La fiesta de Pentecostés, en efecto, corona la fiesta de la Resurrección del Señor y cierra litúrgicamente el tiempo pascual. La fiesta señala, hacia adelante, el inicio de la Iglesia, de forma taumatúrgica y solemne; hacia atrás, nos introduce -el Espíritu procede del Padre y del Hijo- en el costado de Cristo glorioso revelador del Padre. Celebramos -y al celebrar, confesamos, proclamamos y suplicamos- la presencia en nosotros del Espíritu Santo como participación de la gloria del Señor. Él nos introduce, con el Hijo, en el corazón del Padre; él nos abre sus entrañas; él nos introduce de tal manera en la misión filial de Cristo en el mundo, que nos confunde con ella; él nos capacita para gustar y manifestar de múltiples maneras a Dios creador y salvador.
¡Ven Espíritu Santo!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Envía tu Espíritu y todo será creado y renovarás la faz de la tierra.
1. Oración:
Oh Dios que has instruido los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo, concédenos según el mismo Espíritu conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
2. Texto y comentario
2.1.Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 2, 1-11
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban: -No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua
Jesús, después de resucitado, ha convivido de forma intermitente con sus discípulos durante un tiempo determinado: cuarenta días, señala Lucas. Les ha hablado del Reino y los ha constituido su reino. Tras ello desapareció de sus ojos y quedó para siempre huido de su vista. Permanece «espiritual» entre ellos y se les manifestará glorioso al final de los tiempos.
Los discípulos han preguntado momentos antes al Señor por «el tiempo de la implantación del reino de Israel». Jesús los ha desligado, en su respuesta, de las ataduras del tiempo y del espacio para señalar, al mismo tiempo que la naturaleza del reino, la responsabilidad que les compete a ellos en su restauración: No os toca a vosotros saber el tiempo… sino que recibiréis poder del Espíritu Santo… y seréis mis testigos… hasta lo último de la tierra. Sabemos que nadie tiene derecho a exigir de las cosas algo que supere los límites que marca su naturaleza. Antes de exigirlo, hay que transformarlas. Y la transformación no se lleva a cabo si no es dotando las cosas de una virtud que las capacite para producir el efecto que se les exige. A la Iglesia se le encomienda transformar al hombre y su historia.
Abarca, por tanto, la predicación testimonial de Pedro y la «convivencia» carismática de los hermanos. Elementos inseparables entre sí e inseparables de la presencia del Espíritu. La acción del Espíritu salta al mundo, imponente, como testimonio de salvación para todos los pueblos y los reúne -así son a su vez testimonio- en convivencia fraterna. Son las líneas fundamentales del organismo vivo de la Iglesia: voz creativa de Dios que testifica su voluntad operativa de transformar al hombre, individuo y sociedad, en imagen perfecta del Dios Trino y Uno en Cristo Jesús. Pero dejemos hablar al texto.
Llegaban a su término los días de Pentecostés. Era ésta en la tradición judía una fiesta esencialmente agrícola. Fiesta de las siete semanas. Fiesta de la cosecha del cereal: alegría y acción de gracias. El texto añade que todos estaban juntos en el mismo sitio; se supone que los discípulos. Es el grupo de los creyentes como grupo de creyentes. Sobre ellos, de improviso, viene un fragor, como viento impetuoso, que llenó la casa donde estaban, y lenguas, como de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos. A este fenómeno, signo de una realidad interna con proyección al mundo entero, acompaña la presencia del Espíritu Santo que llena, que mueve e impulsa a los discípulos a hablar en lenguas extrañas a todos los habitantes de Jerusalén, visitada entonces por judíos oriundos de todas las naciones conocidas. Sucede en Jerusalén, y en Jerusalén, para todas las naciones del mundo. Un verdadero acontecimiento.
