Domingo II de Cuaresma – Ciclo C

Cuaresma 2

En este segundo domingo de Cuaresma, el evangelista san Lucas subraya que Jesús subió a un monte “para orar” (Lc 9, 28) juntamente con los apóstoles Pedro, Santiago y Juan y, “mientras oraba” (Lc 9, 29), se verificó el luminoso misterio de su transfiguración. Por tanto, para los tres Apóstoles subir al monte significó participar en la oración de Jesús, que se retiraba a menudo a orar, especialmente al alba y después del ocaso, y a veces durante toda la noche. Pero sólo aquella vez, en el monte, quiso manifestar a sus amigos la luz interior que lo colmaba cuando oraba: su rostro —leemos en el evangelio— se iluminó y sus vestidos dejaron transparentar el esplendor de la Persona divina del Verbo encarnado (cf. Lc 9, 29).

En la narración de san Lucas hay otro detalle que merece destacarse: la indicación del objeto de la conversación de Jesús con Moisés y Elías, que aparecieron junto a él transfigurado. Ellos —narra el evangelista— “hablaban de su muerte (en griego éxodos), que iba a consumar en Jerusalén” (Lc 9, 31).

Por consiguiente, Jesús escucha la Ley y los Profetas, que le hablan de su muerte y su resurrección. En su diálogo íntimo con el Padre, no sale de la historia, no huye de la misión por la que ha venido al mundo, aunque sabe que para llegar a la gloria deberá pasar por la cruz. Más aún, Cristo entra más profundamente en esta misión, adhiriéndose con todo su ser a la voluntad del Padre, y nos muestra que la verdadera oración consiste precisamente en unir nuestra voluntad a la de Dios.

Por tanto, para un cristiano orar no equivale a evadirse de la realidad y de las responsabilidades que implica, sino asumirlas a fondo, confiando en el amor fiel e inagotable del Señor. Por eso, la transfiguración es, paradójicamente, la verificación de la agonía en Getsemaní (cf. Lc 22, 39-46). Ante la inminencia de la Pasión, Jesús experimentará una angustia mortal, y aceptará la voluntad divina; en ese momento, su oración será prenda de salvación para todos nosotros. En efecto, Cristo suplicará al Padre celestial que “lo salve de la muerte” y, como escribe el autor de la carta a los Hebreos, “fue escuchado por su actitud reverente” (Hb 5, 7). La resurrección es la prueba de que su súplica fue escuchada.

La oración no es algo accesorio, algo opcional; es cuestión de vida o muerte. En efecto, sólo quien ora, es decir, quien se pone en manos de Dios con amor filial, puede entrar en la vida eterna, que es Dios mismo. Durante este tiempo de Cuaresma pidamos a María, Madre del Verbo encarnado y Maestra de vida espiritual, que nos enseñe a orar como hacía su Hijo, para que nuestra existencia sea transformada por la luz de su presencia.

Benedicto XVI, 4 de marzo de 2007

Oración:

Señor, Padre santo, tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alimenta nuestra espíritu con tu palabra; así, con mirada limpia, contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro. Por nuestro Señor Jesucristo.

PRIMERA LECTURA: Gn 15, 5-12. 17-18

Aquel día el Señor hizo alianza con Abraham.

EN aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo:
    «Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas».
Y añadió:
    «Así será tu descendencia».
Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia.
Después le dijo:
    «Yo soy el Señor que te saqué de Ur de los caldeos, para darte en posesión esta tierra».
Él replicó:
    «Señor Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla?».
Respondió el Señor:
    «Tráeme una novilla de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón».
Él los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres y Abrán los espantaba.
Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán y un terror intenso y oscuro cayó sobre él.
El sol se puso y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados.
Aquel día el Señor concertó alianza con Abrán en estos términos:
    «A tu descendencia le daré esta tierra, desde el río de Egipto al gran río Éufrates».

