­rra; ¿no son los cie­los los que cantan día y noche su gloria? El templo, morada especial de su gloria, se conmueve. El humo lo cubre; nadie puede ver su ros­tro, nadie está capacitado para ello. Ni los mismos Serafi­nes, seres celestiales, inmediatos servidores de su palabra, se atreven a mirarle. Sus ojos no lo aguan­tarían. Respetuosos se cubren ante El, pues ante El se sienten desnu­dos. Unos a otros lanzan y devuel­ven la voz: Santo, Santo, Santo. Nos recuer­dan la liturgia celeste. Por algo estamos en el templo.

A Isaías se le ha concedido participar, en parte, en esta liturgia; primero como espectador, después como interlocutor. La grandeza de Dios es impo­nente. Isaías la experimenta en sí mismo y cae ante Dios sobrecogido de es­panto. Ante El, el Santo, todo es imperfecto, todo impuro, todo ende­ble, todo profano. Los ojos de Isaías no pueden con­templar aquella escena sin sentirse desnudo, im­puro, profano, indigno y pecador. La luz que des­pide Dios es tan penetrante y aguda que disipa toda sombra. El hombre, sombra ante Dios, siente, ante la fuerza de esa luz, derrumbarse totalmente. Quien ve a Dios, dispóngase a morir; ha traspa­sado el umbral del mundo divino. La creatura no puede hacerlo impunemente, no puede soportar a Dios visto de frente; ha de morir. Ha mancillado con su presencia la pureza del lugar sagrado. Su des­tino es la muerte. Así piensan aquellos hom­bres. Pero Dios no ha decretado la muerte por aquel atrevimiento. Dios quiere confiar a Isaías una misión. Pri­mero lo purifica, lo consagra. Desde ahora le pertenecerá por entero. Una vez purifi­cado, la voz del Señor llega a él como una apela­ción: ¿A quién mandaré?. Isaías fortalecido por el fuego, contesta resuelto: Heme aquí. Notemos al­gunos detalles en el relato:

1.- Se trata de la vocación profética de Isaías. Isaías es elegido, es consa­grado profeta del Señor. La voz del Señor, el fuego del altar, la contesta­ción del profeta lo dicen claramente. Isaías es agraciado con una revelación; en otras palabras, Isaías goza de cierta intimidad divina: ha visto a Dios, sin morir. Esto explica, en cierto modo, la pronta y decidida contestación de Isaías: En­víame. Contrasta con la renuencia de Moisés y de Jeremías. Nos recuerda la prontitud de Abraham en el Antiguo Testamento y de María en el Nuevo. Ad­mirable la disposición de Isaías. Tras la con­templación, la intervención.

2.- Merece cierta atención la majestad de Dios. Dios es el Santísimo. El respeto de los Serafines, la nube de humo que lo oculta, el temblor del tem­plo y del propio Isaías, la voz sin ver el rostro, el canto de los Serafines… Dios es Santo; hay que ser puro para acercarse a El. Es muy importante. Dios purifica al que se acerca y se acerca purificado.

3.- El pensamiento del profeta es instructivo: Estoy perdido. El hombre, a quien de algún modo se le presenta Dios o a quien Dios toca más de cerca o que siente más de cerca a Dios, se encuentra siem­pre en una situación seme­jante: recibe un fuerte im­pacto de impuro, de indigno, de pecador. Un en­fren­tamiento con Dios cara a cara sería para el hombre horroroso. No lo aguanta­ría, sufriría un colapso; todo su ser sentiría desplomarse total­mente. Para acercarse a Dios, el hombre necesita una transformación, una purificación pro­funda. Los santos la han vivido. Cuanto más se acerca Dios, más tiembla el alma. Dios, sin embargo, la sos­tiene. Si no fuera por la gracia de Dios, el hombre no podría sostener impune su presencia.

El símbolo del fuego es sugestivo. El fuego puri­fica, consagra para una mi­sión.

Salmo Responsorial: Sal 137

Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor.

Te doy gracias, Señor, de todo corazón;
delante de los ángeles tañeré para ti,
me postraré hacia tu santuario. R.

Daré gracias a tu nombre
por tu misericordia y tu lealtad.
Cuando te invoqué, me escuchaste,
acreciste el valor en mi alma. R.

Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra,
al escuchar el oráculo de tu boca;
canten los caminos del Señor,
porque la gloria del Señor es grande. R.

Extiendes tu brazo y tu derecha me salva.
El Señor completará sus favores conmigo:
Señor, tu misericordia es eterna,
no abandones la obra de tus manos. R.