Recordemos, como fondo y en contraste, el relato de la Torre de Babel; se trata del movimiento y efecto contrarios. La Iglesia es la nueva Jerusalén, ensanchada por la fuerza del Espíritu a todas las naciones. La Iglesia ensambla en sí y articula como miembros vivos a todos los pueblos. Se trata de un «fragor», de un sonido portentoso, de un estruendo: carácter llamativo y apelativo de esta nueva realidad dirigida a todas las gentes; por venir de lo alto, nos recuerda, como voz de Dios, su poder creativo y su índole escatológica: ha dado comienzo la nueva y definitiva creación. La presencia del término «viento» nos acerca a la realidad subyacente que lo anima, al viento, al Espíritu Santo. Es «impetuoso», capaz de proveer de alas al barro y de levantar de la sepultura a los muertos. Se nos recuerda cierta «plenitud»; asistencia sincrónica y diferenciada, por los efectos, en todos y a todos los rincones de la «casa». ¿Y quién no piensa, a propósito de «casa», en la Iglesia, como edificación, templo y familia? Rico y profundo el simbolismo de las «lenguas como de fuego»; hablar; y hablar con Dios y de Dios. Comunicación inefable de Dios con los hombres y de los hombres con Dios; comunicación de los hermanos entre sí en Dios, y comunicación de Dios a través de ellos al mundo entero. Celebrar el misterio, proclamarlo, cantarlo, enseñarlo. Alabar a Dios, anunciar su presencia salvadora, expresarla, comunicarla; con vehemencia, con ardor, con ímpetu, con fuerza persuasiva, con arrastre, ¡con éxito inesperado! La palabra que enseña, la palabra que ilumina, la palabra que mueve, la palabra que cura y que salva; en extensión a todos los pueblos y en longitud a todos los tiempos. Una lengua en la que se expresan los pueblos como Pueblo y en la que se entienden los hombres como hermanos. Aúna, sin romper la diversidad; ensambla, sin deteriorar la personalidad; consuma, superando la particularidad. El acontecimiento continúa, sustancialmente, por todos los siglos. Es la Iglesia. Y todo, por la presencia activa y vivificante del Espíritu Santo. Es una maravilla que debemos confesar; un acontecimiento que debemos celebrar; una realidad que deseamos vivir; un compromiso que queremos compartir. Es fe, enseñanza y Buena Nueva.
2.2. Salmo responsorial Sal 103, y 24ac. 29bc-30. 31 y 34 (R.: cf. 30)
R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra. / o bien: Aleluya.
Bendice, alma mía, al Señor:
Dios mío, qué grande eres!
Cuántas ‘Son tus obras, Señor;
la tierra está llena de tus criaturas. R.
Les retiras el aliento,
y expiran y vuelven a ser polvo;
envías tu aliento, y los creas,
y repueblas la faz de la tierra. R.
Gloria a Dios para siempre,
goce el Señor con sus obras.
Que le sea agradable mi poema,
y yo me alegraré con el Señor. R.
2.3. Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 12, 3b-7. 12-13
Hermanos: Nadie puede decir: Jesús es Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.
