ELOGIO DE LA ESTETICA
Parece que no apreciamos mucho el sentido de la belleza en la liturgia actual. Buscamos la participación de la comunidad, la eficacia de unas estructuras, la autenticidad de la fe y de la oración; nuestras celebraciones se han vuelto más lógicas y transparentes en su dinámica y ciertamente son más provechosas para la fe de la comunidad cristiana. Pero es una queja repetida- sobre todo pro parte de personas más sensibles del mundo del arte y de la cultura- que descuidamos el valor estético tanto de la música y del canto, como del conjunto visual de nuestros ritos y ambientes celebrativos.
¿Es la belleza un aspecto superfluo y periférico a nuestra vida o a nuestra liturgia? ¿Se puede decir que la estética ayuda en verdad a celebrar mejor, o todo depende de la acción de la gracia y de nuestra fe?
De los valores estéticos se puede hablar desde muchas perspectivas. La revista Phase ha dedicado uno de sus últimos números al tema “Liturgia y belleza» (n. 143,1984), que empieza con un editorial de su director, P. Tena, titulado “el derecho de la belleza”.
No quisiera aquí hacer discurso sobre la filosofía del arte o la teología de la belleza, en la línea de los siete volúmenes de Von Balthasar ha dedicado a la “gloria” divina y su reflujo en la belleza estética, o de Evdokimv con su “Teología de la belleza”.
Ya sé que la belleza no nace de lo externo –unos objetos estéticamente colocados o unos vestidos de calidad o unos gestos armónicos- sino de dentro: de la verdad, de la porción, de la bondad y calidad que tiene un acción o una persona o una cosa. Pero suponiendo todas estas altas teologías, voy a descender al terreno más práctico de una celebración litúrgica en la que por desgracia a veces descuidamos los principios más elementales de la estética, con lo que no favorecemos precisamente la intención de la liturgia misma ni una mejor participación.
Vuelta al arte
Un deseo de “vuelta al arte” parece notarse en diversas manifestaciones de nuestra cultura actual. En una sensibilidad que parece dar la primacía a la búsqueda del bienestar, la justicia y la paz, se nota de nuevo un aprecio de lo bello y artístico. ¿Será una utopía o una profecía lo que dijo Dostoievski de que “la belleza salvará al mundo”? Un hombre tan comprometido con las tareas socio-políticas de nuestra generación como fue Marcuse, hizo un a urgente invitación antes de morir en 1979, a los jóvenes, a que recuperaran la dimensión estética de la vida. La vuelta universal a los valores ecológicos, como búsqueda y defensa de la belleza de la naturaleza, es otro de los síntomas de esta nueva valoración de la estética.
La Iglesia, que siempre había sido promotora del arte verdadero, parece reconocer últimamente que ha existido un cierto divorcio, y quiere remediarlo. En una famosa audiencia de Pablo VI a los artistas, en mayo de 1964, les dijo palabras sentidas de reconciliación, pidiéndoles perdón por este alejamiento e invitándoles a un renovado encuentro. Lo mismo rompa una alianza fecunda entre todos”. Pablo VI, hablando a los mariólogos, preocupados de la nueva dirección de la teología y espiritualidad marianas, les recomendó que no descuidaran “el camino de la belleza”.
También el Papa actual, Juan Pablo II, ha expresado repetidamente su invitación a una vuelta al arte en el marco de la fe, y ha hablado de una “nostalgia de la belleza” en el hombre de hoy. En 1982 hizo un gesto realmente simbólico: beatificó a un gran pintor, un dominico italiano del siglo XV, Juan de Fiésole, más conocido como Fray Angélico, que supo unir un arte inefable, admirado mundialmente, y una vida verdaderamente evangélica y santa. Como dijo entonces el papa, Fray Angélico vivió en perfecta armonía su vida de fe y su genio artístico, “la perfecta integridad de vida y la belleza casi divina de las imágenes que pintó, sobre todo las de la virgen María”.
Esta beatificación –el primer artista de nivel mundial que ha sido elevado a los altares- tendría que hacernos reflexionar sobre la estrecha relación que existe entre la belleza artística y la expresión de nuestra fe. Mientras sus hermanos dominicos predicaban con la palabra, Fran angélico anunciaba –y sigue anunciando ahora- la Buena Noticia de Cristo por medio de sus geniales pinturas. ¿Están desligadas nuestra celebración de fe y la estética?
