Octava de Pascua – Ciclo A

Pascua

La celebración del Domingo de Pascua se extiende durante toda la semana. Meditemos ante cada encuentro.

LUNES DE LA SEMANA PRIMERA DE PASCUA

Evangelio según San Mateo 28,8-15.

Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos. De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: «Alégrense». Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él. Y Jesús les dijo: «No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán». Mientras ellas se alejaban, algunos guardias fueron a la ciudad para contar a los sumos sacerdotes todo lo que había sucedido. Estos se reunieron con los ancianos y, de común acuerdo, dieron a los soldados una gran cantidad de dinero, con esta consigna: «Digan así: ‘Sus discípulos vinieron durante la noche y robaron su cuerpo, mientras dormíamos’. Si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros nos encargaremos de apaciguarlo y de evitarles a ustedes cualquier contratiempo». Ellos recibieron el dinero y cumplieron la consigna. Esta versión se ha difundido entre los judíos hasta el día de hoy.

Del sepulcro vacío parten dos embajadas: la de las mujeres convertidas en mensajeras de la resurrección, y la de los guardianes del sepulcro, que se dirigen a los sumos sacerdotes para comunicarles lo ocurrido. Hay un hecho cierto que nadie se atreve a negar; el sepulcro vacío. Lo afirman, por supuesto, las mujeres mensajeras; lo declaran los guardianes del sepulcro; no lo pueden negar los sumos sacerdotes. Sin embargo, este hecho, admitido por todos, tiene diversas posibilidades de explicación; es decir, del sepulcro vacío no se deduce con evidencia la resurrección de quien había sido puesto en él. El presente relato de Mateo recoge dos posibilidades de las apuntadas; una: que Jesús ha resucitado; otra, que el cadáver de Jesús había sido robado. Las dos posibilidades son expuestas por el evangelista aparentemente con gran neutralidad. Debe ser el lector del evangelio quien se decida por una u otra. ¿Es convincente la versión dada por los sumos sacerdotes? Evidentemente que no. El lector debe decidirse a admitir la primera posibilidad: la resurrección de Jesús atestiguada por las mujeres.

Pero lo que ocurrió en los primeros momentos, sigue ocurriendo. La resurrección de Jesús no es un hecho controlable, sino un hecho sobrenatural admisible únicamente desde la fe. Cuando se cierra el corazón a la fe, la resurrección pasa automáticamente al terreno de la leyenda. En el momento en que escribe Mateo su evangelio continuaban las discusiones entre los judíos y los cristianos. El simple hecho de la existencia de la comunidad cristiana en Jerusalén y de su predicación era una denuncia constante contra las autoridades judías.

MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DE PASCUA

Evangelio según San Juan 20,11-18.

María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?». María respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo». Jesús le dijo: «¡María!». Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: «¡Raboní!», es decir «¡Maestro!». Jesús le dijo: «No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: ‘Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'». María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.

  1. 11-18. Jesús había anunciado a los suyos la tristeza por su muerte, pero asegurándoles la brevedad de la prueba y la alegría que les produciría su vuelta (16,16-23a). María, en cambio, llora sin esperanza (cf. 11,33) (11); ha olvidado las palabras de Jesús. No se separa del sepulcro, donde no puede encontrarlo.

Los guardianes del lecho (dos ángeles) (12) son los testigos de la re­surrección y están dispuestos a anunciarla. Blanco, color de la gloria di­vina; su presencia es un anuncio de vida. El vestido y la pregunta de los ángeles (13) muestran que no hay razón para el llanto. Mujer, apelativo usado por Jesús con su madre (2,4 y 19,6), la esposa fiel de Dios en la antigua alianza, y con la samaritana (4,21), la esposa infiel. Los ángeles ven en María a la esposa de la nueva alianza, que busca desolada al esposo, pensando haberlo perdido. Respuesta de María: como la primera vez que llegó al sepulcro (20,2), sigue pensando que todo ha terminado con la muerte.

Mientras siga mirando al sepulcro no encontrará a Jesús. En cuanto se vuelve (14), lo ve de pie, como una persona viva, pero la idea de la muerte la domina y no lo reconoce. La pregunta de Jesús (15) repite en primer lugar la de los ángeles: no hay motivo para llorar. Añade ¿A quién buscas?, como en el prendimiento (18,4.7), para darse a conocer.