Los corintios, miden la perfección de la persona por la excelencia del don recibido y la excelencia del don por su espectacularidad. Por otra parte, no parecen estar muy capacitados para distinguir lo carismático de lo que no lo es. Y es que gran parte de los fieles de Corinto no ha pasado de la nada al todo, en lo que a experiencia religiosa se refiere, sino de una experiencia religiosa, el paganismo, a otra, el cristianismo, de signo contrario en muchos aspectos: ha pasado del culto a los ídolos al culto de Dios vivo en Cristo Jesús. Las experiencias de uno y otro ámbito religioso pueden presentarse, en situaciones concretas, muy similares en lo que a lo sensible se refiere: cierto fervor expansivo, cierta holgura placentera, cierta elevación, impresión de palpar y gustar algo divino, exaltación del cuerpo y del espíritu… Todavía débil en la fe y carnal en los sentimientos, el corintio puede detenerse peligrosamente en lo sensible y perderse en ello, con el agravante, además, de creerse, por las mismas experiencias, superior a todos. ¿Cómo lograr distinguir una y otra de las experiencias? ¿Cómo saber separar lo humano de lo divino, lo mundano de lo cristiano, lo carnal de lo espiritual? Sabemos que el demonio -culto a los ídolos- acecha constantemente, ¿cómo soslayar sus trampas? Y, conocida como auténtica la experiencia, ¿cómo valorarla debidamente en su función personal y eclesial? Como puede apreciarse por la serie de interrogantes, la problemática en que se mueve Pablo en esta instrucción a los corintios, señala una situación que puede repetirse en cualquier momento de la historia de la Iglesia. Nos encontramos, nada más y nada menos, con lo que la teología clásica denomina «discreción de espíritus». La doble realidad en que se mueve el cristiano -carne y espíritu-, mientras va camino del Padre, obliga a tomar en seria consideración las directrices que aquí propone San Pablo y que la sucesiva experiencia de la Iglesia irá engrosando. Es de capital importancia. No puede estar movido por el Espíritu quien niegue, afee, mutile o deje malparado el santísimo misterio del Verbo encarnado, considerado en toda su real amplitud. Por el contrario, garantiza la presencia del Espíritu quien «confiese» cordialmente a Jesús «Kyrios». Por supuesto que no hay que entender el término «confesar» en sentido material, como una confesión o proclamación meramente formal. La «confesión » de Jesús como Señor implica y expresa, en lo que las circunstancias permitan, un profundo acto de fe, de esperanza y amor: una adhesión personal radical a la persona de Cristo. El Espíritu de Cristo no puede menos de proclamar a Cristo vitalmente; y proclamarlo en todo su misterio.
En esa misma línea, alargándola, debemos notar otra señal: unidad y bien común. El carisma, acción vivificadora del Espíritu, no rompe la unidad, antes bien la crea y la conserva. Las intervenciones del Espíritu en la comunidad llevan un aire comunitario inconfundible, son para la comunidad; no crean, no fomentan, no consienten la anarquía o el desconcierto desmembrador. Todo lo contrario, son fuerzas adherentes, coherentes e inherentes: componen, articulan, edifican. Si vienen de un Espíritu han de formar un cuerpo. Ésa es precisamente la maravilla: levantar, de partes y elementos dispersos y dispares, un edificio bien ensamblado y articulado. La imagen del cuerpo humano y de los miembros que lo integran es iluminadora. Pablo se detiene largamente en ella, aunque de por sí es transparente. Signo evidente de que, a pesar de la claridad de la comparación, nos sentimos reacios a encarnarla. No hay duda alguna de que la realidad misteriosa de la «unidad» y «distinción variada» como realidad viviente -cuerpo y miembros- no siempre es cumplidamente aceptada y vivida en la comunidad de la Iglesia. Las tendencias ocultas, nacidas de la carne, que no siempre conocemos y sujetamos debidamente, se muestran renuentes a admitirla y a encuadrarse en ella. Es necesario saberse «uno» en el cuerpo «uno» -Cristo e Iglesia- y tratar de ensamblar todas las aspiraciones, tendencias, movimientos y cualidades en esa «nueva» realidad. Es necesario también aceptarse y, en el recto sentido, gloriarse como miembro vivo con una específica función de «miembro», convencido de que quedará garantizada la propia personalidad y desarrollada convenientemente en el enraizamiento y articulación en el Cuerpo y en su comportamiento de miembro como tal. Y en tanto será miembro eficiente, en cuanto contribuya a la unidad vital del conjunto; y creará la unidad en tanto, en cuanto sepa mantenerse «miembro». Hay que conservar vivos y frescos, y en tensión, los dos elementos: unidad en la diversidad y diversidad en la unidad. Exagerar uno de ellos con menoscabo del otro es deteriorar ambos. El equilibrio adecuado y la sana compenetración son algo que tan sólo el Espíritu Santo puede conseguir. No cualquier crecimiento hermosea y agiliza el cuerpo: hay tumores y diviesos que entorpecen, ridiculizan y matan. Ni tampoco gana mucho en figura si atrofiamos la función de los miembros o coartamos su debido crecimiento. En ambos casos no se trataría de la belleza de la «obra de Dios», por muy estupenda que a nosotros, hombres sin gusto adecuado, nos pareciera la cosa. El equilibrio entre los dos pesos o fuerzas dará el resultado apetecido. Los dos elementos, abrazados, crecen; enzarzados, se ahogan y mueren.