Lo bello viene de Dios y nos lleva a Dios
La belleza es una dimensión compleja: es armonía proporción, orden. Sto. Tomás dijo que lo bello es lo que visto agrada (“pulcra dicuntur quae visa placent”) y señaló tres de sus cualidades: la integridad, la proporción y la claridad. Si Platón llamó a la belleza “esplendor de la verdad”, San Agustín la definió como “esplendor del orden”. Son todos aspectos de esa dimensión tan sutil y tan atractiva de las personas y de las cosas que llamamos belleza.
a) Todo lo bello, de algún modo, participa de la belleza de Dios y se nos comunica silenciosamente, acercándonos a. El Dios es “luz sobre toda luz” y ha creado todas las cosas “para colmarlas de sus bendiciones y alegrar su multitud con la claridad de su gloria” (Plegaria Eucarística IV). Por eso la contemplación delo bello despierta en nosotros la admiración y la alabanza hacia el Dios autor y modelo de toda belleza. Ya el libro de la Sabiduría, en el A.T. (SB 13), Invitaba a los hombres, fascinados por la hermosura de lo creado, a que se remontaran hasta Dios, el autor de toda belleza.
b) El arte, en sus varias manifestaciones, con su simbolismo y su lenguaje de formas y colores armónicos, nos abre hacia los valores superiores. De algún modo un icono, una vidriera hermosa, un edificio o un cuadro, pueden ser una puerta que nos facilita el acceso a lo trascendente y a lo infinito, que no pueden expresarse con otro lenguaje. Como decía el mensaje del Concilio a los artistas, “vosotros habéis ayudado a traducir el mensaje divino en la lengua de las formas y las figuras, convirtiendo en visible el mundo invisible”. Si en nuestra liturgia celebramos la salvación, todo esto se puede intentar expresar con palabras, pero ciertamente también la belleza del arte- musical y visual_ pueden ser para muchos uno de los escalones para llegar a sintonizar con esos valores y esos misterios que celebramos.
c) Es interesante que la palabra bíblica (y griega) para designar lo bueno , es la misma que define lo hermoso (“kalós”). Cuando Dios, en el Génesis; “vio que todo era muy bueno”, estaba viendo a la vez que “todo era muy bello”. La belleza está íntimamente relacionada con la bondad, como lo está con la verdad. Las tres son como dimensiones profundas de un ser en perfecta armonía consigo mismo y con los demás. Y se puede decir que la belleza estética es la bondad y la verdad hechas imagen.
d) La experiencia de lo estético y lo bello produce en nosotros toda una serie de beneficios tanto en el plano humano-psicológico como en el litúrgico-celebrativo. Da a nuestra existencia una dimensión más humana y optimista. De nuevo citamos el mensaje conciliar a los artistas: “este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, es quien pone la alegría en el corazón de los hombres, es el fruto que resiste a la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicase en la admiración”. El sentido de lo estético es lo que más nos hace superar la tiranía de lo útil y lo funcional, dándonos capacidad de apreciar lo gratuito y lo festivo, infundiendo en nosotros paz y serenidad, reconciliándonos con nosotros mimos y con el mundo que nos rodea. En la oración de la misa del nuevo Beato Fray Angélico (del 18 de febrero) Alabamos a Dios porque inspiró al Santo artista “para que representara para nosotros la paz y la dulzura del paraíso”. Guste o no el estilo de una artista como Fray Angélico, hay que reconocer que supo expresar en sus pinturas una visión nueva de las cosas y de las personas: como si todo lo humano quedara transfigurado por la luz y el amor de Dios, incluso la tragedia de la Cruz.
Precisamente en este mundo tan prosaico y problemático, la estética de lo bello puede darnos serenidad y armonía interior. Un una sociedad en que todo tiende a estar programado electrónicamente, el milímetro, incluidas las comidas o las vacaciones o la fiesta, lo bello nos recuerda que es importante también toda una serie de aspectos, que no entran en las calculadoras: que es importante saber sonreír, y admirar, y alabar, y gozarse ante la sensación de lo bello. Y que, en el nombre de la celebración de la fe, también cuenta el lenguaje de lo estético como expresión de los dones que nos hace Dios. Aquello de que “no sólo de pan vive el hombre” lo estamos entendiendo ahora a muchos niveles, con esta vuelta al aprecio del arte, de la poesía, de la fiesta y de la ecología. También en nuestra liturgia deberíamos dejarnos llevar de la “inútil” y “gratuita” fuerza del o hermoso, que es lo que a veces nos puede acercar, más que las palabras, a la comunión con el misterio.
