Domingo 7 de Pascua – La Ascención del Señor – Ciclo B

DOMINGO SEPTIMO DE PASCUA: LA ASCENSION DEL SEÑOR ciclo B

 

Los discípulos habían aprendido a vivir con el Jesús terrestre y por eso mismo, resintieron su partida. De igual manera, habían comenzado a disfrutar la nueva forma de presencia del resucitado. La experiencia del resucitado no era en manera alguna un privilegio, sino una responsabilidad. El relato de los Hechos nos lo recuerda. No hay que evadirse de la responsabilidad misionera, ni siquiera con la finalidad de contemplar a Cristo glorioso. La misión no puede esperar. Así lo asienta el final del Evangelio de san Marcos. De la misma manera que Jesús realiza señales que transformaron la existencia de enfermos y oprimidos por el mal, tendrán que hacerlo los discípulos. El Evangelio será creíble en la medida que incentive y promueva a cada persona a la búsqueda de condiciones de vida más dignas para sí misma y para los demás.

 

1.      ORACIÓN COLECTA

Llena, Señor, nuestro corazón de gratitud y de alegría por la gloriosa ascensión de tu Hijo, ya que su triunfo es también nuestra victoria, pues a donde llegó Él, nuestra cabeza, tenemos la esperanza cierta de llegar nosotros, que somos su cuerpo. Por nuestro Señor Jesucristo…

 

2.     Texto y comentario

2.1.Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 1, 1-11

En mi primer libro, querido Teófilo, escribí acerca de todo lo que Jesús hizo y enseñó, hasta el día en que ascendió al cielo después de dar sus instrucciones, por medio del Espíritu Santo, a los apóstoles que había elegido. A ellos se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejo ver por ellos y les habló del Reino de Dios. Un día, estando a la mesa con ellos, les mando: “No se alejen de Jerusalén. Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado: Juan bautizó con agua; dentro de pocos días ustedes serán Bautizados con el Espíritu Santo”. Los ahí reunidos le preguntaban: “Señor, ¿ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel?”. Jesús les contesto: “A ustedes no les toca conocer el tiempo y la hora que el Padre ha determinado con su autoridad; pero cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los llenara de fortaleza y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, Samaria y hasta los últimos rincones de la tierra”. Dicho, esto se fue elevando a la vista de ellos, hasta que una nube lo ocultó a sus ojos. Mientras miraban fijamente al cielo, viéndolo alejarse, se le presentaron dos hombres vestidos de blanco, que dijeron: “Galileos que hacen allí parados, mirando al cielo? Ese mismo Jesús que los ha dejado subir al cielo, volverá como lo han visto alejarse”.

Dividamos el pasaje en dos momentos: diá­logo de Jesús con sus discípulos y relato de la ascensión. Ambos, con todo, integran un mismo momento teológico: la exaltación del Señor. Habla Jesús. Y habla disponiendo. En torno a él los once; tras ellos y con ellos, todos nosotros. Nos encontramos, jubilosos, den­tro del misterio pascual. La realidad pascual ha entrado en movimiento y se extiende, transformante, a los Apóstoles y a la Iglesia.

Jesús el elegido, Jesús el enviado, Jesús el lleno del Espíritu de Dios, elige y envía y confiere el don del Espíritu. La elección y la misión im­plican la unción del Espíritu y la investidura del poder salvífico. El texto lo declara abiertamente: Seréis bautizados en el Espíritu Santo. Es la gran promesa del Padre: lo contiene todo, lo entrega todo, lo transforma todo. La repetida mención del «reino» en este contexto nos hace pensar, temática­mente, en la misión de los once y en la realidad resultante de la misma como obra del Espíritu Santo: la Iglesia. El acontecimiento, que arranca del pa­sado -vida de Jesús- y sostiene el presente -Jesús resucitado-, se lanza a conquistar el futuro estable y permanente. Un impulso irresistible levanta la creación hacia adelante.

La Ascensión del Señor. Lucas la relata dos veces de forma un tanto di­versa: una, al final de su Evangelio, y otra, aquí, al comienzo del libro de los Hechos. La primera, como remate de la obra de Jesús a su paso por la tie­rra; la segunda, como inicio de la obra de Jesús perpetuada en la historia. Una bendición, la primera; un impulso, la segunda. La primera cierra la presencia sensible de Jesús entre los suyos; la segunda abre el tiempo de la Iglesia con una presencia espiritual del Señor en ella. La Ascensión del Se­ñor deja los cielos abiertos, bendiciendo; y anuncia, ya desde ahora, su ve­nida gloriosa; la nube que lo ocultó a los ojos de sus discípulos lo traerá glo­rioso, en poder y majestad, a presencia de todas las gentes. La despedida, privada, anuncia la venida pública. La Iglesia se extiende, con la fuerza del Espíritu, desde ahora hasta el fin de los siglos. Tiempo de espera activa, de transición creadora, de testimonio vivificante y de acendrada caridad fra­terna.