Pero María no pronuncia su nombre. Hortelano: vuelve la idea del huerto/jardín, según el lenguaje del Cantar (19,41). Se prepara el en­cuentro de la esposa (Mujer) con el esposo (3,29). María, obsesionada con su idea, piensa que la ausencia de Jesús se debe a la acción de otros, si te lo has llevado tú.

Jesús la llama por su nombre (16)y ella reconoce su voz (10,3; cf. Cant 5,2). Se vuelve del todo, sin mirar más al sepulcro, que es el pa­sado. Al esposo responde la esposa (cf. Jr 33,11; Jn 3,29): se establece la nueva alianza por medio del Mesías. Rabbuni, “señor mío”, tratamiento de los maestros, pero también de la mujer dirigiéndose al marido. El lenguaje nupcial expresa la relación de amor y fidelidad que une la co­munidad a Jesús; pero este amor se concibe en términos de discipulado, es decir, de seguimiento. Gesto implícito de María (Cant 3,4: »Encontré al amor de mi alma; lo agarraré y ya no lo soltaré»). La alegría del encuentro hace olvidar a María que su respuesta a Jesús ha de ser el amor a los demás. A ese gesto responde Jesús al decirle: Suéltame. Da la razón (aún no he subido, etc.). La fiesta nupcial será el estadio último, cuando la esposa, la humanidad nueva, haya recorrido su camino, el del amor total, y la creación quede perfectamente realizada.

Jesús envía a María con un mensaje para los discípulos, a los que por primera vez llama sus hermanos: amor fraterno, comunidad de iguales. Antes de la subida definitiva de Jesús al Padre junto con la humanidad nueva, hay otra subida que dará comienzo a la nueva historia. Volverá con los discípulos (14,18). La mención del Pa­dre de Jesús como Padre de los discípulos responde a la promesa de 14,2-3: »En el hogar de mi Padre hay vivienda para muchos, etc.». Jesús sube ahora para dar á los suyos la condición de hijos (mis her­manos), mediante la infusión de su Espíritu (14,16s). Esta experiencia les hará conocer a Dios como Padre (17,3); será su primera experiencia verdadera de Dios. No van a llamar Padre al que conocen como Dios, sino al contrario: llamarán Dios al que experimentan como Padre. No reconocen a otro Dios más que al que ha manifestado en la cruz de Jesús su amor gratuito y generoso por el hombre, comunicándole su propia vida. Es el único Dios verdadero (17,3). La comunidad recibe noticia de la resurrección de Jesús (18).

MIÉRCOLES DE LA PRIMERA SEMANA DE PASCUA

Evangelio según San Lucas 24,13-35.

Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

A pocos relatos les he dado más vueltas que al de los discípulos de Emaús. Me parece tan rico, tan redondo, tan inagotable, que también este año tiene algo que decirme. Es un itinerario para discípulos frustrados, una terapia intensiva para aprender a reconocer al Resucitado en el camino de la vida. ¿Qué podemos hacer cuando nos sentimos timados, cuando tenemos la impresión de que la fe no produce ni en nosotros ni el mundo los resultados que habíamos soñado? ¿Cómo encajar las decepciones que nos crea a veces nuestra Iglesia? ¿Cómo aceptar que tras dos mil años de cristianismo siga habiendo en el mundo tanto mal?

La terapia de recuperación de la fe pasa por cuatro etapas. La primera consiste en hablar, en poner nombre a todas nuestras zozobras y miedos, en sacar afuera la frustración que guardamos en nuestra bodega, en contársela con pelos y señales a ese misterioso pedagogo que camina con nosotros y que nos pregunta: «¿Qué asuntos te traen de cabeza? ¡Cuéntamelos! Cuando nos atrevemos a contarle a él lo que nos pasa hemos puesto en marcha un proceso de sanación.

La segunda etapa consiste en escuchar. En la primera, Jesús, como buen terapeuta, ha sido todo oídos para que nosotros pudiéramos ser todo palabra. Ahora se invierten los papeles. Nos toca a nosotros escuchar su Palabra. Esta palabra se nos transmite, sobre todo, en la Escritura. Volver a la Escritura con humildad, sin ansiedades, es el único modo de que nuestro corazón decepcionado comience lentamente a arder. ¡Sólo la Palabra enciende de nuevo las ascuas que están debajo de nuestras cenizas!

La tercera etapa pasa por el comer. A los discípulos de Emaús sólo se les abren los ojos, sólo reconocen al extraño compañero de camino, cuando éste se queda a cenar con ellos y les parte el pan. También hoy para cada uno de nosotros la eucaristía es el «lugar del reconocimiento», en el doble sentido de la palabra: de acción de gracias y de caer en la cuenta.

