Domingo 27 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Hemos de reconocer que somos hombres de poca fe, que es necesario acrecentarla, hacerla más auténtica y personal, purificada de desviaciones, centrada en Dios. En un mundo en que muchos alardean de incredulidad y agnosticismo, los discípulos de Jesús han de acrecentar la luz de la fe, para liberarse de tantas tinieblas desconcertantes, que desdibujan y difuminan el verdadero rostro de Dios. El creyente experimenta una liberación interior cuando por medio de la fe en Jesús descubre la verdadera clave para entender la historia y la vida propia.

1. Oración

Tú que nos haces notar nuestra falta de fe, que nos haces ver que teniendo fe, nuestra vida mudaría, te pedimos como esos discípulos… “…auméntanos la fe…”, ayúdanos a conocerte y a creer y confiar en ti, ayúdanos a darte un lugar en nuestro corazón y dejarnos guiar y conducir por ti; ayúdanos Señor, a creer en ti y a creerte a ti, por eso, te pedimos… “…auméntanos la fe…”, para identificarnos cada vez más contigo, para vivir tus enseñanzas, para ser y actuar como nos pides y así mostrar nuestra fe en ti, con nuestras obras, con nuestra manera de ser y con el testimonio que demos. Amén.

 

2. Lectura y comentario

2.1. Lectura de la profecía de Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4

¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré: «Violencia», sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, urgen luchas, se alzan contiendas? El Señor me respondió así: «Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido. La visión espera su momento, se acerca su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse. El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe.»

Habacuc, uno de los doce profetas menores. Su profecía es breve y, por cierto, no exenta de dificultades. No sabemos a ciencia cierta los pormeno­res en que se desenvolvió el ejercicio de su misión. Se da por seguro, con todo, que vivió los últimos tiempos del reino de Judá. El imperio asirio comenzaba a tambalearse. Otro imperio, digno contrin­cante del primero, ha­cía aparición en la escena política; salía un competi­dor de envergadura: el pueblo caldeo, el imperio neobabilónico. Asiria acabará por ser barrida de la escena. Tampoco Judá podrá alegrarse por mucho tiempo. Nabucodonosor la destrozará con su pesada mano. En este marco his­tórico hay que colocar la profecía de Habacuc.

El pueblo de Judá sufre violencia (primera parte). ¿Es el mesías reinante el que oprime al pueblo? ¿Es la férrea dictadura asiria la que angustia al reino? La violencia clama al cielo. Se acerca el vengador. El profeta clama a Dios supli­cando in­tervención. Surge la figura de los caldeos. ¿Han sido ellos los encargados de castigar al violento? El remedio, sin embargo, no ha podido dar con la enfermedad. El pueblo caldeo se muestra tanto o más cruel que el anterior dominador. El pro­feta sigue suplicando y gimiendo. La respuesta a sus súplicas viene co­mu­ni­cada en una visión: El injusto tiene el alma hen­chida, pero el justo vi­virá por la fe. Es el mensaje fundamental. El injusto no puede ser otro que el in­vasor. El invasor, aquí en este caso, no es otro que el pueblo caldeo, que se expande por toda Palestina. El invasor se ha henchido de soberbia y orgullo. No teme a nada ni a nadie. Dios no lo soporta. Ha dispuesto barrerlo como el viento leve que lo infla. El justo no es otro que el pueblo fiel. Su fe en el Dios vivo lo sal­vará. Sobrevivirá debido a su fe (en el Dios de Israel). En realidad no puede desaparecer el que se ha unido con toda su alma a la mano todopoderosa del Dios Inmortal. Dios no permite que sus fieles perezcan. Es el gran anuncio. Anuncio que ha quedado grabado en la mente de todo buen isra­elita y que Pablo, a su tiempo, lo comentará.

El texto de Habacuc ha suscitado considerable eco en el Nuevo Testamento. Recordemos tan sólo a San Pablo en Rm 1, 17 y Ga 3, 11. También Hebreos lo trae en 10, 38. San Pablo se valió de él para ex­poner la doctrina de la justifi­cación por la fe. Pa­rece que la primitiva Iglesia lo contempló con cierto agrado. La salvación por la fe será uno de los grandes temas de la revelación de Jesús.

2.2. Salmo responsorial Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9 (R.: 8)

R. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón.»

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. R.

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. R.

Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras.» R.

