IV Domingo de Adviento
Se acerca la fiesta de Navidad
«¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».
1. Introducción:
El IV domingo de Adviento está penetrado por el deseo y la convicción de que la meta de la Navidad está a punto de ser alcanzada. Por eso en la oración poscomuni6n se pide que el pueblo cristiano «sienta el deseo de celebrar dignamente el nacimiento de tu Hijo al acercarse la fiesta de Navidad». Este deseo se convierte en súplica en la antífona de entrada (Is 45,8): «Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad la victoria; ábrase la tierra y brote la salvación». Esta salvación es la gracia del Emmanuel que la Iglesia pide en la oración colecta: «Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que hemos conocido por el anuncio del ángel (a María) la encarnación de tu Hijo»… El prefacio II proclama en este domingo: «El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza». La perspectiva de Navidad, ya cercana, marca los textos e invita a una preparación más intensa. Preparémonos orando para hacer lectura y meditación de la palabra de Dios que la Iglesia nos ofrece:
2. PRIMERA LECTURA: MIQUEAS 5, 1-4a
Así dice el Señor: «Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial. Los entrega hasta el tiempo en que la madre dé a luz, y el resto de sus hermanos retornará a los hijos de Israel. En pie, pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor, su Dios. Habitarán tranquilos, porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y éste será nuestra paz».
Comentario: Subrayando el origen humilde de Belén, el profeta anuncia la venida de un rey mesiánico, de la dinastía davídica (orígenes antiguos, días de antaño), pastoreará en nombre del Señor y será la paz para el pueblo. Mt 2,6, ve cumplida esta profecía en el nacimiento de Jesús.
El profeta Miqueas era de Judá y de profesión un campesino, lo mismo que Amós, con el que tiene grandes semejanzas. Vivió en tiempo de los profetas Oseas e Isaías y desarrolló su actividad antes y después de la toma de Samaria hacia el año 721. Castigó a los ricos acaparadores, a los comerciantes fraudulentos, a los jueces venales, a los sacerdotes y profetas codiciosos…, y anunció un juicio de Dios contra su pueblo. Sin embargo, mantuvo la esperanza en la salvación de un «resto» y anunció el establecimiento de la dinastía de David.
EL «jefe de Israel» que ha de venir, el Mesías, será como un David redivivo (cf. Am 9,11; Os 3, 5). Nacerá en Belén lo mismo que David (1 Sm 17, 12; 20, 6). Por esta razón, Miqueas parece dar el sentido etimológico de fecunda al nombre de Efrata que lleva la región de Belén. Yahvé, que se complace en hacer grandes cosas de lo pequeño y lo humilde, ha puesto sus ojos en Belén de Efrata. Mateo refiere este texto expresamente al nacimiento de Jesús en Belén (Mt 2,5s; cf. Jn 7,42).
Seguramente el profeta se refiere al origen de este «jefe de Israel» en un sentido mucho más profundo y lo sitúa al principio de todos los tiempos. Se insinúa la misma concepción del «hombre primordial» que aparece en el NT cuando se llama a Cristo el segundo «Adán» (Rom 5, 12s; 1 Cor 15, 22. 25s). Con lo cual se tiende un puente entre la economía de la creación y de la salvación: en el plan de Dios, ya desde el principio, se contaba con el adviento del Mesías. Por tanto, el reino mesiánico no es simplemente continuación o restauración del reino de David, sino la revelación del misterio de Dios y del último sentido de toda la historia y aun de la creación.
Se habla aquí de la madre del Mesías. Miqueas hace referencia al famoso oráculo de Isaías (7, 14), en el que se dice que el Emmanuel nacerá de una «virgen» (que es como traducen los Setenta el término hebreo «ahlma», que de suyo significa «recién casada»). El oráculo de Isaías fue pronunciado unos treinta años antes que éste de Miqueas. El establecimiento del reino mesiánico supondrá la reunión de todos los hijos de Israel y la extensión de la paz y la seguridad a todo el mundo (cf. 4, 4; Is 9,6; 11, 6-10).
3. SALMO 79
Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos.
Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, y que tú hiciste vigorosa.
Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste, no nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre.
Comentario: El salmo 79 es la oración de Israel ante una gran desgracia. El enemigo ha invadido el territorio nacional y ha destruido la ciudad y el templo, y Dios parece mostrarse indiferente y callado ante tamaña desgracia: «Pastor de Israel, ¿hasta cuándo estarás airado?; mira desde el cielo, fíjate y ven a visitar tu viña, suscita, Señor, un nuevo rey que dirija las victorias de tu pueblo, fortalece un hombre haciéndole cabeza de Israel y que tu mano proteja, a éste, tu escogido.»