La cuarta etapa finalmente, es semejante a la que hemos visto en los encuentros de los días anteriores. Consiste en acoger el testimonio de otros y en comunicar el propio. Los discípulos de Emaús, que habían comenzado un itinerario de de misión (el que los llevaba de Jerusalén a su pueblo), emprenden un itinerario de misión, que los lleva de nuevo a Jerusalén, donde está la comunidad. Tras reconocer al Resucitado, han pasado de ser dimisionarios a ser misioneros. Curiosamente, cuando se encuentran con la comunidad, no son ellos los primeros en contar lo que les ha pasado, sino que aceptan la confesión de fe de los Once y de sus compañeros: «Es verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón».

Hablar, escuchar, comer y comunicar son los verbos que marcan las cuatro etapas de un profundo encuentro con el Resucitado. Los discípulos de Emaús no son sino prototipos de lo que tú y yo somos. En su aventura de fe encontramos luz para comprender mejor la nuestra.

JUEVES DE LA PRIMERA SEMANA DE PASCUA

Evangelio según San Lucas 24,35-48

Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes». Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo». Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?». Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos. Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos». Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto.

Mientras estaban hablando con los once, se presentó Jesús en medio de ellos. ¡Por cuántos acontecimientos dramáticos pasaron estos pobres hombres!: La ultima cena, el jueves último… el arresto en el jardín de Gethsemaní… la muerte en la cruz de su amigo… Judas, uno de ellos, ahorcado. El grupo de los «doce» pasa a ser los «once».

En este contexto tiene lugar la desconcertante «resurrección. En lo más hondo de su desesperación Tú vienes a decirles: «¡no temáis!» En mi vida personal, en la vida del mundo, de la Iglesia, evoco, hoy, una situación en la que falta la esperanza. Pero Tu estás aquí, Señor, «en medio de nosotros».

Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Jesús les dijo. «Por qué os turbáis y por qué suben a vuestro corazón estos pensamientos? Ved mis manos y mis pies, ¡que soy Yo! Palpadme y ved que el espíritu no tiene carne ni huesos…» En su alegría no se atrevían a creerlo. Jesús, les dijo: «¿Tenéis aquí algo que comer? Le dieron un trozo de pescado asado, y tomándolo lo comió delante de ellos. Evidentemente, los «once» como todos los demás hasta aquí, fueron incrédulos. Todos los relatos subrayan esa «duda». Para esos semitas que ni siquiera tienen idea de una distinción del «cuerpo y del alma», si Jesús vive, ha de ser con toda su persona: quieren asegurarse de que no es un fantasma, y para ello es necesario que tenga un cuerpo… La resurrección no puede reducirse a una idea «de inmortalidad del alma».

Todos los detalles quieren darnos la impresión de una presencia real. Incluso si resulta difícil imaginarlo, hay que afirmar que la resurrección no es solamente una supervivencia espiritual: el Cuerpo de Jesús ha resucitado y, a través de El, toda la Creación, todo el Cosmos quedan transfigurados. El mismo universo material, ha sido asumido, penetrado por el Espíritu de Dios. «Nosotros esperamos como salvador al Señor Jesucristo, que transfigurará el cuerpo de nuestra vileza conforme a su Cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas», dirá san Pablo (Flp 3, 21).

En la Eucaristía, una parcela del universo, un poco de pan y de vino, es así asumida por Cristo, «sumisa a Cristo» como dice san Pablo, para venir a ser el signo de la presencia del Resucitado, y transformarnos poco a poco a nosotros mismos, en Cuerpos de Cristo. ¡He aquí el núcleo del evangelio! ¡He aquí la «buena nueva»! ¡He aquí la feliz realización del plan de Dios! ¡He aquí el fin de la Creación! ¡He aquí el sentido del universo! Si nos tomamos en serio la Resurrección, esto nos compromete a trabajar en este sentido: salvar al hombre, salvar el universo, sometiéndolo totalmente a Dios.

Les dijo: Esto es lo que Yo os decía estando aún con vosotros… Entonces les abrió la inteligencia para que entendiesen las Escrituras, los sufrimientos del Mesías, la resurrección de los muertos, la conversión proclamada en su nombre para el perdón de los pecados… A todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros daréis testimonio de esto. Jesucristo es ahora realmente el Señor, que tiene poder sobre todo el universo, sobre todos los hombres, y que da a los hombres la misión de ir a todo el mundo. En cierto sentido, todo está hecho en Cristo. Pero todo está por hacer. ¿Trabajo yo en esto? ¿Doy testimonio de esto?