El salmo refleja un acto litúrgico. La primera parte de tono hímnico, la se­gunda de carácter oracular: alabanza y oráculo. La liturgia de hoy celebra los dos elementos. Alabemos a Dios, porque ha hecho maravillas, porque él es nuestro Dios y nosotros su rebaño. Pero no olvidemos escuchar su voz, no endurezcamos el corazón, no sea que se encienda su ira y nos destroce. Ala­banza, respeto, docilidad y santo temor.

El estribillo nos invita a tomar una postura de fe y docilidad a la palabra de Dios. Dios nos conduce. Hay que dejarse llevar, por más que surjan y surjan dificultades. Dios puede con todas ellas. La parte hímnica lo recuerda. El endurecimiento, la prueba, la tentación hacen imposible la acción bienhechora de Dios. ¡Escuchemos su voz! ¡Nos va en ello la vida! El estribillo, pues, nos ofrece en forma de resolución la auténtica respuesta salvadora al Dios salva­dor: docilidad, seguimiento. Es la vida de fe, de fe viva. Queremos seguir a Dios, porque él es nuestro Dios y nosotros su rebaño, por­que él es nuestro sal­vador. Queremos seguirle en grupo, como rebaño.

2.3. Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1, 6-8. 13-14

Querido hermano: Reaviva el don de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor y de mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios. Ten delante la visión que yo te di con mis palabras sensatas y vive con fe y amor en Cristo Jesús. Guarda este precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros.

Timoteo ha sido constituido pastor. Ha sido co­locado al frente de una co­munidad cristiana. Se le ha encomendado una parte del rebaño del Señor. Ti­moteo debe cuidar de él. De él depende, en gran parte, la salud religiosa del pueblo: es su respon­sable. Y como responsable deberá responder de él ante el Señor que se lo ha encomendado.

Timoteo ha recibido la investidura de su oficio, la gracia y misión del pasto­reo, en la imposición de las manos. Timoteo es un consagrado, ha sido orde­nado para conducir al pueblo cristiano a las fuentes de la vida eterna. Es un don y es una obli­gación. Timoteo debe avivar el don recibido. Y avivar el don recibido significa: cobrar ánimo e in­fundirlo, proclamar la palabra de Dios y hacer ca­llar al impío, actuar con energía y consolar con de­licadeza, dar la cara por el Señor y guardar celoso el tesoro encomendado. Timoteo no debe conocer el miedo. Le precede el ejemplo de Jesús, el ejemplo de Pablo, y le acompaña y robustece la fuerza del Espíritu Santo que habita en su interior. Así queda de­lineada la figura del buen pastor: imitación, en lo posible, del Buen Pastor que, movido por el Es­píritu Santo, dio la vida por las ovejas.

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: «Auméntanos la fe.» El Señor contestó:
– «Si tuvieran fe como un granito de mostaza, dirían a esa montaña: “Arráncate de raíz y plántate en el mar.” Y les obedecería. Supongan que un criado suyo trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de ustedes le dice: “En seguida, ven y ponte a la mesa`? ¿No le dirán: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú”? ¿Tienen que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo ustedes: Cuando hayan  hecho todo lo mandado, digan: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer. ” »

El texto evangélico consta de dos partes: el lo­gion sobre la fe y la breve pa­rábola del criado. No parece que tengan una relación íntima común. ¿Las quiso relacionar el evangelista?

Jesús pide fe, Jesús exige fe, Jesús recrimina la falta de fe, Jesús alaba la fe, Jesús… Jesús habla tanto y con tanta urgencia de la fe, que no dudan sus discípulos en ver en ella algo grande. Convencidos de la necesidad de la fe su­plican a Jesús: Aumenta nuestra fe. Sencilla y preciosa petición. Los após­toles piden fe.

La fe es algo grande, muy grande. Tan grande que es capaz de obrar mara­villas. Jesús lo declara con una notoria hipérbole. La fe alcanza lo impo­sible. Lo que el hombre, en su inteligencia y volun­tad, no puede conseguir, lo consi­gue con la fe. Los apóstoles necesitan fe, es decir, confianza en Dios. A Dios nadie lo ha visto nunca. Sin embargo, su voz llega a nosotros clara y limpia a través de su Hijo. Él es su voz y su Palabra. Las palabras de Dios -su Palabra- nos abren un mundo que está muy más allá de nuestros sentidos y alcan­ces humanos. Por la fe comenzamos a ver, comenzamos a apre­ciar y comen­zamos a caminar en este mundo nuevo, que es, en el fondo, la manifestación de Dios mismo. Por la fe caminamos asidos de la mano de Dios. Por la fe nos dejamos llevar. ¿Qué no podrá hacer uno, asido de la todopoderosa mano de Dios? ¿Qué viento, tormenta o huracán podrá zarande­arlo o arrebatarlo de las manos de Dios? Quien tiene fe se comportará, como Dios se comporta. Quien tiene fe vivirá la vocación cristiana en toda su perfección e integridad, pues descansa en Dios. Nada podrán contra él ni el enemigo demonio ni el mundo ni la carne. Los apóstoles piden fe. Pidamos y supliquemos la fe. Nos es nece­saria: para ver, para sentir, para obrar.

