Solemnidad de Todos los Santos
Oración inicial:
Dios bueno, de quien emana todo bien, toda santidad. Mira a tus hijos reunidos en torno a la mesa de tu palabra; abre nuestros oídos a la escucha de tu Palabra y ayúdanos a vivir según el espíritu de las bienaventuranzas, para que vivamos felices ya en esta vida temporal y nos asociemos a la Iglesia de todos los santos el día que nos llames a la vida eterna.
1. Introducción:
La solemnidad de Todos los Santos es una típica fiesta cristiana, expresión de la esperanza que nos habita: lo que Dios ha realizado en los santos lo esperamos nosotros, confiados en su amor, y lo vivimos ya ahora: «Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos… seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es» (2. lect.). También el prefacio: «y alcancemos, como ellos, la corona de gloria que no se marchita» (prefacio I).
Las lecturas anuncian la dicha por los caminos del seguimiento realista de Jesús Si nos llenamos el corazón de júbilo, no nos apartamos de la lucha, y si nos invitan a mirar hacia el final de nuestra aventura, no dejan de decirnos que «ahora somos hijos de Dios» y hemos sido marcados con el sello del Dios vivo.
2. PRIMERA LECTURA: Libro del Apocalipsis 7, 2-4, 9-14
Yo, Juan, vi a otro ángel que subía del oriente llevando el sello de Dios vivo. Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar, diciéndoles: No dañéis a la tierra ni al mar, ni a los árboles hasta que marquemos en la frente a los siervos de nuestro Dios. Oí también el número de los marcados, ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las tribus de Israel. Después vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente: La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero! Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes, cayeron rostro a tierra ante el trono, y rindieron homenaje a Dios, diciendo: Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios , por los siglos de los siglos. Amén. Y uno de los ancianos me dijo: Esos que están vestidos con vestiduras blancas quiénes son y de dónde han venido? Yo le respondí: Señor mío, tú lo sabrás.Él me respondió: Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero.
2.1. Comentario:
Juan escribe el libro del Ap (que significa «revelación») hacia los años 94-96, en unas circunstancias particularmente adversas para las comunidades cristianas. La persecución de Nerón, iniciada con el incendio de Roma hacia el año 64, se había extendido por todas partes en tiempos de Domiciano. El Apocalipsis es, por la tanto, un libro de la clandestinidad, lo que explica en parte la dificultad de su interpretación. Es también un libro en el que el autor exhorta a los cristianos y levanta el ánimo de las iglesias, un libro de la resistencia cristiana o de la «paciencia», que es algo muy distinto de la simple resignación. La paciencia vive de la esperanza, de una esperanza invencible. El Vidente de Patmos ve los acontecimientos e interpreta los signos o señales de los tiempos a la luz del Día del Señor, revelando así el verdadero sentido de las persecuciones de la iglesia en el decurso de la historia. De ahí que la exhortación del Apocalipsis tenga todavía para nosotros vigente actualidad. En el capítulo anterior, después de anunciar las calamidades que se avecinan sobre la tierra, deja abierta una pregunta angustiosa: «Porque ha llegado el Día de su Cólera (de Dios) y ¿quién podrá resistir?» (6.17). La respuesta se halla en las dos visiones de este capítulo séptimo, de donde ha sido tomada la presente lectura.