Con este salmo podemos hoy pedir por la Iglesia y sus pastores. También el nuevo Israel sucumbe frecuentemente ante el enemigo, y le falta mucho para ser aquella vid frondosa que atrae las miradas de quienes tienen hambre de Dios: «Tú, Señor, elegiste a la Iglesia para que llevara fruto abundante, tú la quisiste universal, quisiste que su sombra cubriera las montañas, que extendiera sus sarmientos hasta el mar; y, fíjate, sus enemigos la están talando, su mensaje topa con dificultades, su Evangelio, con frecuencia, es adulterado; pon tus ojos sobre tu Iglesia, despierta tu poder y ven a salvarnos, que tu mano proteja a los pastores, a nuestro obispo, el hombre que tú fortaleciste para guiar a tu Iglesia. Ven, Señor Jesús, y sálvanos.
4. SEGUNDA LECTURA: HEBREOS 10, 5-10
Hermanos: Cuando Cristo entró en el mundo dijo: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad». Primero dice: «No quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas, holocaustos ni víctimas expiatorias», que se ofrecen según la Ley. Después añade: «Aquí estoy yo para hacer tu voluntad». Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación de cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.
Comentario: La misma ley que mandaba repetir los sacrificios estaba dando testimonio de su ineficacia. No se repite lo que es eficaz. Además, lo que es exterior al hombre no sirve para purificar el corazón del hombre, es decir, su interior, su conciencia, que es lo que verdaderamente tiene que ser purificado. Cristo, en cambio, purifica interiormente porque se ofrece a sí mismo, su propia existencia, su misma vida.
Uno de los momentos culminantes de la carta a los Hebreos, que, leído en este último domingo de Adviento, muestra cómo la encarnación del Hijo de Dios incluye su vida entera, la realización del plan del amor de Dios que se manifestará en el amor entregado de Jesús en toda su vida hasta la muerte en cruz. Y a través de esta vida entera a nosotros se nos han abierto las puertas de la vida de Dios.
A partir de un fragmento del salmo 40 (39), el autor muestra que el camino hacia Dios no pasa por la Ley de Israel y sus prescripciones sino por una actuación en la vida (en el «cuerpo») que realice la «voluntad» de Dios, su proyecto de hombre. Jesús es el que es capaz de decir plenamente lo que Dios espera diga el hombre: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». Jesucristo ha realizado «la oblación de su cuerpo», es decir, ha puesto toda su vida en función del proyecto que Dios tenía: ha realizado la vida de Dios (el amor total) en una vida humana. Este es el sentido de su encarnación. Y así todos los hombres, si se unen a él (= si creen y ponen toda la confianza en él, y si intentan vivir como él), son «santificados», se les abren las puertas de la vida divina.
5. EVANGELIO: LUCAS 1, 39-45
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»
Comentario: Los tiempos nuevos han comenzado, la salvación y la paz anunciadas y tan deseadas están ya al alcance de la mano, De ahí que junto a la alegría y al entusiasmo se haga mención de la fe, la fe de María, heredera de la fe de Israel que ha sabido confiar en la promesa de Dios: «¡Dichosa tú, que has creído!». La fe ha visto el cumplimiento de las profecías, pero esta misma fe cree que va a darse aún un nuevo y más amplio cumplimiento: «lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».
María, madre del Mesías, mujer dichosa, junto con la gracia de Cristo que nos trae, nos da un ejemplo de fe, de alegría, de disponibilidad, de servicio. Ella, figura del Adviento, prepara el camino al Camino: empieza a preparar el camino que un día va a hacer Jesús, camino de generosidad y de entrega total, venido no a ser servido sino a servir. Recordemos el contexto del evangelio de hoy: María acaba de recibir la Palabra de Dios a través de su mensajero, el ángel Gabriel. El ángel le anuncia que también su prima Isabel ha concebido un hijo en su vejez y en la esterilidad porque nada es imposible para Dios.
Entonces María, levantándose (en griego, anastasa) se pone en movimiento y sale deprisa. En algunas traducciones, este verbo griego (anistemi) se pierde, pero es importantísimo porque es el verbo que indica la resurrección. Literalmente significa levantar, alzar, poner en pie. María es puesta en pie por la Palabra de Dios revelada por Gabriel. Y se pone en camino movida por el Espíritu («El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra», Lc 1,35). Lucas nos dice que también Simeón, movido por el Espíritu, se dirigió al templo (Lc 2,25-27); más tarde, los pastores partieron deprisa para ver el acontecimiento anunciado por los ángeles. Nos ponemos en marcha cuando somos movidos, impulsados por Alguien que es más grande que nosotros y que está dentro de nosotros. La Palabra lleva a María de Galilea a Judea. No se dice nada sobre este viaje, pero podemos imaginar que duró algunos días de camino ininterrumpido, sin excluir los peligros, los imprevistos y las varias dificultades que conllevaba aquel trayecto a través de las montañas.