Una de las figuras más relevantes, que encuentra uno al leer el Antiguo Testamento, es, sin duda alguna, la de Abraham. Con Moisés es Abraham el personaje más importante de la historia de Israel antes de la venida de Cristo. En él comenzó, propiamente hablando, la vocación del pueblo de Israel. Abraham, llamado por Dios, vino a ser no sólo el padre del pueblo elegido, en sentido de raza, sino también, en un sentido más profundo y real, el padre de todos los creyentes. Pablo acudirá frecuentemente a los relatos bíblicos de ese patriarca, para afinar el sentido de vocación, de fe, de justificación, de gracia. Abraham es el prototipo del llamado por Dios a una amistad con Él. Por eso la historia de Abraham, con sus mil anécdotas curiosas, es siempre interesante y aleccionadora; revela al Dios que llama y al hombre que responde. En una palabra, la vocación en sus dos vertientes: divina Y humana.

Abraham, patriarca, jefecillo familiar de un reducido grupo de personas y propietario de algunos ganados, sintió un día la voz del Señor que lo llamaba: Sal de tu tierra y sígueme… Abraham, siguiendo la voz de lo alto, dejó su tierra y sus parientes y se echó a caminar por el mundo sin dirección ni punto fijo. Una bendición particular, había dicho el Señor, lo acompañaría por siempre. La bendición se ampliaría, con el tiempo, a todas las gentes. La dádiva de un hijo fue el primer paso; Dios le concedió a él y a su mujer, entrados en años, la gracia de una descendencia. Más aún, la descendencia había de ser numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar. También una tierra propia y rica le había prometido el Señor. Parte de la promesa se cumplió en su vida; parte quedó para el futuro, como objeto de esperanza. Por este terreno caminan los versillos leídos. Conviene leer el pasaje completo; tiene su atractivo y su gracia.

La promesa del Señor es de algo futuro: una descendencia numerosa y la posesión de la tierra que ahora habita como extranjero. Abraham desea, hombre al fin y al cabo, desconocedor del comportamiento del Señor que le habla, una señal que le garantice la seriedad de lo prometido. Nadie se mueve por algo que no existe, ni da un paso adelante por algo que no se espera conseguir. Abraham exige seguridad, la necesita. Dios condesciende y sella su promesa con un pacto. En el fondo no es otra cosa que su palabra.

El pacto entra dentro del ambiente cultural y religioso de aquella época. Hoy hubiéramos pedido un documento fehaciente, un escrito ante notario firmado por testigos. Entonces existía el pacto, con un ceremonial que hoy nos resulta extraño y hasta desagradable. Pero Dios habla a los hombres en su propio lenguaje. Ni podemos impedirlo ni podemos criticarlo. Ese es el sentido que tiene la ceremonia singular de descuartizar la ternera, la cabra, el carnero, la tórtola y el pichón. Todos ellos animales domésticos. Están al alcance de la mano del hombre. Dividir en dos partes los animales y pasar entre ellos era invocar sobre sí la suerte de los mismos, caso de no cumplir lo pactado. Dios se comprometió así, a los ojos de Abraham, a cumplir lo prometido. La palabra fue sellada con un pacto.

En este relato de sabor arcaico resplandece:

1. La condescendencia divina: Dios llama gratuitamente a Abraham. Nada ha hecho Abraham para merecerla.

2. La promesa: El tema de la promesa será la espina dorsal de toda la historia sagrada. En virtud de la promesa actuará Dios de modo especial en favor del pueblo. La promesa se irá alargando hasta Cristo. Pablo lo recordará constantemente en sus cartas. El pueblo vivió de la promesa; nosotros también. Es de notar que la promesa apunta al futuro. La descendencia, dirá Pablo, es Cristo. Con la idea de promesa está vinculada la idea de:

3. Pacto: Es otro de los temas más importantes del Antiguo Testamento. Dios se ha comprometido; Dios es fiel. Dios cumplirá lo prometido.

4. Bendición: La bendición del individuo y la bendición colectiva a todas las naciones permean toda la Biblia.

5. Actitud obediencial: Abraham es dócil; Abraham tiene fe. El patriarca da fe a la promesa del Señor. La fe se le reputó justicia. Sobre ello disertará Pablo, largo y tendido, en sus cartas a los Romanos y a los Gálatas. Pablo basará aquí su doctrina de la justificación por la fe. El mismo acto de creer es ya para Abraham principio de salvación; es la justificación. Por la fe hace suya la amistad que Dios le ofrece en su palabra, y se hace poseedor ya de los bienes prometidos.

