V domingo de Pascua – Ciclo C

Pascua 5

Este domingo pertenece ya a la segunda parte de la cincuentena pascual. Hemos celebrado las cuatro primeras semanas, fuertemente marcadas por el misterio de la presencia del Señor resucitado en su Iglesia; los acentos de los textos bíblicos y litúrgicos se orientan ahora en un sentido más eclesiológico: el Presente es también el Ausente, el que está presente por el Espíritu que nos ha dado, el que urge el testimonio de sus fieles…

1.      Oración:

Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

2.      Texto y comentario:

2.1.Lectura de los Hechos de los Apóstoles 14, 20b-26

En aquellos días, volvieron Pablo y Bernabé a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios. En cada iglesia designaban presbíteros, oraban, ayudaban y los encomendaban al Señor en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Predicaron en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían enviado, con la gracia de Dios, a la misión que acababan de cumplir. Al llegar, reunieron a la comunidad, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.

De nuevo, como protagonistas, Pablo y Bernabé. Grandes apóstoles. Proto­tipo de evangelizadores. El milagro operado en Listra los ha puesto en una si­tuación delicada. Los oyentes han pasado de la admiración al insulto, del temor reverencial a la persecución. ¿Quién entenderá al hombre? Los mensaje­ros de la Buena Nueva encuentran la ex­pulsión. La ocasión, la curación de un tullido y la consiguiente predicación. Es el contexto inmediato.

Los apóstoles siguen su camino, evangelizan, consuelan, sostienen, ani­man. Este es su oficio. La entrada y pertenencia al Reino implica dificulta­des, tribulaciones. Esta es la realidad. Hay que contar con ellas. Es un dato de la experiencia. El apóstol pasa bendiciendo, predicando, designando colaborado­res. Los hermanos viven, conviven y gustan los triunfos y penas de los apósto­les. Es una comunidad viva y hermanada. Los misioneros sus­citan misioneros. Oran, ayunan, presentan ante el Señor los éxitos conseguidos. Dios les acom­paña. En las comunidades ha de haber ancianos que presi­dan, que sean el alma de la comunidad. La obra si­gue adelante. Bendito sea Dios.

2.2. SALMO RESPONSORIAL Sal 144, 8-9. 10-11. 12-13ab

R. Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi Rey.

El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas. R.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas. R.

Explicando tus hazañas a los hombres,
la gloria y majestad de tu reinado.
Tu reinado es un reinado perpetuo,
tu gobierno va de edad en edad. R.

Uno de los clásicos atribu­tos de Dios, en la antigua re­velación, es la clemen­cia. Dios es misericordioso, inclinado siempre a la bon­dad. Es cariñoso con sus criaturas. Queda muy a la sombra la ira. Su gobierno se caracteriza por su piedad, siempre Padre para sus creaturas. Estos atribu­tos alcanzarán tamaño mayúsculo en la Re­velación nueva, en Cristo. En él se revela la justi­cia. La justicia que salva naturalmente. ¿Por qué no meditar sus obras? Para comprender las maravi­llas hay que contemplarlas. ¿Por qué no alabarlo y estarle agradecidos? ¿No nos haría a nosotros bue­nos y piadosos? Cristo ha establecido, con nuestra colaboración, un Reino de paz y de miseri­cordia, un Reino de justicia. Él es nuestro Rey y nuestro Dios.

2.3.Lectura del libro del Apocalipsis 21, 1-5a

Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva,  porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe. Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono: –Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos.
Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado. Y el que estaba sentado en el trono dijo: «Ahora hago el universo nuevo.»

Nos estamos acercando al final del libro. La primera creación ha pasado. Aquel cosmos sin con­sistencia, aquel elemento de tránsito, aquella rea­lidad aparente, se esfumó. Los malvados han sido barridos por la ira de Dios. El vi­dente lo ha pre­senciado todo. Queda por ver la maravilla su­prema: el Reino de Dios, su esplendor y su gloria. De ello nos va a hablar el autor.

