La Natividad del Señor – Misa de Medianoche – Misa del Día

Adviento

MISA DE LA MEDIA NOCHE

Celebrar la NAVIDAD, es colocarnos en lo más profundo del corazón de Dios y descubrir ahí, cómo es, lo que es y a su vez, cómo somos y lo que Él quiere de nosotros. Pues no existe nada más sublime y sobrenatural, que celebrar esta fiesta, que es la fiesta del amor total de Dios hacia nosotros sus criaturas. Pues, “…tanto amó Dios al mundo, que nos envió a su propio HIJO…” (Jn 3,16). Esa frase agota y expresa todo el sentido de la Navidad, pues es la expresión máxima del amor de Dios hacia nosotros, pues ahí, Él nos hizo ver hasta qué punto palpita y vive nuestra vida, que se ha comprometido con toda la humanidad, al enviarnos a su propio HIJO, para que por medio de Él lo pudiéramos conocer y conociéndolo, pudiéramos vivir de acuerdo a su voluntad.

Navidad es la fiesta del amor, es la fiesta de la dignidad y de la grandeza del ser humano. Pues si por un lado, podemos reconocer el amor total de nuestro Dios, que ha sido capaz de asumir una nueva naturaleza, para hacernos ver que su amor no tiene límites. Pero por otro lado, vemos la dignidad de la naturaleza humana, que es tan perfecta, que hasta Dios, ha sido capaz de asumirla. Si el ser humano está tan bien hecho, que hasta Dios puede ser alguno de nosotros, eso nos debe llenar de alegría, y a su vez ser todo un compromiso, para defender y valorar la vida, para promover todo lo que sea calidad de vida, todo lo que ayude a que el hombre viva de acuerdo a su dignidad y al proyecto de Dios.

Pero más allá, de todo lo que pueda significar la Navidad como vida nueva, como presencia de Dios en medio de nosotros. Por eso Navidad, más que fiesta es celebración, encuentro con uno mismo y así se vuelve ACCIÓN DE GRACIAS, por todo lo que el Señor derrama en nuestra vida y por todo lo que el Señor es para nosotros. En este sentido, nuestra actitud debería ser la de los PASTORES, que al contemplar al Niño en el regazo de su Madre, simplemente se arrodillan y adoran a Aquel que siendo Dios se hizo hombre. Así, Navidad es el momento alto del año, para que de rodillas ante Dios seamos capaces de agradecerle por sus bendiciones, por sus gracias, por todo lo que nos ha regalado a lo largo de este año que concluye, y en especial, bendecirle y agradecerle, porque nos ha dado ese donde creer en Él, reconociéndolo como nuestro Dios y Señor, como Aquel que da sentido a toda nuestra vida.

1. Oración Inicial

Dios Padre nuestro, tu amor hacia nosotros nos deslumbra, nos llena de admiración, hace que nuestro corazón lata más fuerte, porque vemos que tu amor no tiene límites, que nos amas de tal manera, que fuiste capaz de hacer que tu HIJO ÚNICO, se hiciera uno de nosotros, en y por María Virgen, para que Él nos llevara a ti, para que en ti, todos tuviéramos gracias y bendiciones, viviendo como HIJOS, siendo Tú nuestro Padre. Hoy al recordar el nacimiento de tu HIJO, llenamos de la misma paz que tuvo María, que como ella sintamos en nuestro corazón, a tu HIJO y que Él nos inunde de su Paz, dándonos los mismos sentimientos y disposiciones que tuvieron María y José cuando lo tuvieron en sus brazos, siendo Él todo para nosotros, buscando nosotros darle todo nuestro corazón. Que así sea.

2. Texto y comentario

2.1. Lectura del Profeta Isaías 9, 2-7

El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo: se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián. Porque la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de sangre serán combustible, pasto del fuego. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz. Para dilatar el principado con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho, desde ahora y por siempre. El celo del señor lo realizará.