6. Fe y esperanza: Ya se ha indicado el papel de la fe. La esperanza mantiene viva la tensión hacia el futuro; nos hace caminar y superar los obstáculos que pudieran interponerse.

Este texto coloca frente a frente a Dios, que llama y promete, y al hombre, que escucha y espera.

SALMO RESPONSORIAL: Sal 26, 1. 7-9. 13-14

R/.   El Señor es mi luz y mi salvación.

        V/.   El Señor es mi luz y mi salvación,
                ¿a quién temeré?
                El Señor es la defensa de mi vida,
                ¿quién me hará temblar?   R/.

        V/.   Escúchame, Señor,
                que te llamo;
                ten piedad, respóndeme.
                Oigo en mi corazón:
                «Buscad mi rostro».
                Tu rostro buscaré, Señor.   R/.

        V/.   No me escondas tu rostro.
                No rechaces con ira a tu siervo,
                que tú eres mi auxilio;
                no me deseches.   R/.

        V/.   Espero gozar de la dicha del Señor
                en el país de la vida.
                Espera en el Señor, sé valiente,
                ten ánimo, espera en el Señor.   R/.

Podríamos colocar este precioso salmo en el grupo de los salmos de súplica: Escúchame, Señor, que te llamo. Sin embargo, es tal la tensión y cobra tal importancia la confianza efusiva del salmista y la esperanza tan segura de su alma de poseer a Dios, que bien merece que lo coloquemos entre los salmos de confianza. El estribillo es bello sobre-manera: El Señor es mi luz y mi salvación. Tanto el presente como el futuro descansan seguros en las manos del Señor. Él es la Luz que no se apaga y que ilumina en todas direcciones; Él es la salvación que no se agota y que dura siempre. Los versillos van de un punto a otro: de la confiada oración a la esperanza de un futuro gozo completo. Nosotros, cris-tianos, podemos rezar con verdadero afecto el salmo. La confianza ha de ser más efusiva; la esperanza más viva y segura. Esperamos y pedimos gozar de la dicha del Señor.

SEGUNDA LECTURA: Flp 3, 17 – 4, 1

Cristo nos transformará según el modelo de su condición gloriosa.

HERMANOS, sed imitadores míos y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros.
Porque —como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos— hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas.
Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo.
Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.
Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.

Pablo viene animando a sus fieles de Filipos a lanzarse decididos por el camino de la perfección. Ésta no es otra que la mejor y mayor imitación posible de Cristo, pues en él está la salvación. Pablo ha elegido ya este camino y no piensa abandonarlo jamás. Se ha entregado fervorosamente a recorrerlo hasta el fin. Cristo es su única meta, para él no hay otra. Todo lo ha abandonado, todo lo ha olvidado; un solo propósito hay en su alma, correr siempre hacia adelante.

Pablo desea que sus fieles no tengan otra preocupación que la consecución de esa misma meta. Él mismo se propone como ejemplo. Y no porque haya adquirido ya la perfección deseada; pues todavía le falta mucho. Más bien quiere e inculca Pablo la entrega total y ardorosa a seguir adelante sin descanso. Esa ha de ser la auténtica vocación del cris-tiano en este mundo.

Pablo confiesa y advierte amargamente que no todos, los que llevan el santo nombre de cristianos, obran en consecuencia con su vocación. Hay individuos para los que este mundo con sus bienes, con sus placeres, con sus pompas y vanidades, sigue siendo la meta y el ideal supremos de su vida. Sus pensamientos y, por tanto, sus deseos no sobrepasan el ras de la tierra. Ahí está todo para ellos. La adorable y salvadora Cruz de Cristo les sirve de escándalo. Reniegan y huyen de todo aquello que el cristianismo les trae de abnegación, renuncia y de sufrimiento. ¡Ay de ellos! dice Pablo El fin que les espera es desastroso. Su gloria se convertirá en vergüenza propia; su vientre -su Dios- será su perdición. Aquel Dios -su vientre- no los salvará; acabarán pudriéndose para siempre, dentro de esa tierra que juzgaron su posesión y su gloria. Es una vida mundana con un fin mundano pernicioso.

