En torno al Evangelio

En torno al Evangelio

Todas las lecturas bíblicas que proclamamos en la Eucaristía son palabra de Dios. Pero de un modo especial es el Evangelio, la Palabra que nos llega por el mismo Cristo Jesús. Por eso lo tratamos con “suma veneración” (IGMR 35).

Cuando queremos expresar un especial respeto y aprecio hacia algo o hacia alguien, acumulemos gestos expresivos para manifestar nuestra actitud interior. Es lo que pasa en torno al Evangelio: el Misal nos invita a realizar toda una serie de gestos simbólicos para expresar la veneración que nos merece la Palabra del mismo Cristo.

Es la Palabra de un Dios vivo, que nos convoca, nos anima y nos salva, y que en el Evangelio nos interpela a través del mismo Cristo, la Palabra viviente que Dios, de una vez por todas, dirige a la humanidad. En él, más que en ninguna otra lectura, se cumple aquello de que “Cristo, por su Palabra, se hace presente en medio de sus fieles” (IGR 33): Esta es la razón de ser de todas esas manifestaciones de respeto y de aceptación que hacemos en torno al Evangelio, y que nos sugieren la IGMR del Misal Romano y la ordenación de las lecturas de la Misa (=OLM), publicada, en nueva edición, el año 1981.

Lo proclama un ministro ordenado
El primer gesto significativo es que la proclamación del Evangelio está reservada, ya desde los primeros siglos, a un ministro ordenado, un diácono o un presbítero, mientras que las lecturas anteriores las habían hecho preferentemente el lector o un laico.     La razón es de tipo pedagógico y eclesiológico: los ministros ordenados son cristianos que, por el sacramento del Orden, han sido configurados por el Espíritu de un modo especial con Cristo Pastor y Guía de la comunidad. Y por eso ha parecido más coherente el que se le reserve la palabra que es más específicamente de Cristo,

El Misal invita a este ministro de preparación con una breve oración a la realización de su lectura. Si es el mismo sacerdote presidente el que va a proclamar el Evangelio –en ausencia de otro ministro ordenado- se dispone próximamente con esta oración:  “Limpia mi corazón y mis labios, Dios omnipotente, para que pueda proclamar dignamente el santo Evangelio”.

Si es un diácono (o uno de los presbíteros concelebrantes en el caso de no haber diácono) el que va a realizar este ministerio, pide la bendición inclinando ante el presidente: “Dígnate bendecirme Señor  “. Y el presidente ora sobre él:

“Qué el Señor esté en tu corazón y en tus labios para que proclames digna y competentemente su Evangelio, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

Son dos oraciones significativas, dichas con humildad –el presidente inclinado ante el altar, el diácono ante el presidente –porque es esa la actitud propia del que va anunciar una palabra que no es suya, sino del Señor. En ellas se pide que antes de que la palabra evangélica suene en los labios esté en el corazón: se trata de un ministerio serio, al servicio de la comunidad y que pide en el mismo que lo realizan una actitud de fe profunda, más allá de la mera técnica de unos labios que saben pronunciar un mensaje.

Un nuevo libro: el Evangeliario
Siempre hay que proclamar las lecturas bíblicas desde un libro digno, no de una hoja parroquial u otro papel, El Leccionario es un libro lleno de simbolismo. Mientras que el Misal –el libro de altar- contiene las oraciones que nosotros dirigimos a Dios, el Leccionario contiene la Palabra que Dios nos dirige a nosotros. “Los libros que contienen las lecturas de la Palabra de Dios…suscitan en los oyentes el recuerdo de la presencia de Dios que habla a su pueblo. Hay que procurar, pues, que también los libros, que son la acción litúrgica signos y símbolos de las cosas celestiales, sean realmente dignos, decorosos y bellas” (OLM 35).

