En este cuarto domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio del padre y de los dos hijos, más conocido como parábola del «hijo pródigo» (Lc15,11-32). Este pasaje de san Lucas constituye una cima de la espiritualidad y de la literatura de todos los tiempos. En efecto, ¿qué serían nuestra cultura, el arte, y más en general nuestra civilización, sin esta revelación de un Dios Padre lleno de misericordia? No deja nunca de conmovernos, y cada vez que la escuchamos o la leemos tiene la capacidad de sugerirnos significados siempre nuevos. Este texto evangélico tiene, sobre todo, el poder de hablarnos de Dios, de darnos a conocer su rostro, mejor aún, su corazón. Desde que Jesús nos habló del Padre misericordioso, las cosas ya no son como antes; ahora conocemos a Dios: es nuestro Padre, que por amor nos ha creado libres y dotados de conciencia, que sufre si nos perdemos y que hace fiesta si regresamos. Por esto, la relación con él se construye a través de una historia, como le sucede a todo hijo con sus padres: al inicio depende de ellos; después reivindica su propia autonomía; y por último —si se da un desarrollo positivo— llega a una relación madura, basada en el agradecimiento y en el amor auténtico.
Primera Lectura: Jos 5, 9a. 10-12
El pueblo de Dios celebra la pascua al entrar en la tierra prometida.
EN aquellos días, dijo el Señor a Josué:
«Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto».
Los hijos de Israel acamparon en Guilgal y celebraron allí la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó.
Al día siguiente a la Pascua, comieron ya de los productos de la tierra: ese día, panes ácimos y espigas tostadas.
Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná. Los hijos de Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.
El libro de Josué es la continuación literaria y teológica de los libros del Pentateuco. La mano que escribió estas páginas se asemeja mucho a la que guardó, para la posteridad, muchos acontecimientos que se hallan en el Éxodo. Una misma visión religiosa los relaciona estrechamente. No tendrían sentido las páginas del Éxodo, si el libro de Josué no las continuara. Ni la conquista de la tierra prometida, que nos relata Josué, tendría mayor importancia, si no fuera el resultado teológico del pacto efectuado en el Sinaí.
La obra de la liberación había comenzado en Egipto. El paso del mar Rojo había sido el acontecimiento más saliente, pero no el único. La travesía del desierto había continuado la hazaña. Durante una generación había caminado errante todo un pueblo por un país sembrado de colinas desiertas, valles inhóspitos, barrancos tortuosos, descansando aquí y allá en oasis más o menos acogedores. Había sido un verdadero peregrinar en busca de una patria estable y firme. Largos años y largas pruebas. Dios le había hecho sentir su mano pesada y acariciante. Su amor a él lo había librado del hambre y de la sed (alimento milagroso: codornices, maná; bebida milagrosa: agua de la peña), los había librado de la muerte. Su santidad, no obstante, no había dejado impunes sus repetidas rebeldías.
Por fin, tras mil peripecias y vicisitudes, había llegado el pueblo a las puertas de la tierra prometida. La peregrinación, larga y penosa, había terminado. Moisés veía acabada su misión. Desde la cumbre del monte Nebo, había contemplado el Caudillo de Israel la extensión y la riqueza de la tierra que Dios les había prometido en herencia: amplia, extensa, feraz. Ahí está. Moisés se la muestra complacido y preocupado. Buena es la tierra, pero peligrosa. La idolatría la domina por completo. ¿Sabrá Israel poseer la tierra sin que, a su vez, sea poseído por ella? El anciano Moisés entrega a Josué la vara de mando. Josué será desde ahora el caudillo de Israel. Él realizará la conquista. Los hombres mueren, pero la acción salvífica de Dios sigue adelante. El pueblo sigue a Josué.
Dios está con Josué, como estuvo en su tiempo con Moisés. El paso del Jordán lo ha demostrado. Con Dios a la cabeza no hay nada que temer. Las ciudades de Canaán caerán una tras otra bajo la espada de Josué. Va a comenzar la conquista.