VIERNES DE LA PRIMERA SEMANA DE PASCUA

Evangelio según San Juan 21,1-14.

Después de esto, Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros». Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo para comer?». Ellos respondieron: «No». El les dijo: «Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán». Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!». Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar». Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres», porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.

Simón Pedro dijo a Tomás, a Natanael, a los hijos de Zebedeo y a otros dos: «Voy a pescar.» Le replicaron: «Vamos también nosotros contigo.» Estamos en Galilea, en la orilla del hermoso lago de Tiberíades.

Pedro parece que ha reemprendido su oficio. Los apóstoles no son unos fanáticos, preocupados de inventar cosas fantásticas. No, ellos no han inventado la resurrección. Se les vuelve a encontrar ahora tal como eran: gentes sencillas, sin segundas intenciones y entregados a humildes trabajos manuales. Me los imagino preparando su barca y sus redes para salir a pescar.

Salieron y entraron en la barca, y en aquella noche no cogieron nada

Nada. Nada. El fracaso. El trabajo inútil aparentemente. A cualquier hombre le suele pasar esto alguna vez: se ha estado intentando y probando alguna cosa… y después, nada. Pienso en mis propias experiencias, en mis decepciones. No para entretenerme en ellas morbosamente, sino para ofrecértelas, Señor. Creo que Tú conoces todas mis decepciones… como Tú les habías visto afanarse penosamente en el lago, durante la noche, y como les habías visto volver sin «nada»…

Llegada la mañana, se hallaba Jesús en la playa; pero los discípulos no se dieron cuenta de que era El. Pronto descubrirán su «presencia» en medio de sus ocupaciones profesionales ordinarias. Por de pronto, Tú ya estás allí… pero ellos no lo saben. Díjoles Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis nada que comer?» Conmovedora familiaridad. Una vez más, Jesús toma la iniciativa… se interesa por el problema concreto de estos pescadores. «¡Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis!»

Escucho este grito dirigido, desde la orilla; a los que están en la barca. Trato de contemplarte, de pie, al borde del agua. Tú les ves venir. En tu corazón, compartes con ellos la pena de no haber cogido nada. Tú eres salvador: No puedes aceptar el mal. Echaron pues la red y no podían arrastrarla tan grande era la cantidad de peces.

Como tantas otras veces, has pedido un gesto humano, una participación. Habitualmente no nos reemplazas; quieres nuestro esfuerzo libre; pero terminas el gesto que hemos comenzado para hacerlo más eficaz. Dijo entonces a Pedro, aquel discípulo a quien amaba Jesús: «¡Es el Señor!»

Ciertamente es una constante: ¡Tú estás ahí, y no se te reconoce! te han reconocido gracias a un «signo’: la pesca milagrosa, un signo que ya les habías dado en otra ocasión, un signo que había que interpretar para darle todo su significado, un signo que ¡»aquel que amaba» ha sido el primero en comprender! Si se ama, las medias palabras bastan. Jesús les dijo: «¡Venid y comed!» Se acercó Jesús, tomó el pan y se lo dio, e igualmente el pescado. Siempre este otro «signo» misterioso de «dar el pan»…, de la comida en común, de la que Jesús toma la iniciativa, la que Jesús sirve … La vida cotidiana, en lo sucesivo, va tomando para ellos una nueva dimensión. Tareas profesionales. Comidas. Encuentros con los demás. En todas ellas está Jesús «escondido». ¿Sabré yo reconocer tu presencia?

SÁBADO DE LA PRIMERA SEMANA DE PASCUA

Evangelio según San Marcos 16,9-15.

Jesús, que había resucitado a la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, aquella de quien había echado siete demonios. Ella fue a contarlo a los que siempre lo habían acompañado, que estaban afligidos y lloraban. Cuando la oyeron decir que Jesús estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron. Después, se mostró con otro aspecto a dos de ellos, que iban caminando hacia un poblado. Y ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco les creyeron. En seguida, se apareció a los Once, mientras estaban comiendo, y les reprochó su incredulidad y su obstinación porque no habían creído a quienes lo habían visto resucitado. Entonces les dijo: «Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación.

Este relato, la primera parte del último capítulo del evangelio de Marcos, menciona brevemente las apariciones de Jesús a la Magdalena, a los discípulos de Emaús y a los once. Pero la fuerza del relato recae en la incredulidad de los discípulos a quienes el Señor reprocha el no haber dado fe a quienes le habían visto. Es una clara amonestación a los creyentes que vendrían después para que crean a los testigos de la resurrección, aunque personalmente no hayan visto al Señor. No la creyeran. No les creyeron.

