Domingo 11 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

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Consecuencia de la reconciliación: el seguimiento.

La experiencia de verse profundamente perdonado es fundamental, fundacional: inicio de una vida de seguimiento. Sin esa vivencia de misericordia, Jesús y el Reino del Padre quedan extraños, añadido en nuestra vida. Así, Jesús es para Simón como un extraño, mientras que para la mujer es próximo, samaritano, a quien le debe la vida. «Jesús caminaba de ciudad en ciudad… Le acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado».

Coloquémonos en la presencia de Dios y pidámosle que nos ayude a comprender y valorar lo que es su perdón y su misericordia.

1. Oración inicial:

Señor Jesús, así como valoraste la actitud de esa mujer que lavó tus pies con sus lágrimas y que te  los secó con sus cabellos, para reconocer su indignidad, pero a su vez su confianza en ti, te pido, que derrames en mí, la gracia de tu Espíritu Santo, para que reconozca mis pecados, mis faltas, mis debilidades, y así recurra a ti, para que Tú perdones mis pecados. Dame también la gracia de que recibiendo tu perdón, pueda experimentar la gracia de amar siempre más, y así dar testimonio de tu misericordia, anunciando con mi vida tu perdón y tu compasión. Que así sea.

 2. Texto y comentario

2.1. Lectura del segundo libro de Samuel 12, 7-10. 13

En aquellos días, Natán dijo a David: «Así dice el Señor, Dios de Israel: «Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te entregué la casa de tu señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa de Israel y la de Judá, y, por si fuera poco, pienso darte otro tanto. ¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa; por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías.»» David respondió a Natán: «¡He pecado contra el Señor!» Natán le dijo: — «El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás.»

El rey, cetro victo­rioso de Dios y el pro­feta, voz del Altísimo. Los dos hacen remontar su oficio al Señor. David y Natán. La Voz de Dios acusa al rey. David, el ungido, ha pe­cado. Y ha pecado gravemente; ha vertido sangre inocente, ha cometido adul­terio. Y Dios se lo recrimina por boca de Natán. El pecado merecía la muerte. el profeta se lo recuerda. En esta escena ambos perso­najes se muestran gran­des: David por reconocerlo, -¡un rey!- y Natán por acusarlo -¡un súbdito!-

A David le había resultado fácil cometer el crimen. ¿Quién podía impedír­selo? ¿Quién se lo iba a recriminar? Rey afortunado, señor absoluto, podía ac­tuar a sus anchas. Y en esta ocasión lo hizo así. Pero Dios salió al paso de aquella traición. Pudo engañar a los hombres, pero no a Dios. Pudo salvar las apariencias ante los hombres, no así ante Dios. La conducta de David irritó a su Se­ñor. El crimen, una vez cometido, vuelve sobre su cabeza. El mal que sa­lió de sus entrañas, vuelve al lugar de origen. Su corazón dio rienda suelta a de­seos desordenados, éstos vuelven ahora cargados de muerte. La espada no se apartará de su familia, y el adulterio vergonzoso, a escondidas, tomará cuerpo en sus propios familiares a la luz del día. La maldad vuelve a su dueño. Pero no lo mata. David lo recoge como merecido fruto. Dios per­dona. Dios olvida. Dios le devuelve la amistad.

He pecado contra el Señor. Es la gran frase, la gran confesión. El reconoci­miento de la propia cul­pabilidad hace a David Grande. La grandeza del hom­bre que reconoce su debilidad. David será, a pesar de su pecado, mediante su arrepentimiento, el gran rey de Israel. La gran verdad subyacente: ¡Dios per­dona! ¡Dios es justo! Es un Dios admira­ble: no deja impune el crimen y per­dona. Así el gran Dios de Israel.

2.2. Salmo responsorial Sal 31, 1-2. 5. 7. 11 (R.: cf. 5c)

R. Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado.

Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito. R.

Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: «Confesaré al Señor mi culpa», y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. R.

Tú eres mi refugio, me libras del peligro, me rodeas de cantos de liberación. R.

Alegraos, justos, y gozad con el Señor; aclamadlo, los de corazón sincero. R.

Salmo de acción de gracias. Un canto a la mise­ricordia de Dios que per­dona. Gozo de sentirse perdonado. La confesión sincera de los pecados arranca de Dios el perdón infaliblemente. Es una de las grandes enseñanzas del salmo. De ahí tam­bién la alabanza. ¡Dichoso quien alcanza el per­dón!

2.3. Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas 2, 16. 19-21

Hermanos: Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús. Por eso, hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la Ley. Porque el hombre no se justifica por cumplir la Ley. Para la Ley yo estoy muerto, porque la Ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y, mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Yo no anulo la gracia de Dios.