Pero antes de desenvainar la espada, conviene asegurarse la asistencia divina. ¿Están, en verdad, seguros de encontrarse en buenas relaciones con el Dios Santo de Israel? No sería la primera vez que sintieran desfallecer sus rodillas y temblar sus manos ante el enemigo, precisamente por haberse alejado de ellos el favor divino. La vida nómada, provisional, en el desierto les había impedido o dispensado de ciertas prácticas religiosas importantes. Les faltaba algo. El pueblo no estaba santificado. Josué ordena la circuncisión de los nacidos en el desierto. ¿No es la tierra una tierra santa por la bendición del Señor? ¿No eran, al fin y al cabo, un pueblo santo? ¿No era la circuncisión el signo externo de la pertenencia al pueblo de Dios? Josué arrojó lejos del pueblo santo el oprobio de Egipto. No será jamás pagano ni gentil, como lo era Egipto.
A continuación, la celebración de la Pascua. No podían perder de vista el acontecimiento primero que los había llevado a las puertas de Palestina. La celebración les recuerda el pasado y les abre el futuro: la posesión de la tierra en nombre del Dios que los sacó de Egipto. Van a ser poseedores; dejan de ser peregrinos. Cesa el maná. Dios los alimentará en adelante con los frutos del campo. La celebración de la Pascua lo recuerda y lo anuncia. Los frutos del campo continúan siendo el alimento gracioso que Dios concede a su pueblo.
A la conquista precede un acto religioso que los consagra a Dios. Sagrado es Dios, santos son la tierra y el pueblo, sagrada es la historia que van a levantar sus manos.
Salmo responsorial
Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7 (R/.: 9a)
R/. Gustad y ved qué bueno es el Señor.
V/. Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren. R/.V/. Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su nombre.
Yo consulté al Señor, y me respondió,
me libró de todas mis ansias. R/.V/. Contempladlo, y quedaréis radiantes,
vuestro rostro no se avergonzará.
El afligido invocó al Señor,
él lo escuchó y lo salvó de sus angustias. R/.
Es fundamentalmente un salmo de acción de gracias: El Señor me libró de todas mis ansias. De esta experiencia personal surge espontánea la alabanza: Su alabanza está siempre en mi boca. La alabanza se ensancha hasta hacerse comunitaria: Ensalcemos juntos su nombre. La comunidad interpreta como propio el beneficio de uno de sus miembros y eleva a máxima universal la experiencia del individuo: Si el afligido invoca al Señor, él lo escuchará.
El fiel no gime solo, no pide solo, ni goza solo del beneficio del Señor, ni siquiera resuena aislada su alabanza. La comunidad, de la que forma parte, lo acompaña en todos sus actos; con él gime, con él da gracias por el beneficio recibido, con él alaba al Señor de los ejércitos. La acción del individuo cobra amplitud y profundidad. La misma experiencia se hace comunitaria. Por eso, la invitación: Gustad y ved qué bueno es el Señor, va dirigida a todos. De las experiencias particulares surge la máxima, La comunidad -la Iglesia- viva a través de los siglos, lo proclama y lo garantiza. A nosotros va dirigida en forma de enseñanza la experiencia de muchos.
Segunda Lectura: 2 Co 5, 17-21
Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo y nos encargó el servicio de reconciliar.
Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.
Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación.
Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación.
Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.
Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él.
Alguien ha pasado por Corinto, que ha sembrado el desconcierto entre los fieles de aquella comunidad. Individuos de dudosa intención han intentado desprestigiar al apóstol, juntamente con su trabajo. Se ha puesto en tela de juicio el alcance y el valor de su apostolado, y han tratado de rebajar su autoridad. Nada de esto le hubiera movido a Pablo a tomar la pluma y a escribir, si, tras ese ataque personal, no hubiera entrevisto el apóstol también una seria amenaza a las más sólidas y firmes enseñanzas que en un tiempo impartiera en Corinto. Aquel movimiento en contra de su persona ponía en grave peligro la fe, el orden y la buena armonía de los corintios. Pablo sale a la defensa, más que de su persona, de su apostolado.
