Domingo 6 de Pascua – Ciclo C

Fuenteycumbre

 

Se debe guardar la palabra de Dios sin que tiemble nuestro corazón ni nos acobardemos. El miedo es mal consejero, atenaza, impide cumplir la misión que se nos ha confiado. Existen demasiados temores y desánimos que cristalizan en cobardías cómplices. Es el Espíritu quien nos enseña y recuerda todo. No hablamos de nosotros, sino de Cristo. Nuestras palabras no tienen que ser de alarma o inquietud, no deben imponer más cargas que las indispensables, es decir, las del evangelio. Los conflictos hay que encararlos con serenidad, sin arrogancia, pues la palabra cristiana siempre es oferta de paz.

 

1.      ORACIÓN COLECTA

 

Concédenos, Dios todopoderoso, continuar celebrando con fervor estos días de alegría en honor de Cristo resucitado; y que los misterios que estamos recordando transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras. Por nuestro Señor Jesucristo.

 

2.      Lecturas y comentario:

 

El evangelio exige renunciar a la ley antigua para vivir la novedad de la resurrección de Jesucristo. Ahora  leamos y meditemos uno de los altercados que trajo el anuncio del evangelio a los judíos y que se solucionó con la ayuda del Espíritu Santo, que guiaba el trabajo de los apóstoles.

2.1. Lectura de los Hechos de los Apóstoles 15,1-2. 22-29.

En aquellos días, unos que bajaban de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban como manda la ley de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los Apóstoles y presbíteros sobre la controversia. Los Apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron entonces elegir algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas Barsabá y a Silas, miembros eminentes de la comunidad, y les entregaron esta carta: «Los Apóstoles, los presbíteros y los hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del paganismo. Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras. Hemos decidido por unanimidad elegir algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor. En vista de esto mandamos a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que no os contaminéis con la idolatría, que no comáis sangre ni animales estrangulados y que os abstengáis de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud.»

El llamado Concilio de Jerusalén. La comuni­dad judía acepta a la comuni­dad gentil, dentro del cristianismo, claro está. Difícilmente podemos darnos cuenta, hombres del siglo XX, lo que esto supuso. Una crisis de vida o muerte. Lo deja entre­ver el libro de los Hechos. ¿Obliga la Ley de Moi­sés? Y, si obliga, ¿a quiénes y hasta qué punto? Al fondo están las graves cuestiones: ¿Quién salva? ¿Jesús por la fe en él? o ¿la Ley con sus obras? Esta problemática apa­recerá en forma más aguda en Pablo. La comunidad judeocristiana observaba la Ley de Moisés. También Jesús la había observado. Los apóstoles y los primeros discípulos eran judíos edu­ca­dos en la Ley de Moisés y en las tradiciones de los antiguos. Al fin y al cabo, la Ley de Moisés era la Ley de Dios. No existía tampoco, en aquellos tiempos, la precisión: preceptos morales, preceptos rituales. Todos eran por igual obligato­rios.

 

¿Qué decir de los cristianos que venían de la gentilidad, que no habían sido educados en aque­llas prácticas y que muchos de ellos desconocían por com­pleto? Era claro que los preceptos morales, expresión de la caridad, obligaban a todos. ¿Qué decir de los rituales, por ejemplo: la circuncisión, las comidas y bebidas? El Espíritu Santo había descendido sobre circuncisos e incircuncisos. Recuérdese la historia de Cornelio. También a Pablo le acompañaban los por­tentos de la evangelización de los gentiles. El Espíritu Santo no hace distin­ción alguna. Tan sólo bastan la buena voluntad y la fe en Cristo. La experiencia cristiana venía a de­cir, pues, que no eran necesarios ni obligatorios. Algunos hermanos -nótese esto de hermanos, es significativo- de la comunidad hebrea parece que no comprendieron muy bien los signos de los tiem­pos ni el alcance del mensaje cristiano. Se produjo el choque y, al parecer, de forma apasio­nada. Es­taban en juego las tradiciones patrias. Esto en un momento en que la comunidad judeocristiana no había roto por completo los lazos con la comuni­dad judía no cristiana.

 

Se reunió la asamblea. Se dio la razón a Pablo. No había por qué obligar a los convertidos gentiles a la observancia de tales prácticas. Sin embargo, la ca­ridad cristiana y la unidad de la Iglesia exi­gía comprensión y delicadeza (Pablo lo recordará en sus cartas, al hablar del hermano débil que to­davía no distingue comidas y bebidas). Para An­tioquía -quizás mayoría judía, obser­vante y pia­dosa- y para las iglesias de Cilicia y Siria -dependientes de aquella- dio el Concilio un de­creto de tipo disciplinar. La presencia de Moisés, en esos y otros lugares, exige respeto y compren­sión. Son prácticas que prescribe la Ley de Moisés: comida de carne inmolada a los ídolos -repulsa ju­día-; sangre y animal estrangulado; matrimonio entre parientes, -peligro de incesto-. La ob­servan­cia de tales prescripciones se presenta como buena. Y así pareció a los apóstoles y al Espíritu Santo.

