XXIII domingo del tiempo ordinario
I. Introducción
Durante estos domingos podemos ir contemplado a Jesús bajo distintos aspectos, y qué actitudes básicas se desprenden para nosotros sus seguidores, hoy las lecturas muestran a Jesús bajo un rostro muy claro, muy evidente. Jesús es alguien que se preocupa de todo mal que pueda dañar al hombre, y hace todo lo que está en sus manos para liberarlo.
Jesús es alguien que muestra que Dios y su Reino son la liberación de todo dolor que oprime al hombre, de toda esclavitud que le haga infeliz. Jesús es alguien que muestra que en él actúa Dios precisamente en esto: en hacer el bien a los que lo necesitan. Jesús es alguien que, de este modo, crea alegría a su alrededor.
La primera lectura de hoy, el salmo y el evangelio son una proclamación entusiasta de este «programa» de Jesús, de este «proyecto» de Dios. La segunda lectura nos muestra, en cierto sentido, una de estas consecuencias: ¿qué trato y consideración tienen, en nuestras comunidades, los que no tienen relevancia social, ni dinero, ni prestigio? Reflexionemos los textos que la liturgia nos ofrece este domingo.
II. Lecturas y comentarios
II. 1. Libro del profeta Isaías 35, 4-7a
Decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa, el páramo será un estanque, lo reseco un manantial.
II.1.1. Comentario
El profeta llama a una nueva confianza en Dios: la victoria sobre los enemigos está conseguida y con ella llega la liberación de Israel. El que redime viene como «salvador» que sana todas las debilidades del cuerpo. Esta profecía tendrá en Jesús su máximo cumplimiento.
Durante siglos, los judíos habían contemplado su pasado, ampliando más y más el recuerdo de los prodigios realizados por Dios en la salida de Egipto. Ahora deben mirar el porvenir. Una nueva salida se prepara, esta vez del exilio, a la que acompañarán prodigios superiores a los del primer éxodo.
Contexto: En contraposición con el juicio a las naciones y a Edom en particular; en el texto que nos ofrece hoy la liturgia, expresa un mensaje entusiasta de restauración y esperanza. El “día del Señor”, que para Edom significa juicio y destrucción, será para Judá luz y no tinieblas. Se visualiza además el alegre retorno a Jerusalén de los deportados a Babilonia.
Texto: El gozo y la alegría invaden todo el texto: «regocijarse», «alegrarse», «gozo y alegría». Y esta alegría lo invade todo: la naturaleza como morada cósmica del hombre, la tierra árida que recobra la vida y lozanía, al mismo ser humano. Gozo y alegría por la presencia del Señor que trae la liberación a los desterrados (vs. 2b.4b).
Las «manos débiles», «rodillas vacilantes», «cobardes de corazón» son todos aquellos que en sus manifestaciones exteriores y en su interior dudan, tras el destierro del pueblo, del poder divino. Todos ellos verán la manifestación liberadora del Señor; el miedo quedará desterrado y sus convicciones internas y externas adquirirán madurez y firmeza.
Lo menos importante a los ojos humanos como la tierra árida, los hombres indecisos, los mutilados: ciegos, sordos, cojos y mudos, serán los primeros en participar del gozo y alegría traídos por el Dios liberador.
Por la Vía Sacra del desierto caminan los liberados por el Señor; el destierro ha terminado y la vuelta a Sión es alegre porque han sido liberados, como sus padres, de la esclavitud.
II.2. SALMO RESPONSORIAL
Sal 145,7. 8-9. 9bc-10
R/. Alaba, alma mía, al Señor [o Aleluya].
Alaba, alma mía, al Señor:
Que mantiene su fidelidad perpetuamente,
que hace justicia a los oprimidos,
que da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos.El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos,
el Señor guarda a los peregrinos.El Señor sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad.
II.2.1. comentario
Felicidad de los que esperan en Dios
1. El salmo 145, que acabamos de escuchar, es un «aleluya», el primero de los cinco con los que termina la colección del Salterio. Ya la tradición litúrgica judía usó este himno como canto de alabanza por la mañana: alcanza su culmen en la proclamación de la soberanía de Dios sobre la historia humana. En efecto, al final del salmo se declara: «El Señor reina eternamente» (v. 10).
De ello se sigue una verdad consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos; las vicisitudes de nuestra vida no se hallan bajo el dominio del caos o del hado; los acontecimientos no representan una mera sucesión de actos sin sentido ni meta. A partir de esta convicción se desarrolla una auténtica profesión de fe en Dios, celebrado con una especie de letanía, en la que se proclaman sus atributos de amor y bondad (cf. vv. 6-9).