El apostolado de Pablo no obedece a voluntad humana, sino al mandato de Dios. Más aún, Pablo ha dejado todo a un lado para cumplir dignamente con esta misión. Todos conocen su conducta. A nadie insultó, a nadie empobreció, nunca abusó de su ministerio para aprovecharse de los otros. Si, a veces, se mostró sensato, lo hizo por el bien de sus fieles corintios. Si otras veces dio pruebas de locura, no fue otra cosa que el celo y el amor de Dios (v. 13). El amor de Cristo es el único móvil de sus acciones: Amor Christi urget nos. Cristo murió -hasta ahí llega su amor- por todos, para que todos vivan, y no para sí, sino para su salvador, Cristo que murió y resucitó por ellos. Ese amor tan grande es el que mueve a Pablo a ser loco y sensato por Dios y por los hombres.
La muerte y la resurrección de Cristo exigen una nueva vida en los hombres, una nueva forma de pensar y de actuar, según Cristo. Esa es la vocación del cristiano. No es otro, fundamentalmente, el sentido del bautismo: muertos en Cristo, resucitados en Cristo, vida nueva en Cristo. Por tanto (v. 17) el que está en Cristo es una nueva creación. Pablo ha hablado muchas veces de esa nueva realidad: hombre nuevo, creación nueva, creación en Cristo. Esa es la obra de Dios en Cristo. El hombre se hallaba alejado de Dios, enemistado con Dios; su naturaleza, cuarteada por el pecado, estaba pronta para la destrucción y la muerte. Pero Dios tuvo a bien, por su misericordia, reconciliarnos con él, haciendo caso omiso de nuestras faltas y pecados. Todos ellos fueron lavados en la sangre de Cristo. La pertenencia a él por el bautismo nos garantiza el perdón más sincero. Cristo ocupó el lugar que correspondía al pecado -no que cometiera pecado- atrayendo sobre sí la ira de Dios que merecían nuestros delitos. Se hizo pecado, ocupando nuestro lugar, para que nosotros viniésemos a ser justicia, ocupando así el lugar que a él correspondía. Dios nos ha justificado en él, en su muerte y resurrección. Nos ha reconciliado consigo en él; nos ha perdonado, nos ha hecho sus hijos.
Toda la misión de Pablo, todo su trabajo se reduce a proclamar y a anunciar por todas partes la justicia de Dios a los hombres (v. 20). Pablo exhorta en nombre de Dios. Dios mismo exhorta por medio de Pablo. Pablo suplica ardientemente en nombre de Cristo: ¡Reconciliaos con Dios!
Evangelio: Lc 15, 1-3. 11-32
Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido.
EN aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros».
Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.
Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Este le contestó:
“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.
Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo:
“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».
El tema de la misericordia de Dios invade toda la Biblia y alcanza los más apartados rincones de la historia de la salvación. Corre de un extremo a otro de la revelación divina. Dios se muestra eminentemente misericordioso a través de sus obras. Los profetas se esmeraron en recordarlo al pueblo. Los salmos lo celebran con alborozo. Los sabios lo proponen respetuosos en sus reflexiones. Los evangelios lo revelan Padre.
Lucas sobresale entre ellos. Con razón ha sido llamado el evangelista de la misericordia divina. Efectivamente, Lucas la pone de relieve. Sin duda alguna, cautivó extraordinariamente a Lucas este atributo divino, revelado en la predicación de Jesús. Por otra parte, los destinatarios eran especialmente sensibles a ella: cristianos venidos de la gentilidad, cuyos ojos contemplaban diariamente salvajismo, brutalidad y sangre.
Esta preciosa parábola, para muchos la más hermosa y la más tierna de todas, forma parte de un pequeño grupo de parábolas que tienen como tema común objetos perdidos, o, como otros prefieren, la misericordia. Son las parábolas de la dracma perdida, de la oveja perdida y del hijo perdido. Tres objetos, preciosos a los ojos del dueño, que estaban perdidos, son recobrados sanos y salvos con inefable alegría y gozo del poseedor. Comunicativa la alegría de la mujer que encuentra su dracma; emocionante el gozo del pastor que vuelve con la oveja descarriada; conmovedoras, hasta el extremo, las lágrimas incontenibles del padre que recobra al hijo. Hoy nos toca leer la última de ellas. Es propia de Lucas. No es necesario explicarla detenidamente. Valgan algunas consideraciones.