Pertenece este salmo al grupo de los salmos de acción de gracias. Efectiva­mente, la acción de gra­cias domina el salmo entero, para desembocar, en los últimos versículos. en una confiada oración. El mismo estribillo arranca como acción de gracias, tomando un movimiento de alabanza. Es patente el sabor litúrgico del salmo. En presencia de Dios, en su Casa, delante de los ángeles, eternos y agracia­dos servidores de la divinidad, nos toca a nosotros, por pura misericordia divina, tener parte en la alabanza. El pasado rompe en el pre­sente (alabanza) y condiciona, por propia experiencia de la misericordia de Dios, el futuro: No abando­nes la obra de tus manos. Afectuosa, sincera, autén­tica esta oración.

Domingo, día del Señor. Acción de gracias (Eucaristía), alabanza, oración. Tomamos parte en la liturgia dando gracias, alabando, pidiendo, sin perder de vista la santidad del lugar y la presen­cia de Dios y de los ángeles.

Segunda Lectura: 1 Co 15, 1-11

Hermanos: Os recuerdo el Evangelio que os proclamé y que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que conserváis el Evangelio que os proclamé; de lo contrario, se ha malogrado nuestra adhesión a la fe. Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los Apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque yo soy el menor de los Apóstoles, y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy y su gracia no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo. Pues bien; tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído.

Parece ser que a los corintios no les entusias­maba mucho la idea de la re­surrección corporal. Es curioso, encontramos en ellos como un eco de aque­lla sonrisa irónica que apareció en los labios de los filósofos del areópago ate­niense, cuando escucha­ban de Pablo la nueva filosofía que hablaba de re­su­rrección. La mentalidad griega, fuertemente orientada por los pensadores he­lenos, en especial por Platón, veía en la resurrección de los muertos algo así como un obstáculo serio a la sublimación y a la perfección del hombre. Creían en la inmorta­lidad, sí; pero la recuperación del cuerpo aparecía ante sus ojos como algo inconcebible. El cuerpo, con sus pasiones sensibles, es obstáculo para la unión del hombre con el mundo ideal, con la divinidad. Al cuerpo hay que reducirlo a esclavitud, hay que superar sus exigencias, hay que huir de él. El ideal de perfección contaba, por tanto, con el desposei­miento del cuerpo que estorbaba ¿Y hemos de resu­citar, recobrando el cuerpo? ¡Que desencanto! Los corintios no han penetrado todavía bien el alcance del mensaje cristiano.

Pablo había llegado a Corinto después de su fracaso en Atenas. Los corin­tios habían oído de su boca la buena nueva, el kerigma cristiano. Piedra fun­damental del edificio doctrinal presentado por Pablo era la Resurrección de Cristo. Para dar tes­timonio de ella precisamente había sido Pablo constituido apóstol. Al parecer, Pablo predicó con énfasis esta verdad, habida cuenta del fracaso de Atenas. Los corintios no parecen haber visto el al­cance de este anuncio. A Pablo le han llegado noti­cias de la actitud escéptica y despreocu­pada de algunos corintios. La posición de sus fieles en este caso. delata una desviación fundamental. Pablo dedica todo el capítulo 15 a la exposición de este dogma. Las lecturas de los domingos próximos nos darán el pensamiento de Pablo, de la comunidad primitiva cristiana, a este respecto. Pablo juzga la enseñanza esencial. Es el contexto general.

Pablo les vuelve a recordar, en la lectura pre­sente, el contenido de su predi­cación primera entre ellos. La subraya y la urge como necesaria para la salva­ción. El evangelio, dice, nos trae la salva­ción. Hay que aceptarlo por la fe. Sin fe no hay salvación. Contenido esencial de esta fe es la fe en la Resurrección de Cristo y en la de los cristianos. En la de Cristo como ya acaecida, en la de los cris­tianos como realidad futura. La lectura se detiene en la primera parte.

Pablo coloca ante los ojos de sus fieles de Co­rinto la fórmula de fe, que él anteriormente les en­señó. El mismo la ha recibido así ya de otros. El no ha compuesto la fórmula. No es de su estilo. Es an­terior a él. Quizás de los años 40; oriunda proba­blemente de Antioquía. El la enseña tal cual la ha recibido. No se atreve a tocarla. Es algo sagrado y firme. Sólo al final añade a la lista de testigos la propia experiencia de Cristo resucitado.