Un cielo nuevo y una tierra nueva. Una nueva creación. Una creación que pertenece a otro orden. No es algo meramente nuevo, sino algo totalmente nuevo. Ya lo habían anunciado los profetas (Is 56, 17). Sus ecos resuenan en la apocalíptica judía. Pe­dro, en su segunda carta, se detiene a describirlo. Todo el Nuevo Testamento es consciente de esa rea­lidad sublime. Juan, el vi­dente, lo testifica.

Es una ciudad nueva, una nueva civilización, una humanidad nueva, un nuevo mundo. Una hu­manidad gozosa, alegre, sana, siempre joven; sin man­cha, sin culpa, sin maldad alguna. Desciende de lo alto, pertenece a otra es­fera. Es obra exclu­siva de Dios, es su morada. Es toda luz, es toda simpatía, es toda vida y amor. Es toda santa. La ciudad vieja, endeble, carcomida, ra­quítica, se ha derrumbado para siempre. Su propio orgullo le ha hecho explo­tar. Ahora es su pueblo elegido, se­lecto, donde no tendrá cabida el dolor ni el llanto. La misma muerte será alejada de ella para siem­pre. No hay temor, no hay duda, no hay incom­prensión, no hay inseguridad, no hay sombras. Dios está en medio de ellos. Ellos son su pueblo y Él es su Dios. Una unión tal, cual no sospecharon los siglos. Esa ciudad es nuestro destino. Irrumpe de lo alto. En realidad somos ya sus ciudadanos. Espe­ramos ser envueltos totalmente por ella. Atentos, pues, no la perdamos de vista. Es nuestra Patria.

2.4.Lectura del santo Evangelio según San Juan 13, 31-33a. 34-35

Cuando salió judas del cenáculo, dijo Jesús: –Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. (Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará). Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros.

Ha llegado la hora de la suprema manifesta­ción de Jesús. Es el momento de su glorificación. Je­sús retorna al Padre. Se avecina la muerte y, con ella, su exaltación. Comienzan las efusivas e ínti­mas revelaciones de Jesús a los su­yos. No son extra­ños, son amigos. Dan comienzo con el lavatorio de los pies.

Jesús ha lavado los pies a sus discípulos. Es un acto de servicio. El gesto (signo) apunta a la muerte. La muerte va a ser expresión de un servicio y de un amor sin límites (los amó hasta el ex­tremo). Estamos, ya temáticamente en la pasión. Todo lo está anunciado. Sólo faltan las palabras del Maestro. Aquí comienzan.

La figura de Judas, misterio de iniquidad, se cruza por un momento. Tam­bién su presencia allí anuncia la muerte. Con la traición de Judas co­mienza la Pasión y en ella el momento cumbre de la revelación de Jesús como Hijo de Dios y Salva­dor nuestro.

La obra de Dios se va a llevar a buen término. Es Jesús que va a ser ele­vado. Jesús va a ser glorifi­cado. Hacia él van a concurrir todas las miradas del universo. Va a ser constituido en poder y majes­tad, cuando su cuerpo impotente mane sangre y agua (eucaristía, bautismo) y de sus labios salte gozoso el espí­ritu. Jesús va a ser glorificado, y con él el Padre. El Padre va a coronar su obra y en ella va a comunicar su gloria a todos los que beban de aque­lla viva fuente. Jesús va al Padre, y el camino es ese: Pasión-Muerte-Resurrección.