El autor, que no está interesado en saber qué forma tiene nuestro planeta, sino en descifrar el sentido de la historia, da por buena la visión que tenían sus contemporáneos de la Tierra. Supone que ésta es como una gran superficie cuadrada, de cuyos ángulos proceden los vientos que pueden dañar la vida de los hombres. Pero, como él cree que Dios es el Señor y Creador de todas las cosas, supone que estos malos vientos no actúan al margen de la voluntad divina y están controlados por cuatro ángeles (v.1). Estos reciben órdenes precisas de un quinto ángel, que surge por el Oriente (de donde viene la luz y se suponía que procede la vida y la salvación de la vida), para que no suelten los malos vientos hasta que sean marcados con un sello todos los siervos de Dios. Sabemos que los hombres, desde antiguo, acostumbran a marcar con su nombre o con una señal personal aquello que es de su pertenencia; así se hacía antes con los esclavos y con los soldados. El sello de Dios en la frente de los que le sirven es como una promesa: Dios protegerá a los suyos en medio de la tribulación. Todo esto lo ha visto el Vidente como si estuviera fuera del mundo y pudiera abarcarlo con una mirada. Desde su punto de vista puede oír también el número de los marcados con el sello del Dios vivo. Desde una situación concreta de opresión y de constante amenaza, este creyente supera la anécdota del momento para abrirse, movido por la esperanza, al profundo misterio de la historia y escuchar la palabra de Dios que lo interpreta. Para ver y oír de esta manera hace falta esperar contra toda esperanza humana, superarlo todo en alas de la esperanza cristiana.
Se trata de un número simbólico. El número 12 significaba tanto como «totalidad», y el número 1.000 «muchedumbre». Israel es el pueblo de Dios. Suponiendo que cada tribu fuera una «muchedumbre» (=1.000), la «totalidad (=12) de cada tribu sería 12.000 miembros y la «totalidad» de Israel (con sus 12 tribus) sería 144.000 miembros. De ahí que este número signifique simplemente la totalidad de los elegidos y no una cantidad numérica bien determinada y conocida por nosotros. El autor quiere decirnos que Dios protege a todos y a cada uno de sus elegidos.
Y ahora el Vidente, situado más allá de la historia, ve lo que será al fin y al cabo. En su visión ha dado un salto, dejando atrás todas las luchas y persecuciones, para mostrarnos el triunfo del pueblo de Dios. Una muchedumbre incontable, de todas las razas, lenguas y naciones, con palmas en las manos celebra la victoria. Esta hermosa utopía nos muestra que el ideal de la humanidad es la superación de todas las fronteras y de todas las discriminaciones, una comunidad festiva en el reino de la paz y de la libertad. En este sentido podemos afirmar que una sociedad sin clases es también el sueño de todos los cristianos auténticos.
La victoria y la salvación que se celebra se deben al Cordero y a Dios, a quienes la muchedumbre incontable y los ángeles tributan «todo honor y toda gloria». Es como una gran doxología y una liturgia celestial que la iglesia militante, todavía en la tierra de la historia, anticipa en sus celebraciones eucarísticas.
Aunque todos han sido salvados por Dios y por la sangre del Cordero, Dios no ha ahorrado a ninguno de sus elegidos el pasar por la lucha y las tribulaciones de la historia. Y esto es lo que hace mayor el gozo de la victoria final.
3. SALMO RESPONSORIAL
Salmo 23, 1-2, 3-4ab, 5-6
R. Éstos son los que buscan al Señor.
Del Señor es la tierra y cuanto la llena
el orbe y todos sus habitantes:
Él la fundó sobre los mares,
Él la afianzó sobre los ríos.¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?El hombre de manos inocentes
y puro corazón.Ése recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación
3.1. Comentario: El Señor entra en su templo
El antiguo canto del pueblo de Dios, que acabamos de escuchar, resonaba ante el templo de Jerusalén. Para poder descubrir con claridad el hilo conductor que atraviesa este himno es necesario tener muy presentes tres presupuestos fundamentales. El primero atañe a la verdad de la creación: Dios creó el mundo y es su Señor. El segundo se refiere al juicio al que somete a sus criaturas: debemos comparecer ante su presencia y ser interrogados sobre nuestras obras. El tercero es el misterio de la venida de Dios: viene en el cosmos y en la historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los hombres una relación de profunda comunión. Un comentarista moderno ha escrito: «Se trata de tres formas elementales de la experiencia de Dios y de la relación con Dios; vivimos por obra de Dios, en presencia de Dios y podemos vivir con Dios» (G. Ebeling, Sobre los Salmos, Brescia 1973, p. 97).
