Domingo 27 del Tiempo Ordinario – Ciclo A

ordinario

Somos la viña del Señor y su plantel preferido. Él espera de nosotros una buena cosecha, para que corra la justicia como un río y los hombres puedan vivir en paz y en fraternidad.

  1. Oración:

Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos  y deseos de los que te suplican; derrama sobre nosotros tu misericordia, para que libres nuestra conciencia de toda  inquietud y nos concedas aun aquello que no nos atrevemos a pedir. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

“Con amor generoso desbordas los méritos y deseos de los que te suplican” (colecta). Esta oración se mueve en el Misterio, que es la realidad de Dios, donde nosotros nos hallamos inmersos. Dios es más grande que nuestros méritos y deseos. Es más grande que nuestra conciencia y nuestras súplicas. Y aquí radica nuestra confianza: “en caso de que nos condene nuestra conciencia, Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (1Jn 3, 20). Al fin y al cabo, el cristiano no descansa en sí mismo. El cristiano descansa en la bondad insondable del Padre que se nos ha manifestado en Jesús, el Señor. Y el mismo movimiento que lo lleva hacia el Padre no es obra suya: es el Espíritu del Padre y del Hijo quien lo causa: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; …intercede por nosotros” (Rm 8,26; d. 16.)

  1. Lecturas y comentarios

2.1. Lectura del profeta Isaías (5,1-7)

Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña. Mi amigo tenía una viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó y plantó buenas cepas; construyó en medio una atalaya y cavó un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agrazones. Pues ahora, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá, por favor, sed jueces entre mí y mi viña. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? ¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones? Pues ahora os diré a vosotros lo que voy a hacer con mi viña: quitar su valla para que sirva de pasto, derruir su tapia para que la pisoteen. La dejaré arrasada: no la podarán ni la escardarán, crecerán zarzas y cardos, prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella. La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel; son los hombres de Judá su plantel preferido. Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos.

Este canto de la viña, compuesto por Isaías al principio de su ministerio y recitado, probablemente, con ocasión de la fiesta de la vendimia, es una de las piezas líricas más hermosas de toda la Biblia. Se trata de lo que hoy llamaríamos una canción-denuncia, por lo que interesa mucho conocer la situación socio-política del momento. De esta situación podemos hacernos idea si leemos después las siete maldiciones que se pronuncian contra los acaparadores de tierras y fortunas, los especuladores del suelo y los estafadores, los jueces corrompidos, los campeones en beber vino y los que banquetean despreocupados, los que confunden el mal y el bien y los que son sabios a sus propios ojos… (vv. 8-24). Tengamos en cuenta que la denuncia y la amenaza atañe a toda la sociedad que bien pudiera ser la nuestra y que no se pretende simplemente la conversión individual de este o aquel pecador. No olvidemos tampoco que las uvas que Dios exige y le son negadas son la justicia social entre otras cosas. Isaías utiliza un motivo alegórico de gran tradición, el de la viña del Señor que es la casa de Israel. Pero esta alegoría logra en el canto de Isaías su versión más brillante, en la que se inspirará la parábola de Jesús que vamos a escuchar en el evangelio de hoy. El profeta, el poeta pronuncia un canto inocente, adaptado a la situación festiva del momento.

El amor, el amigo del profeta, eligió para su viña la mejor tierra: un collado de tierra grasa. La cavó y la plantó con las mejores cepas. Con las piedras que sacó del campo construyó una tapia, y coronó esa tapia de espinos (v. 5). Después levantó en medio de la viña una torre de vigilancia y excavó una bodega en la roca. No podía hacerse más con esa viña. Pero la viña no le dio al amo lo que era de esperar, sino agrazones. Por eso se querella contra su viña. Los habitantes de Jerusalén escuchan estas quejas y son requeridos para sentenciar en el pleito. Tenemos aquí un caso análogo al de Natán cuando invita al rey David para que juzgue sobre un asunto que resultaría ser el suyo (2 S 12. 1 ss.). Pues los habitantes de Jerusalén son “la viña del Señor”. ¿Qué podrán decir en su defensa? Nada, por eso no responden.