Pablo opone, por contraste, la vida y el fin de aquellos que hacen de la Cruz de Cristo su más preciada gloria y su tesoro más valioso. La Cruz de Cristo es todo para ellos: practican gozosos las renuncias, aguantan con alegría las pri-vaciones y sostienen con paciencia los sufrimientos que la Cruz de Cristo les dispensa. Ellos no son de este mundo. Son ciudadanos de una ciudad superior. Pertenecen a la ciudad celeste, donde reina Cristo glorioso. Allí está su destino. Allí no existe el dolor; allí brilla la luz eterna; allí es Dios mismo su vida; allí la muerte no posee fuerza alguna. Para ellos la Cruz de Cristo será su gloria. Cristo glorioso los transformará totalmente. Estarán a su altura. El pensamiento de Pablo es claro: quien ama la tierra, y vive tan sólo de la tierra, se desmenuzará y será pisoteado como tierra que es; quien, en cambio, se abraza a la Cruz de Cristo, con todas sus fuerzas, será vivificado por ella. Pablo nos anima a elegir el segundo camino. Esperamos un fin glorioso.

EVANGELIO: Lc 9, 28b-36

Mientras oraba el aspecto de su rostro cambió.

EN aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor.
De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús:
    «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía lo que decía.
Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube.
Y una voz desde la nube decía:
    «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

He aquí otro singular misterio de la vida de Cristo: la Transfiguración. Los tres sinópticos la traen en contextos similares.

El Señor no había resucitado aún. No tenía derecho, podríamos decir, de transparentar a los suyos la gloria del Señor. Cristo es todavía el Siervo paciente, el Hijo del hombre que debe subir a Jerusalén a morir en manos de los jefes del pueblo. No es aún el Juez que viene a juzgar en poder y en gloria. Cristo hace una excepción; es un momento tan sólo; en un lugar apartado; nada más que a tres de los suyos, a los más adictos; la cosa no se divulgó. En realidad se trataba de los tres más allegados. El escándalo de la Cruz iba a revestir para ellos proporciones formidables. Necesitaban algo semejante. Pedro, por su parte, estaba destinado a ser roca de la Iglesia futura. Él habría de sustentar la fe de los fieles. Es un milagro, como excepción. El milagro es que no transparentara su gloria toda su vida.

Notemos algunos detalles:

1. Cristo se hallaba en oración. La indicación es propia de Lucas. A Lucas le impresionó el Cristo orante. Lucas es el evangelista de la oración. Cristo, según Lucas, ora intensamente, especialmente en los momentos más importantes de su vida: en el Jordán, después de haber sido bautizado (3, 21) y en estrecha relación con el cielo que se abre, con el Espíritu que desciende sobre él y con la voz que lo declara: Tú eres mi Hijo, el Amado; inmediatamente antes de la elección de los Doce (6, 12); en conexión con la confesión de Pedro y el anuncio primero de la pasión (9, 18); aquí, en la Transfiguración; en Getsemaní, momentos antes del prendimiento; en la Cruz… y, según algunos autores, durante toda la estancia en el desierto, tentado por el diablo, indicado en aquello de que era llevado por el Espíritu en el desierto durante cuarenta días, con tal dedicación a Dios que ni siquiera sentía la necesidad del alimento. ¿Por qué ese interés de Lucas de recordar así al Señor? Probablemente porque la unión con Dios es la más precisa y apropiada caracterización del hombre de Dios, más, por supuesto, que el don de hacer milagros. De todos modos, como Hijo, Siervo y Profeta necesita estar en constante e íntima comunicación con Dios, Padre y Señor.

2. Moisés y Elías. Junto a Jesús, envueltos por su gloria, aparecen las figuras de Moisés y Elías: la Ley y los Profetas. Los profetas que testifican de Jesús en el cumplimiento, profético y filial, de la misión que le encomendara el Padre de padecer y morir. De alguna forma, el testimonio global de ambos se orienta a los acontecimientos que van a tener lugar en Jerusalén: Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión. Todo a modo de un solo y único acontecimiento salvífico. La muerte no es el término; es, en la mente de Lucas, el paso obligado para la gloria. Jesús, una vez resucitado, recordará, a los discípulos de Emaús y en el Cenáculo, cómo todo ello estaba dicho en Moisés, los profetas y los salmos.