Cristo murió por nuestros pecados, fue sepul­tado, resucitó al tercer día con un cuerpo glorioso. De ello dan testimonio testigos oculares que toda­vía viven. Hasta las mismas Escrituras lo anun­ciaban ya desde antiguo. No hay que du­dar de la veracidad del testimonio. Es un hecho real. Quien no acepta su con­tenido no es cristiano; como tal no está en vías de salvación. La afirmación de Pablo es rotunda. No caben tergiversaciones. Así es y basta. Es un testimonio unánime. En defensa de él dieron la vida los apóstoles. A ello y para ello fue­ron enviados.

Pablo recuerda, a este propósito, su vocación de apóstol. Ha sido elegido por Dios y enviado por El. Es una gracia, tanto la elección como el desem­peño de la misma. El menor, pero apóstol. Pablo no puede olvidarlo. Sería su perdi­ción.

Con un Cristo no resucitado, nos encontraríamos con un Cristo incapaz de salvar.

Evangelio: Lc 5, 1-11

En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: –Rema mar adentro y echad las redes para pescar. Simón contestó: –Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes. Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: –Apártate de mí, Señor, que soy un pecador. Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: –No temas: desde ahora, serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.

San Mateo y San Marcos nos dan una visión algo diversa de la vocación de los primeros discípulos de la que nos ofrece Lucas. Mucho más distante to­da­vía San Juan. Los dos primeros, Mateo sobre todo, lo relatan de forma concisa y elemental. Los llamó y le siguieron. Está ausente el milagro. Con ello se pone de relieve, de forma especial, la auto­ridad y, por consiguiente, la eficien­cia de la pala­bra de Cristo. A su voz, que manda, obedecen deci­didas las vo­luntades de los hombres. En Lucas, siendo los mismos los personajes de la es­cena e idéntico el resultado del relato, entra, como parte integrante, la narra­ción del milagro. ¿Fue real­mente así? ¿Lo unió Lucas por su cuenta? Poco pro­bable esta segunda suposición. No podemos dudar, de todos modos, de que el milagro jugó un papel muy importante en la decisión de los apóstoles en seguir al Maestro. Los milagros persuaden al hom­bre. Este en particular les debió llegar muy aden­tro a los primeros discípulos. Eran pescadores. Co­nocían el arte de pescar en aquellas aguas del mar de Galilea. Sabían muy bien que después de una noche en vela, sin éxito alguno en el trabajo, era inútil seguir lanzando las redes a un lado o a otro. Sin embargo, el éxito, que corona su obediencia a la voz de aquel Maestro, los coloca ante un mundo nuevo. El mi­lagro los enfrenta cara a cara con un ser superior, que alcanza la esfera de lo divino. El temor, el respeto, la admiración y cierto pasmo se apoderan de ellos. Todo termina en un incondicio­nal seguimiento. Pero notemos algunos detalles.

1.- La palabra del Señor.- La gente se agolpaba al rededor de Cristo para oír la palabra de Dios. Es la actitud adecuada del siervo para con el se­ñor, del discípulo para con el maestro, del pueblo para con el profeta, del hombre para con Dios.

La palabra de Cristo, escuchada atentamente y ejecutada fielmente, es efi­caz. La indicación de Cristo de echar las redes hacia aquel lado, obede­cida por Pedro contra toda esperanza, se ve coro­nada por el éxito más maravilloso. Las palabras de Pedro son preciosas en este contexto:…por tu pa­labra, echaré las redes.

Otra vez al final aparece la palabra de Cristo:…serás pescador de hombres. Es una palabra efi­caz, creadora. Desde aquel momento aquellos hombres son constituidos pescadores de hombres, Apóstoles. Los ha hecho así la voz de Cristo. ¡Los ha convertido!

La palabra de Cristo formula, aquí implícito, un Sígueme. El seguimiento es inmediato y defini­tivo. El mismo efecto en Mateo, Marcos y Juan.