Y ante el silencio de la viña, de la casa de Israel, Yahvé pronuncia una sentencia sobre ella y contra ella. El amo derribará la tapia para que la coman los rebaños y la devasten, la dejará yerma para que crezcan de nuevo los cardos y mandará a las nubes para que pasen de largo. Sin matáfora: Dios abandonará a Israel a su propia suerte y lo entregará como fácil presa a los asirios. Pues esperaba uvas y le ha dado agrazones; quería que corriera el derecho y la justicia como un río y sólo corre la sangre inocente y los lamentos de los oprimidos.

2.2. Salmo responsorial (Salmo 79)

R/. La viña del Señor es la casa de Israel

Sacaste, Señor, una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste. Extendió sus sarmientos hasta el mar y sus brotes hasta el Gran Río.

¿Por qué has derribado su cerca, para que la saqueen los viandantes, la pisoteen los jabalíes y se la coman las alimañas? Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña la cepa que tu diestra plantó, y que tú hiciste vigorosa.

No nos alejaremos de ti danos vida, para que invoquemos tu nombre. Señor Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

El salmo 79 es la oración de Israel ante una gran desgracia. El enemigo ha invadido el territorio nacional y ha destruido la ciudad y el templo, y Dios parece mostrarse indiferente y callado ante tamaña desgracia: «Pastor de Israel, ¿hasta cuándo estarás airado?; mira desde el cielo, fíjate y ven a visitar tu viña, suscita, Señor, un nuevo rey que dirija las victorias de tu pueblo, fortalece un hombre haciéndole cabeza de Israel y que tu mano proteja, a éste, tu escogido.» Con este salmo podemos hoy pedir por la Iglesia y sus pastores. También el nuevo Israel sucumbe frecuentemente ante el enemigo, y le falta mucho para ser aquella vid frondosa que atrae las miradas de quienes tienen hambre de Dios: «Tú, Señor, elegiste a la Iglesia para que llevara fruto abundante, tú la quisiste universal, quisiste que su sombra cubriera las montañas, que extendiera sus sarmientos hasta el mar; y, fíjate, sus enemigos la están talando, su mensaje topa con dificultades, su Evangelio, con frecuencia, es adulterado; pon tus ojos sobre tu Iglesia, despierta tu poder y ven a salvarnos, que tu mano proteja a los pastores, a nuestro obispo, el hombre que tú fortaleciste para guiar a tu Iglesia. Ven, Señor Jesús, y sálvanos.

 2.3. Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Filipenses 4, 6-9.

Hermanos: Nada os preocupe; sino que en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. Finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito tenedlo en cuenta. Y lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí ponedlo por obra. Y el Dios de la paz estará con vosotros.

Pablo esboza aquí para sus amigos de Filipos un estilo de moral, una forma de comportamiento que no tiene nada que ver con la moral pagana, sino que camina en otra línea. Señala varios puntos de apoyo que los creyentes harán bien en tomar. El primero es que el actuar cristiano se desarrolla en la oración, en un clima de ternura en Cristo Jesús. La prescripción de toda moral queda desplazada por una visión de amor y esto lo expresa el creyente en la acción de gracias. Algo que cada domingo toda comunidad cristiana se esfuerza por poner de manifiesto.

Según el pensamiento de Pablo (Cf Rom 5), la paz no es algo que se caracteriza exclusivamente por la ausencia de guerra, no es siquiera una virtud moral, sino es el saberse salvado por Jesús. Esta es la paz fundamental de la que dimana toda otra paz. Pues bien, el creyente tendrá que esforzarse, si quiere ser consecuente con el hecho de Jesús, por ser un hombre de paz. El cristiano es, por definición, un pacifista, un no violento nato, un antimilitarista profundo, porque cree que el mejor medio para llegar al entendimiento entre dos personas es el camino de la paz. Construir la paz es querer infundir serenidad y coraje, simpatía y ánimo.