Esta composición de Isaías es, por su tenor, un canto. Un canto jubiloso, de alegría. No está lejos la acción de gracias. Ha precedido una intervención admirable de Dios. Una intervención en favor de su pueblo: Dios ha obrado la salvación. Parece, un efecto, que la amenaza asiria ha retrocedido. Los pueblos comienzan a respirar. Han pasado de la noche al día, del duelo a la alegría. Alegría desbordante, gozo incontenible, contagioso. La imagen de la cosecha y del reparto del botín quiere darnos una idea de ello. Se ha alejado el invasor, que devoraba las cosechas y se daba al pillaje; vuelven la liber­tad y la paz. Los pueblos, libres del yugo extranjero, gozan de la vida lumi­nosa y sonriente. Dios lo ha hecho.

Hay algo más. El profeta menciona un acontecimiento que empalma con el anterior. Existe entre ellos una relación real, aunque misteriosa. «Nos ha nacido un niño». El niño es un «don»: «se nos ha dado». Es un descendimiento del rey. La casa de Judá no tiene por qué temer: Dios le ha proporcionado un sucesor. Así muestra – garantiza – Dios su cuidado y providencia por el rey y su reino. Pues no es un niño cualquiera: es un niño «rey». Y no un rey cual­quiera, sino hechas a David: Dios ha concedido a su pueblo un «mesías», un «ungido», un «rey». El nacimiento del niño garantiza la continuidad del reino y de la benevolencia de Dios. La retirada del poder asirio en el norte lo co­rrobora. El rey y la casa de Judá pueden descansar y cantar. Dios ha ope­rado la maravilla.

El profeta idealiza el cuadro, en la luz recibida de lo alto: ruina del opre­sor, de todo opresor, – vendrá un día -, paz perfecta para el pueblo oprimido; Rey maravilloso en un Reino eterno. El acontecimiento material significa y promete que en lo que realmente es su materialidad, pues el «niño recién na­cido» es un «signo» real. Más allá del acontecimiento material, la realidad de la edad mesiánica con su Príncipe al frente. Obra de Dios que verán con toda seguridad los siglos venideros, en los que por encima del júbilo y la ale­gría, se alza la figura excelsa del «Ungido». Todo será real y perfecto. La obra salvífica de Dios se impondrá al poder del enemigo: «Maravilla de Con­sejero, Dios guerrero. Príncipe de la Paz.»Se ensanchará el reino de David y se consolidará para siempre. El amor de Dios lo realizará. Signo y acción de ello, el niño que «nos ha nacido».

2.2. Salmo responsorial Sal 95, 1-2a. 2b-3, 11-12. 13

V/. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.

R/. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.

V/. Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre.

R/. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.

V/. Proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones.

R/. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.

V/. Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque. 

R/. Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.

V/. Delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra.

R/. Hoy nos ha nacido un salvador: el Mesías, el Señor.

Hoy nos ha nacido un Salva­dor, el Mesías, el Señor.

Himno a Dios Rey. Un canto a Dios rey poderoso, Señor de toda la tierra. Dios ha mostrado, en sus intervenciones, ser rey poderoso y único. Las in­tervenciones pasadas anuncian la intervención definitiva; su reinado actual, el eterno futuro. El salmo lleva una gran carga escatológica. Anuncian y proclaman en acción la «acción» venidera. Invitación al júbilo, al gozo, al canto: «Cantad un cántico nuevo… ya llega a regir la tierra». El mundo en­tero lo aclama con entusiasmo: es un Rey y Señor. El estribillo «cristianiza» el salmo: Dios Rey interviene como tal en el acontecimiento maravilloso del Gran Rey. Es este Rey su Mesías, su Hijo. La aparición del Rey da sentido a la historia pasada y fundamenta la fu­tura. Es el Salvador Rey y Dios. Ese nombre, «Señor», que aparece en el salmo, sin perder su primitiva referencia a Dios, se dirige con igual valor al Mesías. Pues el Mesías es Dios Rey. Dios Rey nos da al Rey Dios. Maravi­llosa obra de dios. Todo exulta, todo explota de gozo. La naturaleza entera se conmueve al ver llegar a su Dios Rey.

2.3. Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a Tito 2, 11-14

Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo. El se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad, y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras.