2. Dios es creador del cielo y de la tierra; es custodio fiel del pacto que lo vincula a su pueblo. Él es quien hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien endereza a los que ya se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los peregrinos, quien sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trastorna el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres y de edad en edad.
Son doce afirmaciones teológicas que, con su número perfecto, quieren expresar la plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano alejado de sus criaturas, sino que está comprometido en su historia, como Aquel que propugna la justicia, actuando en favor de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices.
3. Así, el hombre se encuentra ante una opción radical entre dos posibilidades opuestas: por un lado, está la tentación de «confiar en los poderosos» (cf. v. 3), adoptando sus criterios inspirados en la maldad, en el egoísmo y en el orgullo. En realidad, se trata de un camino resbaladizo y destinado al fracaso; es «un sendero tortuoso y una senda llena de revueltas» (Pr 2, 15), que tiene como meta la desesperación.
En efecto, el salmista nos recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal, como dice el mismo vocablo ‘adam, que en hebreo se refiere a la tierra, a la materia, al polvo. El hombre -repite a menudo la Biblia- es como un edificio que se resquebraja (cf. Qo 12, 1-7), como una telaraña que el viento puede romper (cf. Jb 8, 14), como un hilo de hierba verde por la mañana y seco por la tarde (cf. Sal 89, 5-6; 102, 15-16). Cuando la muerte cae sobre él, todos sus planes perecen y él vuelve a convertirse en polvo: «Exhala el espíritu y vuelve al polvo; ese día perecen sus planes» (Sal 145, 4).
4. Ahora bien, ante el hombre se presenta otra posibilidad, la que pondera el salmista con una bienaventuranza: «Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor su Dios» (v. 5). Es el camino de la confianza en el Dios eterno y fiel. El amén, que es el verbo hebreo de la fe, significa precisamente estar fundado en la solidez inquebrantable del Señor, en su eternidad, en su poder infinito. Pero sobre todo significa compartir sus opciones, que la profesión de fe y alabanza, antes descrita, ha puesto de relieve.
Es necesario vivir en la adhesión a la voluntad divina, dar pan a los hambrientos, visitar a los presos, sostener y confortar a los enfermos, defender y acoger a los extranjeros, dedicarse a los pobres y a los miserables. En la práctica, es el mismo espíritu de las Bienaventuranzas; es optar por la propuesta de amor que nos salva desde esta vida y que más tarde será objeto de nuestro examen en el juicio final, con el que se concluirá la historia. Entonces seremos juzgados sobre la decisión de servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el desnudo, en el enfermo y en el preso. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40): esto es lo que dirá entonces el Señor.
5. Concluyamos nuestra meditación del salmo 145 con una reflexión que nos ofrece la sucesiva tradición cristiana.
El gran escritor del siglo III Orígenes, cuando llega al versículo 7 del salmo, que dice: «El Señor da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos», descubre en él una referencia implícita a la Eucaristía: «Tenemos hambre de Cristo, y él mismo nos dará el pan del cielo. «Danos hoy nuestro pan de cada día». Los que hablan así, tienen hambre. Los que sienten necesidad de pan, tienen hambre». Y esta hambre queda plenamente saciada por el Sacramento eucarístico, en el que el hombre se alimenta con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (cf. Orígenes-Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 526-527).
(©L’Osservatore Romano – 4 de julio de 2003)
II.3. Lectura de la carta del apóstol Santiago 2, 1-5
Hermanos: no juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con la acepción de personas. Por ejemplo: llegan dos hombres a la reunión litúrgica. Uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso. Veis al bien vestido y le decís: Por favor siéntate aquí, en el puesto reservado. Al otro, en cambio: Estate ahí de pie o siéntate en el suelo. Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos? Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino, que prometió a los que le aman?
II.3.1. Comentario
El pasaje anterior de la carta de Santiago terminaba con una invitación a practicar la religión pura y sin mancha que socorre a las viudas y a los huérfanos. Pero el autor quiere pulsar el eco de esa actitud en las asambleas litúrgicas en cuanto tales.
