La escena que leemos en la primera lectura es impresionante, Elías está cansado y desanimado. Ha hecho lo posible por convertir a su pueblo de los dioses falsos a la alianza con Dios. Pero no sólo no le hacen gran caso, sino que le persiguen a muerte y tiene que huir. En el Evangelio se presenta a Jesús pan de vida que ha bajado del cielo, para fortalecer a sus seguidores e indicarles el camino para subir al cielo.
- Oración colecta:
Dios todopoderoso y eterno, a quien podemos llamar Padre, aumenta en nuestros corazones el espíritu filial, para que merezcamos alcanzar la herencia prometida. Por nuestro Señor Jesucristo…
- Texto y comentario
2.1. Primera lectura: 1Reyes 19,4-8
En aquellos días, Elías continuó por el desierto una jornada de camino, y, al final, se sentó bajo una retama y se deseó la muerte: «¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres!» Se echó bajo la remata y se durmió. De pronto un ángel lo tocó y le dijo: «¡Levántate, come!» Miró Elías, y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se volvió a echar. Pero el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo: «¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas.» Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.
Después del dramático encuentro con los profetas de Baal en el monte Carmelo, donde éstos acabaron trágicamente, Elías teme por su vida. El pueblo había deseado un signo. Elías lo había dado. El Señor que él predicaba había mostrado ser el Señor de los Ejércitos, el Señor del cielo y de la tierra, el único Señor. No obstante, Jezabel, esposa del monarca, pagana y propulsora del culto pagano en Israel, le ha jurado odio eterno y le persigue a muerte. El siervo de Dios se ve obligado a huir. Elías, el gran defensor del yavismo en un pueblo que claudicaba aplaudido y dirigido por la monarquía, corre peligro de muerte en manos de una desdichada mujer. Una dura prueba para el profeta.
Elías huye. Pero la huida se convierte en una peregrinación religiosa. El viaje, duro y penoso, está cargado de simbolismo religioso. Elías huye de Jezabel y se encamina hacia Horeb, hacia el Monte del Señor. No se dirige a Jerusalén, templo elegido por Dios y lugar de peregrinación de Judá. El Reino del Norte empalma directamente, al carecer de un santuario auténtico, con las tradiciones del desierto: Yavé, el Dios de la Alianza, el Dios que se reveló a Israel, con gloria y majestad, en el Sinaí, llamado aquí – tradición elohísta – Horeb. Elías vuelve a las fuentes de su religión: al desierto, al lugar del encuentro con Dios. Magnífico propósito.
El camino es largo y penoso – cuarenta días y cuarenta noches – ; más penoso aún en las circunstancias en que lo realiza el profeta: amenazado de muerte. A Elías le pesa la profesión; desea la muerte. Todo es difícil en su vida. Las angustias le agobian demasiado. Y él no se considera mejor que sus antepasados. «¿Por qué, Señor, no tomas mi vida?» Quizás acabe con él el desolado desierto.
Pero Dios lo ha reservado para edificación de su pueblo; de él debe surgir un resto que le sea fiel. Elías debe caminar. Dios sale al paso de la necesidad más perentoria: hambre, sed, cansancio. Una retama, un jarro de agua, pan. Por dos veces experimenta Elías la providencia especial de Dios. Aquel pan lo confortará para el camino. «Con la fuerza del aquel alimento caminó… hasta el monte del Señor». Maravilloso alimento.
2.2. Salmo responsorial: 33
Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Bendigo al Señor en todo momento, / su alabanza está siempre en mi boca; / mi alma se gloría en el Señor: / que los humildes lo escuchen y se alegren. R.
Proclamad conmigo la grandeza del Señor, / ensalcemos juntos su nombre. / Yo consulté al Señor, y me respondió, / me libró de todas mis ansias. R.
Contempladlo, y quedaréis radiantes, / vuestro rostro no se avergonzará. / Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha / y lo salva de sus angustias. R.
El ángel del Señor acampa / en torno a sus fieles y los protege. / Gustad y ved qué bueno es el Señor, / dichoso el que se acoge a él. R.
Salmo de acción de gracias con abundantes consideraciones sapienciales. El beneficio recibido, muy al fondo del salmo, motiva la acción de gracias en forma de alabanza. La alabanza viene coloreada, como también la acción de gracias, con una exhortación, o exposición de máximas, a seguir el camino que conduce a la «bendición». La verdad fundamental de estas enseñanzas, que el autor ha experimentado en su propia carne, es la benévola y extraordinaria providencia de Dios sobre los que acuden a él. Las máximas «los que buscan al Señor, no carecen de nada», «el Señor salva al afligido de su angustia», «el ángel del Señor acampa en torno a sus fieles», «contempladlo y quedaréis radiantes», «vuestro rostro no se avergonzará», son suficientemente expresivas. Todo ello lo recoge el precioso estribillo que da la tónica al salmo en esta liturgia: «gustad y ved qué bueno es el Señor». Es una invitación, un apremio, una urgencia, dada, al fondo, la necesidad a la que están expuestos todos los mortales. La experiencia del autor invita a multiplicar las «experiencias» de un Dios bueno y providente. Elías, en el relato primero, confiesa haberlo experimentado.