Pero, si la justificación fuera efecto de la Ley, la muerte de Cristo sería inútil.

La última frase del texto da razón de pensa­miento del apóstol. Cristo ha muerto y ha resuci­tado. Es el magno acontecimiento en el que Dios re­aliza la salvación. Dios ha actuado así: Dios sal­vador se ha revelado así. La salvación la imparte Dios en Cristo, que murió y resucitó por nosotros. Afirmar ahora que uno puede alcanzar la salva­ción por las obras, al margen de Cristo, o sea ig­norar por completo la novísima y definitiva interven­ción de Dios salvador. No son las obras por si mis­mas, las que salvan; Es Cristo quien nos salva por su magnífica obra de obediencia y de amor. ¿Qué otra cosa puede hacer la ley sino señalar y orien­tar? La Ley no cura. La Ley a lo sumo nos declara enfermos. El impulso vital, el aliento de vida, nos viene de lo alto a través de Cristo.

Esta postura no anula sin más el valor de nues­tras obras; como tampoco anula la acción de la gra­cia el concurso humano. Las obras en Cristo salvan. De otra forma, la adhesión viva a Cristo, cum­pliendo la voluntad del Padre, nos salva; De no ser así, la muerte de Cristo hubiera sido inútil; todo el acon­tecimiento Cristo, carecería de sentido. Y la muerte de Cristo, sabemos, junto con su resurrección, son la obra maestra de Dios, en Sabiduría y fuerza. La muerte de Cristo, expresión suprema del amor a los hombres -se entregó por mí-, toma cuerpo en mí por la fe viva en él. Así, ya no vivo yo, sino él en mí. Y esta vida es ya la salvación. El cristiano lleva en sí de forma imborrable la muerte de Cristo, pues por ella nos vino la salvación. He muerto a la Ley, pero vivo en Dios por su Hijo, que me amó y se entregó por mí. Así el Evangelio de Pablo. Así nuestro Evangelio. Ese por mí es conmo­vedor en extremo. También por mí.

2.4. Lectura del santo evangelio según san Lucas 7, 36—8, 3 

En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: «Si éste fuera profeta, sabía quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora.» Jesús tomó la palabra y le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.» Él respondió: «Dímelo, maestro.» Jesús le dijo: «Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?» Simón contestó: «Supongo que aquel a quien le perdonó más.» Jesús le dijo: «Has juzgado rectamente.» Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama.» Y a ella le dijo: «Tus pecados están perdonados.» Los demás convidados empezaron a decir entre sí: «¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?» Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz.» Después de esto iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.

Jesús acepta la invitación de un fariseo. Tam­bién será huésped de publi­canos. Jesús no odia ni desprecia a nadie. La misericordia llega a todos. La postura de uno y de otro ha de condicionar el efecto de aquella. El fariseo se interesa por Jesús, al parecer, debido a su fama de profeta. Hay mu­cho de cu­riosidad y de prestigio personal en esta invitación. La participación en la co­mida es signo de comunión de vida. El fariseo justo, invita a Jesús tenido por profeta.

La presencia de aquella mujer parece perturbar el cuadro. Una pecadora; pecadora de profesión. Prostituta, probablemente. Nadie la ha llamado; nadie la espera. Sin embargo, no se encuentra ahí por casualidad. No la ha empu­jado la curiosidad. Viene decidida. Trae en su mano un frasco de per­fume pre­cioso. Viene resuelta a encontrarse con Je­sús y mostrarle su afecto. Nadie se va a molestar en tocarla. Nadie se lo va a impedir. No le turban las miradas ni los pensamientos de los presentes. Se arrodilla y besa los pies de Jesús. ¿Humillación afectuosa? Llora. La mujer pecadora llora a los pies de Jesús, y llora abundantemente. ¿Arrepentimiento? ¿Afecto agradecido? La mujer deja suelta su abundante cabellera y comienza a enjugar los pies que bañaron sus lágrimas. La mujer da rienda suelta a sus sentimientos. Aquellos ojos, aque­llos labios, aquella cabellera, aquel perfume, instrumentos en un tiempo de pecado, son ahora, en sincero afecto, rendidos siervos del Señor. Jesús le deja hacer. Jesús acepta aquella expresión extra­ordinaria de arrepentimiento y de amor.

El fariseo, justo y puro, condena en su pensa­miento aquella postura. Pa­rece sufrir un desen­gaño. De ser aquel hombre profeta, hubiera arro­jado lejos de sí indignado, quizás con violencia, a aquella mujer. ¿O sea que no sabe la calidad de aquella persona que se acoge a sus pies? Y si no lo sabe ¿Cómo puede presumir de profeta? Aquel hombre no es un profeta. Su actitud con aquella mujer lo declara abiertamente.

