Domingo 24 del Tiempo Ordinario – Ciclo A

ordinario

Jesús Ben Sira no desconocía la virulencia de la venganza, ni tampoco la desfachatez de quienes recibiendo el perdón de parte de Dios, se obstinaban en negarlo a sus hermanos. Ese doble discurso es cuestionado de forma radical. No se puede usar dos reglas para medir una misma conducta. La incongruencia de tal proceder está ampliamente retratada en la parábola del Evangelio. El Señor Jesús contrapone a dos deudores que debían deudas bastante dispares; mientras que uno debía millones, el otro unos cientos de pesos. El proceder insensato del que estaba sumido en deudas resulta más detestable, porque habiendo experimentado con anticipación la cancelación de su deuda, no lo recordó unos instantes después. El descaro está retratado de forma contundente. De ahí que el Señor nos invite a perdonar las ofensas con la misma prontitud que acogemos el perdón de parte del Padre. Recordar nuestra experiencia de pecadores perdonados, nos ayuda a mantenernos compasivos con los demás.

ANTÍFONA DE ENTRADA (Cfr. Si 36, 18)

Concede, Señor, la paz a los que esperan en ti, y cumple así las palabras de tus profetas; escucha las plegarias de tu siervo, y de tu pueblo Israel.

  1. ORACIÓN COLECTA

Señor Dios, creador y soberano de todas las cosas, vuelve a nosotros tus ojos y concede que te sirvamos de todo corazón, para que experimentemos los efectos de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

  1. LITURGIA DE LA PALABRA

Perdona la ofensa a tu prójimo para obtener tú el perdón.

2.1. Del libro del Sirácide (Eclesiástico): 27, 33-28,

Cosas abominables son el rencor y la cólera; sin embargo, el pecador se aferra a ellas. El Señor se vengará del vengativo y llevará rigurosa cuenta de sus pecados. Perdona la ofensa a tu prójimo, y así, cuando pidas perdón, se te perdonarán tus pecados. Si un hombre le guarda rencor a otro, ¿le puede acaso pedir la salud al Señor? El que no tiene compasión de un semejante, ¿cómo pide perdón de sus pecados? Cuando el hombre que guarda rencor pide a Dios el perdón de sus pecados, ¿hallará quien interceda por él? Piensa en tu fin y deja de odiar, piensa en la corrupción del sepulcro y guarda los mandamientos. Ten presentes los mandamientos y no guardes rencor a tu prójimo. Recuerda la alianza del Altísimo y pasa por alto las ofensas.

Habla el sabio. Habla después de haber meditado largamente la Ley del Señor y observado atentamente los datos de la experiencia. El Señor, cantan los salmos, es misericordioso, es misericordia y perdón. El sabio lo com­prende. El sabio delinea, para bien de sus oyentes, el camino del Señor. Es el camino de la vida, el camino de la sabiduría que alcanza a Dios. Y, como Dios es perdón, el fiel debe ser también perdón. Queda, pues, muy atrás la ley del Talión. Si en un tiempo primitivo de inseguridad y salvajismo pudo haber tenido valor y expresar la más elemental formulación de la justicia, ahora, en el pueblo santo de Dios misericordioso, deja o debe dejar paso a otra justicia más alta, semejante a la del Señor: misericordia y perdón.

Son odiosos, dice el sabio, el furor y la ira. No conducen sino a desórdenes e injusticias. El rencor mata. La venganza enemista con Dios. Y ¿quién po­drá resistir ante Dios? Si el vengativo no deja pasar una, tampoco Dios se lo permitirá a él. Dios es exigente con el exigente y misericordioso con el que usa de misericordia. El hombre debe, pues, aprender a moderar sus impul­sos de ira e impaciencia; debe aprender a ser tolerante y sentir compasión, porque Dios es también con él misericordioso.

El hombre sabio recuerda sus postrimerías. Un día nos hemos de presen­tar ante el Señor Juez, y ¿qué será de nosotros, si no hemos usado de mise­ricordia? Debemos pensar frecuentemente en ello. Nos servirá para no caer en la estupidez de ser vengativos e intolerantes. Hagamos el bien, como Dios lo hace con nosotros. Es el consejo del sabio, que ha meditado mucho y co­noce los caminos del Señor. Cada uno de sus pensamientos puede servirnos de tema de reflexión. Jesús confirmará y alargará este sentir en el evange­lio

2.2. Salmo responsorial (Del salmo 102)

 R/. El Señor es compasivo y misericordioso.