2.3. Segunda lectura: Efesios 4,30-5,2
Hermanos: No pongáis triste al Espíritu Santo de Dios con que él os ha marcado para el día de la liberación final. Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.
Una exhortación típicamente «cristiana». Hemos de ser «imitadores» de Dios. ¿De quién sino? Al fin y al cabo somos, por definición, imagen suya. Dios origen de todo ser, de toda vida, de todo bien, es el ejemplar supremo. Hemos de ser «imitadores», y no de cualquier forma. Imitadores de Dios como «hijos». Y no como cualquier hijo, sino como hijos «queridos». Y queridos no de cualquier modo, sino «queridos» misteriosamente de forma inefable, como lo expresa el «amor» de Cristo que se entregó por nosotros. El misterio de Cristo – sacrificio y oblación -, expresión del maravilloso amor de Dios a los hombres, es la raíz y causa formal de la imitación cristiana. Dios nos amó así. Así debemos amarlo nosotros.
Nuestra vida ha de ser una imitación de Dios, una imitación de Cristo. La vida cristiana recibe la impronta de Cristo: oblación y víctima. Así Cristo, así nosotros. La vida cristiana recibe también la impronta del misterio trinitario: «imitadores» de Dios como Cristo nos «amó», «marcados» por el Espíritu Santo. En la obra de la salvación se comprometen las tres divinas personas. ¿No es la vida cristiana una participación en la vida trinitaria? Denota ternura y afecto la recomendación «No pongáis triste al Espíritu Santo». ¿Cabe mayor delicadeza y respeto? El pensamiento del «sufrimiento» de Dios no es ajeno a la Biblia. Dios «siente» nuestro mal, nuestra ruina. ¿No es esto grande y maravilloso?
El Espíritu Santo es la garantía, el sello vivo en nuestro espíritu y nuestro cuerpo, de nuestra pertenencia a Dios. En el día último será él, su presencia en nosotros, la señal, el sello, que nos detenga como propiedad suya. Será el día de la liberación suprema. Sería horrible si nos alejáramos de él. Lo «sentiría»
La aplicación práctica se desprende con naturalidad: perdonad como Dios os perdonó en Cristo; sed bondadosos, comprensivos, como Dios lo ha sido con nosotros. Lejos la ira, el enfado, el resentimiento, la maldad. Sed misericordiosos (Lucas) y perfectos (Mateo) como el Padre celestial se ha mostrado en Cristo perfecto y misericordioso. Buen espejo para un examen de conciencia. Es nuestro programa de vida. Es la vida del hombre nuevo creado en Cristo.
2.4. Lectura del santo evangelio según san Juan 6,41-51
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: «No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios.» Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan de vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Continúa el discurso de Jesús, llamado eucarístico.
Jesús ha afirmado categóricamente: «Yo soy el Pan bajado del cielo». Apunta a su transcendencia. Jesús es un ser «superior» con prerrogativas que tocan lo divino La misma expresión «Yo soy» evoca el hablar propio de Dios en el A. Testamento. Esas pretensiones no pasan desapercibidas a los oyentes. La exigencia de Jesús de creer en él para salvarse les parece exagerada y suena a blasfemia y a extravagancia. En efecto, todos conocen la procedencia de Jesús, conocen a sus padres, a sus familiares, saben cuál es su patria. ¿Por quién se tiene? Al fin y al cabo no es más que el hijo de un carpintero, oriundo de Nazaret. La objeción es seria.
Es curioso, la Encarnación del Verbo, que debiera en sí facilitar las cosas, las complica. La misma «exaltación» del Hijo del Hombre, manifestación estupenda de la sabiduría y del poder de Dios, será para unos escándalo, para otros irrisión. La carne pues, que ha tomado el Verbo, transparencia de lo divino, es para estos judíos un obstáculo. Los oyentes de Jesús no superan, en sus cavilaciones, los criterios humanos, no pueden ver. Jesús responde a esta situación fundamental. Para ver hacen falta ojos nuevos, luz nueva, criterios nuevos. Y ellos vienen de Dios. Dios, ya lo había anunciado por los profetas, va a convertirse en Maestro, va a iluminar las mentes y a atraer los corazones. Los oyentes de Jesús dan muestras de insensibilidad y de cerrazón a lo divino. No ven más allá de lo que sus ojos de carne puedan apreciar. La acción de Dios no ha logrado cambiarlos. Por lo visto se han cerrado.
