Domingo 20 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Fuenteycumbre cover 20 TO

Aceptar con todas las consecuencias la misión de ser profeta y portavoz de Dios es una dura carga, llena de incomprensiones y de riesgos. Porque mantener la fidelidad a Dios es más difícil que ser fiel a los hombres. El profeta de todos los tiempos ha sufrido persecuciones y desconocimiento de los más cercanos. Le pasó a Jeremías, porque hablaba claro; por eso quisieron hundirle en el lodo del aljibe, para ahogar su palabra. Y le pasó a Jesús, que soportó la cruz y la oposición de los pecadores, renunciando al gozo inmediato. Es un aviso para los cristianos en los momentos de lucha o desánimo. Aceptar a Jesús nos lleva a ser presencia contestaria en medio de la sociedad y dentro de la propia familia.

1. Oración

Espíritu de vida, danos vida en abundancia, vida nueva; vida digna, buena y creadora para todos. Graba en nuestras entrañas a fuego, que la gloria de Dios es que el hombre viva. Amén.

2. Textos y comentario

2.1. Lectura del libro de Jeremías 38,4-6.8-10:

En aquellos días, los príncipes dijeron al rey: «Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y a todo el pueblo, con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia.» Respondió el rey Sedecías: «Ahí lo tenéis, en vuestro poder: el rey no puede nada contra vosotros.» Ellos cogieron a Jeremías y lo arrojaron en el aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. En el aljibe no había agua, sino lodo, y Jeremías se hundió en el lodo. Ebedmelek salió del palacio y habló al rey: «Mi rey y señor, esos hombres han tratado inicuamente al profeta Jeremías, arrojándolo al aljibe, donde morirá de hambre, porque no queda pan en la ciudad.» Entonces el rey ordenó a Ebedmelek, el cusita: «Toma tres hombres a tu mando, y sacad al profeta Jeremías del aljibe, antes de que muera.»

Jeremías un gran profeta. El pueblo no supo escucharle. El pueblo se enojó contra él. Los grandes se irritaron. Lo persiguieron, lo acosaron, lo condenaron a muerte. Aquel profeta debía callar. Aquella boca debía cerrarse para siempre. ¡La boca de Dios ce­rrarse! Es la «pasión» de Jeremías, la pasión del profeta, la pasión del siervo de Dios. Pero la «boca» del profeta no la cierra nadie. La cierra Dios. Y Dios no quiso ce­rrarla. Dios no permitió que lo mataran. Jeremías sobrevivió a la ca­tástrofe. Tras ella vio surgir un pueblo nuevo con la Ley hecha carne en su co­razón. Su muerte se pierde en la niebla de los tiempos. Una antigua tradición judía le hace morir ase­rrado. Jeremías murió; pero sus palabras, palabras de Dios, permanecen para siempre.

Jeremías, que habló contra el templo; Jeremías, que se encaró con los diri­gentes del pueblo; Jere­mías, que condenó el culto vacío y amenazó a la na­ción entera y la acusó de infiel; Jeremías, perse­guido y profeta de la catástrofe na­cional; Jere­mías, anunciador de una Alianza Nueva; Jeremías ha sido aseme­jado a Cristo. También Cristo vivió momentos y posturas semejantes, hasta en la con­dena a muerte. La lectura de hoy nos relata un episodio de la arriesgada vida de este pro­feta. El sentido de su «pasión» lo encontramos en Cristo.

2.2. Salmo Responsorial  Sal. 39

R/. Señor, date prisa en socorrerme

Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito. R/.

Me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca,
y aseguró mis pasos. R/.

Me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos
y confiaron en el Señor. R/.

Yo soy pobre y desgraciado,
pero el Señor se cuida de mí;
tú eres mi auxilio y mi liberación:
Dios mío, no tardes. R/.

El salmo parece constar, en su estado actual, de dos partes bien diferen­ciadas. La primera sería una acción de gracias y la segunda, una súplica. La liturgia ha tomado unos versículos de la primera; el estribillo y la última es­trofa, de la segunda. Tenemos, pues, una acción de gracias encabe­zada -estribillo- por una sú­plica y coronada -última estrofa- por una plegaria. Si queremos or­denar los afectos, sería así: súplica angustiosa -liberación del peligro-, petición confiada. La imagen de la fosa, del fango, señalan a la muerte. Dios lo libró de ella. Es de corazones agradecidos cantarlo públicamente. Todos alabarán a Dios. La conciencia de pequeñez y pobreza hace la oración más intensa y más favorable su acogida. El benefi­cio recibido fundamenta la esperanza, y ésta hace más fá­cil la oración.