Cartas pastorales. En las recomendaciones pastorales, de gobierno, aflora, y no es extraño la gran verdad-acontecimiento que da base, sentido y consistencia a toda la vida cristiana: Cristo. Pablo exhorta a una vida cris­tiana justa: deberes cristianos. Cada uno, en su puesto, debe reflejar la bon­dad del Señor que les llamó a una vida auténtica. De fondo, como realidad futura, operante ya en el presente, la venida gloriosa del Señor: la Parusía. El cristiano debe prepararse para aquel magno acontecimiento. Pero esta realidad que se espera tiene ya su raíz en el pasado: Jesús que se entregó por nosotros. La moral cristiana arranca de un acontecimiento histórico que supera la historia.

El acontecimiento es gracia de Dios Salvador: Jesús, Verbo de Dios hecho hombre. Gracia de Dios en Cristo que salva. Salvación que consiste en un abandono de los deseos mundanos -vida sin religión- y en una vida de amis­tad con él, sobria y honrada. Se extiende a todas la gentes. La muerte de Cristo señala la causa más próxima. La entrega de Jesús ha tenido por re­sultado la creación de un pueblo nuevo purificado y dedicado a las obras buenas. Nos ha rescatado de la impiedad. Ahora vivimos en amistad con Dios. Pero esta amistad, no consumada, vive en tensión. Esperamos y dese­amos. Y en la espera y deseo nos preparamos con una vida honesta, reli­giosa y sobria. Es toda una «dicha» la que nos viene encima.

No se puede hablar de la primera venida de Cristo sin pensar de alguna forma en la segunda, y no se puede pensar en la segunda sin tener en cuenta la obra de la primera. La venida del Señor caracteriza y configura toda la vida cristiana. El cristiano es y se comporta como cristiano porque tiene una esperanza viva puesta en Dios: vendrá el Salvador y Dios Jesús. Y en la es­peranza, una fe en su obra y un amor en su persona. Pues la «salvación» está en camino, haciéndoos: Cristo que ha venido, Cristo que vendrá. Espe­ranza firme, salvación segura. Actor Jesucristo Dios y Salvador. Es la úl­tima razón en el gobierno de la Iglesia.

2.4. Lectura del santo Evangelio según San Lucas 2, 1-14

En aquellos días salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero. Este fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad. También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David, que se llama Belén, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta. Y mientras estaban allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada. En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó: la gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: —No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama.

Evangelio según san Lucas. Como Evangelio, Buena Nueva. Algo Bueno y algo Nuevo. Algo profundamente Bueno y Nuevo que viene de lo alto. Lo «más Nuevo» y lo «más Bueno». No perdamos, pues, de vista esta doble fa­ceta del acontecimiento: Bondad y Novedad en grado máximo. La Buena Nueva viene presentada en este caso por Lucas. Lucas tiene sus preferen­cias, una visión particular del acontecimiento, de la bondad y novedad del Evangelio. Nos interesa el «color lucano» del mensaje de Dios. Nos acercará a la Buena Nueva. Notemos lo más saliente. Para mayor claridad distinga­mos dos escenas: nacimiento de Jesús y aparición de los pastores.

El nacimiento de Jesús sorprende, literariamente hablando, por su bre­vedad y concisión. Viene descrito como otro cualquier nacimiento. Lucas, que siente debilidad por los pobres, es pobre hasta en la representación de la Buena Nueva: un establo, unos pañales, María y José. Breve el relato, po­bres las circunstancias: no había lugar en la posada; En Belén, pobre aldea. Y no por propia elección, sino por orden de un emperador, lejano e idólatra. Es un empadronamiento humillante: censo con vistas al pago del tributo. Los grandes están ausentes. La presencia del más grande, el emperador, se siente dolorosa: un viaje penoso hasta Belén. Todo naturalmente obedece a un plan de Dios. Lucas, con todo, no trae ningún texto exprese de la Escri­tura que lo declare. Es su costumbre. Jesús nace donde y como tenía que na­cer: en la «ciudad de David», alejado y desconocido de todos. Este aconteci­miento tan natural y ordinario es en realidad el acontecimiento extraordina­rio: la Buena Nueva. Aquel niño no es un cualquiera: es el Salvador del mundo. Y nace, no según su categoría, como se esperaba, sino extraordina­riamente pobre. Ahí la Bondad y Novedad: Salvador universal de los pobres. Hay que ser pobre para entrar en el reino, como pobre, totalmente pobre, fue Cristo al entrar en este mundo.

