Domingo 24 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Una de las características fundamentales de nuestro Dios, es su amor que lo expresa en su misericordia y su perdón. Así, desde el primer momento de la creación, el Señor se ha ido revelando como el Dios cercano, comprensivo, bondadoso y misericordioso, que tiende la mano al hombre, para que vuelva, para reconciliarlo, para llenarlo de su amor y de su bondad, para darle su perdón, que en sí es vida nueva.

1. Oración:

Señor Jesús, Tú que has venido a revelarnos al Padre, a ayudarnos a conocer su corazón y saber que es un Dios clemente y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar, nos dejas estas parábolas de la misericordia, para ayudarnos a ser más conscientes, de lo que implica alejarnos del Padre y a su vez saber que el Padre está siempre dispuesto a derramar su amor y su misericordia en nosotros, dándonos su perdón, ayudándonos a volver a Él, y así vivir como Él quiere y espera de nosotros. Ayúdanos a ser sensibles al amor misericordioso que el Señor tiene por nosotros y ayúdanos a vivir de acuerdo a su voluntad, experimentando su misericordia y su perdón. Amén.

2. Texto y comentario

2.1. Lectura del libro del Éxodo 32, 7-11. 13-14

En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: – «Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: «Éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto.»» Y el Señor añadió a Moisés: – «Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo.»  Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios: – «¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac y Jacob, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: «Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre.»»  Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.

Israel ha roto, apenas inaugurado, el Pacto con su Dios Yavé. El Dios del Sinaí, el Dios libertador de Egipto y hacedor de maravillas, se les antoja ex­traño, raro, demasiado alto y demasiado lejano. Nadie puede verlo, nadie puede palparlo, nadie puede convencerlo. Es el Dios Santo, tres veces Santo. El pueblo desea y quiere un dios palpable, visible, con figura apreciable, ma­nipulable: un dios a quien puedan llevar de aquí para allá en su caminar por el desierto. (El toro era, en aquel ambiente, el símbolo común de la divinidad). El pue­blo quiere llevar a su dios y no que Dios los lleve. Pero el Dios que los sacó de Egipto, el Dios que ha­bló a Moisés, no es un Dios de ese tipo. El Dios de Israel es el Dios único, Señor del universo entero. El Dios de Israel es un Dios de fe. No son los sacri­ficios, ni las ceremonias, ni el culto más esplén­dido, ni las figuras más perfectas y brillantes, aunque sean de oro y piedras precio­sas, lo que agrada a este Dios. El Dios de Israel es el Dios que todo lo puede y todo lo sabe, El Dios que no nece­sita de nada ni de nadie. El pueblo debe de­jarse llevar por él, debe fiarse de él totalmente, aunque no lo vea, aunque no lo palpe, aunque no sea él, el pueblo, quien tenga que tomar la iniciativa. La única forma de llegar a la salvación es aferrarse de la mano de este Dios pode­roso que ha manifestado amar a su pueblo. Si se aparta de él, morirá irremisiblemente. Es el Dios de los padres, el Dios de la fe de Abraham, Isaac y Ja­cob. La desobediencia del pueblo pone en peligro su propia existencia. La pa­ciencia de Dios puede tener un límite: Mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. ¿No puede Dios hacer de las piedras hijos de Abraham? ¿No puede hacer de Moisés otro pueblo?

Moisés declina la invitación e intercede por su pueblo. Recuerda a Dios sus promesas, sus hazañas todavía recientes. Dios que prometió una gran des­cendencia, Dios que ha comenzado la obra, su obra, en el país de Egipto, no puede dejar la cosa a medio camino. Dios está por encima de las mezquinda­des humanas, y su obra por encima de las voluntades de los hombres. Dios perdona a su pueblo. Perdona, pero no se doblega. Atiende a los ruegos de los que interceden y piden perdón, pero no atiende a sus caprichos. Dios está en medio de ellos, pero no se hace juguete de sus manos. Dios conduce y no se deja conducir, porque Dios ama a su pueblo. Dios retiró la amenaza contra su pueblo.

En Cristo se revelará el gran amor del Padre. En Cristo la Alianza eterna. En Cristo la salvación completa. Pero también en Cristo deberá responder el hombre con docilidad y reverencia. La fe es in­dispensable.

2.2. Salmo responsorial Sal 50, 3-4. 12~13. 17 y 19 (R.: Lc 15, 18)

R. Me pondré en camino adonde está mi padre.

Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. R.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. R.

Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. R.