El creyente, dice también Pablo, se caracteriza por una gran humanidad. Queda superada la concepción del que se aleja de los hombres porque le defraudan y “se refugia” en Dios. Ciertamente ese Dios no lo es tal, porque el Dios de Jesús pasa por el hombre Jesús. Por eso se podría definir al creyente como un apasionado por todo lo humano, por mejorar lo que se pueda mejorar dentro de la vida del hombre, por hacer al hombre más hombre. Y todo ello por exigencias de la fe. Este es el fruto que Dios espera del derroche de amor que ha hecho con el hombre (cf 1. lectura).

Otras veces se ha propuesto Pablo a sí mismo como modelo de imitación en la lucha de la fe (3, 17; 1 Cor 4, 16; 1 Tes 4, 1). No es de ningún modo un orgullo fatuo sino la seguridad que da el mantenerse en fidelidad, la seguridad del profeta de verdad. El que desea avanzar por caminos de fe hará bien en animarse y tomar conciencia a través de los que se han lanzado a este trabajo de amor que es la fe en la más completa generosidad.

2.4. Lectura del santo Evangelio según San Mateo 21,33-43.

En aquel tiempo dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo: —Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo diciéndose: «Tendrán respeto a mi hijo.» Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron: «Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia.» Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo ataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? Le contestaron: —Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen labradores que le entreguen los frutos a sus tiempos. Y Jesús les dice: —¿No habéis leído nunca en la Escritura: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente»? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el Reino de los Cielos y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.

La parábola de los viñadores homicidas la pronunció Jesús en una versión muy sobria. Cabe la posibilidad de deslindar sus propias palabras comparando las tres versiones sinópticas con la versión del Evangelio apócrifo de Tomás. La comunidad primitiva habría “alegorizado” esa parábola, como, por lo demás, suele hacerlo, así algunos desarrollos sobre la viña de Israel y sobre la piedra rechazada, para descubrir en ella el sentido de la historia de Israel y las bases de la cristología.

a) En la versión elaborada probablemente por Cristo se trataba de un propietario de una viña que habitaba en el extranjero (v. 33) y se veía obligado a tratar con los viñadores por intermedio de sus servidores. El fracaso de estos le obliga a enviar a su propio hijo. Este cuadro está tomado de la situación económica de la época: el país estaba dividido en gigantescos latifundios cuyos propietarios eran en gran parte extranjeros. Los campesinos galileos y judíos que arrendaban esas tierras se dejaban influir por la propaganda de los zelotes y alimentaban un odio muy vivo para con el propietario. El asesinato del heredero es una manera de entrar en posesión de la tierra, puesto que el derecho concedía a los primeros ocupantes una tierra vacante. Pero los viñadores se equivocan: el propietario vendrá a tomar posesión personalmente de su tierra antes que quede vacante y se la confiará a otros (v. 41).

¿Qué ha querido decir Jesús al contar esta parábola? Sin duda establece una cierta distancia con relación a los zelotas; aun cuando la injusticia reine en el mundo, el Reino de Dios no puede venir por la violencia ni por el odio, sino por la muerte y por la Resurrección.

Al proponer esta parábola, Jesús se dirige a los jefes del pueblo (Mc 11, 27) que gustaban precisamente de compararse con los “viñadores”. Su finalidad es hacerles comprender que han estado por debajo de su misión y que su tierra será dada a otros, y, en particular, a los pobres (cf. Mt 5, 5). Jesús ha explicado muchas veces en sus declaraciones de alcance escatológico que la Buena Nueva, a falta de ser comprendida por los jefes y los notables, sería comunicada a los pequeños y a los pobres (Lc 14, 16-24; Mc 12, 41-44).

b) La Iglesia primitiva alegorizó rápidamente la parábola. En una primera etapa añadió las alusiones a Is 5, 1-5 al v. 33; introdujo igualmente una alusión a 2 Cr 24, 20-22, con el fin de extraer de la parábola el sentido de la historia de la viña-Israel, su repulsa constante de los profetas, su repulsa del Mesías y finalmente la atribución de las prerrogativas de sus jefes, los viñadores, a otros, los apóstoles.

c) Mateo, a su vez, transforma la parábola primitiva de Jesús en una alegoría destinada a explicar las razones y las repercusiones de la muerte de Cristo.