e) Lo estético y lo bello puede ser también visto, sobre todo en el ámbito de nuestra celebración litúrgica, como un símbolo de la trasformación a que está llamada la humanidad y el mundo entero. Lo bello es un recordatorio, por una parte, del “paraíso perdido”, lleno de la alegría y la hermosura del orden, del equilibrio y la armonía inicial; y por otra, de “los cielos nuevos y la tierra nueva” que son nuestro destino con la reconciliación armónica en todas direcciones. Insensiblemente, lo estético nos está orientando y comprometiendo hacia la consecución de ese orden nuevo. Podemos decir que cuando experimentamos una armonía estética en nuestras acciones, ya estamos realizando parte de esa tarea universal de equilibrio, felicidad y amor a la que nos convoca el anuncio del Reino por parte de Cristo: un pequeño símbolo, sencillo pero eficaz, del “orden” que Dios pensó para toda la creación y que Cristo restauró con su Redención.
La Estética en nuestra liturgia
Todo es tiene una aplicación concreta en nuestras celebraciones. Todo eso debería llevarnos a un estilo y a un lenguaje estético que favorezcan una mejor celebración por parte de la comunidad cristiana. La estética de una celebración afecta a los sentidos, no sólo a la vista. También el oído se puede abrir más a un mensaje hondo cuando lo escucha en un sonido más armónico.
La Liturgia tiene esencialmente un lenguaje simbólico, con el que nos introduce en una visión más profunda de las cosas y del misterio que celebramos. Una Eucaristía es algo más que compartir una reunión o una comida: es la celebración festiva, ritual, simbólica, de la comida que nos ofrece Cristo Jesús: su cuerpo y Sangre. El sacramento del Matrimonio, con todo su complejo lenguaje simbólico de amor y alianza, nos hace entrar en un nivel más profundo que el de un mero contrato.
¿Puede ser indiferente la estética y la belleza en una celebración que tiene unos contenidos tan profundos y tan complejos para nuestra vida de fe? La liturgia está hecha de ideas y palabras, de acción misteriosa de Dios, de fe, también de intuición, comunicación, gestos y símbolos, alegría festiva, contemplación…Por eso el lenguaje de la estética pertenece a su expresividad, porque nos quiere conducir a una sintonía profunda con la fuente de toda la salvación que Dios nos quiere comunicar. Hemos heredado una mentalidad en parte demasiado preocupada por la validez de los gestos sacramentales, o de la ortodoxia de las palabras. Sin descuidar eso –no faltaría más- la liturgia nos hace celebrar los dones de Dios con una riqueza mucho más expresiva de símbolos que afectan, no sólo a nuestra mente o nuestra conciencia de fe, sino también a nuestra sensibilidad y sentido afectivo.
La liturgia afecta a toda la liturgia: los cuadros, los signos, los gestos y movimientos, en canto. Aquí vamos a comentar algunos de los aspectos más representativos.
La estética del lugar
Cuando se refiere en que se reúne la comunidad para su oración, la estética es equivalente a un ambiente acogedor y agradable. Por su iluminación, su disposición ordenada y la armonía de su conjunto, un espacio celebrativo debe dar desde el primer momento una sensación amable: la primera prueba del aprecio que merecen a todos los la celebración que va a tener lugar y la comunidad que ha sido convocada.
Aún cuando las proporciones no pueden ser las mismas, una iglesia debería darnos más la impresión de una “casa” que la de un “monumento”. Claro que depende mucho más de las líneas globales de la arquitectura y la disposición de volúmenes, pero no todo depende de las estructuras. Puede ser magnífico el marco, y quedar estropeado psicológicamente por la falta de orden y de limpieza y de adecuada iluminación. Puede ser más sencilla la arquitectura, y dar una impresión de armonía y estética en su decoración transmitiendo una sensación de “habitabilidad” familiar, que ayudará a una celebración más viva, sin contradecir el sentido de lo sagrado.