Jesús le sale al paso. Jesús no le reprocha la falta de atención tan cordial y tan rendida como la que muestra aquella mujer. Jesús quiere hacerle ver, en primer plano, en el sentido del gesto de aquella mujer. La mujer, guarda res­peto a Jesús, profunda reverencia y profundo afecto. La compos­tura, desorien­tadora, de aquella mujer, tiene una razón. La breve comparación que aduce Jesús y el versículo 47 intentan declararlo. ¿Cómo hay que en­tender todo esto?

La interpretación de estos versículos puede dar lugar a sentidos encontrados. ¿Se perdonan los pe­cados porque ama mucho? ¿O es que ama mucho porque es que se le han perdonado los pecados? He aquí las dos direcciones que puede tomar el texto. ¿Con cual nos quedamos?

En favor de la primera abogan los versículos 47 y 50. Las lágrimas de la mu­jer expresarían el arre­pentimiento. La mujer llora arrepentida. El amor así expresado motiva el perdón de los pecados. Se le perdona porque ama. Así la opinión tradicional.

Si nos fijamos, en cambio, en la breve compara­ción declaratoria traída por Jesús, observamos que el pensamiento va por otro camino. Habría que elegir la segunda dirección. Esta mujer, que se siente perdonada, muestra así su amor y agrade­cimiento al que cree bienhechor de aquella gracia. El besar los pies, el enjugarlos y perfumarlos, expre­sión de sumo afecto, son el signo del perdón que ha recibido. En un momento dado se ha sabido la mujer perdonada por Jesús o en Jesús. Ahora le muestra agradecimiento. Si esto es así, el porqué entonces del v. 47 no tendría un sentido causal, sino indica­tivo, serviría de se­ñal. Señal de que se le han per­donado los pecados es el afecto que ahora muestra. De otra forma, por el amor que ves en ella puedes colegir el perdón tan grande que ha recibido.

Podemos aventurar un acercamiento en las in­terpretaciones y presentarlo así: La mujer ve en Cristo el perdón de Dios; conmovida y arrepentida se acerca a él en expresión de amor; este amor, conmoción y arrepentimiento, re­cibe de Jesús el perdón y la paz.

Sea cual fuere la interpretación que adoptemos, siempre queda Jesús como centro de la escena. Jesús es el vehículo de la misericordia de Dios, en este caso en forma de perdón. La mujer muestra su pro­fundo arrepentimiento y agradecimiento. Jesús amigo de los pecadores. El fariseo no se siente deudor. El fariseo se con­sidera justo y puro. El fariseo no extrema las expre­siones de afecto y reconocimiento. Al fariseo no se le ha perdonado nada. La mujer, en cambio, se siente deudora de Cristo, benefi­ciada por el per­dón de los pecados. La mujer pecadora, extrema las expresio­nes de amor y agradecimiento. La mujer, ha entendido a Jesús; encarnación de la misericor­dia de Dios y lo agasaja fervorosamente.

El fariseo no puede entenderle porque no en­tiende a Dios. El fariseo no en­tiende la postura de la mujer porque no siente sobre sí el peso del pe­cado. La culpa La idea que él tiene de Dios no en­caja con la figura de Dios que pre­senta Jesús. El fa­riseo no entiende aquel amor porque no entiende lo que sig­nifica sentirse perdonado. ¿No habrá una segunda intención de Jesús cuando replica la difi­cultad del fariseo?

Nótese como lo más notable de la escena, el si­lencio inicial de Jesús: deja a la mujer que exprese sus sentimientos -¡Pecadora pública!- con él, aun a fuerza de poner en peligro su reputación propia como hombre de Dios ¡Jesús acepta complacido las muestras de agradecimiento y de amor que le ofrece aquella desgraciada pecadora! ¡Dios se complace en nuestras expresiones de amor!

Reflexionemos:

Dios perdona. Jesús perdona. Jesús encarna el perdón de Dios. El Dios que predica Jesús es un Dios de perdón y misericordia. Jesús ha venido a perdo­nar y a dar la paz. Jesús posee el poder de perdonar los pecados y conferir la paz. Paz y per­dón que el mundo ni sabe ni puede dar. Jesús re­concilia y paci­fica; Jesús da la gracia, y de enemi­gos nos hace amigos, de deudores hijos de Dios. En Jesús está la salvación. Su muerte, su vida entregada por nosotros tiene el poder de ha­cernos vivos para Dios. Cristo nos justifica; no la Ley, no nuestras obras solas no nuestros cómpu­tos y números. Sólo en Jesús seremos perdona­dos, seremos curados. No hay enfermedad ni pe­cado que se le resista. ¿Estás convencido de ello? Jesús es amigo de los pecadores; en otras pala­bras; Jesús alarga bondadoso la mano a todo aquel que lo necesita. ¿Acudimos con­fiados a que nos perdone? ¿Nos retiene el temor, la ver­güenza, el miedo? El ejemplo de David y la peca­dora deben animarnos.