Ya los profetas habían condenado un culto que no terminaba en una vida social equilibrada: el Dios a quien celebra el pueblo ama a los pobres con un amor de predilección (Os 14, 4; Jer 5, 28; 7, 6); se requiere que el culto dé paso a esa predilección. Ahora bien: las asambleas cristianas dedican un lugar privilegiado a los ricos y ultrajan la dignidad de los pobres (vv. 1 y 5). Santiago condenará vivamente esa actitud que no respeta el espíritu de pobreza de la comunidad primitiva de Jerusalén (Hch 2, 44; 4, 36-5, 11). Su pensamiento se centra en un concepto demasiado sociológico de la pobreza; las generaciones posteriores matizarán más el concepto de la pobreza espiritual y las iglesias paulinas en particular preferirán que pobres y ricos vivan juntos en armonía más bien que asignar a la pobreza la exclusividad de la salvación. Pero la idea esencial del autor no es tanto la defensa de esa pobreza como el nexo entre el culto verdadero y la actitud social de los participantes. Desde que el culto se ha espiritualizado, el nexo entre rito y vida es más estrecho que nunca y se introduce en el interior mismo de la liturgia.
El autor volverá sobre este mismo tema más adelante: dirigir a los hermanos pobres el saludo litúrgico «id en paz» sin hacer nada para que esa paz sea real y concreta es ir contra las exigencias mismas del culto cristiano. Después de la cruz, en efecto, el contenido del sacrificio es la misericordia y el amor, y la bondad vale más que la ofrenda ritual (cf. Mt 15, 1-10; 23, 1-36). La liturgia de nuestras asambleas no ritualiza realmente el sacrificio del Señor sino en la medida en que está al servicio de los demás.
II.4. Lectura del santo Evangelio según San Marcos 7,31-37
En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: Effetá (esto es, «ábrete). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. El les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
II.4.1. Comentario
Marcos presenta el relato de la curación del sordomudo de una manera bastante original. Establece, por ejemplo, un paralelo estrecho entre el episodio del sordomudo y el del ciego (Mc 8, 22-26), ya subrayado por estar ambos recogidos en el conjunto llamado la «sección de los panes» (Mc 6, 30-8, 26). En ambos casos encontramos sucesivamente un mismo «apartamiento» del enfermo (7, 33; 8, 23), una misma insalivación (7, 33; 8, 23), la misma insistencia de Cristo en recomendar silencio al beneficiario del milagro (7, 36; 8, 26), una misma imposición de las manos (7, 32; 8, 22, 23), una misma reacción de los amigos que «llevan» al enfermo (7, 32; 8, 22).
De ambos relatos se desprende, pues, una misma lección: no oír y no ver son signos de castigo (Mc 4, 10-12; 8, 22): la curación de la vista y la del oído son signos de salvación. Pero la salvación otorgada por Dios supone una ruptura respecto al mundo: si Cristo «lleva» al mudo y al ciego «fuera» para que vean y oigan, es porque la multitud, en cuanto tal, es incapaz de ver y de oír.
a) En el relato de la curación del mudo se nos ofrece, en primer lugar, como una réplica de Is 35, 2-6 de nuestra primera lectura dominical. El profeta anunciaba al pueblo, exiliado en Babilonia, un destino en el que no se atrevía a soñar: sería investido con la «gloria del Líbano» y los mudos mismos gritarían de alegría.
Ahora bien: Jesús se encuentra en las fronteras del Líbano en un país pagano, y allí realiza un milagro en beneficio de un mudo cuya palabra no podrá ya contenerse. El pueblo va a volver del destierro, enriquecido con la fama de los países paganos y con una alegría incomparable. El milagro anuncia así la era inminente de la salvación. Esta salvación será también un juicio; los sordos oirán (cf. Is 29, 18-23), pero otros se volverán sordos a la Palabra.
b) Es casi seguro que Marcos ha incorporado este milagro dentro de un ritual de iniciación al bautismo ya existente. La actitud de Cristo levantando la vista al cielo antes de curar al mudo (v. 34) no aparece más que en el relato de la multiplicación de los panes (Mc 6, 41). ¿No es esto un indicio del carácter litúrgico de este episodio? Este pasaje parece ser, efectivamente, un eco del primer ritual de iniciación cristiana. Los más antiguos rituales bautismales preveían ya un rito para los sentidos (ojos, en Hch 9, 18). Si se tiene en cuenta que, para la mentalidad judía, la saliva es una especie de soplo solidificado, podría significar el don del Espíritu característico de una nueva creación (Gén 2, 7). Marcos conserva, sin duda, la palabra aramea pronunciada por Cristo, Ephpheta (v. 34), porque así la había conservado la tradición.
Los elementos de este ritual de iniciación podrían ser, pues, un exorcismo (Mc 7, 29, inmediatamente antes de este evangelio), un padrinazgo de «quienes les llevan», un rito de imposición de las manos (v. 32), un «apartamiento» (v. 33, sin ser el arcano, más tardío, refleja ya la toma de conciencia de la originalidad de la fe), un rito sobre los sentidos (v. 34), tres días de ayuno preparatorio (Mc 8, 3; Hch 9, 9), y después la participación en la Eucaristía.