La parábola que sigue sólo puede entenderse dentro de las costumbres de entonces. El criado es un siervo. El siervo es un esclavo. El esclavo no goza de libertad. El esclavo, en otras palabras, no es un hombre libre. El esclavo de­pende en todo y para todo de su señor. Su deber y obligación, su condición es servir al señor en todo aquello que éste le exija y requiera. El esclavo no puede tener pre­tensiones. Nada se le debe por cumplir su obliga­ción. Si no cumple, se le castiga; si cumple, no se le premia. Si viene del campo, si viene de la granja, si viene de un servicio cualquiera y a continuación se le ordena otro, nada hace de extraordinario; se guardará muy bien de protestar. Es su oficio, es un siervo, un esclavo. Así las cosas en aquel tiempo.

La parábola sirve para ilustrar la actitud que debe guardar el cristiano respecto a Dios. El cris­tiano es un siervo, una criatura, un ser dependiente. Y lo es bajo todo concepto. ¿Qué tiene que no le venga de su Señor? No debe olvi­darlo nunca. Le ayudará a no dar malos pasos. Después de haber hecho todo, piense que sólo ha hecho lo que tenía que hacer. Es una auténtica postura re­ligiosa y cristiana. Una actitud así le obligará a compren­der mejor al hermano.

No se dice, ni se quiere decir en la parábola, que Dios sea u obre como un tirano; ni que se desen­tienda de su siervo. Otras parábolas nos hablarán con verdadero énfasis del amor y de la ternura de Dios por sus criaturas. Aquí se expresa tan sólo una verdad visible: el siervo es siervo y debe condu­cirse como tal, sin pretensiones ni exigencias. Es una réplica severa al concepto de retribución que cultivaban los fariseos. Por mucho que hagamos o hayamos hecho, nada nos debe Dios. Hicimos lo que debíamos y quizás menos de los que debíamos. Dios no es ni puede ser en ningún caso nuestro deu­dor. Noso­tros no podemos obligar a Dios en justi­cia. Él es el Dueño y nosotros somos los siervos. El cristiano, aunque hijo, no debe olvidarlo. No se habla aquí del valor de las obras. Se suponen bue­nas. Se habla sin más de su carácter obligante: no tienen ninguno.

REFLEXIONEMOS:

Podríamos comenzar hoy por el estribillo del salmo responsorial: Escucha­remos tu voz, Señor. El verbo, en futuro, expresa una decisión firme y seria: queremos y nos proponemos escuchar la voz del Señor. El número, en plural, denota un acto en común, un acto comunitario. Y tanto lo uno, -decisión-, como lo otro, -comunitaria-, se presen­tan hoy día como urgente y necesario. Hay mu­chas fuerzas que amenazan y minan implacablemente la fe cristiana. Pense­mos en las transmisiones televi­sivas, en las emisiones radiofónicas, en los li­bros y revistas de divulgación y recreo, en los alicientes de una propaganda de la vida fácil… Urge actuali­zar la decisión de la fe y urge actuarla de forma co­munitaria. No es la fe lo que actualizamos: es nuestra fe lo que queremos revi­talizar. La amenaza es para todos en cuanto todos, es decir, en cuanto comu­nidad cristiana. Debemos animarnos, debe­mos ayudarnos mutuamente, de­bemos defender y vivir nuestra fe común en común. Escucharemos tu voz, Se­ñor. El culto es el mejor momento.

El cristiano ha tomado una resolución fundamen­tal: escuchar la voz del Se­ñor. Es lo que define delante del mundo. Los poderes de este mundo presen­tan un programa y una acción que, aunque atractivos y seductores, se esfu­man y pasan. No son capaces de sostener la irresistible corrosión de los tiem­pos. Son el mundo. El hombre de fe, el cristiano, asido a la mano de Dios, su­pera todas las tormentas. La fe lo salva. El justo vive y vivirá por la fe. Es pa­labra de Dios y la palabra de Dios permanece para siempre. El fiel, asido a ella, permanecerá para siempre.

