Domingo 13 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

XIII

En el tercer evangelio, el de Lucas, la vida de Jesús se expresa, a partir de ahora, como subida a Jerusalén, es decir, como camino hacia la cruz. En cambio la vida del discípulo se llamará “seguimiento”. Esta es la vocación cristiana: llamada al seguimiento de Cristo por el camino de la abnegación, pero sabiendo que al final de la ruta se encuentra la resurrección y la vida con Él.

El seguimiento de Cristo aunque conlleva ruptura total con el viejo modo de vivir, es vocación a la libertad. El discípulo de Cristo no tiene más límites a su libertad que los que señalan al Espíritu, el amor y el servicio fraterno irreconciliables con el egoísmo, el libertinaje y la vida sin religión. “Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Si los guía el Espíritu no están bajo el dominio de la ley”, nos dirá San Pablo.

1. Oración inicial:

Tú que iniciabas tu camino hacia Jerusalén, donde ibas a mostrarnos el límite de tu amor y así nos has aprovechado para que tus discípulos y nosotros aprendiéramos de ti tu manera de ser y de actuar, tu disponibilidad y tu entrega total, por eso, te pedimos, que al reflexionar estos llamados, tengamos de ti, la gracia de seguirte incondicionalmente, viviendo con alegría nuestra entrega, asumiendo tu estilo de vida, aun sabiendo que no tenías ni un lugar donde reclinar tu cabeza. Ayúdanos a vivir lo que nos pides, y a imitar tu entrega y tu disponibilidad. Amén.

2. Texto y comentario

2.1. Lectura del primer libro de los Reyes 19, 16b. 19-21

En aquellos días, el Señor dijo a Elías: —«Unge profeta sucesor tuyo a Eliseo, hijo de Safat, de Prado Bailén.» Elías se marchó y encontró a Eliseo, hijo de Safat, arando con doce yuntas en fila, él con la última. Elías pasó a su lado y le echó encima el manto. Entonces Eliseo, dejando los bueyes, corrió tras Elías y le pidió: —«Déjame decir adiós a mis padres; luego vuelvo y te sigo.» Elías le dijo: —«Ve y vuelve; ¿quién te lo impide?» Eliseo dio la vuelta, cogió la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio; hizo fuego con aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente; luego se levantó, marchó tras Elías y se puso a su servicio.

Vocación de Eliseo. La imposi­ción del manto puede significa la transmisión de poderes del dueño. Así parece inter­pretarlo Eliseo: dedicación al profetismo en el mismo espíritu y al estilo de Elías. (Moisés, nos cuenta Dt 34,9, impuso las manos a Josué, constituyén­dolo jefe del pueblo).

Una dedicación así significa un adiós total al género de vida llevado hasta ahora. De hecho destruye, de forma drástica, lo que podía impe­dirle seguir a Elías. Eliseo quemó valientemente las naves, como solemos decir. Ni siquiera, al pa­recer, se despidió de sus padres. Aquí comienza su historia religiosa y profética. No volvió atrás. Marchó tras Elías y se puso a sus órdenes. Es cu­rioso notar el fin que tuvieron los aperos y la yunta de bueyes. ¿Hubo sacrificio a Dios? No sería muy aventurado decir que sí. La carne la repartió entre los jornaleros. Nos recuerda al joven rico del Evan­gelio. También a él se le exigió el seguimiento to­tal: venderlo todo y darlo a los pobres. La renuncia tiene, de forma secundaria, una aplicación carita­tiva. Un hermoso ejemplo de segui­miento radical.

2.2. Salmo responsorial Sal 15, 1-2a y 5. 7-8. 9-10. 11 (R.: cf. 5a)

R. Tú, Señor, eres el lote de mi heredad.

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: «Tú eres mi bien.» El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. R.

Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. R.

Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. R.

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha. R.