Un espacio digno, noble, acogedor, hermoso. Como la “estancia superior” con “lámparas en abundancia” en la que se reunía la comunidad cristiana con Pablo (Hch 20,8) o la “sala superior”, grande, provista de mesas y divanes”, en la que Cristo celebró su Ultima Cena con los discípulos (Lc 22,12). No hacen falta gastos extraordinarios: el buen gusto, la sencillez y la limpieza, pueden ser el mejor toque de belleza y de adorno de un lugar de oración. Lo contrario de lo que sería un lugar que parezca un mercado de imágenes, libros objetivos innecesarios, que serían un indicio del poco respeto que nos merecen tanto la comunidad como lo que vamos a celebrar.
Los objetos del culto
Todas “las cosas destinadas al culto sagrado” deben ser “dignas, decorosas, y bellas, signos y símbolos de las realidades celestiales…y que sirvan al esplendor del culto con dignidad y belleza” (SC 122). No hace falta que sean llamativas y lujosas: Solo se pide que sean dignas y bellas, y que en ellas se “busque más una noble belleza que la mera suntuosidad” (SC 124).
¿Es mucho pedir que haya estética, o sea, verdad y decoro, en nuestra celebración? El mismo Misal nos pide que los vasos sagrados sean “de materiales sólidos, que se consideren nobles según la estima común en su limpieza y dignidad, recordando que “es más decoroso que la belleza y la nobleza de cada vestidura se busque no en la abundancia de los adornos sobreañadidos, sino en le material que se emplea y en su corte” (IGMR 306).
La introducción al nuevo Leccionario de la misa (OLP) insiste en pedir este sentido de la estética en torno a la proclamación de la Palabra de Dios: que el ambón sea “un lugar elevado, fijo, dotado de la adecuada disposición y nobleza, de modo que corresponda a la dignidad de la Palabra de Dios” (OLM 32), que haya “proporción y armonía entre el ambón y el altar” (OLM 32), “que el ambón esté sobriamente adornado de acuerdo con su estructura, de modo estable y ocasional, por lo menos en los días más solemnes” (OLM 33), que los “Libros que decorosos y bellos” (OLM 35), sobre todo el libro de los evangelios superior a la de los pasados “era adornado y gozaba de una veneración superior a la de los demás leccionarios…bellamente adornado” (OLM 36).
El arte de la palabra estética
También la palabra merece un tratamiento estético en la celebración.
A veces la decimos demasiado prosaica, descuidada, sin recordar que también la belleza de la palabra oída es un camino hacia su comprensión como palabra de fe y salvación. El arte del bien, de la palabra armónica, reposada, comunicativa es una cualidad importante para todos los que realizan algún ministerio. A veces esta palabra es cantada. La calidad del canto y la música –uno de los niveles en que más insistente es la queja actual de empobrecimiento y banalidad de la liturgia- no es indiferente a la eficacia de una celebración litúrgica.
A veces esta palabra es poética. La poesía es el arte de una palabra que transmite y comunica la belleza, sin preocuparse tanto del efecto didáctico sino de la expresión lírica de los dones de Dios y de nuestra respuesta de fe. La estética de la palabra en una Plegaria Eucarística, en un pregón pascual, en los salmos y los cantos, es a veces uno de los mejores caminos hacia la inefable, hacia los valores de la salvación que celebramos. El Evangelio está lleno de poesía y de imágenes. Nuestra oración puede adquirir una comunicatividad mayor cuando se reviste de poesía y dicción armónica. Esto no quiere decir que vayamos a caer en la retórica o que nos recreemos en la palabra por la palabra. Pero la poesía y la palabra bella no necesariamente son algo superficial y extrínseco a la fe. El decir poético, o al menos, el decir preparado y estético, es el que muchas veces hace posible la asimilación de su contenido.
El lenguaje de las flores
Uno de los elementos que pueden considerarse como representativos de nuestro sentido de la estética en torno a la celebración son las flores. El lenguaje de las flores lo entienden todos. Un ramo en el cementerio, o en la mesa festiva, o como regalo, no necesitan de “,moniciones” de presentación. Tanto en la vida social como en la liturgia, unas flores bien colocadas, frescas, llenas de color y perfume, cantan una serie de sentimientos: la alegría, la fiesta, el respeto, el amor, la dedicación de un homenaje interior. Unas flores ante la imagen de la Virgen o ante el Santísimo o ante el ambón de la palabra o junto a la tumba de un ser querido… Desde la exuberante ofrenda de miles de flores a la Virgen en Valencia hasta la rosa solitaria que un niño ofrece a su madre o un amante a su amada, o un ramo que alguien aporta en la procesión del ofertorio en la Misa, son todo un discurso de amor y fe.