2.- Actitud de Pedro.- Puede que Pedro fuera el más viejo del grupo. A él le tocaba tomar las reso­luciones comunes. De todos modos, es siempre Pedro quien toma la palabra en los momentos más impor­tantes de tomar una deci­sión respecto a Cristo. Así su confesión en San Mateo; así su decisión de seguir a Cristo con motivo del discurso eucarístico en San Juan. Pedro es un hombre suelto, sensible y sincero. En este caso son encantadoras su fe y obediencia al Maestro: En tu palabra, echaré las redes. La ma­ravilla que corona su obe­diencia lo coloca ante un poder superior. Allí está la mano de Dios. Es, en cierto sentido, una teofanía lo que presencian sus ojos atónitos. Ante ese Dios que actúa de modo tan manifiesto tan cerca de él, Pedro se ve desnudo, pe­queño, impuro, pobre, pecador. La confesión no se hace esperar: Apártate de mí, que soy un pecador. No podía ser menos. La visión de sí mismo, así de re­pente, frente a la grandeza de Dios, no puede menos de causar temblor y tur­bación. Pedro se arroja a los pies. Allí está el Santo. Pedro confiesa su indig­nidad de permanecer ante él. Su fe y pron­titud obediencial le valen ahora el tí­tulo de pes­cador de hombres. No hay nada que temer. La pa­labra de Cristo purifica, santifica, consagra y constituye a Pedro apóstol. Tras él están los otros compañeros. También ellos son elegidos. La obe­diencia al Señor produ­cirá milagros. Los autores notan la extraordinaria frecuencia del nombre de Simón (Pedro), la relevancia excepcional de su persona en esta escena. El cua­dro es marcadamente Petrino. Pedro y su barca, el supremo pastor y la Igle­sia.

Lucas insiste, más que Mateo, en el radicalismo de la decisión. Lo dejaron todo. Completa disponi­bilidad a lo que Cristo mande. Lucas es exigente. Es la mejor actitud para un seguimiento fructuoso.

Consideraciones.

Si quisiéramos continuar los temas del domingo pasado, convendría volver de nuevo sobre el tema de la vocación. Es verdaderamente admirable que Dios, Santo y Transcendente, tenga a bien hablar a los hombres. Es admira­ble asimismo que Dios les encomiende una misión. ¿No podría ha­cerlo El por propia cuenta, sin necesidad de echar mano de nadie? Evidentemente que sí. Pero no ha sido ese su querer, ni esa su disposición. Dios habla a los hombres por medio de hombres. Su palabra se transmite con tono y sonido humanos. Y tanto se acerca Dios a los hombres, que llega, en cierto modo, a confundirse con ellos. Dios se hará hombre y su Palabra eterna se revestirá de la natu­ra­leza humana.

Hemos considerado, en el domingo pasado, parte de este misterio: Dios elige y envía profetas (Jeremías, Cristo). La misión ha de estar llena de difi­cultades. Nos toca meditar ahora el misterio desde un punto de vista distinto, desde el interior del hombre. ¿Qué actitud toma el hombre ante la llamada de Dios? ¿Temblará, rehusará, aceptará? ¿Qué siente dentro de sí al encontrarse con Dios que le habla? Podemos aventurar, ya de ante­mano, que el hombre ha de recibir una fuerte con­moción en presencia de Dios, conmoción a veces per­ceptible hasta para los espectadores. No po­demos, en verdad, repasar la his­toria de los per­sonajes que, en el transcurso del tiempo, han re­cibido una lla­mada de Dios, para examinarlas aten­tamente en lo que concierne al impacto producido en su ser por la voz divina. No podemos detener­nos en todos los vi­dentes. Vamos a limitarnos a los que aparecen en las lecturas de hoy.

A) Vocación profética. La primera lectura y la tercera nos colocan ante ese misterio. Aun la misma lectura segunda lo recuerda tenuemente. Las gran­des figuras de Isaías, de Pedro y de Pablo van a constituir nuestro objeto de con­templación.

Tanto Isaías como Pedro muestran el impacto producido por la percepción de la gloria de Dios. (Del mismo modo Pablo en la lejana visión de Cristo en el camino de Damasco). Dios se acerca al hombre. El hombre no puede, sin más, soportar a Dios. La majestad, la grandeza, la suprema fuerza y santidad de Dios conmueven de tal forma al hombre, que éste siente derrumbarse total­mente. La nada del hombre, su impotencia, su fragilidad, su infinita distancia de Aquél que lo creó aparecen con tal fuerza a sus endebles ojos, que éstos amenazan quedar ciegos. El instinto de conserva­ción le obliga a cubrirlos con sus manos o a apartar­los del objeto. Con ser la manifestación de Dios al hom­bre parcial, es, con todo, el efecto el mismo, en mayor o menor grado. Isaías tiembla, Pedro se arroja a los pies, (Pablo cae derribado y queda ciego). Am­bos confiesan a su modo la propia in­dignidad e impotencia de mantenerse en pie ante El. Quizás sea éste el sentido profundo de aquello de que quien ve al Señor debe morir. El hombre se derrumbaría realmente si Dios no lo sostu­viera. Por algo la visión de Dios se nos dará en la otra vida cara a cara. Para que el hombre pueda ver a Dios directamente, debe morir. Para acercarse a Dios debe renunciar a sí mismo. Y para que el hombre pueda renunciar más fácilmente a sí mismo, viéndose lo que es en realidad, Dios se le acerca y se le muestra en poder y gloria. Sólo así puede el hombre, con cierta perfección, verse a sí mismo como es. La luz de Dios es sumamente dolorosa, cegadora, pero saludable; purifica y cura. Es el fuego del altar de Dios. Los místicos ha­blan de una noche del sentido y de otra del espíritu dolorosas y saludables. No es otra cosa. Para ver a Dios hay que sufrir una purificación; la visión de Dios, a su vez, purifica, quema, derrumba el edifi­cio que el hombre ha construido de sí mismo. Es el comienzo de una nueva forma de ver y de ser. El hombre verá como Dios ve, querrá lo que Dios quiere, hará lo que Dios quiere que haga. De esta forma se convierte el hombre en un instrumento dócil en las manos de Dios. Este hundimiento del propio yo hace al hombre enteramente disponible al servicio de Dios.