Lucas -es preocupación propia- encuadra tal acontecimiento en la historia universal profana: Augusto, Quirino, de Nazaret a Belén… El nacimiento de Jesús en Belén es un hecho que pertenece a la historia: en un lugar, en un tiempo, de una madre… Todo con nombres propios y precisos. Jesús Salva­dor da sentido a la historia. Venerables las figuras de María y José.

La segunda escena continúa a su modo la primera. Parece que los cielos no pueden soportar aquella situación y dejan escapar un rayo de luz. Al fin y al cabo la luz eterna estaba allí. El anuncio a los pastores. También dentro de una gran sencillez. La Buena Nueva viene comunicada a unos pastores que velaban sobre el ganado. Hombres sin instrucción, sin relieve, sin deli­cadeza ni refinamientos: unos indoctos y quizás unos desaprensivos. Se en­contraban cerca, y algo extraño y sorprendente, -les envolvió la luz- les hizo ver algo «nuevo». Sintieron, temerosos, la presencia de lo divino en el ángel del Señor. Pero en este caso la presencia de lo alto era una invitación a la alegría: una buena nueva, La Buena Nueva de todos los tiempos. La gran alegría para todos los pueblos, el nacimiento del Mesías en la ciudad de Da­vid, la venida del Salvador. Dios cumplía la promesa de siglos: Dios Salva­dor envía a su Rey Salvador, descendiente de la casa de David. Y la señal, extraordinaria por su ordinariez, nos deja anonadados: un niño, n establo, envuelto en pañales. Es la señal del Salvador de Dios y Rey de Israel. No hay otra señal por ahora. Admirable. El último signo será su muerte en la cruz. Los pastores lo vieron, lo propalaron y alabaron a Dios. ¿Les hubieran creído en Jerusalén?

Dios Salvador merece la alabanza, Dios obra maravillas. La gloria de Dios desciende a la tierra. Y desciende en forma de amor a todos los hom­bres, impregnando todo de luz y alegría. Expresión concreta de ello es el na­cimiento del Salvador en Belén, en un establo, pobre, junto a María y José, pobres, revelado a unos pobres e insignificantes pastores. Esa es la manifes­tación de la gloria y de la paz de Dios comunicada a los hombres. Dios les ama. Todo un misterio más para contemplar que para exponer y explicar.

Reflexionemos:

Hoy no cabe otra consideración que la «contemplación» del misterio. Mis­terio que está dominado, en la liturgia de esta noche, por el nacimiento del Salvador. Es, pues, un nacimiento. Jesús «nace» de María Virgen. Y el que nace, es el Mesías, el Salvador, el Rey de Israel, el Señor. Títulos que apun­tan a la misma realidad misteriosa bajo aspectos un tanto diversos.

El término «Mesías» nos recuerda al Rey de Israel, y evoca toda la tradi­ción profética (profetas y salmos) respecto a las promesas de Dios sobre la dinastía de David. El intróito, pórtico de la celebración, recoge el «Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado yo» del salmo 2. También e pasaje de Isaías habla del «principado» que descansa sobre sus hombros: consejero, Dios guerrero, Príncipe de la paz… El relato evangélico lo cree y lo ve realizado en Belén, ciudad de David: «Hoy os ha nacido el Mesías, el Salvador». Un niño, Prín­cipe, Rey y Señor. Principado sobre todo principado. Como insignia la paz, como poder la salvación. El Príncipe es el Salvador. «Dios Salva» es su nombre y su misión. Por la carta a Tito lo confesamos:«Dios nuestro». Un na­cimiento, pues, con una misión: salvarnos. Con él la luz y la paz (Isaías), el rescate de toda impiedad y la dignidad nueva de hacer obras nuevas (Tito). Señor que llega para «juzgar» a la tierra (salmo). Juez de paz y misericor­dia. No al estilo de los señores de este mundo.