1. Los fariseos acusan a Jesús; más aún, lo condenan. Aquel hombre, que rompe el sábado y anda de continuo con los pecadores y publicanos, no puede ser un hombre de Dios; es un falsario. Si fuera un profeta, sabría que aquellos hombres con quienes trata son aborrecidos por Dios. Nada más equivocado. No sabían los pobres que Cristo representaba y practicaba la misericordia divina, y que ésta era infinita. Dios ama tiernamente al hombre y lo llama, por pecador que sea, continuamente a su amistad. Si esto es así ¿por qué importunar a Cristo, que cumple la voluntad divina a la perfección? Los hombres son severos en sus juicios. Dios es más misericordioso. A curar a los enfermos vino Cristo, no a los sanos. La misericordia nos asemeja a Dios, no la severidad del juez.
2. El padre condesciende a la petición del hijo. Dios respeta la voluntad libre del hombre, aunque con frecuencia condena sus actos. El hombre ha recibido de Dios bienes de todas clases, materiales y espirituales, del cuerpo y del espíritu. El hombre, que se aleja de él, los malgasta; se aleja para malgastarlos; al malgastarlos, se aleja. El mal uso de los bienes no elevan al hombre; antes bien lo degradan, lo envilecen. Compárense los extremos, la casa del padre y la guarda de puercos. Alguno le susurró al oído: Aléjate, lleva tu propia vida; no vivas como un niño, siempre a la sombra del padre; ya eres mayor, disfruta tú solo de tus bienes, independízate. Nos recuerda la tentación del diablo en el Paraíso: Seréis como dioses. Acabaron desnudos. Así el hijo pródigo. Nótese de paso la desaparición de los amigos a la par que la de los dineros.
3. El dolor es síntoma de enfermedad. El dolor nos obliga a confesarnos enfermos. Sin el dolor moriríamos sin darnos cuenta. El hambre y el abandono le hacen al hijo reflexionar sobre su infortunio. La experiencia de la ruina le hace ver la magnitud de su locura. Las imágenes del pasado feliz se le agolpan y amontonan en la mente. ¡Qué era y qué es ahora! Ni siquiera de bellotas puede llenar su estómago vacío. ¡Qué desilusión haber abandonado al padre! Su espíritu vuelve a cobrar esperanza: Me levantaré e iré al, padre y le diré: He pecado contra el cielo y contra ti… El hijo está contrito y humillado. Ha comenzado la conversión. Ese es el proceso: sentir el pecado, admitirlo como propio, levantar la mirada a Dios, confesar el delito. La desgracia acompaña al que abandona a Dios, la gracia al que lo encuentra. ¿Hubiera sentido el hijo la necesidad de ir al padre, de no haber sufrido el hambre y el abandono? El sufrimiento nos acerca a Dios.
4. La figura del padre es conmovedora. El pensamiento ha seguido de continuo al hijo errante. Sintió su marcha. Desea su vuelta. La espera todos los días. Sobre un cabezo otea, sin descanso, el horizonte. Puede que venga y no lo encuentre a él. Pero un día salta de repente su corazón, adivinando, en aquella figura andrajosa que se divisa a lo lejos, la persona de su hijo. Corre, lo abraza, lo besa y sus lágrimas de gozo se mezclan con las amargas de su hijo. No le deja hablar. Lo levanta del suelo, lo estrecha entre sus brazos y comienza a llamar a los siervos. Hay que preparar un banquete, una fiesta: ¡El hijo perdido ha vuelto! Ni un reproche, ni una insinuación a su pecado. Todo lo contrario: el gozo del padre es indescriptible, su alegría sin límites.
5. La figura del hermano mayor ensombrece un tanto la escena. Pero es para realzar con más fuerza la luz. La postura del hermano obliga a definir la actitud del padre: Tú estabas conmigo; todo lo mío es tuyo; tuya debe ser también mi alegría; el hijo perdido ha vuelto.