Las figuras que venimos recordando son un be­llo ejemplo de la disponibili­dad del hombre a los deseos de Dios. Isaías contesta resuelto Envíame. Pedro y los compañeros siguen incondicionalmente al Maestro, dejándolo todo. Pablo se convertirá en un consagrado apóstol de los gentiles. El hombre ha muerto a sí mismo. Ya no cuenta su propio yo. Lo que cuenta es la Voz de Dios. Es ya un profeta, un apóstol.

Todo cristiano, por el mero hecho de serlo, debe contar, pues es ya de por sí una vocación, con una disponibilidad fundamental semejante. La fe en Cristo y el bautismo en su nombre lo han muerto a sí mismo y lo han unido al Señor muerto y resucitado. Esta dependencia de él lo capacita para verlo y para par­ticipar de su gloria. Su vida debe ser Cristo; su ver, su pensar, su querer los de Cristo. La gloria del Señor (el Espíritu) lo irá penetrando progresivamente ha­ciéndolo más ágil y más disponible a su llamada. El camino es dolo­roso, como lo fue para Cristo; pero saludable y santificador. Dependerá naturalmente de la misión específica que se le encomiende, dentro de la vo­cación común. La ac­titud ideal del cristiano ante Dios, que lo llama a ser hijo, es la que nos re­cuer­dan Isaías (Envíame), Pedro (Dejándolo todo, le siguieron), Pablo (Señor, ¿qué quieres que haga?), María (He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra), Abraham, etc. Esa ha de ser nuestra actitud constante de­lante de Dios.

La palabra de Dios constituye a Isaías profeta y a Pedro apóstol. Así de poderosa es. No es algo meramente externo. En su interior recibe el hom­bre una transformación en orden a la misión que tiene que cumplir. También la recibe el cristiano: es hijo de Dios, no dueño de sí mismo; su vida es la divina, no la propia. Pedro, Pablo, María, Cristo en su humanidad. El tema de la fe es, pues, impor­tante. De la fe habla Pablo a sus fieles de Corinto. La fe es ne­cesaria para la salvación. Es menester dejar la propia opinión y dejarse llevar por Dios mismo. Esa fe nos conducirá a la percepción per­fecta de la gloria de Dios cara a cara. Siempre dis­puestos a escuchar y ejecutar su palabra. La pa­la­bra del Señor realiza milagros: la pesca milagrosa. La barca de Pedro puede que apunte a la Iglesia.

Es instructiva la conducta de Pablo. Pablo se confiesa fiel transmisor de la verdad revelada. Para eso ha sido llamado y consagrado apóstol. ¿Cómo de­sempeñamos nosotros ese papel de transmiso­res de la verdad revelada? Pedro y Pablo dedica­ron toda su vida a ello. Hermoso ejemplo. (No abandones la obra de tus manos. Salmo).

B) El dogma de la Resurrección de Cristo. Es necesario para la salvación. Cristo ha muerto y ha resucitado. No podemos olvidarlo. Más aún, de­bemos anunciarlo constantemente de palabra y de obra. Ese es nuestro destino. Esa nuestra voca­ción.

C) Santidad de Dios. No podemos olvidar que estamos consagrados al Dios Altísimo, al Dios tres veces Santo. Esto exige de nosotros serie­dad, respeto, dedicación absoluta a su voluntad. Estamos en su presencia. Los ángeles cu­bren su rostro. ¿Ya pensamos en ello? El santo temor es siempre saludable. Los antiguos recitaban varias veces al día el trisagio. Hermosa devoción.

Dejarlo todo: la mejor disposición para ser apóstol.

La gracia de la elección no fue vana en él

 

Sugerencia de cantos: https://goo.gl/oadfrz

 

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