Bendice al Señor, alma mía; que todo mi ser bendiga su santo nombre. Bendice al Señor, alma mía y no te olvides de sus beneficios. R/.

El Señor perdona tus pecados y cura tus enfermedades; él rescata tu vida del sepulcro y te colma de amor y de ternura. R/.

El Señor no nos condena para siempre, ni nos guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestras culpas, ni nos paga según nuestros pecados. R/.

Como desde la tierra hasta el cielo, así es de grande su misericordia; como un padre es compasivo con sus hijos, así es compasivo el Señor con quien lo ama. R/.

Salmo de alabanza. Como motivo, la bondad paternal de Dios: Dios mise­ricordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Dios que comprende la debili­dad humana, Dios que perdona, Dios que salva usando de clemencia. Dios es digno de todo encomio y loa. El Dios justo es el Dios que justifica, que per­dona. Su misericordia no tiene medida, ni a lo largo ni a lo ancho ni a lo alto. Sobrepasa todo concepto humano; nuestra imaginación no la alcanza. Ben­dito sea. En Cristo se presenta Dios Padre con toda claridad y gracia. Dios es nuestro Padre. ¿No lo reza el «Padrenuestro»?

En la vida y en la muerte somos del Señor.

2.3. De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 14, 7-9

Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Por lo tanto, ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor. Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos.

La comunidad cristiana es todavía muy joven. El fenómeno Iglesia es re­ciente, como unidad religiosa separada de la sinagoga. Hay judíos y genti­les. Cada uno lleva pegada a su cuerpo la educación recibida en sus años jó­venes. Puede que haya costumbres encontradas, siendo los ambientes tan dispares. Conviene ser tolerante y atento con el hermano. Hay, por ejemplo, quienes distinguen (religiosamente) días y días (reminiscencia de la piedad judía). Otros, en cambio, no paran mientes en ello. Lo mismo sucede con las comidas: algunos distinguen unas comidas de otras (puras e impuras, lícitas e ilícitas). Sabemos que todo esto ya pasó. Cristo está por encima de ello. Pero no debemos importunar a nadie; más aún, la caridad nos obliga a mos­trar gran atención y tacto. La actitud fundamental debe ser en todos la misma: hacer todo en nombre del Señor. El cristiano se sabe consagrado a Dios en Cristo. Todo lo que haga ha de ir orientado a él. Nadie vive para sí, sino para Dios que nos ha llamado a ser hijos suyos. La vida del cristiano, siempre y en todo momento, siempre y en todo lugar, es vida en Dios. Aun la misma muerte, sea violenta (martirio) sea natural, aceptada y llevada con ánimo cristiano, pertenece a Dios. En Dios vivimos y en Dios morimos; para Dios vivimos y para Dios morimos. Cristo ha sido constituido Señor de vivos y muertos. Somos suyos, le pertenecemos, desde que fuimos redimidos por él y nos hicimos una cosa con él en el bautismo. Estamos consagrados a él. Ni un pensamiento, ni un gesto, ni un acto ha de escaparse de esta consagra­ción. Por eso, comamos o bebamos, todo en nombre del Señor. No vivimos para nosotros (pagano), sino para el Señor (cristiano). No soy yo el centro de mí mismo, sino el Señor Jesús. Debemos meditarlo.

ACLAMACIÓN (Jn 13, 34) Aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo, dice el Señor, que se amen los unos a los otros, como yo los he amado. R/.

 No te digo que perdones siete veces, sino hasta setenta veces siete.

2.4. Del santo Evangelio según san Mateo: 18, 21-35

En aquel tiempo, Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contestó: “No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”. Entonces Jesús les dijo: “El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores. El primero que le presentaron le debía muchos millones. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su mujer, a sus hijos y todas sus posesiones, para saldar la deuda. El servidor, arrojándose a sus pies, le suplicaba, diciendo: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. El rey tuvo lástima de aquel servidor, lo soltó y hasta le perdonó la deuda. Pero, apenas había salido aquel servidor, se encontró con uno de sus compañeros, que le debía poco dinero. Entonces lo agarró por el cuello y casi lo estrangulaba, mientras le decía: ‘Págame lo que me debes’. El compañero se le arrodilló y le rogaba: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. Pero el otro no quiso escucharlo, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que le pagara la deuda. Al ver lo ocurrido, sus compañeros se llenaron de indignación y fueron a contar al rey lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: ‘Siervo malvado. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’. Y el señor, encolerizado, lo entregó a los verdugos para que no lo soltaran hasta que pagara lo que debía. Pues lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.