Podríamos colocarlo entre los salmos de con­fianza. Los afectos de confianza impregnan el alma del salmista y superan en densidad y peso la súplica pro­piamente dicha. La vida está en manos de Dios. Dios es bueno. Dios no dejará a su siervo ver la corrupción. El salmista ha hecho una elección afortunada: El Se­ñor es mi lote y mi heredad. Dios, Vida, protege la vida. Dios, Luz, ilumina y enseña. Dios, fuerza, sostiene y levanta. Dios, Bien, es fuente de gozo y alegría. Dios garantiza la vida a todo aquel que se le acerca y permanece con él. Es una in­tuición au­téntica. La visión es certera. Quizás no ha apre­ciado el salmista el alcance supremo que tienen sus palabras. Pero ahí están, expresando una verdad profunda. El Dios y con Dios la vida. El que está unido a él no puede perecer. La venida de Cristo pondrá al descubierto esta consoladora realidad. Dios no permitió que su Amado viera la corrupción. Ni tampoco permitirá que los que creen en él la vean. El es nuestro lote y nuestra heredad en el sentid más pleno de la pala­bra Podemos y debemos cantarlo, ejercitando así el amor, el deseo y la esperanza. Nuestra voz es la voz de Cristo resucitado.

2.3. Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas 5, 1. 13-18

Hermanos: Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud. Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor. Porque toda la Ley se concentra en esta frase: «Amarás al prójimo como a ti mismo.» Pero, atención: que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente. Yo os lo digo: andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne; pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais. En cambio, si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la Ley.

La obra de Cristo, una y múltiple en sí, recibe muchos nombres. Uno de ellos es la «liberación». Se acentúa con él, naturalmente un aspecto. Todos po­demos entender fundamentalmente la imagen. Aunque con diversa coloración el hombre de todos los tiempos, habla de «libertad», de «liberación», de «rescate». Cristo nos ha «liberado». Cristo es nuestro «libertador». Cristo nos ha libe­rado del pecado, de la muerte, de la Ley. Cristo nos ha liberado de la «ira de Dios». El régimen de la ley era régimen de esclavitud. La Ley venía a ser el «carcelero» y el «pedagogo» al estilo antiguo. La Ley procuraba mantenernos a raya, sujetos, dentro del cuadro de prescripciones que expresaban la voluntad de Dios. Su función era buena, pero deficiente. Jesús nos ha liberado de ese régimen. (los judaizantes intenta­ban imponer su yugo a las jóvenes cristian­dades de Galacia). Pablo lo proclama autoritariamente.

El hombre necesitaba de un «carcelero». El hombre no sabía ni podía andar solo, sin desviarse ni hacer alguna fechoría. Era un «malvado», un «enfermo» llevaba dentro de sí el «pecado», que aflorará constantemente ante cualquier ordenación -buena- que se le ofrecía. El pecado se expresaba de forma radical, en el egoísmo innato por el que el hombre tiende a construirse centro y fin de todo lo que le rodea. Era la «enemistad» con Dios. Sería el «pecado original». Y esto, naturalmente, era un desorden que ponía en peligro el orden moral y fí­sico, personal y social. Las transgresiones de la ley, -los pecados en nuestra forma de hablar- lo es­taban evidenciando. En el hombre había algo «malo» que había que ordenar, algo «enfermo» que había que curar, algo «perturbador» que había que extirpar. La Ley no podía hacerlo. No hacía más que señalarlo. Era su función.

Jesús nos ha «liberado» de ese régimen; no por­que haya desvencijado la cárcel sin más. Jesús ha cambiado al hombre por dentro. Le ha dado la po­sibi­lidad y capacidad de dominarse, de conte­nerse, de ver con cierta claridad las cosas divinas, de amar a Dios más que a sí mismo, y al prójimo como un her­mano, era de esperar más de lo que el hombre por sí mismo puede alcanzar. Jesús nos ha dado el Espíritu Santo. Es la Nueva Ley. Habita en nosotros, y penetra como un «ungüento», todo nuestro ser, hasta formarlo todo por com­pleto. So­mos, así, capaces de ver como Dios ve, y amar como Dios ama; pues Dios está en nosotros. El antiguo régimen, no podía hacer cosa semejante. El Espí­ritu nos inclina y capacita para amar debida­mente. Y esto nos hace «libres», nos da «libertad». Libertad de hacer el bien por el bien y evitar el mal por el mal.