2.2.                    Salmo Responsorial Sal. 46, 2-3. 6-7. 8-9

 

R/ Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas.

Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas;
tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad.

Porque Dios es el rey del mundo; tocad con maestría.
Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.

2.3.                    De la carta del apóstol san Pablo a los efesios: 4, 1-13

Hermanos: yo, Pablo, prisionero por la causa del Señor, los exhorto a que lleven una vida digna del llamamiento que ha recibido. Sean siempre humildes y amables; sean comprensivos y sopórtense mutuamente con amor; esfuércense en mantenerse unidos en el Espíritu con el vínculo de la paz. Porque no hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, como es también sólo una esperanza del llamamiento que ustedes han recibido. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que reina sobre todos, actúa a través de todos y vive en todos. Cada uno de nosotros ha recibido la gracia en la medida en que Cristo se la ha dado. Por eso dice la Escritura: Subiendo a las alturas, llevó consigo a los cautivos y dio dones a los hombres. ¿Y qué quiere decir “subió”? Que primero bajó a lo profundo de la tierra. Y el que bajó es el mismo que subió a lo más alto de los cielos, para llenarlo todo. Él fue quien concedió a unos ser apóstoles; a otros, ser profetas; a otros ser evangelizadores; a otros ser pastores y maestros. Y esto, para capacitar a los fieles, a fin de que, desempeñando debidamente su tarea, construyan el cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a estar unidos en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, y lleguemos hacer hombres perfectos, que alcancemos en todas sus dimensiones la plenitud de Cristo.

a) La sabiduría que Pablo pide a Dios para los efesios (versículo 17) es ese don sobrenatural ya conocido por los sabios del Antiguo Testamento (cf. Prov 3, 13-18), pero considerablemente ampliado en su definición cristiana, pues no es ya solamente la práctica de la ley, el conocimiento de la voluntad divina sobre el mundo, ni tampoco una explicación del mundo, sino la revelación del destino de un hombre (v. 17) y de la herencia de gloria que resulta de ello (Ef 1, 14), en total contraste con la miseria de la resistencia humana (Rom 8, 20); es por último el descubrimiento del poder de Dios, manifestado ya en la resurrección de Cristo (v. 20), que garantiza nuestra propia configuración.

b) Pablo se detiene un instante en la contemplación de este poder divino. Y lo describe mediante tres términos sinónimos: poder, vigor y fuerza (v. 19). Este poder no es ya sólo el que Dios ha desplegado para crear la tierra e imponerle su voluntad (Job 38), sino que incluso cambia estas leyes, puesto que es capaz de cambiar a un crucificado en Señor resucitado (v. 21a) y de poner a punto desde ahora las estructuras del mundo futuro (v. 21b). Por esto la sabiduría es una esperanza (v. 18), porque es confianza en la acción en el mundo del Dios de Jesucristo.

c) Pero el poder de Dios no reserva sólo para el futuro la manifestación de su vigor, sino que desde ahora todo es realizado por El: El ha puesto a Cristo como cabeza de todos los seres en el misterio mismo de la Iglesia, su plenitud (vv. 22-23). Pablo ha pedido para los efesios el don de la sabiduría para que comprendan ante todo cómo la Iglesia es signo del poder de Dios manifestado en Jesucristo. En efecto, es un privilegio inaudito para la Iglesia tener como jefe al Señor del universo, así como ser su Cuerpo. Por tanto, la Iglesia no está solamente sometida al Señor de la misma manera que el universo, porque le está ya indisolublemente unida, como un cuerpo a su cabeza. La Iglesia es pleroma de Cristo como receptáculo de las gracias y de los dones que El reserva para toda la humanidad. La expresión «todo en todos» sugiere que este receptáculo no tiene límites. Por otra parte, estas gracias no están reservadas sólo a la Iglesia, sino a la humanidad, con vistas a su crecimiento (Ef 4, 11-13) hasta el estado de «hombre perfecto» que es el de la humanidad.

