Cuarto domingo de cuaresma – Ciclo C

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Después de la salida de Egipto, durante el largo camino en el desierto, Dios sostuvo a su pueblo enviándole el maná. Cuando llegó a la tierra prometida, el pueblo ya no tuvo necesidad del maná, ya que podía comer el fruto de sus cosechas. Esto lo leemos en la primera lectura de este domingo. “Gustad y ved cómo es bueno el Señor”, comenta el salmista. En el Evangelio, Jesús invita a los justos y a los pecadores a la cena del Señor. El hijo pródigo acepta la invitación del padre misericordioso. ¿Su hermano mayor lo aceptará también? No le dice nada. Al no querer reconciliarse con su hermano, ¿no estará alejándose de su padre? “Cristo vino a reconciliar a todos los hombres con Dios, dejémonos reconciliar por él”, nos dice Pablo.

 1.      Oración:

Señor, que reconcilias contigo a los hombres por tu Palabra hecha carne, haz, que el pueblo cristiano se apresures, con fe viva y entrega generosa a celebrar las próxima fiestas pascuales. Por nuestro Señor Jesucristo….

 2.      Texto y comentario

2.1.Lectura del libro de Josué 5, 9a. 10-12

En aquellos días, el Señor dijo a Josué: Hoy os he despojado del oprobio de Egipto. Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. El día siguiente a la Pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra: panes ázimos y espigas fritas. Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. Los israelitas ya no tuvieron maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.

En la cuarta etapa de la Historia de la Salvación, llegamos con el Pueblo de Israel a la Tierra Prometida. El Éxodo comenzó con una Pascua y terminó con otra. La Pascua en Egipto le dio comienzo a la vida peregrinante en el desierto; la Pascua en Guilgal señala el término del largo peregrinar. La Pascua en el Egipto fue el paso de la esclavitud a la libertad; la Pascua en Guilgal celebra la alegría de la llegada. Jesús pondrá la llave de oro al significado pascual: paso de este mundo al Padre, de la tierra de los hombres a la casa de Dios. Atrás queda la vida errante, el maná, la incircuncisión (el “oprobio de Egipto). Retomando el signo de la Alianza, el pueblo sale de una situación de decadencia moral. Ahora, es la vida estable en la tierra donde corre leche y miel, y cuyos frutos el pueblo comienza a saborear. Israel está en su tierra, Dios cumplió su promesa, comienza una vida nueva! La mención de los panes sin levadura (panes ácimos) refleja la fusión de dos fiestas que son independientes en su origen: la Pascua era la fiesta de los pastores que, en la noche de luna llena de la primavera, ofrecían el sacrificio del cordero, se protegían con su sangre y procedían a su comida ritual. Los panes sin levadura tienen origen en una sociedad agrícola. La fusión se dio después de la entrada de los israelitas en Caná. Más aún, ambas apuntaban a la novedad: la ruptura con el pasado y el nuevo comienzo.

2.2. Salmo responsorial Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7 (R.: 9a)

R. Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza esta siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren. R

Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su nombre.
Yo consulté al Señor, y me respondió»
me libró de todas mis ansias.

Contempladlo, y quedareis radiantes,
vuestro rostro no se avergonzará.
Si el afligido invoca, al Señor,
el lo escucha y lo salva de sus angustias. R.

Es fundamentalmente un salmo de acción de gracias: El Señor me libró de todas mis ansias. De esta experiencia personal surge espontánea la ala­banza: Su alabanza está siempre en mi boca. La alabanza se ensancha hasta ha­cerse comunitaria: Ensalcemos juntos su nombre. La comunidad inter­preta como propio el beneficio de uno de sus miem­bros y eleva a máxima universal la experiencia del individuo: Si el afligido invoca al Señor, él lo escuchará. El fiel no gime solo, no pide solo, ni goza solo del beneficio del Señor, ni si­quiera resuena ais­lada su alabanza. La comunidad, de la que forma parte, lo acompaña en todos sus actos; con él gime, con él da gracias por el beneficio re­cibido, con él alaba al Señor de los ejércitos. La acción del indi­viduo cobra am­plitud y profundidad. La misma experiencia se hace comunitaria. Por eso, la invi­tación: Gustad y ved qué bueno es el Señor, va diri­gida a todos. De las ex­periencias particulares surge la máxima, La comunidad -la Iglesia- viva a tra­vés de los siglos, lo proclama y lo garantiza. A nosotros va dirigida en forma de enseñanza la ex­periencia de muchos.