El que practica el mal, ese no goza todavía de «libertad». Es esclavo de sus pasiones. Se encuen­tra atado a sí mismo, no puede volar. Es un error entender la «libertad cristiana» como facultad de hacer cada uno lo que le apetezca. Sólo será «cristiana» es libertad, si ese «apetecer» es el «apetecer» de Dios. Para poder «apetecer» así, Dios nos ha «ungido» con el Espíritu santo. En tanto no lleguemos a esa meta, estaremos, al menos en parte, sometidos a nuestras pasiones y esclavos de nuestro egoísmo. No seremos «libres» en Cristo; no ha­bremos sido aún completamente liberados por Cristo. Tenemos, pues, los cris­tianos, un sentido muy fino y propio de libertad. No queremos andar según la «carne» sino según el «Espíritu». Esa es nuestra libertad. la «libertad de los hi­jos de Dios», la «libertad» que nos ha alcanzado Cristo.

La «libertad» exige esfuerzo. El desorden que nos aqueja debe ser rectifi­cado. Esto implica lucha, ascesis, oración, trabajo. Toda persona se ve com­prometida en ello. Ha de esperarse y trascenderse a sí misma con la ayuda de Dios. Es una transfor­mación que toca lo divino. Las obras han de señalarlo. Libre como Dios libre; Santo como Dios Santo; capaces de amar como Dios ama, sin barre­ras de lugar y de tiempo. No nos podemos dejar de­vorar por la muerte y el pecado. Hemos de vencer. Tenemos la mejor arma en nuestras manos: el don del Espíritu. Dejémonos guiar por él.

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 9, 51-62

Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén, y envió mensajeros por delante. De camino, entraron en una aldea de samaria para prepararle alojamiento, pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: —«Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?» é1 se volvió y les regañó, y se marcharon a otra aldea. Mientras iban de camino, le dijo uno: —«te seguiré adonde vayas.» Jesús le respondió: —«las zorras tienen madriguera, y los pájaros nido, pero el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» a otro le dijo: —«sígueme» é1 respondió:—«déjame primero ir a enterrar a mi padre» le contestó: —«deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios.» Otro le dijo: —«te seguiré, Señor, pero déjame primero despedirme de mi familia.» Jesús le contestó: «el que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios.»

Jesús ha comenzado, según Lucas, el largo viaje a Jerusalén. Es un viaje importante. Es el viaje. Je­sús tiene una meta, un fin, una misión. Y estos son Jerusalén, donde tendrán lugar los acontecimientos salvíficos que Lucas se ha propuesto narrar. Su mirada y sus pasos se orientan resuel­tos hacia Jerusalén. Jesús sabe quién es, sabe lo que quiere, conoce lo que le es­pera. Es consciente de su misión y se entrega completamente a ella. Se es­taba acercando los días de su ascensión: alusión global a los acontecimientos de Jerusalén.

Para ir a Jerusalén hay que pasar por Samaría. (El camino por el valle del Jordán era menos se­guro) Samaría no ve con buenos ojos las peregrina­ciones a Jerusalén. Es un insulto a sus tradiciones y creencias. Por otra parte, tampoco los peregrinos parecen estimarlos mucho. La actitud hacia ellos rayaba en la abominación y el desprecio. Jesús es otra cosa, al parecer pide alojamiento. Los samari­tanos se la niegan. La indignación de los discípu­los, Santiago y Juan es violenta: ¡Fuego para estos sucios samaritanos! Al aborrecimiento congénito por estas gentes han añadido el celo por su maestro. Jesús los re­prende; y al parecer, de forma ás­pera. No conocen el Espíritu que anima a Je­sús.

Jesús sigue de camino. Es algo que lo caracteriza: sin casa sin familia, en­tregado en cuerpo y alma al anuncio del Reino. Con él sus discípulos. Le acompañan a todas partes, y en parte colaboran con él a la predicación del Evangelio. Lucas coloca aquí el tema del Seguimiento. Son tres casos, tres ejemplos; tres solicitudes, tres excusas, tres res­puestas del Señor.