María entró en casa de Zacarías, saludó a Isabel y sucedió que, al oír la voz de María, el niño saltó de alegría en su vientre y se llenó del Espíritu Santo. Está presente la misma dinámica del anuncio a María: el ángel entró, la saludó y se llenó María del Espíritu Santo. Ahora es Isabel la que se llena de Espíritu y, en Isabel, también Juan es alcanzado por el Espíritu, como le fue anunciado a Zacarías por el ángel (Lc 1,15): «estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre». Juan salta como David saltó y danzó ante el Arca de la Alianza (2 Sam 6). Juan oye la voz (foné) y esta voz será su voz: Voz de uno que grita en el desierto (Lc 3,4). El amigo del esposo, que está presente y le escucha, se alegra por la voz del esposo (Jn 3,29). El tiempo de la salvación es tiempo de alegría.
«En cuanto tu saludo llegó a mis oídos…». También el oído es el órgano que permite entrar y estar en contacto con Dios; por ello Jesús cura a los sordos tocando sus oídos (Mt 7,33). Ya Isaías dice: Por la mañana me espabila el oído… Los vv. 42-45 expresan la voz del Espíritu que habla por boca de Isabel y por boca de María: Isabel llama a María bendita y bendito el fruto de su seno, y la llama madre de mi Kyrios, de mi Señor. Isabel parece intuir el significado profundo de lo que está pasando. Dios ha bendecido a María con la plenitud de todas las bendiciones con que hemos sido bendecidos en Cristo (Ef 1,3).
Isabel proclama a María feliz, dichosa (makaria) porque, fiel y obediente a la Palabra de Dios, ha permitido el cumplimiento de la promesa: Dios ha venido a salvar a su pueblo de un modo definitivo. La respuesta de María a las palabras de Isabel es la explosión de alegría y júbilo que podemos leer en los vv. 46-55: es un cántico o himno que sigue los trazos del cántico veterotestamentario de Ana (1 Sam 2,1-10). En él, María engrandece al Señor porque en ella se realiza la antigua promesa de salvación ya que en Jesús, que significa Dios salva, Dios se ha hecho Salvador de su pueblo. Este antiguo himno que la Iglesia de los primeros siglos ha puesto en boca de María quiere ayudarnos a leer el acontecimiento salvífico de Dios en la historia personal y comunitaria del pueblo de Israel que reconoce en María a la hija y a la madre de su pueblo, porque no sólo sigue el camino, sino que lo indica y lo da haciéndose arca, custodiando y dando forma al cuerpo humano del Hijo de Dios.
En efecto, María es considerada como el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento: en su seno lleva al Santo, la revelación de Dios, la fuente de toda bendición, la causa primera de la alegría de la salvación, el centro del nuevo culto. La actitud de María, puesta en pie por la Palabra del ángel nos remite al sentido de la escucha cristiana. La escucha de la Palabra debería ponernos en pie siempre, levantarnos, curarnos, resucitarnos. En María esto ha tenido lugar porque ella ha creído: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). El ponerse en pie de María se transforma en movimiento, en acción, en impulso contrario a la pasividad o la pereza; se marcha deprisa hacia un largo viaje de cansancio, de peligro. Pero, ¿quién habrá de acompañarla? Ciertamente no se fue sola.
«Deprisa». María se encamina inmediatamente hacia la casa de Isabel, tras haber acogido con alegría el anuncio de su próxima maternidad y tras haber consentido; se mueve con apuro, no porque quiera comprobar la veracidad de la Palabra del ángel, sino porque ya había sido revestida de la presencia desconcertante del Señor, con el que había establecido una relación de estima recíproca y de diálogo, y ahora se sentía aferrada por un impulso misionero que la conducía a compartir con Isabel la alegría de su maternidad próxima. En efecto, no existe espíritu misionero ni actividad de evangelización o de apostolado que no parta, sobre todo, de la relación personal con Dios, de la certeza de haber sido llamados e implicados en primera persona por el Señor, de haber establecido un diálogo filial con él; así pues, ¿cómo podía María no darse cuenta de la necesidad de marchar inmediatamente tras haber pronunciado su consentimiento? María está dispuesta; no tiene otra cosa que hacer en su vida que servir al Señor; ella es toda suya. Esta transparencia suya es un espejo en el que mirarnos, un espejo que ilumina todos los obstáculos que nos impiden emprender el vuelo del Amor. María va derecha a donde la lleva Aquél al que lleva ella misma en el seno, el Salvador, y no puede hacer otra cosa que contar lo que ha experimentado. El Esposo que está en ella se encuentra con el amigo, el cual, al oír su voz, salta de alegría y se alegra.