Los apóstoles reciben este duro reproche: «se apareció Jesús a los once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado».

Esto es lo más importante de este relato: la incredulidad de los apóstoles. Debemos agradecer que tuvieran el corazón tan duro para aceptar lo que les decían los demás y lo que estaban viendo sus ojos. Porque nuestra fe se apoya en la fe de los apóstoles, no en la fe de los discípulos de Emaús ni en la fe de la Magdalena.

Y no hay nada en la Sagrada Escritura capaz de hacernos suponer que los apóstoles esperaran una Resurrección. Ni siquiera creían que Jesús era Dios. Los apóstoles no tuvieron fe durante la vida terrena de Jesús. Ni siquiera durmiendo el subconsciente de los apóstoles hubiera podido crear la imagen de un Dios hecho hombre que muere, resucita y se lleva tan campantemente su cuerpo al cielo.

Al contrario, bien despiertos, se resistieron siempre a aceptar esta idea y ni siquiera se rindieron ante la evidencia. Porque aunque sus ojos lo estaban contemplando creían que se trataba de un fantasma.

Las ilusiones de aquellos hombres se enterraron con Cristo en el sepulcro. Pero todo cambia radicalmente. Solamente la presencia de Jesús resucitado pudo ser la causa de este milagro moral de hacer vibrar de nuevo aquellos corazones con más osadía que antes, y hacerlos capaces de dar un testimonio a favor de la realidad de un Jesús vivo, con el cual ellos han convivido después de su muerte.

Los apóstoles aparecen como incrédulos, mientras que junto a ellos, otros discípulos, hombres y mujeres, poseen la fe y la proclaman.

Y ocurre algo que no encaja perfectamente en nuestros esquemas mentales; si las mujeres y los discípulos dan muestras de más fe que los apóstoles y si Cristo reprocha a estos últimos su incredulidad y la dureza de su corazón, sin embargo, es a ellos -y no a los discípulos fieles- a quienes. Cristo confía la responsabilidad de la misión, porque el versículo siguiente a este texto del evangelio dice: «Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que no crea se condenará».

Los que salen a proclamar el evangelio por todo el mundo son unos individuos doblemente culpables. Culpables de haber abandonado al Maestro en la Pasión y culpables de incredulidad después de su resurrección.

Precisamente a estos discípulos que han fracasado estrepitosamente en estas dos pruebas decisivas, es a quienes se ordena: Id por todo el mundo hablando de mí. Difícilmente puede expresarse mejor la realidad del que predica el evangelio: es el hombre que lleva un mensaje que no le pertenece, que no es fruto de su propio terreno, y además está siempre sostenido por la fuerza de Otro; si deja de apoyarse en esa fuerza vuelve otra vez a su traición y a su incredulidad, que es la cosecha de su propio corazón. Por eso tiene que proclamar el evangelio; no por ser el mejor o el más inteligente; sino por ser un pecador que ha obtenido el perdón; por ser un incrédulo que ha sido liberado de su incredulidad.

SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA

El domingo, la Pascua semanal, el día que dedicamos a Cristo. O mejor, el día que Cristo  Resucitado, presente en nuestra vida los siete días de la semana, nos muestra su cercanía  de un modo especial. Como a los apóstoles, nos da su Espíritu, nos comunica su paz, nos  envía a anunciar la reconciliación y alaba nuestra fe…

Nuestra reunión eucarística dominical es algo más que cumplir un precepto o satisfacer  unos deseos espirituales. Vale la pena presentar los valores del domingo cristiano en unos  tiempos en que está peligrando su misma existencia, o al menos su sentido profundo.

  1. Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2,42-47.

Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando.

La vida del hombre transcurre y se realiza entre sueños y realidades. Cualquier proyecto  de vida lleva consigo una carga de utopía que luego puede contrastar con la realidad  conseguida.

Pero, a pesar de todo, permanece siempre un hecho: nuestra realidad cotidiana, nuestra  realidad de hombres que nos vamos formando, se transfigura poco a poco en la medida en  que dejamos rendijas abiertas a nuestros sueños.

La primera cosa importante a subrayar es el vigor del testimonio de los apóstoles en  vistas a hacer cambiar las perspectivas de vida de aquella primera comunidad. La  experiencia de su fe es un revulsivo para todos los creyentes. La fuerza del testimonio de  una vida, los signos de haber aceptado una vida nueva, siempre está en relación directa  con la intensidad de una fe asumida plenamente.