Una tradición secular en la Iglesia ha querido que el Evangelio se proclamara desde un libro especial, el Evangeliario  que ahora también entre nosotros se edita aparte, en un formato más adornado y digno. Es el libro que contiene la Palabra definitiva de Dios a la humanidad, el cumplimiento de las promesas y de las figuras, el anuncio del Amor y de la Alianza realizada en Cristo Jesús;

La nueva edición del Evangeliario, separado del Leccionario general, no es debida a un prurito arqueológico o esteticista. Es un medio más, entre los gestos simbólicos, para desplegar ritualmente nuestra comprensión y nuestro aprecio de la palabra de Dios en sus diversas dimensiones. “Puesto que la proclamación del Evangelio es siempre el ápice de la liturgia de la palabra, la tradición litúrgica, tanto accidental como oriental, ha introducido desde siempre alguna distinción entre los libros de las lecturas. En efecto, el libro de los Evangelios era elaborado con el máximo interés, era adornando y gozaba de una veneración superior a la de los demás leccionarios” (OLM 36).

Este evangeliario es el que se entrega al diácono en su ordenación, y en la ordenación episcopal es colocado y sostenido sobre la cabeza del elegido, como señal de su particular relación con la palabra de Cristo.     Entre otras cosas, la edición aparte de este libro permite realizar con mayor distinción el rito de la procesión para la proclamación del Evangelio.

Procesión con el Evangelio
Ya al principio de la celebración, en la entrada más o menos solemne de los ministros, uno de los elementos que pueden preparar a la comunidad a su celebración es que un lector lleve solemnemente el libro de los Evangelios.     Es un gesto que ya desde el principio señala lo que va a ser objeto de particular atención durante la Eucaristía: la palabra de Dios, que es la que nos convoca y la que va a iluminar nuestra fe.

El Misal supone que si se hace este rito, se deje el Evangeliario, cerrado, sobre el altar. El obispo besa el altar y leccionario al término de la procesión de entrada. Altar y Libro: un binomio que apunta el doble encuentro que vamos a tener con Cristo, palabra y Alimento de la comunidad cristiana. La doble mesa a la que somos invitados.

Luego, a la a hora del Evangelio, cuando las dos lecturas anteriores han sido proclamadas tomándolas del Leccionario común, hay otra procesión posible que destaca la importancia del nuevo libro y su contenido. El diácono toma el Evangeliario del altar, y acompañado, si parece oportuno, por acólitos con incienso y ciriales, se traslada al ambón. Allí abre el libro: un gesto significativo, esta apertura. Todo quiere recordar a la comunidad que es el mismo Cristo Jesús el que se dispone a dirigir su Palabra a los suyos. (Cfr. IGMR 82.84 y 94.95).

La dignidad del ambón
“La dignidad de la Palabra de Dios exige que en la Iglesia haya un sitio reservado para su anuncio, hacia el que durante la liturgia de la Palabra se vuelva espontáneamente la atención de los fieles” (IGMR 272). Es un gesto expresivo de la fe la comunidad y de la importancia de la palabra el que este ambón sea digno, “estable, no un facistol portátil” (IGMR 272), “elevado, fijo, dotado de la adecuada disposición y nobleza…sobriamente adornado de acuerdo con su estructura, de modo estable u ocasional, por los menos en los días más solemnes” (OLM 32-33).

“Vale” igual una lectura proclamada desde cualquier sitio. Pero ciertamente es más expresivo el que se anuncie a la comunidad desde este lugar reservado y digno: es la cátedra desde la que nos habla Dios, el verdadero trono de la sabiduría desde el que Cristo se revela nuestro Maestro único. Una Palabra que nos es dada desde arriba, no inventada por nosotros. Una palabra que nos viene transmitida por la mediación de la Iglesia, no por iniciativa particular. El ambón se convierte así, en la primera parte de la celebración, en foco de la atención de todos –ministros y fieles- como la será el altar en la segunda.

Según el Misal, el ambón es un lugar “reservado” a la proclamación de la palabra: por tanto desde él se proclaman las lecturas y también el salmo responsorial. Pero las demás “palabras” no se dicen desde este ambón. Es buena pedagogía que los fieles vayan acostumbrándose a que lo que se proclama desde él es en verdad la Palabra de vida. Los avisos, las moniciones, los ensayos y la dirección de cantos –todo palabras humanas- es mejor que se digan desde otro lugar. El Misal “permite” que en ocasiones en que parezca  más conveniente se tenga también en el ambón la oración universal y la homilía, pero no es lo ideal. Para la homilía señala como lugar más coherente la sede, desde la que el presidente ejerce su ministerio en toda la primera parte de la celebración (IGMR 57, OLM 26).