Súplica de piedad y miseri­cordia. El hombre pecador que suplica indulgencia y perdón. Es el salmo de todos los tiempos. Sólo el hombre puede cometer en este mundo el delito. Y lo comete con suma frecuencia. Sólo Dios puede perdonar y borrar a fondo el delito. Y lo per­dona siempre. Así es su misericordia y compa­sión. El hombre sin Dios se queda sin rostro; vuelto hacia él, puede reconocerse, Y al verse feo y torpe, suspira por el perdón: Limpia mi pecado. Pero el perdón del pecado no se al­canza sin el arrepenti­miento. Un corazón contrito y humillado, sincero y transparente, deja pasar la misericordia. Y la mi­sericordia, hecha luz, disipa las ti­nieblas y cura el corazón. La mano de Dios debe trastocar nuestro corazón: está enfermo. Un corazón nuevo y un espí­ritu nuevo, como anunciarán los pro­fetas, cambia­rán al hombre por dentro. Es el grito de este hom­bre que siente en sí la necesidad del perdón. En Cristo encontraremos el Espíritu que re­nueva y el corazón que siente y vive la voluntad de Dios.

Pidamos perdón a Dios con humildad y arre­pentimiento. Pidamos su Santo Espíritu. Pidamos un corazón nuevo según su voluntad en Cristo. Ala­bemos a Dios por su misericordia. En Cristo se ha revelado excelsa e inefable. Dios perdona con amor.

2.3. Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1, 12-17

Querido hermano: Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente.
Pero Dios tuvo compasión de mí, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía. El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor en Cristo Jesús. Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo Jesús toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna.
Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

La primera de las cartas pastorales. Pablo, pastor y apóstol. Al pastor se le ha encomendado un rebaño. El pastor debe pastorearlo. El pastor debe im­partir a sus fieles la sana doctrina y com­batir en su defensa toda clase de errores. El pastor guía, el pastor conduce, el pastor alimenta. Para ello ha sido elegido y para ello ha recibido la gracia en la imposición de las manos. Pablo se lo recuerda pastoralmente al pastor Timoteo. El tema de la elección evoca en Pablo el recuerdo de su propia vocación. Pablo la recuerda agradecido.

Pablo rompe en un canto. Una acción de gracias en forma hímnica que se abre entrañable en una sentida doxología. Es una confesión cantada. Es la confesión de Pablo. Una confesión que canta las maravillas de una vocación, de su vocación de apóstol; las maravillas de la gracia de Dios en la persona de Pablo. Dios lo ha elegido a él, indigno pecador, perseguidor de la Iglesia de los santos. Dios ha tenido piedad de él, que no la tenía de sus siervos. Dios lo ha destinado a la edificación de la Iglesia, cuando él, rabioso, trabajaba por des­truirla. Canto entrañable, agradecido, a la miseri­cordia divina. Breve historia de un alma. En ese mismo espíritu compondrá San Agustín, años más tarde, sus bellas Confesiones: Canto a la miseri­cordia de Dios. Historia de una voca­ción, historia de una elección, historia de un alma, canto a la gracia. El final es siempre el mismo: ¡Gloria a Dios! Amén.

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 15, 1-32

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos  los escribas murmuraban entre ellos: – «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.» Jesús les dijo esta parábola: – «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al Regar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: ¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido. “Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: ¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido. «Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.» También les dijo: – «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.» El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.  Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.  Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.»

Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. » Pero el padre dijo a sus criados: «Sacad en seguida el mejor traje y vestido; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.» Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: «Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.» Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.» El padre le dijo: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.»»

Lucas ha colocado aquí -¿las encontró ya uni­das?- tres parábolas que guar­dan, por el tema, gran parecido. Parábolas de los objetos perdidos las llaman algunos. Parábolas de la misericordia las llaman otros. Quizás sea mejor de­nominarlas: Parábolas de la alegría de Dios al recuperar sus objetos perdidos. Porque no es sólo la pérdida de los objetos lo que las une; es también la misericordia. Pero ¡qué misericordia! Ahí está, al parecer, el acento: en la inefable bondad del Señor; en la in­contenible alegría de Dios al recuperar lo que se ha­bía extraviado; en el gozo indescriptible de en­contrar al pecador. ¡El pecador es cosa suya, es algo de su pertenencia! ¡Y lo ama tiernamente!

Lucas les ha dado un marco conveniente. Jesús se justifica delante de los fariseos. Jesús justifica su conducta de ir y frecuentar el trato con los pecado­res: Jesús ama a los pecadores. Y esa actitud no es sino la expresión, en el fondo, del amor que Dios les tiene. Los acusadores deberían ver en ella una se­ñal: La voluntad misericordiosa de Dios, que quiere que se salven. Dios se alegra de forma in­descriptible, cuando uno de estos pecadores encuen­tra el camino de vuelta. San Juan lo declaró así: Tanto amó Dios al mundo que en­tregó a su Unigé­nito Hijo. Lo mismo San Pablo en Rm 8, 32.