Para terminar, Marcos vuelve a la tradición sinóptica (vv. 36-37) cuando hace mención de las alabanzas de la multitud que reconoce en este milagro la llegada de la era mesiánica (Mt 15, 30-31), puesto que da cumplimiento a las profecías de Is 61, 1-2, ya interpretadas por Cristo en este sentido (Mt 11, 5).
La mayoría de los relatos que tratan de la vocación de profetas, es decir, de personajes que han de ser portadores de la Palabra de Dios, refieren al mismo tiempo curaciones de mudos o tartamudos (Ex 4, 10-17; Is 6; Jer 1). Se trata de un procedimiento literario cuya finalidad es dar a entender que el profeta es incapaz, apoyado tan solo en sus facultades naturales, de comenzar siquiera a hablar, sino que recibe de Otro una palabra que hay que transmitir. Por eso, la curación de un mudo, que proclama la Palabra, es considerada como un signo evidente de lo que es la fe: una virtud infusa que no depende de las cualidades humanas.
Hay otro elemento que interviene con frecuencia en las curaciones de mudos. En periodos de castigo divino, los profetas permanecían mudos: no se proclamaba la Palabra de Dios porque el pueblo se tapaba los oídos para no oírla. El mutismo está pues, ligado a la falta de fe: el mudo es muchas veces sordo con anterioridad. Pero si los profetas hablan, y hablan abundantemente, es señal de que han llegado los tiempos mesiánicos y de que Dios está presente y la fe ampliamente extendida (cf. Lc 1, 65; 2, 27-29).
Al final de los Evangelios se presenta también en forma de una vocación profética el envío de los apóstoles a predicar, puesto que se les otorga una lengua nueva (Mt 10, 19-20; Rom 10, 14-18), como si también ellos tuvieran que salir del mutismo.
Este evangelio quiere darnos, pues, a entender que debemos tomar conciencia de que la fe es un bien mesiánico. Más, al relatar esta curación, Marcos quiere hacer suyo el tema del Antiguo Testamento que relaciona mutismo y falta de fe. El evangelista subraya repetidas veces que la multitud tiene oídos y no oye, y tiene ojos y no ve (Mc 4, 10-12, repetido en 8, 18). Por otra parte, toda la «sección de los panes» (Mc 6, 30-8, 26) es la sección de la no inteligencia (Mc 6, 52; 7, 7, 18; 8, 17, 21).
Ahora bien: para curar al sordomudo, Cristo le lleva fuera de la multitud (Mc 7, 33), como para subrayar que el mutismo es característica de la multitud y que es necesario apartarse de su manera de juzgar las cosas para abrirse a la fe.
La característica de los últimos tiempos es la de situarnos en un clima de relaciones filiales con Dios, capacitarnos para oír su palabra, corresponderle y hablar de El a los demás. El cristiano que vive estos últimos tiempos se convierte así, en cierto modo, en profeta, especialista de la Palabra, familiar de Dios. Para ello debe poder escuchar esa Palabra y proclamarla: para hacerlo necesita los oídos y los labios de la fe.
III. Preparemos la liturgia:
Con el milagro de abrirle los ojos y los oídos al sordomudo, la liturgia nos invita a dejarnos tocar por Dios, a abrirnos a la escucha y a la revelación del misterio de Dios, y a comprometernos a anunciar y proclamar nuestra fe con la vida y el compromiso concreto, particularmente a favor de los más pobres, necesitados y marginados. Con fe y alegría fraterna dispongámonos a la celebración:
1. Entrada: El Señor nos llama (A. Taulé)
Como el don más importante y más grato al Señor, ofrezcamos nuestra propia vida, y el compromiso real de vivir en fidelidad a Dios y a los hermanos, con las ofrendas presentemos también nuestro canto:
2. Presentación de ofrendas: Con amor te presento Señor (C. Endorzain)
En el momento de la comunión expresamos de verdad nuestra unión común con todos los hermanos, superando toda clase de diferencias y discriminaciones y, alcanzando la unidad más grande alrededor del cuerpo de Cristo.
3. Canto de comunión: Quédate aquí (Kariroi). Libra mis ojos (Himno de vísperas). Jesús está entre nosotros (Kairoi). Venga tu reino (Kairoi). Si vienes conmigo (C. Gabarain)
4. Salida: Santa María del camino (Espinosa)