Las lecturas bíblicas de este domingo nos introducen, poco a poco, en el misterio de la Santísima Trinidad. En el Evangelio vemos como se acentúan claramente la acción y guía del Espíritu Santo, que Jesús llama Espíritu de la verdad, en el camino de nuestra vida cristiana hacia el Padre en la fe, la esperanza y el amor (Segunda Lectura). Vemos también como la sublime revelación de la vida íntima de Dios se muestra anticipadamente en el Antiguo Testamento (Primera lectura)
1. ORACIÓN
ELEVACIÓN A LA SANTÍSIMA TRINIDAD
“Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme totalmente de mí para establecerme en Ti, inmóvil y tranquilo, como si ya mi alma estuviera en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la hondura de tu Misterio. Pacifica mi alma, haz de ella tu cielo, tu morada de amor y el lugar de tu descanso. Que en ella nunca te deje solo, sino que esté ahí con todo mi ser, todo despierto en fe, todo adorante, totalmente entregado a tu acción creadora.
Oh mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser, en mi alma, una esposa para tu Corazón, quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte…, hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia: te pido ser revestido de Ti mismo, identificar mi alma con cada movimiento de la Tuya, sumergirme en Ti, ser invadido por Ti, ser sustituido por Ti, para que mi vida no sea sino irradiación de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.
Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero volverme totalmente dócil, para aprenderlo todo de Ti Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas mis impotencias, quiero fijar siempre la mirada en Ti y morar en tu inmensa luz. Oh Astro mío querido, fascíname, para que ya no pueda salir de tu esplendor.
Oh Fuego abrazador, Espíritu de amor, desciende sobre mí, para que en mi alma se realice como una encarnación del Verbo: que yo sea para Él como una prolongación de su Humanidad Sacratísima en la que renueve todo su Misterio. Y Tú, oh Padre, inclínate sobre esta pobre criatura tuya, cúbrela con tu sombra, no veas en ella sino a tu Hijo Predilecto en quien tienes todas tus complacencias.
Oh mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en que me pierdo, me entrego a Vos como una presa. Sumergíos en mí para que yo me sumerja en Vos, hasta que vaya a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas”
Beata Isabel de la Trinidad
2. Textos y comentario:
2.1.Lectura del libro de los Proverbios 8, 22-31
Así dice la sabiduría de Dios: «El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. En un tiempo remotísimo fui formada, antes de comenzar la tierra. Antes de los abismos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas. Todavía no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada. No había hecho aún la tierra y la hierba, ni los primeros terrones del orbe. Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo; cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes abismales. Cuando ponía un límite al mar, cuyas aguas no traspasan su mandato; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como aprendiz,
yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres.
¿Un anticipo de la Trinidad en el Antiguo Testamento?
El texto de la Primera Lectura del libro de los Proverbios forma parte de un canto poético en que se describe una personificación literaria de la Sabiduría de Dios. Este proceso de personificación en la literatura sapiencial culmina con el libro de la Sabiduría 7,22-8,1 donde aparece la Sabiduría como atributo divino y colaborando con Dios en la obra de la creación (ver Eclo 24,1ss). Puede entenderse como un anticipo y un puente tendido a la revelación trinitaria del Nuevo Testamento donde Cristo es llamado de Palabra de Dios (Logos) en el prólogo de San Juan (ver 1 Cor 1, 23-3. Es la gran verdad que expresa San Agustín diciendo que en el Nuevo Testamento se esconde el Antiguo y que éste se manifiesta en el Nuevo (ver Mt 5,17).
2.2. Salmo responsorial Sal 8, 4-5. 6-7a. 7b-9.(R.: 2a)
R. Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? R.
Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos. R.
Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar, que trazan sendas por el mar. R.
2.3. Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 5, 1-5
Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. Más aún, hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Porque al darnos al Espíritu, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones
Aquí Pablo comienza en su carta a los Romanos a poner de manifiesto lo que ha significado el acontecimiento de gracia revelado en Jesucristo, y al cual accedemos por la fe. Esta es la experiencia de la gloria de Dios, de su sabiduría de Dios y de su amor. Esto es real solamente porque el misterio de Dios es un darse sin medida por nosotros. Se ha dado en Jesucristo y se da continuamente por su Espíritu.