2.4. Lectura del santo evangelio según san Juan 20, 19-23
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. No al ver a Jesús, sin más; sino al ver a Jesús Señor. Porque Jesús se presenta como Señor. El Señor es Jesús y Jesús es el Señor. No hay otro Señor que Jesús ni otro Jesús que el Señor. Los discípulos vieron al Señor, a Jesús de Nazaret, al resucitado, Hijo de Dios. Su alegría es la alegría por excelencia, la auténtica, la soberana e indescriptible alegría del discípulo de Cristo para todo lugar y para todo momento. Es la alegría específica de la Iglesia: la seguridad sabrosa de saberse siempre en las manos del Señor; del Señor bueno y poderoso, Esposo, Hermano y Maestro.
Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Uno de los temas preferidos de este evangelio, como Buena Nueva, es el «envío» del Hijo por el Padre. El Padre envía al Hijo; el Hijo procede del Padre. Tocamos las relaciones trinitarias. El Padre, genitor, envía al Hijo; el Hijo, engendrado, acata y ejecuta la misión que recibe del Padre.
Misión como «envío», misión como encomienda. Personalidad y misión coinciden. Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, procede inefablemente del Padre. Señalamos con ello su naturaleza, divina, y su transcendencia, aunque hombre, por encima de todo lo creado. Dentro de lo creado, como «enviado», pone en movimiento y conduce a feliz término el plan salvífico de Dios, la nueva creación. Es con el Padre una misma cosa: en la naturaleza como Hijo y en la misión como Enviado. No podemos apreciar debidamente el misterio de Cristo resucitado, si no lo situamos en la línea del origen misterioso que tiene en el Padre y en la encomienda que recibe de él. Los discípulos entran misteriosamente en la misteriosa misión del Hijo y en su misteriosa relación con el Padre: son hijos y son enviados. Y enviados como hijos y, como hijos, enviados.
La misión de los apóstoles está en la línea de la misión de Jesús; y declarada por Jesús en el momento más apropiado: en virtud de su resurrección. Jesús, hombre, ha recibido todo poder. En su poder, como en su «misión», está el poder, como la misión de investir a los hombres del mismo poder y de «enviarlos» a ejecutar la «misión» que le ha encomendado el Padre. Hijos en el Hijo y enviados en el enviado, recibimos el poder de vivir como hijos y de cumplir la misión sagrada de llevar al hombre a Dios, haciéndolo hijo y enviado. La unión del Hijo con el Padre, inefable de todo punto, aunque real y profunda, fundamenta y engloba la unión de los fieles con Jesús, inefable también, real y profunda. Es efecto admirable de la resurrección del Señor. Los términos comparativos «como…», «así…», van más allá de un parangón: señalan identidad y continuidad, misteriosas por cierto, de los fieles con Jesús y de Jesús con el Padre, y a la inversa en movimiento descendente. Dios se revela en Jesús y Jesús en los suyos; los discípulos manifiestan a Jesús y Jesús al Padre. Es de notar la conciencia tan constante y profunda que ha tenido, y tiene, la Iglesia de su dignidad, misión, poder y encomienda. Los evangelistas rematan sus respectivos evangelios con la misión que recibe la Iglesia de Cristo resucitado. Nos toca a nosotros ahora adentrarnos en la contemplación de este misterio y vivirlo con verdadero entusiasmo.
Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les será retenidos». Tras el «envío», el poder que los capacita y la fuerza que los impulsa: el don del Espíritu Santo. ¿Cómo cumplir, en efecto, misión tan «divina» sin una virtud del mismo signo? ¿Cómo establecer relaciones personales e íntimas con el Padre en el Hijo y mantenerlas vivas por siempre, si el Padre y nosotros en el Hijo no somos una misma cosa? ¿Y cómo serlo, si no poseemos una misma vida? Sabemos la vinculación tan estrecha que existe entre «espíritu» y «vida» en toda la revelación bíblica. De tener vida hay que poseer «espíritu»; de recibir la vida de Dios ha de serlo tan sólo en el Espíritu Santo. Para ser hijos de Dios, para permanecer en tan maravillosa condición, para vivirla con intensidad, para poder comunicarla a otros es imprescindible el don del Espíritu Santo. Jesús nos entrega la Paz y nos llena de alegría; nos da como raíz y fundamento, causa y razón de todo, al Espíritu Santo. Tan sólo así podemos entender nuestra incorporación a Cristo y, en ella, nuestra introducción en las relaciones trinitarias. Con el Espíritu la Vida, y la Vida y el Espíritu no se entienden como supremos dones sin Jesús resucitado.
Conviene señalar, a propósito de la última expresión, la estrecha relación que existe entre el don del Espíritu y la resurrección de Jesús. El mismo evangelista muestra interés en subrayarlo en 7, 39: Dijo esto a propósito del Espíritu que recibirían los que creyeran en él; pues todavía no había Espíritu, porque Jesús no había sido aún glorificado. No es, pues, casual que la misión de los discípulos y el don del Espíritu estén íntimamente unidos entre sí y vinculados a Jesús resucitado. Si el evangelista quiere a todas luces poner de manifiesto la realidad de la resurrección, también, y en la misma línea, la real vinculación de la misión de los discípulos y el don del Espíritu con la Exaltación de Jesús. Dentro de este contexto podríamos detenernos en el detalle, tan expresivo, del «soplo» de Jesús: Jesús sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. Es el «soplo» físico de la humanidad exaltada de Jesús, signo, al parecer, del Soplo, del Espíritu Santo, que de ella como don dimana. Sin separarnos mucho, podemos retroceder en el tiempo, no en el misterio, al momento de la muerte de Jesús. El evangelista la describe con estas sorprendentes y reveladoras palabras: E inclinando la cabeza, entregó el espíritu. No resulta demasiado audaz atribuir al evangelista un interés especial por relacionar estos dos elementos -muerte de Jesús y entrega del «espíritu»- como reveladores de una realidad misteriosa. El término «pneuma» los encadena en esa dirección: la muerte de Jesús se presenta como «una entrega del espíritu» y la entrega del Espíritu a los discípulos como don y regalo del Jesús resucitado adornado con las señales de la muerte. No es extraño, la Exaltación, en Juan, abarca tanto la muerte como la resurrección del Señor. Nos encontramos en terreno bíblico con un lenguaje marcadamente sacramental. Ya hemos completado, venerado y besado las preciosas llagas con las que ahora se presenta Jesús para dar la paz, la alegría y al Espíritu Santo. Su humanidad gloriosa, impregnada, «ungida», del Espíritu Santo, llena del Espíritu Santo a todo el que se adhiere a él.
El poder, ilimitado de por sí en cuanto a la ejecución de la misión que Jesús les encomienda, recibe aquí una especificación formalmente bien concreta: perdonar y retener los pecados. ¿Se reduce a eso la misión de Jesús y, por tanto, también la de los discípulos? ¿O se trata tan sólo de expresar con un elemento, quizás el más característico y saliente, la total obra salvadora de Jesús? En este último caso habría que entender el texto en sentido más amplio, en extensión y profundidad. El mismo contexto parece sugerirlo por la solemnidad del momento en que ha sido colocado: la aparición de Jesús glorioso a sus discípulos. Intentemos una exposición a partir de Juan, pero sin olvidar momentos y dichos de Jesús transmitidos por los sinópticos.