2.2. Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 5, 17-21

Hermanos: El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo reconciliando consigo y nos encargó el ministerio de reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es Como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios.

La muerte y la resurrección de Cristo exigen una nueva vida en los hom­bres, una nueva forma de pensar y de actuar, según Cristo. Esa es la vocación del cristiano. No es otro, fundamentalmente, el sentido del bautismo: muertos en Cristo, resucita­dos en Cristo, vida nueva en Cristo. Por tanto (v. 17) el que está en Cristo es una nueva creación. Pa­blo ha hablado muchas veces de esa nueva reali­dad: hombre nuevo, creación nueva, creación en Cristo. Esa es la obra de Dios en Cristo. El hombre se hallaba alejado de Dios, enemistado con Dios; su naturaleza, cuarteada por el pecado, estaba pronta para la destruc­ción y la muerte. Pero Dios tuvo a bien, por su misericordia, reconciliarnos con él, haciendo caso omiso de nuestras faltas y peca­dos. Todos ellos fueron lava­dos en la sangre de Cristo. La pertenencia a él por el bautismo nos ga­rantiza el perdón más sincero. Cristo ocupó el lugar que correspondía al pecado -no que cometiera pe­cado- atrayendo sobre sí la ira de Dios que mere­cían nuestros delitos. Se hizo pecado, ocupando nuestro lugar, para que nosotros viniésemos a ser justicia, ocupando así el lugar que a él correspon­día. Dios nos ha justifi­cado en él, en su muerte y re­surrección. Nos ha reconciliado consigo en él; nos ha perdonado, nos ha hecho sus hijos. Toda la misión de Pablo, todo su trabajo se re­duce a proclamar y a anun­ciar por todas partes la justicia de Dios a los hombres (v. 20). Pablo ex­horta en nombre de Dios. Dios mismo exhorta por medio de Pablo. Pablo suplica ar­dientemente en nombre de Cristo: ¡Reconciliaos con Dios!

2.3.Lectura del santo evangelio según san Lucas 15,1-3. 11-32.

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publícanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: Ése acoge a los pecadores y come con ellos. Jesús les dijo esta parábola:  «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.

Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco Llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.» Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco Llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: «Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: «Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.» El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y el replicó a su padre: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado. El padre le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.»

Esta preciosa parábola, para muchos la más hermosa y la más tierna de todas, forma parte de un pequeño grupo de parábolas que tienen como tema común objetos perdidos, o, como otros prefie­ren, la misericordia. Son las pará­bolas de la dracma perdida, de la oveja perdida y del hijo perdido. Tres obje­tos, preciosos a los ojos del dueño, que estaban perdidos, son recobrados sa­nos y salvos con inefable alegría y gozo del poseedor. Comuni­cativa la alegría de la mujer que encuentra su dracma; emocionante el gozo del pastor que vuelve con la oveja descarriada; conmovedoras, hasta el extremo, las lágrimas incontenibles del padre que recobra al hijo. Hoy nos toca leer la última de ellas. Es propia de Lucas. No es necesario expli­carla detenidamente. Valgan algunas considera­ciones.

1. Los fariseos acusan a Jesús; más aún, lo conde­nan. Aquel hombre, que rompe el sábado y anda de continuo con los pecadores y publicanos, no puede ser un hombre de Dios; es un falsario. Si fuera un profeta, sabría que aquellos hombres con quienes trata son aborrecidos por Dios. Nada más equivo­cado. No sabían los pobres que Cristo representaba y practicaba la misericordia di­vina, y que ésta era infinita. Dios ama tiernamente al hombre y lo llama, por pecador que sea, continuamente a su amistad. Si esto es así ¿por qué impor­tunar a Cristo, que cumple la voluntad divina a la perfec­ción? Los hombres son severos en sus juicios. Dios es más misericordioso. A curar a los enfermos vino Cristo, no a los sanos. La misericordia nos asemeja a Dios, no la severi­dad del juez.