Jesús ha venido a buscar a los pecadores. Pe­cadores somos todos. A todos nos acusa la con­ciencia de algo. Sólo los pecadores, pueden en­contrar a Jesús. Sólo los que se sienten enfermos, débiles, tristes, apesadumbrados, vacíos, deudo­res, pueden encontrar en Jesús la salud y el con­suelo que buscan. Para ser perdonado es menes­ter sentirse pecador. Recordemos la parábola del fari­seo y el publicano. Solo el pecador, el necesi­tado puede tener el gozo de verse perdonado. Dichoso el que está absuelto de su culpa, canta el salmo. Y no es menos expresiva la figura de la mujer que llora, agradecida a los pies de Je­sús.

El salmista confesó su pecado; David admitió, humilde y contrito su culpa; la mujer pecador a mostró su arrepentimiento. Condición necesaria: confesar el pecado, pedir perdón. Dios lo otorga en Jesús infaliblemente. Los sinceros y contritos de corazón alcanzarán la paz y la gracia. La paz con ellos, porque con ellos está el Perdón y la Paz, Jesús el Señor. ¿Nos sentimos pecadores? ¿Nos confesamos deudores? ¿Pedimos perdón y misericordia? La figura del fariseo es, por con­traste, aleccionadora. Da la impresión de que Je­sús ha pasado por su casa sin dejar huella. Como justo no necesita perdón, como sano no nece­sita de médico. En la parábola se nos dice que no bajó justificado, sí, en cam­bio, el pecador publicano.

El mundo de hoy no está abierto al perdón, porque no admite su pecado. Y no es que no pe­que. Siempre se ha pecado; pero ahora se intenta justificar hasta los más horrendos pecados: aborto, homicidio, adulterio… No es todo ello sino ejercicio de la soberana voluntad del hombre. El mundo ac­tual, irreli­gioso, corre el peligro, gravísimo, de perder la sensibilidad y humanidad ele­mental de sentirse deudor, necesitado, pecador. ¿Qué hacer para recuperar la sensibilidad perdida? ¿Ya pen­samos en ello? Somos enfermos que han perdido la conciencia del mal y no sienten el dolor. Es la en­fermedad de las enferme­dades.

El tema de Dios perdonador en Cristo es im­portante. Nótese la afectuosa confesión de Pablo: Me amó y se entregó por mí. El perdonado canta el perdón y se adhiere a Cristo formando una sola cosa con él. Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. La postura conmovedora de la pecadora a los pies de Jesús lo sugiere. El amor, al perdonar, engendra amor en el perdonado. El perdonado puede perdonar, el comprendido comprender, el sanado animar… El perdón en­gendra perdón y la paz engendra paz. Son el perdón y la paz que el mundo ni sabe ni puede dar. ¿Perdonamos también nosotros? ¿Liberamos las deudas a nuestros deudores?

En la Eucaristía nos encontramos con Jesucristo perdonador, dispuestos a perdonar como él nos perdona. La mujer oyó de la boca de Jesús el perdón de Dios. La voz de Jesús sigue resonando en la Igle­sia. A la Iglesia se le ha concedido el poder, y el deber, de perdonar los pecados. Debe ejercitarlo. La iglesia pecadora -mujer del evange­lio- se acerca a la -Iglesia portadora del perdón- Jesús que se lo ha encargado. Y tan importante es lo uno como lo otro: confesar el pecado y conceder en la pa­la­bra -vete en paz- la amistad con Dios. La Iglesia es instrumento de reconci­liación, y en ella todos sus miembros, en especial, por su condición los minis­tros del sacramento.

3. Oración final:

Señor Jesús, la mujer pecadora, lloró sus pecados, reconoció sus errores, sus faltas, sus debilidades, su equivocación, y lavó su alma con sus lágrimas, recibiendo de ti, el premio de los corazones arrepentidos, cuando le dijiste: “…tus pecados quedan perdonados…”, e hiciste ver que se le  perdonó, porque mucho amó… de igual forma Señor, te pido, que me ayudes a estar cada vez más unido a ti, dejando de lado todo lo que impide que Tú seas todo para mí y que yo viva todo para ti. Dame la gracia de tu perdón, y ayúdame a vivir en plenitud tu vida, y así te imite y te siga. Que así sea.

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