La obra de Dios es una obra de amor. Jesús ha amado a los suyos hasta el extremo. No cabe ma­yor amor. Los suyos deben continuar la obra: deben con­tinuar ese servicio, deben lavarse los pies unos a otros, deben cultivar el amor mutuo. Y todo esto es nuevo, como nueva y única es la obra divina. Un amor mutuo, un amor sincero, un amor en Cristo a todos los hermanos. Que el amor no debe tener fron­teras, ni siquiera las que levanta la enemistad, lo había Dios ordenado desde antiguo, según expla­nación de Jesús en su predicación (Sermón de la Montaña, Buen Samaritano…). Nuevo es que po­damos y nos tengamos que amar unos a otros como él nos ha amado. Se trata de herma­nos. Y dado que el amor de Cristo (Pasión-Muerte-Resurrección) nos constituye hermanos, solamente lo seremos cuando nuestro amor esté y sea con y como el suyo. El amor de Cristo es algo nuevo, como es nueva su obra. Así de nuevo el amor cristiano, como nueva es la comu­nidad que sobre él se edifica, la Iglesia. Esa es la señal, esa la encomienda; ese el distintivo y esa es su vida: amor re­cíproco y universal, como Cristo nos ha amado. Ahí su gloria, ahí su poder; ahí glorificamos al Padre; ahí somos glorificados por él y en él. Es la comunicación de Dios mismo (Dios es amor) a nosotros; es nuestra divinización. Ahí damos gloria a Cristo, cuando viviendo su amor quedamos glorificados por él. Pues la capacidad de amarnos nos viene de él.

Meditemos:

Estamos en tiempo de Pascua. No perdamos de vista a Jesús Resucitado. El centro, como siempre, ha de ser el misterio de Jesús.

Jesús ha sido glorificado por el Padre: sentado a su derecha, Señor del uni­verso, Redentor y Sal­vador de la humanidad. La muerte, donde dio muerte a la Muerte y fue expresión del más alto amor a Dios y a los hombres, es ya un triunfo. Es ya la glorificación. Glorificación recíproca. Jesús glorificado al ser constituido fuente de vida -costado abierto-; Dios glorificado al obrar en él la salvación.

La obra es obra de amor. El amor se comunica a los hombres. Y éstos son capacitados para amarse unos a otros, en virtud de Jesús exaltado. El ejerci­cio del amor es signo patente, por una parte, de la presencia de Dios en noso­tros, de la exaltación de Cristo (sin ella sería imposible amar­nos así), y, por otra, de nuestra pertenencia a Cristo. Nos amamos porque Jesús ha muerto por nosotros, porque ha sido exaltado, porque se nos ha conferido el don del Espíritu que dimana del Padre y del Hijo.

La Iglesia continúa la obra del Padre en Jesús. El amor divino recibido, en Cristo exaltado, se expande, siendo la misma expansión, como en Cristo, signo de su autenticidad. He ahí la Iglesia en su sustancia. No tienen otro sentido la jerarquía, los Sacramentos, las prácticas piadosas, etc.: vivir en recíproca refe­rencia el amor del Padre que se nos comunica en Cristo. Somos testimonio de amor. ¿Qué testimonio damos? Somos un mundo nuevo.

En realidad ese es el mundo nuevo de que ha­bla el Apocalipsis. Pero ya en su término. Es la Iglesia glorificada en plenitud. Conviene contem­plar esa ma­ravilla que es nuestro destino. No po­demos ser plenamente glorificados, si no vivimos ya aquí glorificados; no alabaremos a Dios eterna­mente, si no lo ala­bamos aquí con nuestra con­ducta; no seremos exaltados, si no vivimos ya aquí la exaltación en Cristo. Ese servicio, ese amor fra­terno y universal, que bajo otro aspecto es humi­llación, persecución, obediencia, esfuerzo… Las lecturas subrayan el aspecto comunitario. Nota la convivencia de la comunidad en los afanes, en los triunfos, en las penas, en todo. Así tiene que ser la Iglesia. Gran maravilla, un sentir de tantos pue­blos, de tantas razas. Es la obra de Cristo glorifi­cado.

ORACIÓN FINAL

Yahvé es mi pastor, nada me falta. En verdes pastos me hace reposar. Me conduce a fuentes tranquilas, allí reparo mis fuerzas. Me guía por cañadas seguras haciendo honor a su nombre. Aunque fuese por valle tenebroso, ningún mal temería, pues tú vienes conmigo; tu vara y tu cayado  me sosiegan. Preparas ante mí una mesa, a la vista de mis enemigos; perfumas mi cabeza, mi copa rebosa. Bondad y amor me acompañarán todos los días de mi vida, y habitaré en la casa de Yahvé un sinfín de días.

 Sugerencia de cantos: https://goo.gl/WN51f6

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