El primero se ofrece a seguir a Jesús dondequiera que vaya. Parece un se­guimiento incondicional. Je­sús, con todo, no acepta a cualquiera en su compa­ñía. No basta el entusiasmo primero. Jesús exige unas condiciones. Y las con­diciones son drásticas y radicales. Hay que abandonarlo todo: sin casa, sin familia, sin haberes, sin donde reclinar la cabeza. Condición de entera libertad e independencia, con una total entrega y un completo servicio al Reino. Quien quiera seguir a Jesús como discípulo debe sentir como él siente y vivir como él vive.

En el segundo caso la iniciativa parte del maes­tro. El «Sígueme» es una oferta cordial y gratuita en forma imperativa. Jesús lo quiere para sí, para su Reino. El interpelado desea retardar la invita­ción a un tiempo posterior a la desaparición de sus padres. Es una condición que toca de cerca a la pie­dad fi­lial. Jesús es tajante. Que los muertos entie­rren a sus muertos. En tanto haya quien pueda mi­rar por ellos y haya quien pueda darles «sepultura», El discí­pulo, ante el apremio del Se­ñor debe considerar tales muestras de piedad como secundarias. Es mucho más importante dedicarse al Reino. El «seguimiento de Jesús está por encima de todo eso». En este caso, al parecer, está en la línea del mandamiento.

El caso tercero se parece al primero. La condi­ción, sin embargo, recuerda al segundo. La excusa parece más trivial y más fácil de consentir. Jesús vuelve a ser tan tajante como en los casos anterio­res. Jesús responde con una frase, proverbial quizás, que ilustra, por una parte, el radicalismo de la re­nuncia, y por otra, la seriedad del discipulado. Debe dejar, el discípulo, familia, casa, patria, empleo, ocupación, y dedicarse de lleno, en el «seguimiento» de Jesús, al Reino de los Cielos. ¿Está, al fondo, el recuerdo de Elías? Se trata, pues, de quienes, se ofrecen, o son «invitados», a seguir de cerca a Jesús como discípu­los vivir como él, entregarse como él al servicio del Reino. Este seguimiento, según Lucas, no va para todos, aunque sea presentado a todos. Hay que dis­tinguir en el evangelio de Lucas: entre Apóstoles (los Doce), discípulos (que le siguen a todas partes) y pueblo, (que escucha la palabra y la cumple). Este último continuará en el tiempo de la Iglesia como «pueblo fiel»; Los segundos vendrán, con más o menos precisión, representados por los que se en­tregan con plena dedicación al Reino; Los primeros conservarán de forma especial sus prerrogativas singulares. Para más claridad véase Lc 14,25-35.

Reflexionemos:

Podemos enumerar dos temas principales.

A) El Discipulado.

El tema lo ofrece el Evange­lio. Conviene subrayar el radi­calismo de las condi­ciones, Jesús es exigente y drástico, el «seguimiento» des­crito no es para todos, aunque en raíz es extensión a todos. El que sea lla­mado o se sienta llamado a él debe contar con tales exi­gencias. El «discípulo» acompaña a Jesús donde­quiera que vaya; el «discípulo» vive como Jesús vive; el «discípulo» debe abrazarse en el mismo fuego que Jesús se abraza. Las exi­gencias de Je­sús denotan la conciencia que él tiene de sí mismo y de su mi­sión; la singularidad de su propia per­sona y la singularidad de su obra. Son cosa «única». Jesús encarna la voluntad del Padre: es su Palabra eterna. Como palabra de Dios ordena y crea. A quien llama le concede el poder de rea­lizar su obra (pescadores de hombres). El discípulo ha de renunciar a todo aquello que dificulta la realiza­ción de misión tan elevada. La obra suprema, única: la salvación de los hombres, la difusión del Reino. Jesús ha venido a eso. Y a eso responde toda su conducta y compostura. El discípulo se asocia a la obra, y encuentra en Jesús su más per­fecto ejemplo. Así fue su vida. Una vez desapa­recido Jesús de la escena del mundo, esas condi­ciones quedan como «ideal» practicable del que se siente llamado a participar con él en la obra de Reino. La Iglesia necesita «discípulos» La Iglesia tendrá «discípulos». La Igle­sia tiene necesidad de hombres -y mujeres- a quienes devore el fuego del celo de Dios. Para ellos estas condiciones. La Iglesia lanza al pueblo cristiano la voz del Evange­lio y espera que del grupo fiel, den, decididos, unos cuantos un paso adelante y se ofrezcan a «seguirle» a dondequiera que vaya. Ahí están las condiciones.