Jesús, pues, cumple una misión de amor. Estas parábolas quieren justifi­car su conducta. Pero qui­zás sea poco exacta la palabra justificar para ex­pre­sar todo el misterio. Jesús no sólo se justifica ante sus acusadores; Jesús in­vita a los acusadores a participar de los mismos sentimientos de misericordia del Dios Santo. Los acusadores, los fariseos, no serán justos, no serán perfec­tos, no serán hijos, si no comparten los sentimientos del Padre. Ha co­menzado la Obra de Dios. Y esa Obra es obra de amor y de perdón. Quien no se apropie esos senti­mientos no entrará en el Reino. Las Bodas celebran la vuelta del hijo pródigo. Quien no encuentre en él al hermano que vuelve, no entrará en las Bodas de la vida eterna.

Veamos lo más saliente para no hacer dema­siado extenso el comentario:

A) La alegría inefable de Dios.

Tres veces apa­rece el tema de la alegría en la primera parábola: a)…la encuentra, se la carga sobre sus hombros, muy contento; b) ¡Alegraos conmigo!; c)…habrá más alegría en el cielo… Nótese en la parábola la ternura: la toma sobre sus hombros. Sabemos que la oveja, una vez descarriada, es incapaz de volver por sí misma al rebaño. Se arrincona, se acoquina y, aun encontrada, no sabe dar un paso. Hay que tomarla sobre sí y llevarla. Todo eso hace el pas­tor. Y no de mala gana. Todo lo contrario, sin re­ga­ñarla, la toma muy contento sobre sus hombros y la trae al rebaño. ¡Qué alegría la del pastor, cuando encuentra a su oveja! Así es la alegría de Dios, cuando encuentra al pecador, su oveja perdida.

En la breve parábola de la dracma encontra­mos, fundamentalmente, los mismos elementos: la pena de la pérdida, el afán por recuperarla, la alegría al encontrarla y la explosión de júbilo, comunicada a las vecinas. También a la mujer le falta su dracma. Pensemos en el mundo oriental. Diez dracmas son el pobre y único adorno de esta mujer. ¡Y le falta una! Ya no puede lucir su adorno, ya no puede salir a la calle. Es fácil comprender la explosión de alegría al recuperar aquella piece­cita de su adorno, aquella parte de su tesoro. Así Dios.

La tercera es toda ella explosión de inconteni­ble alegría y gozo: el padre echa a correr (¡Un an­ciano corriendo! ¡Está fuera de sí!); se le arroja al cuello (¡El padre al hijo!); le besa con afecto (¡Al mal hijo!); le adorna con un traje nuevo (¡Expresión de distinción para el hijo que le había deshon­rado!); le en­trega el anillo (¡Partícipe de sus bie­nes al que había dilapidado todo!); calza sus pies con sandalias (¡Admisión como hijo, no como es­clavo!); por fin el novi­llo, ¡el novillo cebado! (con artículo), ¡el novillo reservado para la gran oca­sión! (Para las bodas del primogénito, quizás); la fiesta, el canto, la música… Dios goza con la con­versión del pecador.

B) Aprecio del pecador.

La oveja es pertenencia del pastor; la dracma, de la mujer; el hijo, del pa­dre. Es algo de su vida y de su persona. Sufre el pastor, sufre la mujer, sufre el padre, cuando se ex­travía el objeto querido. La pena de la pérdida no se ve compensada ni por las noventa y nueve, ni por las nueve dracmas, ni por el hijo mayor que aún quedan. Falta algo importante al re­baño, falta algo importante al adorno, falta algo importante a la familia. Aquel rebaño, con noventa y nueve, no es su rebaño; ni aquel adorno, su adorno; ni aquella familia, su familia. El pastor no descansa, la mu­jer no deja de buscar, el padre no duerme hasta tener su re­baño (cien ovejas), hasta recomponer su adorno (diez dracmas), hasta recuperar su familia (dos hijos). El pensamiento y el corazón están pendien­tes de la pieza que falta. Así considera Dios al pe­cador: es algo suyo, algo que le pertenece, algo que estima sobremanera. Algo que le falta a su rebaño, algo que le falta a su tesoro, algo que le falta a su familia. La obra de Dios ha de ser perfecta, y la ausencia de uno amenaza destruirla. Dios, pues, se alegra indescriptiblemente, cuando encuentra a su hijo, cuando halla su dracma, cuando carga a hom­bros con su oveja

C) Participar de los sentimientos divinos.