La puerta de acceso a ese misterio es solamente la fe, no hay nada previo que impida el acceso a la paz y a la gloria de Dios, ni siquiera el pecado que existe y tiene su poder. Dios, pues, no hace el misterio de su vida inaccesible para nosotros. Dios no es avaro de su mismidad, de su misterio, de su sabiduría o de su gracia, sino que se complace en entregarse. Esto es vivir la realidad de Dios que es salvación y redención, como Pablo se encarga de proclamar en este momento.
2.4. Lectura del santo evangelio según san Juan 16, 12-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará.»
Porque al darnos al Espíritu, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones
Este último anuncio del Paráclito en el discurso de despedida del evangelio de Juan responde a la alta teología del cuarto evangelio. ¿Qué hará el Espíritu? Iluminará. Sabemos que no podemos tender hacia Dios, buscar a Dios, sin una luz dentro de nosotros, porque los hombres tendemos a apagar las luces de nuestra existencia y de nuestro corazón. El será como esa «lámpara de fuego» de que hablaba San Juan de la Cruz en su «Llama de amor viva».
Es el Espíritu el que transformará por el fuego, por el amor, lo que nosotros apagamos con el desamor. Aquí aparece el concepto «verdad», que en la Biblia no es un concepto abstracto o intelectual; en la Biblia, la verdad «se hace», es operativa a todos los niveles existenciales, se siente con el corazón. Se trata de la verdad de Dios, y esta no se experimenta sino amando sin medida. Lo que el Padre y el Hijo tienen, la verdad de su vida, es el mismo Padre y el hijo, porque se relacionan en el amor, y la entregan por el Espíritu. Nosotros, sin el amor, estamos ciegos, aunque queramos ser como dioses.
El misterio de Dios
El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de nuestra fe y de nuestra vida cristiana porque es el más cercano a Dios mismo. Con la formulación del misterio de la Trinidad la Iglesia quiere expresar la verdad acerca de la intimidad de Dios siendo éste inaccesible por la sola luz de la razón humana. Es un dogma de la religión bíblica que Dios es infinitamente perfecto y trascendente y que ningún hombre lo puede ver: «Y añadió: “Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo”» (Ex 33,20). Pero no es porque sea oscuro, ajeno o lejano de los hombres; sino todo lo contrario. Nadie puede verlo porque es demasiado luminoso y está demasiado cerca de nosotros.
Para expresar a los paganos la cercanía del Dios que él anunciaba, San Pablo dice en el Areópago de Atenas: « (Dios) no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,27- 28). Y de Él nos dice San Agustín: «Es más íntimo a mí que yo mismo». Dios nos es desconocido, no por defecto, como sería una cosa oscura, sino por exceso: nuestra vista queda enceguecida por su excesiva luz; nuestra inteligencia no es capaz de entender su excesiva verdad. San Pablo en su carta a Timoteo prorrumpe en esta alabanza: «Al Bienaventurado y único Soberano, al Rey de reyes y Señor de los señores, al único que posee inmortalidad, que habita una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver, a Él el honor y el poder por siempre» (1Tim 6,15-16).
«Señor, muéstranos al Padre…»
Podemos pensar con qué entusiasmo habrá hablado Jesús de su Padre, ya que tenía la misión de anunciarlo (ver Jn 1,18); pero que no resultaba tan claro lo que provoca en el apóstol Felipe el ruego de: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8). El apóstol revela suficiente comprensión como para afirmar con razón: «eso basta»; pero, por otro lado, revela poca comprensión, como se deduce de la respuesta de Jesús: « ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre… ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?» (Jn 14,9-10).
Nosotros hemos conocido a Dios como Padre en Cristo, en su actitud filial y en su enseñanza. Uno de los puntos centrales de la revelación cristiana es que Dios es Padre. Es Padre de Cristo y es Padre nuestro. Pero resulta claro en el Evangelio que Dios es Padre de Cristo en un sentido y es Padre nuestro en otro sentido, ambos igualmente verdaderos, pero infinitamente distintos.