2.3. Lectura de la carta a los Hebreos 12,1-4:

Una nube ingente de testigos nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retiramos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.

Después de la brillante exposición del capítulo 11, el autor del discurso hace una significativa pausa. Han desfilado, como ejemplos preciosos, los grandes hombres de la historia bíblica. Unos han sido nombrados personal­mente; otros en conjunto y por alusiones. Todos ellos han dado preclaro tes­ti­monio de fe en Dios. Y Dios ha dado, a su vez, testimonio de la autenticidad de su fe. Ninguno de ellos, con todo, alcanzó en sus días la plenitud de la Promesa. Todos ellos murieron sin palparla. Murieron caminando, sucumbie­ron luchando, cerra­ron los ojos, fijos en el futuro… Su corazón latía por el mundo nuevo que se avecinaba. Dios no quería premiarlos sin nosotros. El momento actual -el Hoy- da cumplimiento cabal a sus esperanzas. Ellos han sido asociados a la creación nueva. Hasta aquí el capítulo 11.

Prosigue la parénesis, acentuada. Nosotros con­tinuamos -debemos conti­nuar- la serie de los gran­des hombres de fe. El autor se vale, para animar­nos, de una imagen deportiva. Sería así: El atleta se encuentra en el estadio. Va a dar comienzo la competición. Po­demos pensar en una carrera. En una carrera de obstáculos. La multitud se agolpa -nube- en las galerías. Van a presenciar el espectáculo. Pero no son es­pectadores. Son testi­gos. Testigos que dan testimonio. Testigos que ya han co­rrido. Testigos que nos animan con sus voces y sus vidas. Testigos que perte­necen a nuestro mismo equipo. Son de los nuestros. Ellos nos aplauden y es­timulan. Nos disponemos a correr. Al lado, en un montón, todo aquello que suponga peso o dificultad. El atleta debe sentirse ágil y ligero. Hay que deponer todo aquello que ofrezca dificultad al movimiento y a la velocidad. Sería la ascesis cristiana, de gran tradición bíblica. Más que correr, hay que volar si es posible. El pecado nos ata, nos detiene. El atleta debe verse libre de todo ello.

Es carrera de obstáculos. Necesitamos constan­cia, paciencia. Hay que man­tener a toda costa la marcha comenzada. Hasta el fin. Para ello la vir­tud clá­sica y bíblica de la paciencia. La fe sin pa­ciencia no se muestra fiel. La pacien­cia sin fe no existe o no es cristiana. La paciencia cristiana no se apoya en las propias fuerzas del hombre, sino en Dios, en su poder y promesa. De paciencia ha dado testimonio el público que anima.

La carrera tiene un curso, una dirección. Hay una meta. La meta está seña­lada por la figura de Jesús. Jesús que inicia y consuma la fe. Jesús abre el camino -el de la fe- para llegar al Padre y lo con­suma. En realidad es él el Camino. Allí está sen­tado, a la derecha de Dios, Señor del siglo veni­dero, Rey de la Ciudad eterna. La fe en Dios se consuma en Cristo. La Promesa que suscitaba la fe y la mantenía viva es Cristo. La maravilla Cristo consuma la fe.

Nos encontramos en el Misterio de Cristo. La pausa del autor era significa­tiva. Jesús es un tes­tigo. Pero no un testigo más. Jesús es el Testigo, so­bre todos los testigos. Es el Testigo Fiel. Jesús con­firma el testimonio de los anti­guos. Jesús ha abierto la carrera, ha corrido la carrera y ha he­cho posible el acceso a Dios. Jesús ha hecho reali­dad la promesa del Padre. A él aspiraban las na­ciones; a él miraban los siglos; hacia él corrían los hombres de Dios. Je­sús, resucitado de entre los muertos, hace real el camino a Dios. El camino de la fe que salva se inicia en él y él lo lleva a tér­mino. Ha salvado, para todos, el abismo que nos separaba de Dios. Está sentado a la derecha del Padre. Es nuestra meta y nuestro fin.