Uno mira de reojo la vida religiosa y sacerdotal. Pero no exclusivamente. El elemento «seglar» puede sentirse llamado a esta obra de forma es­pecial. Las exigencias de Jesús constituyen el ideal. La Iglesia sigue llamando, y Dios da su gra­cia. Dios sostiene, Dios anima y Dios consuela (salmo). El seguimiento y la unión con Dios están sobre todo bien garantizados.

B) La libertad Cristiana:

Es el tema de la se­gunda lectura. La liberación de Jesús es la libera­ción del pecado y de la muerte a él vinculada. Y pecado es todo aquello que nos separa de Dios: todo acto contra Dios, contra nosotros mismos como imagen de Dios, y contra el prójimo, llamado a la filiación di­vina. La libertad cristiana se expresa en la agilidad -en la realización práctica- de hacer el bien. Cuanto más ágil sea uno en obrar el bien -hablamos princi­palmente de la voluntad- más libre se sentirá y más libre será. La suma liber­tad, la presencia de Dios, que obra por amor. Cristo es el gran Hombre Libre, y el cristiano en él, «el hombre libre».

En nuestra incorporación a Cristo -bautismo y fe…- hemos recibido el Espí­ritu Santo. El Espíritu Santo nos trabaja por dentro hasta formar en nosotros la imagen perfecta de Cristo. Pero la inclinación a construirnos en eje del mundo, las pa­siones, las debilidades humanas no han muerto to­davía del todo. Están ahí; oponen resistencia. La vocación cristiana a la libertad exige un esfuerzo, un trabajo, una lucha continua. La liberación que Dios ofrece en Cristo la trabajamos también noso­tros. El trabajo por ella es ya ejercicio de li­bertad. Esa es nuestra grandeza. Dejémonos guiar por el Espíritu; no por los deseos de la carne, por los deseos meramente humanos, al margen de Dios.

El hombre llegará a ser «hombre», es decir, «imagen de Dios», libre como Dios libre, cuando actúe en consonancia con el Espíritu de Dios. Esa es nues­tra «libertad» cristiana, nuestra «cultura» cristiana. El hombre que puede y sabe amar como Dios ama; sin mezquindades, sin pequeñeces, sin barreras ni fronteras, ese es el hombre «libre». A ello estamos llamados. A ello no exhorta el Após­tol. A ello todo nuestro esfuerzo y todo nuestro trabajo.

3. Oración final

Señor Jesús, nos pides seguirte a ti, seguirte incondicionalmente, seguirte asumiendo tu estilo de vida, seguirte, viviendo con tus actitudes, viviendo con tus disposiciones, buscando asumir tu estilo de vida; nos invitas a seguirte para que nuestra vida refleje lo que eres Tú, para que nosotros te hagamos conocer con nuestra vida y nuestras actitudes, por eso, Señor, te pido que me llenes de tu amor, que me des la gracia de confiar plenamente en ti, y así te siga, asumiendo tu estilo de vida, viviendo con tus mismos sentimientos, mirando la vida con tus ojos, mostrando tu proyecto de amor en mis gestos, en mis obras, en mis actitudes, mostrando así mi fe en ti. Amén.

 

Para la sugerencia de cantos consultar la sección «Sugerencia de Cantos para cada Domingo»

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