Por eso no hay ningún texto en el cual Jesús se dirija a Dios diciendo: «Padre nuestro», incluyéndonos a nosotros. Cuando enseña la oración del cristiano dice: «Vosotros orad así: Padre nuestro…».Por el contrario, es constante e intencional su modo de llamar a Dios: «Padre mío» o «mi Padre». Incluso hace la distinción explícitamente, cuando dice a María Magdalena: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17).
De esta manera nos enseña que Dios es Padre suyo por naturaleza y es Padre nuestro por adopción. El Padre y el Hijo poseen la misma naturaleza divina, ambos son la misma sustancia divina. Por eso en el Credo profesamos la fe en el Hijo, «engendrado no creado, de la misma naturaleza (de la misma sustancia) que el Padre».
Somos hijos en el Hijo
El Evangelio de hoy es la última de las cinco promesas del Espíritu Santo que hizo Jesús a sus discípulos durante la última cena. Ya hemos visto cómo había dicho a sus apóstoles: «El que me ve a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). Jesucristo hace visible al Padre. Pero esto no lo experimentaban los apóstoles en ese momento. Era necesario que viniera el Espíritu Santo. Por eso Jesús dice: «Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa». El Espíritu Santo hará que los apóstoles crean que Cristo es el Hijo de Dios; de esta manera, podrán ellos, viendo a Cristo, ver al Padre. Eso es todo. Por eso Jesús repite dos veces: «El Espíritu Santo tomará de lo mío y os lo anunciará a vosotros». Pero precisamente en este anuncio de Cristo como Hijo consiste la revelación del Padre.
En efecto, Cristo lo dice: «Todo lo que tiene el Padre es mío». Por eso, tomando lo de Cristo y anunciándolo a nosotros, el Espíritu Santo revela al mismo tiempo al Padre y al Hijo. Así alcanzamos el conocimiento del Dios verdadero. Al asumir la naturaleza humana, sin dejar la divina, el Hijo de Dios dio al ser humano acceso a la filiación divina. Por eso se dice que los bautizados somos «hijos en el Hijo». Pero todo esto sería externo a nosotros y nadie podría vivir como hijo de Dios si no fuera habilitado por el Espíritu Santo. Lo más propio de Cristo es su condición de Hijo de Dios y es precisamente esto lo que el Espíritu Santo debe tomar de Él y comunicarlo a nosotros.
¿Por qué es importante conocer la Santísima Trinidad?
En este Domingo de la Santísima Trinidad cada uno debe verificar si sabe formular este misterio tal como es revelado por Cristo y enseñado por la Iglesia. Los cristianos adoramos un sólo y único Dios, pero este Dios no es una sola Persona, sino tres Personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de única naturaleza divina e iguales en la divinidad. Esto significa que el Padre es Dios, que el Hijo es Dios, y que el Espíritu Santo es Dios. Dirigiéndonos en la oración o en el culto cristiano a cada una de estas Personas divinas nos dirigimos al mismo y único Dios.
Conocer al Dios verdadero no es algo indiferente o que dé lo mismo, pues de esto depende la vida eterna. Así lo declara Jesús en la oración sacerdotal, dirigiéndose al Padre: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado Jesucristo» (Jn 17,3). Jesús formula su misión en este mundo de esta manera: «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Eso equivale a decir: «He venido para dar al mundo el conocimiento del Dios verdadero».
Esto es lo que encontramos en la Segunda Lectura: toda nuestra vida cristiana es enteramente trinitaria y consiste en caminar hacia el Padre por medio de Jesucristo y guiados por el Espíritu Santo. Puesto que «no hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor» (Dei Verbum 4,2), es nuestra misión vivir de acuerdo a nuestra dignidad de ser «hijos en el Hijo». No se trata de una verdad meramente especulativa sino de una realidad viva, dinámica, operante y reconciliadora del hombre. Toda la vida cristiana es vida de filiación adoptiva, fruto gratuito del amor que Él nos tiene. De Él hemos recibido la fe y el acceso a la gracia que alimenta nuestra esperanza en medio de las tribulaciones presentes. Esta esperanza se alimenta del «amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo». ¡Pidamos constantemente el don de la esperanza en nuestras vidas!
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