Jesús ha dado también muestras de paciencia. Y su paciencia y obediencia han sido coronadas por el éxito más maravilloso. Dejó a un lado el camino del gozo y eligió para sí el camino de la cruz pro­puesto por el Padre. A través de la muerte, trans­formado, ha sido constituido Señor y Sumo Sacer­dote. Es, pues, nuestro mejor modelo, nuestro mejor compañero y nuestra mejor garantía y prueba de lo que esperamos y todavía no vemos. Resistió hasta la muerte. Nosotros todavía no. ¡Ánimo!

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 12,49-53:

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»

Jesús siempre sorprende. Hasta puede escanda­lizar. El evangelio de hoy es un ejemplo.

Jesús no ha venido a traer la paz. (¿No es él nuestra Paz?). Jesús ha ve­nido a traer la discordia. (¿No condena Dios la discordia?). Jesús ha venido a traer la división en el mundo, en la familia, en cada uno de los hombres. Divi­sión profunda y do­lorosa. Parece sugerirlo la imagen del fuego. Jesús ha ve­nido a prender fuego en el mundo. ¿Qué fuego? No sabemos en concreto. El fuego, con todo, implica la discordia. Jesús trae la discordia. A él mismo lo va a devorar ese fuego. Jesús lo llama bautismo. ¿Porque va a estar sumergido en él? ¿Porque a través de él va a alcanzar la perfección, la consumación como Señor y Rey? Jesús alude sin duda alguna a su sufrimiento. Pongamos un poco de orden en los pensamientos.

El mundo se ha alejado de Dios. El mundo no respeta a Dios, no teme a Dios, el mundo odia a Dios. El mundo, loco, quiere realizarse al margen de Dios. Tiene sus máximas, tiene sus valores, tiene su historia. Le sobra Dios. El mundo no ve, el mundo no oye, el mundo no siente otra cosa que su propia figura, su propia voz y sus propios capri­chos. El mundo está enfermo, enfermo de muerte. El plan de Dios, siempre bueno, es curarle. La cura­ción va a ser do­lorosa. Dolorosa para todos, en es­pecial para el cirujano que quiera intervenir. Hay que cortar, rasgar y arrojar. El enfermo se va a opo­ner, se va a resistir, va a dejar sentir sus iras. El enfermo va a dar coces. El primero en sufrirlas va a ser el Médico: Jesús. A Jesús le van a perseguir, le van a matar, le van a cruci­ficar, le van a echar fuera. Jesús sobra en el mundo. El mundo lo rechaza y lo odia: no es de los suyos. Lo mismo va a suceder con los que le sigan. La predi­cación y la obra de Je­sús han sembrado la discordia. Jesús ha acusado al mundo de impío, de injusto, de falsario y de muerto. Ha declarado vacías y fal­sas sus máximas y ha pisoteado como nocivos sus valores. Ha sem­brado la di­visión. Dos mundos: Jesús, voluntad y revelación de Dios, y el mundo que se le opone.

La obra de Jesús ha sido suficiente. No sólo va a morir él; tras él otros más. Jesús ha logrado sem­brar, a través precisamente de su bautismo-muerte, la no conformidad con el mundo. Una no-conformi­dad vital y existen­cial. Y esta no-conformidad con el mundo y sus máximas es el fuego de la dis­cordia. Jesús ha logrado, obra maravillosa, prender fuego en el mundo. El mundo se siente -como los demo­nios- amenazado de muerte en todas sus lí­neas: so­cial, familiar, personal. El mundo reacciona con violencia. Ser o no ser es la cuestión. Y el mundo quiere seguir siendo mundo. El mundo no puede aguantar dentro de sí a los que no son suyos. Los re­chaza con odio. Se ha en­tablado la lucha. Son los tiempos últimos, los tiempos escatológicos. Ha pren­dido ya el fuego de la discordia, y sus efectos durarán con más o menos viru­lencia, hasta la ve­nida del Señor. Entonces la separación será abso­luta.

El mundo se resiste a no tener sentido en sí mismo. Es la guerra, sorda, día a día, de valores y destinos. Con Cristo o contra Cristo ¡Cristo ha lo­grado prender el fuego de la separación del mundo! Esa es la maravilla y el efecto del bautismo en fuego -pasión- y muerte. No hay que extrañarse del aconteci­miento. Dios lo ha querido. Es la sal­vación en Cristo. La salvación es división y la di­visión, salvación.