Queremos escuchar la voz del Señor, quere­mos seguir sus consignas, que­remos ser su re­baño. El Señor es la Roca Firme. ¿Quién temerá? Queremos ver, sentir, pensar y querer como Dios ve, siente, piensa y quiere. De esa forma perma­necerán nuestro pensar, sentir y querer para siem­pre. Escucha­remos la voz del Señor: en ello nos va la vida, como personas y comunidad. La fe en Dios nos mantiene en vida, nos mantiene hermanos.

El típico hombre de fe viene presentado por la segunda lectura. Hombre va­liente, hombre sin miedo. Hombre seguro de sí mismo, decidido. Hombre traba­jador, hombre generoso, servicial y entregado al prójimo. El hombre de fe no tiene nada que perder en este mundo y tiene mucho que ganar. El hombre de fe es optimista. Camina hacia cumbres más altas, respira aires más puros. El hombre de fe no va solo, lo lleva y conduce la fuerza del Espíritu Santo. Es un desafío a los tiempos. Ante un mundo materializado y corrom­pido se presenta la fe como una renovación y una superación: como la salvación del hombre. No ha­blará de otra cosa San Pablo en sus cartas.

Con la fe somos capaces de obrar maravillas. Y no cualesquiera, sino la gran maravilla de ser todo unos hombres, todos unos cristianos, todos unos hijos de Dios. La fe nos hará ver más allá de lo que pueden ver nuestros ojos. Con ella apreciaremos las cosas en su justo valor. La fe nos conformará a Cristo; seremos capaces de repetir su obra, la gran maravilla de Dios. En ella vence­mos al mundo en todas direcciones. Quien escucha la voz de Dios escucha a Cristo, la Voz de Dios. Y quien escucha a Cristo se hace con él y en él voz de Dios. So­mos voz y testimonio, grito y proclama de realida­des auténticas supe­riores que dignifican a la per­sona, levantan la sociedad y alcanzan a Dios. Urge avivar la fe, avivar la gracia que hemos recibido en el bautismo. Hay que combatir, edificar y vivir. Y sin fe pereceremos para siempre. Señor, aumenta nuestra fe Una oración que no debemos olvidar.

El hombre de fe confía en Dios y no confía en sí mismo. El hombre de fe re­conoce su debilidad y confiesa la fuerza de Dios. El hombre de fe se re­conoce criatura y siervo. Sería la segunda parte del evangelio. Somos siervos. Con­viene meditarlo y no olvidarlo en ningún momento. Quien se consi­dera siervo de Dios se considera también siervo de los hombres. El siervo de Dios no co­mete in­justicias; no es presuntuoso, no es petulante, no es intransigente; no es pretencioso ni conoce la envidia; sabe respetar, sabe honrar, sabe querer y servir. El siervo de Dios es agradecido, humilde y reverente. ¿Qué somos ante Dios? ¿Qué tene­mos que no lo hayamos recibido? El siervo escucha la voz de su Señor, que promete y amenaza. Pro­mete la vida eterna, cuando se le obedece. Ame­naza con el castigo eterno, cuando se le desoye. El siervo sabe que el mismo Señor se sentará a su lado y le servirá la cena, si lo espera vigilante. Lo sabe porque lo cree y lo cree porque escucha la voz del Señor que se lo pro­mete. Sabe que el Señor no es un tirano, sino un padre. Sabe que lo ama de forma inefable. El siervo lo sabe y lo acepta. Pero también sabe que es indigno e inme­recedor de tales bondades. El siervo conoce su condición de criatura y la vive en obediencia agra­decida, en humildad edificante, en modestia servi­cial y en atención delicada y seria. El siervo viene a ser el hombre perfecto que sabe amar y dejarse amar de Dios. No olvidemos que para ser buenos hijos -y her­manos unos de otros- debemos ser buenos siervos y que, para alcanzar un buen ser­vicio, debemos ser buenos hijos -y hermanos-. Je­sús fue Hijo de Dios y Siervo.

3. Oración final: 

Señor Jesús, “auméntanos la fe” fue el pedido que te hicieron y es el pedido que te seguimos haciendo, para que cada vez más te conozcamos, te sigamos y busquemos vivir como Tú lo hiciste y como Tú nos pides; por eso, “auméntanos la fe”, porque nos damos cuenta, que sin ti, la vida no tiene sentido, que sin ti, no encontramos la plenitud de vida que solo Tú nos das, porque Tú eres el único que nos salvas y nos das vida. Llénanos Señor, de tu amor, y abre nuestro corazón a tu Palabra para que conociéndola, la vivamos y así tengamos de ti, vida y vida en abundancia. Amén.

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