Mateo explica, pues, la muerte de Cristo mostrando que las predicciones mesiánicas ya la preveían: subraya igualmente que esa muerte repercute en la edificación de un Reino nuevo, ya que la piedra rechazada se convierte en la piedra angular del templo definitivo. Mateo asocia en particular la idea de la piedra rechazada con la de la muerte fuera de la ciudad (v. 39; cf. Heb 13, 12-13) con una finalidad escatológica: mostrar que el nuevo pueblo de viñadores se apoya en un nuevo sacrificio.

La muerte no es fuerte, sino en la medida en que el hombre se niega a darle un sentido integrándola en su condición de criatura. Rechazada, la muerte hace entonces su obra: abre las puertas al orgullo del espíritu. Aceptando, por el contrario, la muerte a la manera de Jesús, el cristiano mantiene en jaque su poder; la muerte no tiene la última palabra de la existencia humana. La muerte no desaparece, pero el hombre no solo puede quebrantar su cerco, sino que, además, por poco que la aborde en la obediencia del amor, puede hacer de ella el trampolín de una existencia nueva: la piedra rechazada se convierte en piedra angular.

Pero el cristiano sabe que la muerte recibe su poder del hombre mismo que se niega a integrarla en su condición de criatura y trata de divinizarse -como si la muerte no existiese- apoyándose sobre las únicas seguridades de la existencia individual y colectiva.

Enfrentándose a la muerte como lo ha hecho Jesucristo, los miembros de su Cuerpo no hacen que desaparezca; mantienen en jaque su poder y proclaman que, a pesar de las apariencias, la muerte no es la última palabra de la existencia humana. Los cristianos participan desde aquí abajo en la verdadera vida, la del Resucitado; y esa vida estalla con fuerza cada vez que la muerte trata de tocarla. El cristiano reconoce y acepta que, en sus distintas formas, la muerte le hiere: pero su fe le capacita para discutir su poderío. En este sentido es llamado, día tras día, a mortificarse, a actualizar concretamente en su existencia la muerte de Cristo. Conforme a la expresión de San Pablo, el cristiano es un “muerto”; pero, en realidad, “retorna” constantemente de la muerte, desposeída ya de su poder, y su muerte está “oculta con Cristo en Dios”. La mortificación cristiana quiere ser una fuente de verdadera vida en la fe. La Eucaristía permite a cada creyente proclamar y hacer suya la victoria de Cristo sobre la muerte; invita a cada uno a distinguir mejor los signos de la muerte en su vida y en la vida del mundo.

  1. Oración final

¡Señor, cuántas veces el amor es pagado con la ingratitud más negra! No hay nada tan destructivo como sentirse traicionado, verse burlado, saber que hemos sido engañado. Todavía más difícil es el constatar que tanto gestos de bondad, de generosidad, de apertura, de tolerancia, como tantas palabras dichas con sinceridad y hasta el empeño de ser solidarios y sinceros, no ha servido de nada. Señor, tú que has conocido la ingratitud de los hombres; Tú que has sido paciente con quien te ofendía; Tú que has sido siempre misericordioso, manso, ayúdanos a combatir nuestra inflexible dureza hacia los otros. También nosotros te dirigimos la invocación del salmista: “No abandones la viña que tu diestra ha plantado”. Nuestra oración, después de este encuentro con tu Palabra, se convierta en súplica siempre más penetrante hasta llegar a tu corazón. “Levántanos Señor, muéstranos tu rostro y seremos salvos”. Señor, tenemos mucha necesidad de tu misericordia y mientras que en nuestro corazón esté el deseo y la búsqueda de tu rostro, el camino de la salvación está siempre abierto. Amén.

 

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