Digno remate del discurso eclesiástico. La comunidad cristiana debe re­flejar en su conducta la misericordia de Dios misericordioso. Dios nos ha he­cho misericordiosos. Es nuestra vocación y nuestro destino participar de los sentimientos del Dios que nos creó hijos suyos. Quien rehusa o rehúye ser misericordioso es malo, diabólico, opone resistencia a su gracia, desfigura su imagen en él y, por tanto, se presenta profanador y opositor de Dios mismo. La Ira, ira escatológica de Dios, se cierne sobre su cabeza. Si la misión de la Iglesia, misión divina, es crear la paz y el perdón ¿cuáles son sus límites? En otras palabras ¿Cuántas veces hemos de perdonar? Ya se habló antes de la corrección fraterna. Si el hermano pide perdón, ¿cuántas veces debo estar dispuesto a concedérselo? Si mi hermano peca contra mí, ¿cuántas veces he de perdonarlo? Se trata explícitamente de la ofensa personal. El atento cumplidor de la ley desea saberlo.

La cuestión viene presentada por Pedro. Revela una concepción legalista. Se desea cumplir materialmente el precepto No parece interesar el ánimo la actitud interna, que ha de poseer el que perdona. No estamos muy lejos de la levadura farisaica: ¿cuántas veces? Quien, al perdonar, siente alegría y gozo de recuperar al hermano no pregunta por el número. Así Jesús en su respuesta: setenta veces siete, siempre. Y, para aclarar la disposición que debe poseer el seguidor de Cristo, el hombre nuevo en la Economía Nueva, propone una parábola. Veamos lo más notable.

Dios es paciente y tolerante. Dios no transige con el pecado, pero perdona siempre; siempre que se solicita el perdón. Dios es entrañablemente bueno, de todo corazón, por naturaleza: El Señor, conmovido por aquel esclavo, lo dejó ir libre y le perdonó la deuda. No lo hizo, porque esperara con paciencia recuperar la deuda. La deuda era impagable. Al fondo del rey está el Señor y tras el Señor Dios-Cristo. Al final de la parábola salta la palabra Padre. El Señor que perdona paternalmente exige una conducta fraternal entre los suyos. Y ésta no mira al número, sino al corazón: perdonar de todo corazón. Las relaciones son familiares, no legales.

La deuda del hombre con Dios es impagable. El hombre es insolvente. La venta de la mujer y los hijos, de las posesiones y haberes, está cargada de ironía: no serviría, a todas luces, de nada. El hombre no puede autoredi­mirse. La obra de la redención es obra de la gracia, obra de la misericordia de Dios. La misericordia es característica de Dios ya en el Antiguo Testa­mento y de la predicación de Jesús: los salmos, por ejemplo, y las parábolas (Hijo Pródigo). Lucas termina el Sermón de la llanura con esta afirmación Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso. Mateo, más hebreo en el pensamiento: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es per­fecto. La perfección es la misericordia. Falta poco para llegar a Juan: Dios es amor. Dios es, pues, misericordia; el cristiano también.

El siervo demostró ser malo. No aprendió misericordia. La misericordia del Señor para con él debiera haberle hecho misericordioso para con el com­pañero. El corazón bondadoso del Señor debiera haberle hecho cambiar de sentimiento, crear en él un corazón grande y nuevo. No lo hizo. No usó de misericordia, no perdonó. La deuda que tiene que perdonar es irrisoria en comparación con la que le fue perdonada. La deuda, por grande y repetida que sea, es irrisoria respecto a la deuda para con Dios. Malo es Satán. Malo es el cristiano que se comporta sin misericordia: su conducta es diabólica. Hace injuria a Dios y se opone a que la misericordia recibida continúe ade­lante. Hace injuria también a toda la comunidad: los compañeros quedaron consternados. El mal siervo no se comporta como hermano; no reconoce al hermano. Es el escándalo dentro de la comunidad.

Se explica la ira de Dios. Dios se muestra inexorable. Aquel siervo no tiene entrañas, no tiene corazón. Es, por tanto, un ajeno a la familia, al Reino. Es un ex-hombre, un hombre de Satán. Sobre él la ira de Dios. Ira te­rrible y desoladora. Dios es Padre y, como Padre, perdona. Y, como Padre, exige las buenas relaciones familiares. El deudor es un hermano y, como a hermano, hay que tratarlo. Quien no participe de las entrañas de Dios, ése no es de Dios: es del Diablo.