2. El padre condesciende a la petición del hijo. Dios respeta la voluntad li­bre del hombre, aunque con frecuencia condena sus actos. El hombre ha re­ci­bido de Dios bienes de todas clases, materiales y espirituales, del cuerpo y del espíritu. El hombre, que se aleja de él, los malgasta; se aleja para malgastarlo; al malgastarlos, se aleja. El mal uso de los bienes no eleva al hombre; antes bien lo de­gradan, lo envilecen. Compárense los extremos, la casa del padre y la guarda de puercos. Alguno le susurró al oído: Aléjate, lleva tu pro­pia vida; no vivas como un niño, siempre a la sombra del padre; ya eres ma­yor, disfruta tú solo de tus bienes, inde­pendízate. Nos recuerda la tentación del diablo en el Paraíso: Seréis como dioses. Acabaron desnudos. Así el hijo pródigo.

3. El dolor es síntoma de enfermedad. El dolor nos obliga a confesarnos en­fermos. Sin el dolor mo­riríamos sin darnos cuenta. El hambre y el aban­dono le hacen al hijo reflexionar sobre su infortu­nio. La experiencia de la ruina le hace ver la mag­nitud de su locura. Las imágenes del pasado feliz se le agolpan y amontonan en la mente. ¡Qué era y qué es ahora! Ni siquiera de bellotas puede llenar su estómago vacío. ¡Qué desilusión haber abando­nado al padre! Su espíritu vuelve a cobrar espe­ranza: Me levantaré e iré al, padre y le diré: He pecado contra el cielo y contra ti… El hijo está con­trito y humillado. Ha co­menzado la conversión. Ese es el proceso: sentir el pecado, admitirlo como pro­pio, levantar la mirada a Dios, confesar el de­lito. La desgracia acompaña al que abandona a Dios, la gracia al que lo encuentra. ¿Hubiera sen­tido el hijo la necesidad de ir al padre, de no ha­ber sufrido el hambre y el abandono? El su­fri­miento nos acerca a Dios.

4. La figura del padre es conmovedora. El pen­samiento ha seguido de con­tinuo al hijo errante. Sintió su marcha. Desea su vuelta. La espera todos los días. Sobre un cabezo otea, sin descanso, el horizonte. Puede que venga y no lo encuentre a él. Pero un día salta de repente su corazón, adivi­nando, en aque­lla figura andrajosa que se divisa a lo lejos, la persona de su hijo. Corre, lo abraza, lo besa y sus lágrimas de gozo se mezclan con las amargas de su hijo. No le deja hablar. Lo levanta del suelo, lo estrecha entre sus brazos y co­mienza a llamar a los siervos. Hay que preparar un ban­quete, una fiesta: ¡El hijo perdido ha vuelto! Ni un reproche, ni una insinuación a su pecado. Todo lo contrario: el gozo del padre es indescriptible, su alegría sin límites.

5. La figura del hermano mayor ensombrece un tanto la escena. Pero es para realzar con más fuerza la luz. La postura del hermano obliga a de­finir la actitud del padre: Tú estabas conmigo; todo lo mío es tuyo; tuya debe ser también mi ale­gría; el hijo perdido ha vuelto.

6. ¿Dónde está el pecado del hijo? No aparece expresamente. Lo que pidió al padre, le pertene­cía; ni hizo nada injusto. Sí que es una cosa mala el mal­gasto de los bienes. Pero no está ahí propia­mente el pecado. El malgasto de los bienes es con­secuencia y expresión de una actitud interna irre­gular. El ver­dadero pecado está aquí: marcharse de casa. Al hijo no le importó la casa, no le im­portó el padre; la convivencia con él le pareció su­perflua y despreciable. Ese es el mal. Rompió con el padre, despreciando así su condición de hijo. Acabó siervo y esclavo de señores ajenos. Se apartó de la vida y cayó en la mi­seria más absoluta. De nuevo recordamos la desgracia de Adán y Eva. El ca­mino ha sido el mismo. El mismo ha de ser el camino para encontrar al padre de nuevo: reconocer nuestro pecado, volver al padre, reconciliarnos con él y vivir con él siempre.