El hombre no puede con sus solas fuerzas alcanzar a Cristo; necesita ayuda de lo alto. La ayuda no destruye la libertad, antes bien la responsabiliza en ir, al parecer, en contra de los criterios humanos. Aquellos oyentes, familiarizados con el actuar de Dios en la historia de su pueblo deberían estar preparados para entrever el misterio. No dan señales de ello. No alcanzan a ver la verdad que van gritando los «signos». El misterio de la atracción de Dios.
En realidad nadie tiene una «experiencia» directa e inmediata de Dios: Nadie ha visto a Dios. El único, el Hijo. El Hijo ha venido del Padre y puede hablarnos de él. (Jn 1,18). El Hijo posee la vida eterna. Sólo el Hijo pertenece a la divinidad. Sólo él puede comunicarnos la vida eterna. El hijo es el único Mediador. En el fondo de todo esto estamos tocando el misterio de la Encarnación.
La vida que ofrece Jesús es la vida eterna. No como la vida de los padres en el desierto. Murieron, por más que habían comido el pan descendido del cielo. No era aquel el auténtico pan del cielo. Jesús es el verdadero Pan del cielo. Y hay que comerlo para poseer la vida. No perdamos de vista la humanidad de Cristo, vehículo de salvación. Al hablar Jesús de su carne está aludiendo a ella de forma muy concreta: La Eucaristía. La Eucaristía nos introduce, dentro de la Encarnación, en el misterio de muerte y resurrección: «carne para la vida del mundo». Jesús, Verbo encarnado, muerto y resucitado por nosotros, se ofrece a los hombres como Alimento indispensable de vida eterna. Se precisa la fe: misterio de fe. El hombre se abre a la revelación salvadora que viene del Padre.
Reflexionemos:
Conviene partir del «misterio de Cristo». No podemos desterrar de la celebración litúrgica, y en resumidas cuentas de nuestra vida cristiana, el elemento «misterio».
Tocamos en este «misterio» dos aspectos ó momentos fundamentales: la Encarnación, es decir, el Verbo encarnado, hecho hombre – «bajado del cielo», «venido de Dios», «hijo de José» que «ha visto a Dios» – y su alargamiento en la muerte. Ambos se proyectan vehículo de salvación en una misma línea: el que cree en mí, tiene la vida eterna. Jesús es el único Intermediario: da su carne para vida del mundo. Este último elemento recuerda el «misterio» de su muerte, celebrado sacramentalmente en la Eucaristía, donde el Hijo del Hombre, «misteriosamente», se da como comida para la vida del Mundo. El tema de la muerte, expansión del amor «misterioso» de Jesús a los hombres, aparece en las palabras de Pablo. «Nos amó, dice el apóstol, y se entregó por nosotros como oblación y víctima de su suave olor». La Eucaristía también recuerda este aspecto: «Tomad y comed: este es mi Cuerpo que será entregado por vosotros». Hablamos con razón del «Sacrificio» de la Misa y de la «Víctima» eucarística.
Sugiere el tema del «misterio» la «misteriosa» atracción del Padre. La fe es un don divino, una luz de lo alto, una prolongación de la Encarnación: luz divina en la carne del hombre. Las palabras del apóstol «no pongáis triste al Espíritu Santo», «Dios nos ha sellado en él» declaran nuestra vida como «misterio». Estamos viviendo en el gran «misterio» del Dios Trino: Habitación de Dios, Templo del Espíritu. Pablo lo evoca.
Partiendo del «Misterio» de Cristo podremos hacernos una idea de la actitud que debe tomar el cristiano en la celebración del «misterio» de la Eucaristía. Respeto, veneración, adoración, acción de gracias, alabanza… Recordemos que recibimos al Verbo Encarnado, Muerto y Resucitado por nosotros. Recordemos el motivo del amor inefable de su Entrega. Recordemos el misterio de Fe que lo envuelve. Recordemos la necesidad de acercarnos con reverencia. Recordemos que es el único Mediador; no podremos vivir sin él. No podemos caminar ni vivir sin este Alimento.
El tema del alimento «maravilloso» viene recordado por la primera lectura: Elías de camino, en peligro de perecer. No llegaremos al «Monte» del Señor, a la Jerusalén celestial sin este viático ¿No es justo y necesario cantar con el salmo la «misteriosa» Providencia divina «Gustad y ved qué bueno es el Señor»?
La vida cristiana es una prolongación del «misterio» eucarístico. Comiendo a Cristo, vivimos con Cristo, vivimos como Cristo. Es el programa que presenta Pablo. El don del Espíritu procede de Cristo. El Espíritu nos acompaña, acuñados por él, hasta el día de la liberación, cuando, superadas con el maravilloso alimento, las dificultades de este desierto, logremos entrar en el Santo Monte de Dios. Somos imitadores de Dios. Reproducimos en nosotros el admirable «Misterio» del Verbo de Dios hecho hombre. No odiamos, no injuriamos, no deseamos ni obramos el mal. Perdonamos, soportamos, comprendemos. Nuestra vida es fruto de la Eucaristía y preparación adecuada para ella. ¡Qué bueno es el Señor!