REFLEXIONEMOS:

Cristo es la Piedra Angular. Quien sobre él se apoya, edifica., quien en él tropieza, se estrella. Y esto para siempre, hasta la consumación de los siglos. Cristo es el centro y el actor principal. Es el Señor.

Cristo ha venido a prender fuego en el mundo. Y el fuego ha prendido. El mundo no le ha acep­tado. El mundo le ha dado muerte. Jesús ha sido bauti­zado. A eso había venido. El bautismo -pasión, muerte y consiguiente resurrec­ción- es expresión del odio del mundo y, al mismo tiempo, causa del fuego que ha prendido en el mundo. La división y discordia entre él y el mundo continúa a través de los siglos. Continúa su pasión, continúa su muerte, actúa renova­dora su exaltación. Jesús el «primer» devorado; el «primer» vencedor.

Jesús es un mártir. Jesús es el Mártir, el Tes­tigo fiel. La segunda lectura subraya claramente la pasión del Señor. La primera la anuncia en la pa­sión de Jeremías. Jesús soportó la cruz, el odio, la ignominia. Su predicación y su obra encontraron oposición en el mundo y fue echado fuera. Oposi­ción y discor­dia. Pero Jesús ha triunfado. Dios lo li­bró de la muerte (salmo). Ahora se sienta a la de­recha de Dios, Señor para siempre.

La obra de Jesús, en este caso la discordia con el mundo, continúa en sus seguidores. Lo anuncia el evangelio, lo constata la carta a los Hebreos, lo re­cuerda el caso de Jeremías. No esperemos otra cosa. Tiene que ser así. El mundo no se deja arre­batar, sin sangre, la gloria que arrebató a Dios. No hay que olvidar este aspecto del Misterio.

Jesús fue bautizado y prendió fuego. Sabe­mos que la renovación del día de Pentecostés es concebida como bautismo y que el Espíritu se presentó en forma de fuego. El Espíritu Santo, don del Resucitado, es la Fuerza Viva que man­tiene perenne y vital la discordia y la separación con el mundo. Él man­tiene firmes las resoluciones de los testigos, de los mártires, la proclamación viva del evangelio. Y esto hasta el fin de los si­glos.

La oposición con el mundo se extiende a todos los órdenes: social, familiar, personal. La sociedad de este mundo nos odia. Ve despreciados, y en peligro, sus valores, sus principios, su poder y su gloria. Discordia y división san­grienta. La familia mundana ve peligrar sus bases. No conoce el amor digno, la felicidad perpetua, la dedicación servicial, el amor fraterno. Los principios cristianos la desconciertan. Se resiste y opone. Aun en la misma persona en­contramos oposición y lucha. El hombre viejo se resiste a la renovación del co­razón y de la mente. No se decide fácilmente a dejarlo todo y a correr la ca­rrera de Cristo. No encuentra sentido en la ascesis cristiana. Le agrada el pe­cado.

Nosotros somos testigos. Somos mártires. Y no corremos solos. Somos equipo. Delante de nosotros han corrido otros. Nos animan, nos aplauden, nos llaman hacia sí (comunión de los Santos). Cristo es el mejor ejemplo y el mejor compañero. Dejemos a un lado todo lo que nos estorba. Corramos la carrera, ¡la Carrera! Podemos ser, y seremos, perseguidos. Todo hombre de Dios, que vive la vocación divina, ha de estar pre­parado, pronto a la prueba. Nos es ne­cesaria la paciencia. Sabemos por la fe lo que nos espera. Cristo iniciador y consumador de la fe va con noso­tros. Su Espíritu nos da bríos y fuerza. Es me­nes­ter aguantar el oprobio, llevar la cruz de Cristo. Nos espera la Corona que no se marchita, la Glo­ria que no pasa. Pero hay que correr. ¡Corramos!

La lucha con el mundo es la lucha por la paz de Dios, por el reconocimiento de la dignidad humana, por la salvación de Dios. La paz y el orden de Dios no se consiguen sin martirio.

3. Oración final

He venido a prender fuego: mi palabra es fuego abrazador, llamarada incontenible, es calor de vida palpitante, es antorcha en lo alto y lumbre interior; rayo y volcán, horno y brasero. A eso es venido a elevar la temperatura humana, a dar calor al mundo, a cauterizar las heridas, a reavivar los rescoldos y a prender fuego. PRENDENOS SEÑOR TU FUEGO.

 

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