3. Palabras de Pedro. Siempre son interesantes las palabras de Pedro. Pedro representa al hombre espontáneo, humano, sin prejuicios, ante la revelación de Dios, con sus grandezas y debilidades. Pedro no comprende el misterio que presencian sus ojos. Pedro quiere hacer definitiva la felicidad que Dios le concede en aquel momento. Ese es su error. No ha caído en la cuenta de que Cristo está todavía en camino, y en camino nada menos que hacia Jerusalén. La Transfiguración es un alto en el camino, no la meta; es un alivio, una ayuda, no la coronación definitiva. Hay que seguir caminando. Lo que va a suceder en Jerusalén va a ser terrible. Hay que estar preparado. No recordaba Pedro -el Señor lo había indicado varias veces- que a la gloria había que ir a través de la Cruz. Verdaderamente Pedro no sabía lo que decía. El sueño simboliza la poca comprensión del misterio.

4. Voz de lo alto. La voz explica el acontecimiento: Este es mi Hijo; escuchadle. Suceda lo que suceda: Este es mi Hijo. La palabra y la transfiguración declaran incontestablemente el misterio de Cristo como Hijo de Dios. Todo lo que él diga y todo lo que él haga es para nosotros Palabra firme de Dios. Cristo es el Revelador del Padre. El mandato es explícito y claro: Escuchadle.

Así en todo lugar y en todo tiempo. Si la voz de lo alto es una evocación del texto de Isaías sobre el Siervo de Yavé, tendríamos aquí una alusión a la Pasión del Señor. El misterio de Cristo, como hijo de Dios, no está separado del misterio de su misión como Siervo.

CONSIDERACIONES:

No debemos perder de vista el tiempo litúrgico en que nos hallamos. Estamos dentro de la santa Cuaresma. Tiempo de preparación para la celebración digna y fructuosa de los grandes misterios de nuestra fe: Pasión, Muerte y Re-surrección de Cristo. La gran Fiesta de Pascua se perfila al fondo de ella. La Resurrección de Cristo es el preludio de nuestra propia resurrección; y la Pascua anuncia la gran Pascua de la vida eterna. De esa forma, la Cuaresma viene a significar o a recordarnos, por lo menos, el caminar del hombre hacia la Pascua eterna con Cristo en Dios. En torno a estas verdades-misterios surgen particulares temas interesantes que las redondean y completan. He aquí algunos: promesa de Dios, confianza del hombre, esperanza, fe, peregrinar hacia Cristo en su gloria, caminar con él durante la vida, etc. El evangelio nos relata un misterio de la vida de Cristo, que orienta nuestra atención hacia otros momentos más importantes de su vida de Salvador y de Redentor. Se entrelazan vigorosamente el presente y el futuro. Veamos por partes los puntos más salientes:

1. La esperanza cristiana. La esperanza define la actitud del hombre y, a través de ella, su doctrina. El cristiano tiene una esperanza que lo define como tal. Nos es necesario recordar el fin, para no olvidar los medios. Comencemos la disertación con el salmo responsorial.

El salmo responsorial es un grito de afectuosa confianza (presente) y una serena confesión de segura y gozosa esperanza (futuro). La primera da vida al presente; la segunda asegura el futuro. Para la primera el estribillo: El Señor es mi luz y mi salvación; Dios es todo para mí. Para la segunda: Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Así es la auténtica actitud del cristiano.

La primera lectura, con el ejemplo de Abraham a la cabeza, nos hace pensar en la promesa de Dios. Ahí se apoya nuestra esperanza. La larga descendencia y la posesión de la tierra tendrán lugar en el tiempo. Dios la ha prometido. Estas realidades concretas, sin embargo, revelan y anuncian otras preciosas. La descendencia es Cristo y los fieles. La tierra poseída es la vida eterna. Hasta ahí llega la promesa divina. Pablo nos asegura, en la segunda lectura, la realización de lo prometido: Cristo transformará nuestros cuerpos mortales. Ese es nuestro destino. No somos de aquí. Nuestra ciudad está allá arriba, en Dios con Cristo. Allí habita la descendencia de los santos; allí no hay pena, ni dolor, ni muerte. Un destello de la gloria vieron los discípulos en la Transfiguración del Señor. Pedro pregustó algo de aquello. Nuestro tabernáculo está arriba, en la montaña, donde Dios habita. Será nuestra plena felicidad.