2.4. Del santo Evangelio según san Marcos: 16,15-20

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvara; el que se resista a creer, será condenado. Estos son los milagros que acompañaran a los que hayan creído; arrojan demonios en mi nombre, hablan lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben el veneno mortal, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y estos quedaran sano”. El Señor Jesús, después de hablarles subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba su predicción con los miagros que hacían.

La conclusión del evangelio (16, 9-20) relata sucin­tamente las apariciones de Jesús de modo ascendente hasta llegar a la más solemne y decisiva: la aparición a los once. La misión de los Apóstoles -la misión de la Iglesia- es predicar el Evange­lio, anunciar la Buena Nueva a toda criatura. De palabra y de obra, hasta tal punto de ser ellos -y ella- el anuncio vivo de la salvación. De Cristo sal­vador surge la Iglesia salvadora. La actitud requerida es la fe. Fe en la per­sona de Jesús y en su misterio; adhe­sión a su persona y a su palabra. Sin la fe queda el hombre en las sombras y se sustrae de la salvación de Dios. El sacramento de la fe es el bautismo. Creer y ser bautizado está en la misma línea y son teológicamente inseparables. San Pablo declarará que en el bau­tismo morimos, somos sepultados y resucitamos con Cristo.

Si el cristiano muere y resucita con Cristo, se entiende que en Cristo tenga el poder sobre la muerte y el pecado. Jesús, poderoso en palabras y obras, equipa a los suyos del poder de superar las in­sidias del pecado y de la muerte. Más, es su misión específica en este mundo: lanzar demonios, curar enfermos, beber veneno sin daño alguno, hablar lenguas nuevas… El demo­nio es el opositor más de­cidido del reino, y el reino la fuerza más aniquila­dora de su poder. Misión de discípulos -son el reino- es lanzar, como Jesús y en su nombre, los demonios, desde los más llamativos -pensemos en los pose­sos- hasta los más escondidos y pérfidos, los pecados. Sus manos -alargamiento bendito de las benditas manos de Jesús- llevarán la salud a los enfermos. ¿Cómo no pensar aquí, entre otras cosas, en las obras de mise­ricordia que hacen patente la misericordia de Dios? Hablarán lenguas nue­vas: se comunicarán filialmente con Dios y fraternalmente con los hermanos. Recordemos en particular la comunicación afectuosa del hombre con Dios en la oración y de los hermanos todos en la misma con él. El Señor glorioso los acom­pañará siempre: rozarán y bordearán los peligros más graves e in­sos­pechados, superarán las asechanzas más refinadas del Maligno. El misterio de iniquidad, que les saldrá al encuentro, no podrá im­pedir el cumplimiento de su misión. La Ascensión del Señor se nos presenta en esa perspectiva. No podemos separar de ningún modo la Resurrección del Señor de la misión de la Iglesia. Del Señor que se va cuelga una bendición que se prolonga hasta los confines del mundo y hasta el ocaso de la historia. De la bendición es por­tadora la Iglesia.

Reflexionemos:

Pongamos los ojos en Cristo y contemplemos. Saboreemos, en extensión y profundidad, la grandeza y esplendor que envuelven a su persona. No olvi­demos en ningún momento que su gloria nos al­canza a nosotros y que su grandeza nos eleva a la dignidad de miembros de su cuerpo. En su Resu­rrección resucitamos nosotros y en su Ascensión subimos nosotros al cielo.

Jesús, Rey y Señor. Es en cierto sentido el motivo de la fiesta. El salmo responsorial lo celebra triunfador en su ascenso al Padre. Jesús asciende en­tre aclamaciones. Y no son tan sólo las nuestras las que acompañan tan se­ñalado momento. La creación entera exulta y aplaude con entusiasmo. Es el Señor, el Rey. El salmo 109, mesiánico por tradición y por tema, lo canta sentado a la derecha de Dios en las alturas. Es el Hijo de Dios coronado de poder y de glo­ria. En dimensión trinitaria, Hijo predilecto del Padre y po­seedor pleno del Espíritu Santo. Si miramos a la creación, Señor y centro de todo. Y si más nos acercamos a los hombres, cabeza gloriosa y glorificadora de un cuerpo maravilloso, la Iglesia. La Iglesia es plenitud de Cristo por ser Cristo plenitud de la Iglesia. Hacia atrás, cumplidor y remate de toda inter­vención divina en el mundo: cumplidor de las Escrituras. Hacia adelante, el Señor Resucitado que vendrá sobre las nubes. No hay nada que no tenga sentido en él, ni nada que tenga sentido fuera de él. Tan sólo la muerte y el pecado se resisten a una reconciliación: desaparecerán aplastados por el po­der de su gloria. Adoremos a nuestro Señor y aclamemos su triunfo. En él estamos nosotros.