Meditemos:

Después de la explicación del evangelio, no es necesario detenerse mucho en las consideraciones. De todos modos ahí van un par de pensamientos.

Reconciliación con Dios – Misericordia di­vina. El hombre no puede vivir sin el Dios que lo creó; ni el hijo lejos del padre que lo ha engen­drado. Como ove­jas errantes caminábamos sin di­rección ni rumbo a  por nuestros pro­pios caprichos y desvaríos, malgastando, abocados a la ruina completa, los bienes que Dios misericor­diosamente nos había concedido. La situación era desesperada. Se alzó entonces, como reconcilia­dor entre el Dios que nos creara y el hombre que lo había ofendido, la persona de Cristo. La miseri­cordia de Dios lo dispuso así. En su muerte nos ha librado del castigo que merecían nuestras culpas; él mismo ocupó nuestro lugar y nos arrancó de las fauces de la muerte. De siervos que éramos fui­mos elevados a la dignidad de hijos, de extraños a la de amigos, de ofensores a la de herederos y a la de confidentes de Dios. El bautismo en Cristo nos ha reconciliado con Dios. La reconciliación empeña toda la vida, vida por cierto nueva en Cristo (Pablo).

La parábola del Hijo pródigo nos describe la situación del que se aparta de Dios. A pesar de nuestro bautismo, a pesar de nuestras promesas de cambiar de vida, a pesar de las comunicaciones divinas que hemos recibido, seguimos claudicando. Somos con frecuencia hijos pródigos, alejados del Padre. ¿Vamos a estar siempre apacentando los cerdos de nuestras pasiones, cuando podía­mos ser, en casa del Padre, señores de nosotros mis­mos? Es menester levan­tarse de nuevo y dirigirse al Padre para pedirle perdón. Nos espera con los brazos abiertos. Para él es una alegría vernos de nuevo a su lado. Es que re­almente nos ama. No quiere nuestra perdición, sino nuestra salvación. ¿No dio Cristo, su Hijo, la vida por nosotros? Pues a qué esperamos. Es menester reco­nocerse enfermo, pecador; de lo contrario no daremos un paso. Es el tiempo oportuno para pensarlo. Las desgracias e infortunios desempeñan, a veces, el papel de hacernos sentir la necesidad de acudir a Dios. El salmo responsorial canta alborozado, fruto de la experiencia de muchos, el gozo de estar unido a Dios: Gustad y ved qué bueno es el Se­ñor.

La primera lectura recuerda nuestra consagración a Dios. Todo aquello su­cedía en figura para nues­tro provecho. La circuncisión nos recuerda el bau­tismo, la pertenencia al pueblo santo. La Pascua, el misterio de Cristo Salva­dor. La entrada en la tie­rra, nuestra pertenencia a la Iglesia, por una parte, y, por otra, la gloria eterna. Los panes ácimos y las espigas, nuevo alimento, in­dican la nueva vida en Cristo, alimento de nuestras vidas. Antes de gustar los bienes eternos ¡reconciliación con Dios miseri­cordioso!

La oración pide, después de mencionar la re­conciliación realizada en Cristo, la digna celebración de la Pascua. ¡Fuera pecado y falta! El ofertorio ruega por la salvación del mundo entero. Ese fin tiene la obra de Cristo. Por último, la oración al fin de la misa pide luz para nuestra mente y fuego para nuestro corazón, para llevar una vida nueva.

La eucaristía nos recuerda todos estos motivos: la misericordia infinita de Dios, la reconciliación en la muerte de Cristo, la nueva vida y el aborrecimiento de nuestros pecados. El gozo de sentirse perdo­nado. Es el auténtico alimento de nuestras vidas.

 3. Oración final: Señor Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia, para que nuestros pensamientos sean dignos de ti y aprendamos a amarte de todo corazón. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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