Lo escuchamos de pie
Como signo de respeto especial al Evangelio, es tradición secular que la comunidad lo escuche de pie, mientras que las lecturas anteriores las ha escuchado sentada. Es un gesto simbólico de la atención plena, del respeto al Cristo que nos va a dirigir su Palabra, de la disponibilidad interior a  seguir su mensaje.

Ya desde la aclamación previa –normalmente el Aleluya- nos ponemos en pie como lo sabemos hacer a la entrada de una persona importante. Aquí se trata de un modo especial de la palabra de Cristo: el gesto quiere expresar y favorecer la actitud interior de apertura total al Cristo que nos va a hablar como nuestro auténtico Maestro.

Aclamaciones antes y después
La comunidad cristiana subraya con varias aclamaciones la lectura del Evangelio. Antes canta el aleluya, con un versículo de la lectura o uno de los más generales, que expresan su alegría por poder escuchar la palabra de Cristo. El aleluya es como un aplauso verbal, cantado, que tiene “el valor de un rito o de un acto” (IGMR 39).

Al título de la lectura, a ser posible cantando por el diácono en los días más festivos, responde la comunidad de igual modo con su “Gloria a ti, Señor”. “La salutación, el anuncio y la aclamación final –“Palabra de Dios”- es conveniente cantarlos, a fin de que la asamblea pueda aclamar del mismo modo, auque el Evangelio sea tan sólo leído. De este  modo, se pone de relieve la importancia de la lectura evangélica y se aviva la fe de los creyentes” (OLM 17).

La aclamación después del evangelio –“palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús” –puede convertirse en otra de parecidas características, breve y entusiasta, subrayando siempre la misma actitud: “Los fieles, con sus aclamaciones, reconocen y profesan la presencia de Cristo que les habla” (IGMR 35). También en la edición latina la respuesta al Evangelio es distinta. Todas las lecturas terminan por parte del lector con la aclamación Verbum Domini. Pero en las lecturas anteriores la asamblea responde Gloria tibi, Domine, mientras que para el evangelio dice Laus tibi, Christe, subrayando el protagonismo de Cristo. En el leccionario italiano el diálogo para las primeras lecturas es “palabra de Dios” –“Demos gracias a Dios”, y para el Evangelio: “Palabra del Señor” –“Gloria a ti, oh Cristo”.

El incienso
Otro elemento ritual que puede resultar significativo en los días más solemnes es el incensar el libro del Evangelio, antes de proclamar la lectura. Es un gesto de honor, de aprecio especial, como cuando se dirige al altar: o bien de oración y ofrenda, como cuando se dirige a los dones eucarísticos o a la misma comunidad celebrante. Ahora se dirige al Maestro que  nos anuncia su mensaje salvador. Como el incienso, también la Palabra evangélica llena el ambiente y penetra en nuestros sentidos. El Señor está ahí y habla a los suyos. Y los suyos reconocen su voz y la acogen en sus vidas.

La señal de la Cruz
Al iniciar la proclamación del texto evangélico, su lector hace la triple señal de la cruz, y, por tradición, también la asamblea. El gesto que quiere establecer un tacto entre la Palabra y la propia persona. El lector toca primero el libro, haciendo sobre él una pequeña señal de la cruz. Y luego se la hace sobre sí mismo, signándose sobre la frente, los labios y el pecho: una acción simbólica de apropiación, de toma de posesión. Es la expresión de un deseo: que esta Palabra que va a resonar en medio de nosotros penetre en nuestras personas, que ilumine en verdad nuestros pensamientos, nuestras palabras, nuestros sentimientos y actos. Algo parecido a la señal de la cruz que nos hacemos cuando recibimos la bendición al final de la Misa

Una Proclamación digna
Por parte del lector hay otro signo de su respeto a la palabra que proclama, y es  leerla de los lectores, que deben hacerlo en voz alta y clara, y con conocimiento de lo que leen” (OLM 14). Y si eso es verdad en tanto texto proclamado, lo es con mayor urgencia cuando se trata del Evangelio.