La realidad fundamental de toda comunidad es su unidad de corazón y espíritu. Es la  unidad que se construye constantemente; nace y crece; es la única manera de que no  llegue a envejecer. Significa haber descubierto la propia plenitud en la comunicación con  los demás: comunicación de sentimientos, de experiencias y, sobre todo de fe. En otro lugar  se habla de comunicación (koinonia) (Hech. 2, 42): es la expresión de la realidad de vida  compartida.

La comunidad de bienes es, quizás, el elemento más sorprendente de esta lectura.  Quizás sea también el más utópico, pero tiene su importancia para continuar viviendo con  alegría y esperanza. En cualquier lugar y momento la comunidad cristiana debe manifestar  su realidad de «comunión». Los signos podrán ser diferentes y diversificados según el  tiempo y el lugar, pero siempre son necesarios para fortalecer y expresar la fe en el  Resucitado.

  1. SALMO RESPONSORIAL
    Sal 117,2-4. 13-15. 22-24

R/. Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
[o, Aleluya]

Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia.
Diga la casa de Aarón:
eterna es su misericordia.
Digan los fieles del Señor:
eterna es su misericordia.

Empujaban y empujaban para derribarme,
pero el Señor me ayudó;
el Señor es mi fuerza y mi energía,
él es mi salvación.
Escuchad: hay cantos de victoria
en las tiendas de los justos.

La piedra que desecharon los arquitectos,
es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente.
Este es el día en que actuó el Señor:
sea nuestra alegría y nuestro gozo.

  1. Lectura de la primera carta del Apóstol San Pedro 1,3-9.

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo.

La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe -de más precio que el oro que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego- llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo, nuestro Señor.

No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación.

El seguimiento de Jesús es vivido con alegría aun en medio de la dificultad. Podríamos  decir que se asume con estilo deportivo. El evangelio es siempre buena noticia y nunca  amarga la vida. Es lo contrario de un cristianismo de cumplimientos mínimos o de actitud resignada. Será precisamente esta satisfacción interior la fuerza psicológica que moverá  espontáneamente a la evangelización de los demás.

La diferencia entre el obrar por amor y el obrar por obligación no sólo tiene repercusiones  en el interior del sujeto, sino también en su talante exterior. Así se comprueba la verdad de  las palabras de Jesús: «mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 30).

  1. Lectura del santo Evangelio según San Juan 20,19-31.

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: -Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: -Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: -Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.  Contestó Tomás: -¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto. Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.

Cuando se escribe este evangelio, el domingo, el día del Señor, es ya el día de la reunión de los cristianos. Estamos en el mismo día de la resurrección y es el mismo día de la efusión del Espíritu. Juan muestra que el misterio pascual es una unidad. Miedo y cerrazón. Unas actitudes de los discípulos que Jesús resucitado supera. A pesar del miedo y la cerrazón, él se les pone en medio. El evangelio subraya que la presencia de Jesús es real, pero distinta de la de antes, y que este Jesús es el crucificado: la resurrección no quita nada de la absurdidad y el sufrimiento de la muerte; en todo caso, nos hace ir más allá, nos la hace mirar con otra esperanza.

Jesús puede dar aquella paz que proviene de dar la vida. Jesús resucitado, dador de la paz, lleva la alegría. Quizá podríamos decir: al principio de la comunidad hay ya alegría… Jesús, enviado del Padre, envía a los discípulos. La misión de los discípulos es la misma de Jesús: ser testimonios del Padre, del Dios que ama tanto al mundo que le da la propia vida. Y el evangelista no habla de unos cuantos discípulos privilegiados, sino de todos. Empieza una nueva creación. Así como Dios había alentado sobre aquella figura de barro para darle la vida, Jesús da el Espíritu a los discípulos para que tengan su misma vida, una vida que se caracteriza por la reconciliación, por la capacidad de ser corderos de Dios que quitan el pecado del mundo a base de dar la propia vida por amor y con plena libertad. Tomás pide otros signos que no son el testimonio de la comunidad creyente que habla en nombre del Señor. De hecho, le bastará con el «reproche» que le dirige Jesús, y creerá como los demás, por su palabra. Y no sólo eso: hará la confesión máxima de la fe. ¡Exclama que Jesús es Dios! La bienaventuranza final se dirige a todos aquellos que creerán por la palabra y el testimonio.

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