Un autor (Rimaud) cuenta de un grupo de jóvenes que celebraban la Eucaristía al aire libre, en Africa, sobre una gran piedra que hacía de altar. Un pastorcito les contempló largo rato, y luego silenciosamente, se acercó a ellos y colocó una flor que acababa de coger del campo, sobre la piedra del altar, junto al pan y el vino, y se fue: los jóvenes quedaron contemplando en silencio el sentido de un gesto: una flor que con su belleza y su perfume quería expresivamente a la fe de un grupo y a la conciencia de encuentro con el don de Dios…La belleza de una criatura se sumaba al homenaje del creador.
Naturalmente que el sentido estético de los que se ocupan del adorno de una Iglesia sabrá encontrar el equilibrio y el lugar justo para estas flores, sin recargar excesivamente los espacios (no se trata de una exposición floral) y guardando la proporción festiva del día ( un lunes cualquier no debería llenarse de flores el presbítero porque has sobrado de una boda el día anterior). Es todo un lenguaje expresivo el de las flores. Como también lo es el hecho de que en Adviento o Cuaresma no aparezcan en nuestro espacio celebrativo, porque queremos reservar su alegría visual para la Natividad o la Noche de Pascua.
La sencillez y la estética
Hoy tenemos una sensibilidad más inclinada a lo sobrio y lo sencillo que hacia lo barroco y ostentoso. Ya el Concilio nos avisaba: “los ritos deben resplandecer una noble sencillez” (SC 34). Incluso buscamos la pobreza como signo profético de nuestro estilo evangélico de vida, evitando todo derroche y lujo.
Pero la sencillez y la pobreza no están necesariamente reñidas con la armonía y la limpieza y dignidad de todo lo que concierne a nuestra celebración. La búsqueda de la sencillez sería empobrecedora si no se conjugara con la estética, o sea, con la calidad, de las imágenes y los vestidos, la eficacia de la iluminación y la megafonía y el buen gusto en la decoración del ambiente. Todo eso no es sinónimo de lujo o de ostentación. La estética, en el culto como en nuestra vida social, es sencillamente buen gusto y aprecio a las personas y a lo que hacemos.
Por desgracia, la falta de estética no suele obedecer a la búsqueda de pobreza evangélica, sino a descuido, miseria, o una excesiva familiaridad –con roza con la banalidad y falta de respeto- en relación con la liturgia. Es bueno que busquemos la pobreza, la sencillez y la funcionalidad: pero todo eso es se puede y se debe compaginar con la belleza.
La estética al servicio de la celebración
El arte no lo es todo, claro. La dimensión estética de nuestra celebración no es la última meta de la liturgia. No se trata de caer en el esteticismo, que nos haría sobrevalorar algo que es importante. No podemos contentarnos con una realización armónica de los ritos o con la limpieza y decoro del espacio celebrativo. El arte y la estética están al servicio de la fe, como lo están la palabra, el canto y el lenguaje de los símbolos.
Pero aunque no sea lo más importante, la estética, como hemos visto, no se puede descuidar, como expresión de nuestro respeto y aprecio a lo que celebramos, y como un medio de hacernos más accesibles nuestra sintonía con los dones de Dios. La estética es parte del lenguaje de la liturgia, y por tanto de su eficacia y su dinámica. Nos hace superar una visión “consumista! o validista” de los sacramentos, nos hace expresivos en nuestra oración, nos alimenta en nuestro aprecio de lo que celebramos en contacto en nuestra celebración. La estética no es algo que esté afuera de la liturgia: está dentro de ella, es algo integrante de nuestro hacer ritual y nos ayuda a celebrar mejor.
No es extraño que una de las recomendaciones que el Concilio hizo para la formación de los seminaristas fuera de la de su sentido artístico (SC 129). Si esto se consiguiera, sucederían menos disparates en la conservación –o en la no conservación- de los tesoros de arte (visual y musical) de nuestras iglesias y en la distribución estética, ocasional o permanente, de nuestros lugares de celebración.
Colaboración de: Padre Gregorio Mendoza Extractos del libro: “Gestos y Símbolos” de JOSÉ ALDAZÁBAL. Ágape Libros, 2007.