El lector es el instrumento mediador para que el mensaje de Cristo llegue en las mejores condiciones posibles a todos los presentes. Con buena dicción, expresiva, comunicativa. Importante ministerio, del en buena parte depende la acogida que pueda dar la comunidad a la Palabra de Dios. Debería realizarse con la misma veneración con que se realiza otro ministerio muy relacionado a éste: la distribución del Cuerpo y Sangre de Cristo en la Eucaristía. Aquí es Cristo quien se nos comunica como la Palabra salvadora de Dios. El lector no es dueño del mensaje. No es su propia palabra la que pregona, sino la Palabra de Cristo. Una palabra más importante que la homilía que le seguirá, que a su vez deberá manifestar su dependencia de la lectura escuchada antes. La mejor voz –algunas veces, en días más señalados, con canto- es la que debemos reservar a esta proclamación evangélica.

El beso al Evangeliario
“Según la costumbre tradicional en la liturgia, la veneración del altar y del libro de los Evangelio se expresa con el beso” (IGMR 232).

El lenguaje simbólico del beso, fuera y dentro de la liturgia, quiere expresar afecto, acogido, amor, respeto. En este caso, el que ha leído ante la comunidad el Evangelio, toma el libro en sus manos y lo besa: un claro gesto de fe y de aprecio por lo que significa este libro para la comunidad creyente. Un beso a Cristo que nos ha hablado. Mientras tanto, dice en secreto: per evangelica dicta , deleantur nostra delicta, pidiendo así que este evangelio sea un verdad salvador para nosotros destruyendo y venciendo el mal que siempre nos asecha.

La Palabra sigue abierta y viva
El leccionario, o el Evangeliario, siguen abierto en el ambón. Cerrarlo no tendría significado. Ese libro abierto, a la vista del pueblo, sigue siendo el que ilumina el resto de la celebración eucarística y toda la vida de la comunidad. Ha sido una palabra comprometedora, llena de fuerza, y que quiere seguir siendo en todo momento la luz y el estímulo de una vida conforme al Evangelio.

Toda esta serie de gestos simbólicos de aprecio al Evangelio no debe quedar en una satisfacción meramente ritual o esteticista. Tiene la intención de facilitar el que toda la comunidad –ministros y fieles- den a esta proclamación la importancia que tiene, que la acojan con participación muy atenta, que todos vayan progresando en una escucha cada vez más gozosa y fructífera de lo que Cristo les dice. Nos hace falta a todos esta pedagogía de los signos exteriores de respeto, porque a veces caemos en una excesiva familiaridad con las lecturas. Los gestos simbólicos están para eso: para recordarnos y hacernos más fácil la sintonía con el misterio que celebramos, en esta ocasión la palabra viviente de Dios, la comunión con el Cristo que nos habla.

Pero además de una acogida gozosa, “la palabra de Dios espera siempre una respuesta, respuesta que es audición y adoración en Espíritu y verdad. El Espíritu es quien da eficacia a esta respuesta para que se traduzca en la vida lo que se escucha en la acción litúrgica…Tanto más participan los fieles en la acción litúrgica cuanto más se esfuerzan, al escuchar la Palabra de Dios en persona, Cristo encarnado, de modo que aquello que celebran en la liturgia procuren reflejarlo en su vida y costumbres, y a la inversa, miren de reflejar en la liturgia los actos de su vida” (OLM 6).

Tantas muestras de afecto al Evangelio deberían llevarnos a que cada uno de nosotros fuéramos, en nuestra existencia, un libro y un ambón viviente, que vaya anunciando a los demás la fe y la alegría del mensaje evangélico escuchado y acogido.

Colaboración de: Padre Gregorio Mendoza

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