Es quizás la nota más impor­tante de estas parábolas, en especial de la tercera. El pastor reúne a los pas­tores y celebra con ellos el hallazgo de la oveja. La mujer convoca a las vecinas y les comunica su ale­gría. El padre invita al hijo mayor a entrar y a alegrarse en la fiesta. No se entendería la parábola (las parábolas) sin ésta última parte.

El padre habla del hijo, del hermano perdido que ha sido encontrado, que estaba muerto y ha re­vivido. El hermano mayor no entiende la conducta del padre. Le cae injusta y loca. Un hijo -ese tu hijo- que ha malgastado la ha­cienda de malas maneras ¿merece acaso que se le acoja así? Él. El hijo mayor, ha vivido todo el tiempo sumiso al padre, trabajador, obediente, y no ha reci­bido en pago de su comportamiento ni un pequeño regalo del padre. ¿No es esto injusticia y capricho loco? Así pensaban, sin duda alguna, los fariseos. El ra­zonamiento puede ofuscarnos.

Sin embargo, la justicia de Dios no es la justicia de los hombres. La justicia de Dios no es la justicia del juez; es la justicia del padre, es decir, el amor de padre. El padre no llora la vuelta del hijo, la festeja. El padre no castiga al hijo, lo agasaja. El padre no recuerda el mal que ha hecho, celebra el bien que le hace. El padre no azota al hijo pródigo, abraza al hijo que vuelve. El hijo que vuelve ¡es su hijo! El padre se esfuerza por hacérselo entender al hijo ma­yor: ¡Entra y alégrate, tu hermano ha vuelto! Faltaba algo a la familia. Ya no falta. Eso es lo que importa.

La parábola se queda abierta. Dirigida enton­ces a los que se creían los hi­jos mayores, los perfec­tos, los predilectos, va dirigida ahora a todos. Si quere­mos ser verdaderamente hijos de Dios, debe­mos participar de sus sentimien­tos. Debemos amar como Dios ama, alegrarnos como él se alegra, feste­jar la vuelta del hermano como él la festeja y de­searla tan ardientemente como él la desea.

E) Pecado y conversión.

El tema del pecado está presente en las tres pará­bolas. La oveja se ha ex­traviado, la dracma se ha perdido, el hijo se ha mar­chado. El lugar de la oveja es el rebaño. Apar­tarse de él es exponerse a la per­dición. La dracma desprendida del brazalete pierde su sentido y su valor. El hijo alejado de la casa paterna cae en la miseria más espantosa. Eso es el pe­cado: desorden, ruina. Implica cierta arrogancia. Al hijo no le in­teresa la convi­vencia con el padre, ni a la oveja la pertenencia al rebaño. ¿Se alejó el hijo para entre­garse al vicio? ¿O se entregó al vicio precisa­mente, porque estaba le­jos del padre? La situación final aparece en todo caso desastrosa.

También el tema de la conversión puede rastre­arse en estas parábolas. En las dos primeras la ini­ciativa parte de Dios: el pastor que busca a su oveja y la carga sobre sus hombros; la mujer que ba­rre la casa en busca de la dracma. La tercera pará­bola le da una amplitud mayor. Es toda una sicolo­gía de la conversión. La iniciativa parte, esta vez, del pecador.

Breve meditación

El tema principal podría compendiarse en la frase de Pablo: Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores. Ese es el evangelio de Pablo y ese tam­bién el Evangelio de Cristo. Pablo lo vivió en propia carne. Cristo lo vivió en toda su vida. Su muerte ha sido en expiación de los pecados. ¿No dijo de él Juan Bautista ser el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo? La ter­cera lectura lo proclama abiertamente. La segunda lo canta con emoción y agradecimiento. La primera lo anuncia con el pueblo de Israel. El salmo res­ponsorial lo expresa en forma en forma de ardiente súplica. Anuncio, súplica, canto, proclama: Dios es Miseri­cordia, Dios es Amor. ¡Gloria a él por los siglos de los siglos. Amén! ¿Quién temerá, contrito, acer­carse a Dios?

3. Oración final

Señor Jesús, después de ver que en el cielo hay más alegría por un solo pecador que se convierte y vuelve al Padre, que por noventa y nueve justos que no necesitan de conversión, te pido Señor, que derrames tu amor sobre cada uno de nosotros, para que cada vez más, conozcamos el corazón misericordioso del Padre y así tengamos el valor y el coraje de volver a Él, de abandonar nuestro pecado, de retomar su camino, pidiéndole perdón y así experimentando su misericordia que nos da vida, que nos ayuda a vivir de acuerdo a su voluntad, teniendo vida en Él, por ti. Danos Señor, la gracia de experimentar el perdón y la misericordia del Padre y así tener en ti la vida y vida en abundancia que Tú nos das. Amén.

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