A estos tres presupuestos corresponden las tres partes del salmo 23, que ahora trataremos de profundizar dos de ellas. La primera es una breve aclamación al Creador, al cual pertenece la tierra, incluidos sus habitantes (vv. 1-2). Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos y de la historia. En la antigua visión del mundo, la creación se concebía como una obra arquitectónica: Dios funda la tierra sobre los mares, símbolo de las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas, condicionadas por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida sobre este abismo, y es la obra creadora y providente de Dios la que la conserva en el ser y en la vida.
Desde el horizonte cósmico la perspectiva del salmista se restringe al microcosmos de Sión, «el monte del Señor». Nos encontramos ahora en el segundo cuadro del salmo (vv. 3-6). Estamos ante el templo de Jerusalén. La procesión de los fieles dirige a los custodios de la puerta santa una pregunta de ingreso: «¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?». Los sacerdotes -como acontece también en algunos otros textos bíblicos llamados por los estudiosos «liturgias de ingreso» (cf. Sal 14; Is 33, 14-16; Mi 6, 6-8)- responden enumerando las condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y exteriores, que es preciso observar, sino de compromisos morales y existenciales, que es necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un acto penitencial que precede la celebración litúrgica.
Son tres las exigencias planteadas por los sacerdotes. Ante todo, es preciso tener «manos inocentes y corazón puro». «Manos» y «corazón» evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre, que se ha de orientar radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda exigencia es «no mentir», que en el lenguaje bíblico no sólo remite a la sinceridad, sino sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, «mentira». Así se reafirma el primer mandamiento del Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, se presenta la tercera condición, que atañe a las relaciones con el prójimo: «No jurar contra el prójimo en falso». Como es sabido, en una civilización oral como la del antiguo Israel, la palabra no podía ser instrumento de engaño; por el contrario, era el símbolo de relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud.
4. SEGUNDA LECTURA Primera carta del apóstol san Juan 3, 1-3
Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él. Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él, se hace puro como puro es Él.
4.1. Comentario:
Con especial énfasis anuncia el autor el amor de Dios que nos hace hijos suyos. Esta filiación es ya actual; la plenitud llegará con la parusía, al final de los tiempos. Apoyado en la tradición de la comunidad cristiana, anuncia Juan un nuevo modo de ser en el futuro: semejantes a Dios porque participaremos de su visión. O sea, que este «ser hijos de Dios», que lo somos de verdad, ha de llegar a mucho más, ha de darnos más dignidad y gloria… ¡Tendremos la misma visión, el mismo modo de ver, de Dios! Esto no supondrá que se elimine la diferencia existente entre Dios y el hombre.
La esperanza cristiana en que la filiación divina que ya poseemos llegue a plenitud, a una extraordinaria gloria, invita a tomar la fuerte marcha de una vida santa (Mt 5, 48; Hb 12,14). El ejemplo absoluto lo tenemos en «él», en Jesucristo (cf. 1 Jn 2,6; 1 Pe 2, 21).
5. Evangelio según san Mateo 5, 1-12a
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y Él se pudo a hablar enseñándolos: Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la Tierra. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
La liturgia de hoy nos presenta las Bienaventuranzas como síntesis del mensaje cristiano, como proyecto de vida para vivir la santidad de Dios. Exegéticamente, el género bienaventuranza no es nuevo en el NT, ni tampoco es exclusivo de los evangelios. El AT nos presenta numerosos ejemplos de bienaventuranzas; sólo en el libro de los Salmos nos encontramos con más de 20 (cf. Sal 40, 2; 127, 1 etc.). El Apocalipsis de Juan ritma su texto con 7 bienaventuranzas (cf. 1,3; 14,13; 16,15; 19,9; 20,6; 22,7; 22,14). Las ocho bienaventuranzas con que Mateo introduce el Sermón de la Montaña se muestran literariamente bien construidas, lo que nos muestra la mano del redactor eclesial: la primera y la última contienen la misma promesa y la cuarta y la octava (dos mitades!) mencionan la justicia. Cuatro de ellas presentan situaciones de conflicto: pobreza, llanto, sufrimiento, hambre-sed y persecución. Y tres se centran en acciones positivas: misericordia, limpieza de corazón, esfuerzo por la paz. No pretenden ser exhaustivas, presentar todas las situaciones humanas susceptibles de dicha evangélica: pero sí nos muestran un amplio abanico de situaciones de indigencia y de compromiso por el prójimo: en todos ellos se hace patente el rostro de Dios. En la novena bienaventuranza recae el acento: en la misma persecución por causa del Evangelio se manifiesta el gozo de Dios. Cualquier situación humana, vivida en la línea del Evangelio, es buena para realizar el proyecto de santidad que Dios espera de nosotros.