Reflexionemos:

Todos los días reza, o debiera rezar, el cristiano el Padrenuestro. Es la oración dominical. En ella encontramos un apremiante perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Esta pe­tición resume admirablemente el tema del presente domingo.

  1. Dios es Padre. Padre misericordioso. Está al fondo de la figura del Rey y Señor. Siente lástima de nosotros, de nuestras deudas. Él nos remedia y nos redime, ya que nosotros somos incapaces de remediarnos: la deuda es impagable. Dios, al usar de misericordia, nos quiere semejantes a él, miseri­cordiosos. Dios nos ha llamado a ello en Cristo, expresión sublime de su mi­sericordia. Es, pues, una vocación y una exigencia. La Iglesia es y debe ser eso: expresión de la misericordia de Dios; una familia en la que bajo la pa­ternidad de Dios todos seamos hermanos. Es la base. El salmo lo celebra.
  2.  El cristiano ha de saber perdonar. De todo corazón, por impulso in­terno; como Dios, que se alegra y goza al perdonar (parábolas de la Oveja Perdida y del Hijo Perdido), que siente lástima y a quien se le conmueven las entrañas. Y ha de perdonar siempre. La ofensa, que uno pueda recibir, es irrisoria respecto a la deuda con Dios. Quien no esté dispuesto a perdonar es sencillamente malo. Quien no sienta en sí el impulso de perdonar está en­fermo: pídalo. No se trata aquí de justicia o injusticia, aunque también co­meta una injusticia con Dios. Se trata de algo más fundamental: de ser o no ser como Dios; es decir, de ser hombre según la disposición de Dios. Dios quiere que su misericordia se alargue, a través de nosotros, a los demás. Es una gran dignidad la nuestra. Quien se resista a transmitirla la pierde, es objeto de condena. Quien no sabe perdonar no será perdonado. Él mismo se separa del alcance de la misericordia de Dios, cae en el juicio. No pierda el tiempo en pedir perdón, perdone primero. Lo enseña claramente la parábola; también el Sirácida.
  3. Perdonar significa tolerar, soportar, aguantar, sobrellevar… las debi­lidades del hermano (que detesta las faltas). De la corrección fraterna ya se habló el domingo pasado: hay que corregir. Hay que tener tanta considera­ción con los hermanos, como Dios la tiene con nosotros, que perdona de todo corazón. Este punto tiene una amplia aplicación: ¿cómo nos toleramos unos a otros? ¿nos aguantamos cordialmente? ¿Somos comprensivos, amables, res­petuosos, considerados, caritativos? Lo debemos todo al Señor; somos de él, le pertenecemos tanto en la vida como en la muerte (Segunda Lectura). No olvidemos esta nuestra vocación. Es la nueva civilización. Somos civilizados y civilizadores. No vivimos de nosotros ni para nosotros mismos. Vivimos en la gran familia cristiana, entre hermanos, para el Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Sé propicio, Señor, a nuestras plegarias y acepta benignamente estas ofrendas de tus siervos, para que aquello que cada uno ofrece en honor de tu nombre aproveche a todos para su salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Que el efecto de este don celestial, Señor, transforme nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su fuerza, y no nuestro sentir, lo que siempre inspire nuestras acciones. Por Jesucristo, nuestro Señor.

UNA REFLEXIÓN PARA NUESTRO TIEMPO

No cabe duda que los refranes populares están cargados de sabiduría. Efectivamente “nadie da lo que no tiene”. Quien no ha interiorizado el perdón recibido no puede perdonar. Las personas que consiguen una condonación de su deuda, una amnistía o cualquier manifestación de compasión, no solamente reciben un beneficio material (cancelación de una multa) sino una oportunidad para humanizarse y crecer interiormente. Quien no interioriza la fuerza de los acontecimientos decisivos, aprende a vivir de manera oportunista, guiándose por cálculos mezquinos: obtener el máximo provecho y realizar el mínimo esfuerzo. Desde esa perspectiva le apuestan a llevarse “todo el pastel”, dejando al adversario con las boronas. La nobleza de espíritu se manifiesta cuando se sabe ser generoso en la victoria y no se humilla al vencido. No se entiende la brutalidad contra policías desarmados, cuando se protesta por los abusos padecidos a manos de terceros. Quien se queja de la injusticia sufrida, no tiene derecho a tratar injustamente a personas inermes.

Domingo 24 TO

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