La obra de Jesús, por tanto, no hay que entenderla como una mera «absolución» de pecados, de faltas, de deudas. Implica toda una nueva forma de ser: hijos de Dios. Si el mundo se caracteriza por su «apartamiento» de Dios, por su negación de un Dios amoroso y salvador, por su falta de fe en la intervención divina en nuestro favor, la ausencia de pecado se caracteriza por la presencia en el hombre de la fe y del amor. A la Iglesia se le confiere el poder de vivir, y de conceder la vida, en fe salvífica y en amor trinitario. Todo eso, me parece, es perdonar los pecados y el pecado. Por eso, cabe interpretar las palabras de Jesús resucitado a los suyos de forma amplia y profunda.
Los discípulos reciben, con el poder de perdonar los pecados, el poder de retener los pecados. Después del optimismo despertado por la presencia en nosotros de un poder capaz de salvar y salvarnos, suena esta segunda parte del binomio un tanto desconcertante. Sin embargo resulta necesaria para entender la primera y valorar con más precisión el misterio de amor en que nos movemos. Sigamos un desarrollo paralelo al empleado en la primera, pero a la inversa, es decir, con carácter negativo.
El perdón de los pecados es un acto, visto desde arriba, divino-humano; desde abajo, humano-divino. Se trata, naturalmente, del perdón salvífico en Cristo, no lo olvidemos. Por ser un acto de tal índole, divino-humano, nos introduce en el misterio, doble, del amor: de Dios y del hombre. Dios ama, el hombre ama. Uno y otro gozan de libertad: de suprema, el primero; por participación, el segundo. Ambos deben caminar unidos. Cualquiera de los dos que falte, trunca el misterio.
Y la Iglesia ejerce ese poder amoroso de condenar como lo ejerció Cristo: condenando todo lo que aparta de Dios y de los hermanos. ¿Quién no piensa también en Mt 18, 15-20? Es teológicamente un paralelo. El ejercicio concreto de este poder revestirá seguramente diversas formas: será la excomunión; será la negación de los sacramentos, del bautismo, de la absolución; será la acusación vital del pecado del mundo. La Iglesia -Cristo mediante sus ministros, según los casos- retiene de todo corazón todo aquello que de todo corazón es negación del amor de Dios. Dentro de la real situación del hombre en este mundo, del misterio de la libre elección o colaboración del hombre a la gracia divina que toma la iniciativa, los discípulos, al recibir el poder de retener los pecados, continúan en toda su amplitud, ya con sus miembros propios, ya con los del mundo, la misión «salvadora» de Cristo. Todo miembro recibe, por poseer el Espíritu Santo, ese poder, en la medida y expresión concreta de su posición en el organismo vivo de la Iglesia. Cuando el ministro retiene, retiene la Iglesia, retiene Cristo, retenemos todos. Hablo, naturalmente, de una retención debida. De una retención indebida deberá dar cuanta a Dios quien temerariamente abuse de su ministerio. La Iglesia, que recibe el poder de amar perdonando, recibe también la facultad y el poder de rechazar, negando el perdón, al que de corazón no desea tenerlo.
3. Oración final: CONSAGRACIÓN AL ESPÍRITU SANTO
Recibe ¡oh Espíritu Santo!, la consagración perfecta y absoluta de todo mi ser, que te hago en este día para que te dignes ser en adelante, en cada uno de los instantes de mi vida, en cada una de mis acciones, mi director, mi luz, mi guía, mi fuerza, y todo el amor de mi corazón. Yo me abandono sin reservas a tus divinas operaciones, y quiero ser siempre dócil a tus santas inspiraciones.
¡Oh Santo Espíritu! Dígnate formarme con María y en María, en otro Cristo Jesús, para gloria tuya y salvación del mundo. Gloria al Padre Creador. Gloria al Hijo Redentor. Gloria al Espíritu Santo Santificador. Amén
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