 

2.2. Salmo responsorial

 

Pidamos a Dios con el salmista que Dios nos ilumine para que todos los pueblos conozcan su salvación y juntos podamos alabar a Dios, que gobierna con justicia las naciones.

Sal 66,2-3. 5. 6 y 8 

R/. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben [o, Aleluya]

El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud,
y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Que Dios nos bendiga; que le teman
hasta los confines del orbe.

Salmo de alabanza. Cierto aire litúrgico. Los pueblos hallan en Dios su me­jor guía y salvador. Dios gobierna con justicia. De ahí la alabanza y la alegría. Pero la Salvación está a medio camino, está haciéndose. Por eso, se pide con confianza la bendición: ¡Que todos los pueblos conozcan y alcan­cen la salva­ción! Con Cristo tendrá sentido.

 

En la segunda lectura la visión del autor del libro del Apocalipsis nos describe hoy la nueva Jerusalén, donde reside Dios Todopoderoso y el Cordero y la iluminan con su luz.

2.3. Lectura del Libro del Apocalipsis 21,10-14. 22-23.

El ángel me transportó en espíritu a un monte altísimo y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas. El muro tenia doce cimientos, que llevaban doce nombres: los nombres de los Apóstoles del Cordero. Templo no vi ninguno, porque es su templo el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.

Ahí está el nuevo pueblo. Transformado. Todo luz, todo divino. Los apósto­les, su predicación, son el fundamento. Ciudad santa toda ella. Dios la llena de su gloria. Dios es su luz. Viene a ser como un gran zafiro, todo esplendor y luz, porque la luz (Dios) parte de dentro. Poseída, pues, plenamente de Dios. ¿Qué significa todo esto? Una realidad inefa­ble. Sin temores, sin dudas, sin lágrimas, sin ame­nazas, sin nada que perder; todo lleno, todo vivo, todo grande, todo perfecto. Y no es porque el hom­bre haya perdido los sentimientos. Todo lo contra­rio. Dios lo ha invadido todo y el hombre -pueblo nuevo- se ha sumergido todo entero en la luz de Dios, hecho a su vez luz. El hombre no pierde su personalidad individual o colectiva. Todo lo con­trario, la perfecciona al máximo. Esto es lo que nos espera. Esa ciudad ya existe. Ya estamos en ella, aun­que nos falta la transfor­mación plena. Ya se ve, ya se siente. La realidad completa la descubriremos más tarde. ¿Suspiramos por ella? La presencia del Cordero al lado de Dios se­ñala su carácter divino. El Cor­dero nos abrió la puerta. Él es la razón de nuestra pertenencia a ella. Adora­ción y acción de gracias.

 

En el  Evangelio Jesucristo nos ha dado el nuevo mandamiento del amor.

2.4. Lectura del santo Evangelio según San Juan 14,23-29.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La Paz os dejo, mi Paz os doy: No os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: «Me voy y vuelvo a vuestro lado.» Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.

El Señor se va y nos envía el Espí­ritu. Las palabras de Jesús responden a la pregunta de Judas, no el Iscariote: ¿Y qué ha sucedido, Señor, que vas a manifestarte a nosotros, y no al mundo? Jesús se revela a los suyos y no al mundo. Tras los apóstoles está la Iglesia. No olvidemos su presen­cia en estos capítulos.

 

La revelación de Jesús alcanza, en realidad, so­lamente a los creyentes. La misma fe es ya una co­municación: entrega y aceptación. El mundo no tiene fe ni amor a Jesús. Se cierra a la revelación, la desprecia. La idea latente en la pregunta de Ju­das -revelarse al mundo- era común en los círculos judíos de aquel tiempo. El Mesías, esperaban, de­bía revelarse al mundo de forma por­tentosa. Jesús corrige la idea. Algo de eso tendrá lugar al fin de los tiempos. Ahora, presente, se da una comunica­ción misteriosa, íntima, profunda, del Dios trino. Dios habita de forma inefable en el corazón del hombre. Jesús y el Padre y el Espíritu. El fiel es el nuevo templo de Dios a través de Cristo-Tem­plo. El hombre queda así transformado en todas las di­recciones. Sólo a través de esa transformación po­drá el mundo entrever la revelación de Cristo. Son los que guardan la palabra de Jesús: la fe y el amor.

 

La promesa del Espíritu completa el cuadro. Las tres divinas personas in­tervienen en la crea­ción del hombre nuevo. Al Espíritu se le asigna aquí, como en otras páginas de Juan, la función de enseñar y de recordar la enseñanza de Jesús. Com­pleta, adapta, alarga, ensancha, lleva a la prác­tica la revelación de Jesús, hace vivirla. Sólo él puede hacerlo. Él es la Promesa de Jesús, la Pro­mesa de Dios. La Iglesia está segura de ello. Ca­mina a su sombra e im­pulso. Es su alma.

 

El don de la paz. No la paz de este mundo. No se trata de una paz, resul­tado de una tranquilidad, prosperidad o seguridad, de tipo humano, aunque sea espiritual. Ni siquiera de la paz interna. Se trata de un don superior, de la salud eterna, llamado aquí paz. Pablo dirá que es un fruto del Espíritu y que Cristo es nuestra Paz. Paz que coexiste con las persecucio­nes y tribulaciones de este mundo. El Señor se des­pide con la Paz, con el don supremo de la Paz. De­bemos ensanchar la Paz recibida. Es nuestra obli­gación.