Jesús, Cabeza de la Iglesia. Jesús es el Salvador, Jesús salva. Es su misión. Pero la salvación se realiza en, por y para su cuerpo. No hay duda de que la Iglesia, su cuerpo, vive y de que vive por es­tar unida a su humani­dad gloriosa. Tampoco cabe la menor duda de que la cabeza se expresa «salvadora» a través de sus miembros; de forma, naturalmente, misteriosa. Ni podemos ignorar que la gracia salvadora de Cristo es una fuerza asimi­lante, adherente y cohe­rente en grado máximo: la salvación hace a unos miembros de otros y a todos, cuerpo de Cristo. Las tres lecturas evangéli­cas, y a su modo también la lectura del libro de los Hechos, hablan de este misterio: de la misión salvadora de la Iglesia en la misión salvadora de Je­sús. «Predicar el evangelio», «hacer discípulos», «dar testi­monio», «bautizar», «lanzar demonios»… son funciones diversas de una misma realidad. La Igle­sia es parte del misterio de Cristo, Cristo y la Iglesia son una sola carne. Negar esta realidad es negar a Cristo y, por tanto, desconocer a Dios, que se ha revelado en Cristo. Es algo así como despojar a Cristo de su gloria y a la Iglesia de su cabeza. El Espíritu Santo los ha unido para siempre. Atentar contra uno es atentar contra la otra y viceversa. No podemos separar lo que Dios unió. San Agustín lo expresa bellamente en su Comentario a la Carta de San Juan a los Partos: Pues toda la Iglesia es Esposa de Cristo, cuyo principio y primicias es la carne de Cristo, allí fue unida la Esposa al Esposo en la carne… (II, 2). Su tabernáculo es su carne; su tabernáculo es la Igle­sia… (II, 3). Quien, pues, ama a los hijos de Dios ama al Hijo de Dios; y quien ama al Hijo de Dios ama al Padre; y nadie puede amar al Padre si no ama al Hijo; y quien ama al Hijo ama, también, a los hijos de Dios… Y amando se hace uno miembro, y se hace por el amor en la trabazón del Cuerpo de Cristo; y llega a ser un Cristo que se ama a sí mismo. (X, 3).

Misión de la Iglesia. La Iglesia recibe la salvación y la opera. Para ello la presencia maravillosamente dinámica del Espíritu Santo. Nosotros, sus miembros y componentes, la recibimos y de­bemos operarla, en nosotros y en los demás; no operarla es per­derla. Debemos ser expresión viva de la presencia salvadora de Cristo en el mundo. Enumeremos algunos aspectos: «testigos» de la Resu­rrección de Cristo, con la resurrección gloriosa de nuestra vida a una vida nueva; «anunciadores» de la penitencia, con la vi­tal conversión de nuestra vida al Dios verdadero; «predicadores» del amor de Dios, con el amor cris­tiano fraternal y sencillo a todos los hombres; «perdonadores» del pecado, con los sacramentos pre­ciosos de Cristo y con el sagrado perdón que nos otorgamos mutua­mente y a los enemigos; «lanzadores» de demonios, con la muerte en nosotros al mundo y a sus pompas; «comunicadores» con Dios, en la oración y alabanza, personal y comunitaria; «sanadores» de en­fermedades y flaquezas con las admirables obras de misericordia de todo tipo y color. Dios nos ha dado ese poder en Cristo, pues somos misteriosamente Cristo. Es un deber y una gracia ejercerlo. Hemos de proceder sin miedo, con decisión y entereza, aunque con senci­llez y fe profunda; personal y comunitaria­mente, como miembros y como cuerpo del Señor. El Señor glorificado está por siempre con nosotros. Hagamos extensiva a todos la bendición preciosa que nos legó en su Espíritu. Recorramos los caminos del mundo en direc­ción ascendente, con los ojos puestos en lo alto y elevando todo a la gloria de Dios con la gloria que en el Señor se nos ha comunicado.

3.     Oración final:

 

Escucha Padre, nuestra oración, y envía tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre la humanidad. Por Jesucristo, tu Hijo, nuestro hermano, que resucitado de entre los muertos vive y reina contigo por los siglos de los siglos.

 

Himno: Yo no dejo la tierra

 

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