Amores que nos habitan
Hoy somos invitados a dejar sembrar en la tierra de nuestras vidas el anuncio más impresionante de felicidad que nos hace Jesús. ¿Cómo no callar ante las bienaventuranzas y dejar que cada una de ellas se nos muestre y nos diga de él? Nos unimos hoy a todos aquellos hombres y mujeres cuyos rostros nos han dejado huella. Personas cuya presencia nos ha confortado, animado, empujado… Y que, al modo de Jesús, hemos podido presentirlos pobres, libres y felices. Es la fiesta de la dicha compartida, de haber llegado a experimentar, a intuir al menos, que la pobreza, el sufrimiento, la inocencia, la ternura ante la debilidad, el deseo de justicia y de ayudar a vivir, el trabajo por la reconciliación y la paz, es camino seguro a la vida de Dios. Que es el lugar donde se nos da y nos va hermanando. Y poder albergar la confianza honda de que, pase lo que pase, todo va a acabar bien, de que la vida es conducida secretamente a un Puerto de Amor definitivo, que todo llanto, toda impotencia, toda injusticia, será abrazada y sanada en Él.
Ser consolados en lo profundo del corazón, heredar la tierra que nos da a manos llenas, saciarnos de humanidad, acoger toda vida y la nuestra en la Casa de la Misericordia, ver a Dios allí donde acontece un rostro; sabernos amados con todo y que nuestro cuerpo lo exprese, entrar en el Banquete del Reino y comer con otros… ¿Nos creemos de verdad que es ese nuestro destino, no sólo último, sino de cada día? ¿Que es el regalo que aún tenemos que abrir? Nuestra mirada es orientada allí donde la realidad se nos muestra necesitada de salvación, en el hambre de tanta gente, en la dignidad violenta de las mujeres y los niños, en todos aquellos que han perdido sus vidas, ganándolas, por las causas de los otros más desfavorecidos…
¡Hay tanto por agradecer a estos hombres y mujeres que, como callada levadura, están haciendo historia! Dichosos ellos y también nosotros, porque nos tienden la mano para seguirles por el Camino; el que Jesús es y en el que nos sostiene. Agradezcamos los rostros en los que hemos podido ver emerger la imagen de Cristo, y los amores que nos habitan. Pidamos con ellos acogerle hasta el fondo para que nos movilicemos para ser dispensadores humildes de dicha y compasión.
ORACIÓN DE ACCIÓN DE GRACIAS
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación bendecirte, Dios santo, uno y trino, con todos tus santos, porque nos concedes celebrar hoy la gloria de la asamblea festiva de todos los bienaventurados en la patria definitiva del cielo.
Hacia ella, aunque peregrinos y forasteros en país extraño, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y por la esperanza, y gozosos por la gloria de los mejores hijos de tu Iglesia, los santos, nuestros hermanos, en quienes encontramos ejemplo de vida cristiana que imitar y ayuda para nuestra debilidad. Por eso, unidos a todos los Santos y al coro de los ángeles, te glorificamos repitiendo sin cesar. Santo, santo, santo.