 

Jesús va al Padre. Ha llegado la hora de su exaltación. Y esto debiera ale­grar a los discípulos. Jesús, obediente y sumiso al Padre (menor que él), ha cumplido su voluntad, lo ha glorificado por él. La glorificación de Jesús va a cambiar el orden de cosas existentes. Se sentará a la derecha de Dios en las alturas, coronado de poder y gloria. Habi­tará de forma inefable, junto con el Padre, en todos y cada uno de los fieles. Enviará el Espíritu Santo, que hará su obra imperecedera, estable y firme. Nadie podrá contra ella. Con él la paz de lo alto, la Paz divina. ¿No es esto motivo de alegría? Esta realidad no la percibe el mundo. El mundo se está condenando a sí mismo. ¿Y nosotros qué hacemos?

 

MEDITEMOS:

 

El evangelio de este domingo apunta ya a las fiestas de la Ascensión y Pen­tecostés.

Jesús está de despedida. Para la Iglesia que escucha el evangelio es Jesús Resucitado. Jesús, ausente y presente, consuela a su Iglesia: a) vol­verá a su lado (la esperanza escatológica define a la Iglesia); b) el Padre los ama y atenderá los de­seos en su nombre; c) no estarán huérfanos, ven­drá a ellos el Espíritu Santo. La Iglesia es cons­ciente del don que posee y lo recuerda. El Espíritu Santo. Es la Promesa por excelen­cia. Dios había prometido cambiar al hombre por dentro (Jr 31, 31ss); había dispuesto reavivarlo (la vi­sión de los huesos en Ezequiel); tenía en su mente divinizarlo. Todo eso lo rea­liza el Espíritu Santo. Las palabras de Jesús nos recuerdan el cumplimiento de la gran promesa. El Espíritu ilu­mina la inteligencia, calienta y mueve el co­razón en un orden nuevo (fe, esperanza, caridad). Ve con la luz de Dios, tiende a lo alto con la fuerza de Dios, ama con el amor de Dios. Es Dios en el hombre. La primera lectura nos recuerda la acción del Espí­ritu en la vida de la Iglesia. El Espíritu anima a la Iglesia. Es una verdad fundamental cristiana. El in­di­viduo-miembro y los miembros-comunidad son transformados por el Espíritu. En otras palabras, tanto el individuo como persona, como los indivi­duos como comunidad, reciben su vida del Santo Espíritu. Sin él no se podría dar un paso. Él es la nueva Ley. La Ley del corazón. El Don procede del Padre y del Hijo. La ida de Jesús al Padre encierra también este magnífico acontecimiento:… el Padre lo enviará en mi nom­bre. Sabemos que el Nombre de Jesús es el Nombre-sobre-todo nombre.

 

La Habitación de Dios en nosotros no es sino un aspecto de la presencia en nuestros corazones del Espíritu Santo. La Habitación es un hecho real, aunque velado por la carne. Dios habita en la co­munidad; en cada uno de los miem­bros y en el Cuerpo entero. Puede que aluda a eso también la misteriosa pre­sencia en nosotros de Jesús Resuci­tado: gracia, virtudes teologales, sacramen­tos. En nosotros está y no está, se le ve y no se le ve. No se le ve según la carne, no está según el mundo. Está, se le ve y se le siente según el Espíritu. Creer y amar son las condiciones y, al mismo tiempo, la expresión de la pre­sencia de Dios en nosotros. Así está en nosotros de forma real, mis­teriosa, operando una vida superior, como Salva­dor, Hermano y Señor en su Espíritu. Así también el Padre. Pues el Hijo y el Padre son una misma cosa. Somos nueva creatura.

 

La Iglesia es esa maravilla nueva. Templo de Dios, Morada de la Santí­sima Trinidad, Organismo vivo. Como cada uno de sus miembros. La pri­mera lectura nos describe un momento de su vida en este mundo, en la carne. La segunda nos la describe en su plenitud, transformada en luz y bri­llo. Y todo debido al Cordero que murió -fue cruci­ficado- por nosotros y resucitó. Nosotros, aquí abajo, creemos en su palabra y nos esforzamos por cumplir sus preceptos con un amor que so­brepasa el amor a lo terreno y caduco. El ejercicio de las virtudes cristianas será brillo y luz, ya en este mundo, de la vida divina que llevamos. La luz viene de dentro, de la acción del Espíritu. Dejémosle brillar, iluminar y calentar el mundo frío y te­nebroso que nos rodea. Será el testimonio ape­tecido.

 

 

3.      Oración final:

 

Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno nos concedes en cada momento lo que más conviene y diriges sabiamente la nave de la Iglesia, asistiéndola siempre con la fuerza del Espíritu Santo, para que, a impulso de su amor confiado, no abandone la plegaria en la tribulación ni la acción de gracias en el gozo.

 

Prefacio II del Espíritu Santo

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