6. ¿Dónde está el pecado del hijo? No aparece expresamente. Lo que pidió al padre, le pertenecía; ni hizo nada injusto. Sí que es una cosa mala el malgasto de los bienes. Pero no está ahí propiamente el pecado. El malgasto de los bienes es consecuencia y expresión de una actitud interna irregular. El verdadero pecado está aquí: marcharse de casa. Al hijo no le importó la casa, no le importó el padre; la convivencia con él le pareció superflua y despreciable. Ese es el mal. Rompió con el padre, despreciando así su condición de hijo. Acabó siervo y esclavo de señores ajenos. Se apartó de la vida y cayó en la miseria más absoluta. De nuevo recordamos la desgracia de Adán y Eva. El camino ha sido el mismo. El mismo ha de ser el camino para encontrar al padre de nuevo: reconocer nuestro pecado, volver al padre, reconciliarnos con él y vivir con él siempre.
Consideraciones:
Después de la explicación del evangelio, no es necesario detenerse mucho en las consideraciones. De todos modos ahí van un par de pensamientos.
Reconciliación con Dios – Misericordia divina. El hombre no puede vivir sin el Dios que lo creó; ni el hijo lejos del padre que lo ha engendrado. Como ovejas errantes caminábamos sin dirección ni rumbo a merced de nuestros propios caprichos y veleidades, malgastando, abocados a la ruina completa, los bienes que Dios misericordiosamente nos había concedido. La situación era desesperada. Se alzó entonces, como reconciliador entre el Dios que nos creara y el hombre que lo había ofendido, la persona de Cristo. La misericordia de Dios lo dispuso así. En su muerte nos ha librado del castigo que merecían nuestras culpas; él mismo ocupó nuestro lugar y nos arrancó de las fauces de la muerte. De siervos que éramos fuimos elevados a la dignidad de hijos, de extraños a la de amigos, de ofensores a la de herederos y a la de confidentes de Dios. El bautismo en Cristo nos ha reconciliado con Dios. (No olvidemos a los catecúmenos, que estos días se preparan para la recepción del bautismo). La reconciliación empeña toda la vida, vida por cierto nueva en Cristo (Pablo).
La parábola del Hijo pródigo nos describe la situación del que se aparta de Dios. A pesar de nuestro bautismo, a pesar de nuestras promesas de cambiar de vida, a pesar de las comunicaciones divinas que hemos recibido, seguimos claudicando. Somos con frecuencia hijos pródigos, alejados del Padre. ¿Vamos a estar siempre apacentando los cerdos de nuestras pasiones, cuando podíamos ser, en casa del Padre, señores de nosotros mismos? Es menester levantarse de nuevo y dirigirse al Padre para pedirle perdón. Nos espera con los brazos abiertos. Para él es una alegría vernos de nuevo a su lado. Es que realmente nos ama. No quiere nuestra perdición, sino nuestra salvación. ¿No dio Cristo, su Hijo, la vida por nosotros? Pues a qué esperamos. Es menester reconocerse enfermo, pecador; de lo contrario no daremos un paso. Es el tiempo oportuno para pensarlo. Las desgracias e infortunios desempeñan, a veces, el papel de hacernos sentir la necesidad de acudir a Dios. El salmo responsorial canta alborozado, fruto de la experiencia de muchos, el gozo de estar unido a Dios: Gustad y ved qué bueno es el Señor.
La primera lectura recuerda nuestra consagración a Dios. Todo aquello sucedía en figura para nuestro provecho. La circuncisión nos recuerda el bautismo, la pertenencia al pueblo santo. La Pascua, el misterio de Cristo Salvador. La entrada en la tierra, nuestra pertenencia a la Iglesia, por una parte, y, por otra, la gloria eterna. Los panes ácimos y las espigas, nuevo alimento, indican la nueva vida en Cristo, alimento de nuestras vidas. Antes de gustar los bienes eternos ¡reconciliación con Dios misericordioso!
La oración pide, después de mencionar la reconciliación realizada en Cristo, la digna celebración de la Pascua. ¡Fuera pecados y faltas! El ofertorio ruega por la salvación del mundo entero. Ese fin tiene la obra de Cristo. Por último, la oración al fin de la misa pide luz para nuestra mente y fuego para nuestro corazón, para llevar una vida nueva.
La eucaristía nos recuerda todos estos motivos: la misericordia infinita de Dios, la reconciliación en la muerte de Cristo, la nueva vida y el aborrecimiento de nuestros pecados. El gozo de sentirse perdonado. Es el auténtico alimento de nuestras vidas.
Sugerencia de cantos: https://goo.gl/nzOCzT