Se puede decir que si en la decisión de María de partir de su propia casa se encuentra la urgencia de la misión, en la persona de Isabel se encuentra la correspondiente y necesaria actitud de acogida del anuncio en la fe. En efecto, ella exulta en la presencia de la Virgen y no duda en reconocerla como «Madre de mi Señor», es decir, entreve en ella el lugar en el que se ha realizado la encarnación del Verbo, y esto es un acto de fe y de aceptación espontánea e indiscutible del anuncio.
Sin duda, el centro de esta perícopa evangélica no es María sino Jesús. Todos los episodios se consuman, efectivamente, en vista de Él y tienen en Él su razón de ser: es Jesús el Mesías tan esperado por la gente, el Salvador que vendrá a liberar al pueblo de la esclavitud del pecado y a instaurar el Reino de Dios, y la humildad asumida por el Salvador es tal que incluso el pueblo en el cuál nacerá asume una diminuta relevancia: si nos fijamos en la primera lectura veremos cómo Belén no es sino la más pequeña de las ciudades de Judá; sin embargo, de ella habrá de nacer el «dominador» de Israel.
Jesús vendrá a renovar el corazón del hombre y a instaurar un nuevo programa de vida para la humanidad, fundamentado en las Bienaventuranzas; incluso ya en su mismo nacimiento este programa se realizará, envolviéndonos a todos en la alegría de la gruta de Belén.
¿Estamos preparados nosotros para «salir» de nosotros mismos, es decir, para afrontar los cansancios y las privaciones de un viaje paralelo al de María, para poder abandonar nuestras presuntas ambiciones de autoafirmación y despojarnos en beneficio de los demás? En este camino del Adviento, ¿hemos sentido la urgencia de la conversión, que es lo único que puede favorecer en nosotros la convicción de la presencia de Dios en nuestra vida, como le sucedió a María? Si esto ha acontecido, el acontecimiento de Belén nos traerá paz y gozo y nos conducirá a alegrarnos con los otros, es decir, a darnos en la alegría del servicio, de la humildad y de la renuncia a nosotros mismos; experimentaremos la emoción de la inminencia, aquella por la que en todas las circunstancias afines el alma exulta y se goza. Si, por el contrario, hemos vivido con frialdad el Adviento, tras la estela de la única prerrogativa del consumo y del despilfarro, entonces la Navidad no podrá ser para nosotros sino una fiesta sin festejado, un motivo de daño para nosotros mismos.
Esta eventual laguna se podrá remediar en lo sucesivo, pero nos daremos cuenta, sin embargo, de haber perdido una ocasión única: la del Adviento, que quiere decir preparación, predisposición y pregustación de la alegría.
El profeta Isaías anuncia el Nacimiento de Jesús, del Emmanuel, el Dios-con-nosotros, así: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: «¡Ya reina tu Dios!» ¡Una voz! Tus vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, porque con sus propios ojos ven el retorno de Yahveh a Sión. Prorrumpid a una en gritos de júbilo, soledades de Jerusalén, porque ha consolado Yahveh a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Ha desnudado Yahveh su santo brazo a los ojos de todas las naciones, y han visto todos los cabos de la tierra la salvación de nuestro Dios». (Is 52,7-10)
Lo que importaba entonces era venir entre nosotros y con nosotros. Sabía muy bien Dios la miseria y la aflicción en la que estaba hundida la humanidad sin Él, y sabía también que el hombre por sí solo no podía superarla; por ello Él había de realizar Su Obra. Y Dios vino entre nosotros envuelto en una sencillez que no conoce el rumor del espectáculo o la exhibición del poder. Se hace cercano a nosotros enseguida, proclamando una dicha, la de la pobreza, que es, realmente, la cualidad del amor que se hace don.
Preparemos los cantos para la celebración:
Entrada: Ven salvador (Carmelo Erdozaín)
Presentación de ofrendas: Venid, oh Rey Mesías
Comunión: Ven Señor a nuestra vida (A. Alcalde)
Salida: La virgen sueña caminos (C. Erdozaín)