2. Actitud del cristiano. La gloria, la salvación definitiva, es objeto de esperanza. Hacia allí caminamos ¿Cuál es nuestro caminar?

• Fe y confianza. La fe de Abraham es ejemplar. Por algo es el padre de los creyentes. Abraham agradó a Dios, al aceptar y creer en sus promesas. La misma fe lo hizo grato a sus ojos; la fe lo abrió a la salvación -promesas- que venía de Dios. El salmo es un acto de confianza y de fe. Pablo nos indica vivir según la fe. El evangelio nos amonesta a seguir al Maestro: Escuchadle. Hay que colocar la fe y la confianza en primer lugar.

• Constancia-trabajo. Estamos en camino. Abraham fue el eterno peregrino. Así el cristiano. La carta a los Hebreos comenta la actitud de los patriarcas (11, 13-16): Se confesaron extraños y forasteros sobre la tierra; aspiraban en realidad a una mucho mejor, la eterna. Abraham abandonó su propia tierra como cosa de poco valor en comparación con la que esperaba poseer. Abraham lo dejó todo para seguir al Señor. El aspecto de renuncia es evidente. Lo indica el evangelio: hay que ir a Jerusalén, hay que padecer, hay que morir para resucitar. No puede uno detenerse aquí, como quería Pedro. A Cristo hay que seguirlo hasta el Calvario. De ello hablaban Moisés y Elías. A la gloria se va por la Cruz. Pedro no debía detenerse en un consuelo momentáneo. El consuelo definitivo está en y más allá de la Cruz. Pablo de-duce la consecuencia práctica correspondiente. El cristiano es, por definición, un amigo de la Cruz de Cristo. La esperanza del cristiano está más allá de este mundo. No vale la pena detenerse en los bienes mezquinos de este mundo. Hay que dejarlo todo por Cristo. Para los que le siguen, promete Pablo, en nombre de Dios, la salvación gloriosa; para los enemigos de la Cruz la perdición eterna. Renuncia, desprendimiento, mortificación, constancia en el seguimiento, veloz carrera para alcanzar a Cristo.

3. Cristo. Cristo es el centro. Pablo dirá que la descendencia prometida a Abraham es Cristo. De Cristo nos vendrá la glorificación de nuestros cuerpos (Pablo); así como también para alcanzar la glorificación es menester llevar la Cruz de Cristo. Cristo es el Siervo que debe padecer por nosotros. De él podemos decir, como el salmo, El Señor es mi luz y mi salvación. De su dicha esperamos gozar en el país de la vida. Su persona y su voz han de ser siempre norma: Escuchadle. En él y por él se cumplen las promesas de Dios; él es la Promesa del Dios Salvador. De él dan testimonio Moisés y Elías. Toda la revelación apunta hacia él. De él la luz y la salvación. Su Transformación es anuncio de la nuestra. El misterio de Cristo que muere y resucita nos invita a pensar en nuestra actitud cristiana. Contemplemos reposadamente el marco que nos ofrece el evangelio: es vivificante.

4. Oración. Cristo oraba. El salmo es una confiada oración. Debemos pedir además de trabajar. Pidamos la imitación de Cristo. Pidamos la consecución de la vida eterna. Pidamos el perdón de los pecados. Pidamos por la Iglesia penitente.

La oración Colecta pide gozo interior. Esto nos hace pensar en Pedro. Necesitamos el gozo como preanuncio del cielo. Él nos ayudará a seguir adelante. El gozo ha de ser necesariamente transitorio. La oración Ofertorio pide perdón para nuestros pecados y una disposición digna para la celebración de los misterios. De la gloria y del necesario camino de la Cruz para llegar a la gloria, nos habla el Prefacio. La oración última pide, en el fondo, la participación completa de la gloria de Dios.

Sugerencia de cantos: https://goo.gl/nzOCzT

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