También las circunstancias que acompañan al nacimiento del Rey son reveladoras: súbdito de los poderosos de este mundo (empadronamiento); nace en una aldea, y es de ascendencia real; en un establo, sin posada que lo recoja; María, su madre, y José, gente sencilla de Nazaret; adoradores y testigos, unos pastores de la comarca; sin ruido, sin boato, sin estruendo, desapercibido; la sencillez y pobreza. El cielo lo presenta como expresión del amor inefable de Dios a los hombres y manifestación de su gloria. Todo un rey del cielo que se entrega, en humildad y pobreza, a humildes y pobres. Misterio de los misterios. ¡ha nacido el Hijo de Dios! el nacimiento es una buena nueva, la Buena Nueva por excelencia: Dios opera la salvación. La postura más adecuada es la alabanza, el canto, la acción de gracias. Con­templemos con José y María aquella maravilla.

 

MISA DEL DÍA 

1. Texto y comentario

1.1. Lectura del libro de Isaías 52, 7-10

¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «Tu Dios es Rey»! Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jeusalén: el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.

Estos versículos forman parte de un largo poema. Poema que versa sobre Sión: El Señor envía la salvación a Sión. Salvación que se perfila inminente. A Sión, que yace en ruinas y silencio, le ha llegado la hora de cantar. Vuelta del destierro. Un nuevo éxodo. La fuerza de Dios maravillará a todos los pueblos. Las naciones todas, verán la salvación de Dios. El Señor retorna a la cabeza de los desterrados para formar un pueblo nuevo. Es la gran victo­ria del Señor. Los versículos rezuman intensidad y emoción. No es para me­nos. La obra es magnífica. El señor es quien habla; el Señor es quien dis­pone; el señor es quien actúa; El Señor es quien salva. Yavé regresa a Sión, Benditos los pies que lo anuncian. Buena nueva, paz, salvación. Conmoción general en los pueblos, ostentación de poder: «Tu Dios es Rey». Pensemos en Cristo, Brazo y Salvación de Dios. Dios descubre su rostro y se deja ver: «ven cara a cara al Señor». Anuncio singular, único. Exultación, entusiasmo: «Dios consuela a su pueblo».

1.2. Salmo responsorial Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6

V/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

R/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

V/. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.

R/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

V/. Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo; el Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.

R/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

V/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.

R/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

V/. Tocad la cítara para el Señor, suenen los instrumentos: con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor.

R/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. 

Salmo de Dios Rey. El estribillo, esta vez, está tomado del cuerpo del salmo. El Señor es Rey. Y es Rey, por una parte, porque es el creador. Por otra, más saliente, porque es el Señor de la historia. El dirige los destinos de los pueblos. Y de los pueblos, de uno en especial: del pueblo de Israel, here­dad suya. En la providencia sobre este pueblo, Dios se ha mostrado rey: Dios ha actuado. Y su actuación ha sido una maravilla. Y porque la maravi­lla es nueva, nuevo ha de ser el canto. El salmo recuerda y canta una en es­pecial: La vuelta del destierro. Maravilla de Maravilla. Dios extendió su brazo, como en la salida de Egipto, y alcanzó la victoria: condujo a su pueblo a la tierra santa. Ha sido una obra de piedad y misericordia, de fidelidad y de justicia: justicia que es fidelidad, fidelidad que es misericordia. Ha sido también una obra de alcance universal: lo han visto todas las naciones. El culto lo celebra con júbilo y agradecimiento. La nueva hazaña del Señor me­rece un canto nuevo.

Pero la maravilla de las maravillas la realiza Dios en Cristo. Cristo es su Brazo, Cristo es su Victoria; Cristo es su Justicia; Cristo es su Fidelidad; Cristo es su Misericordia. Las naciones todas pasan de espectadores a par­ticipantes de la suerte de Israel. El estribillo nos obliga a detener nuestra atención en esta universalidad de la Salvación: «Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios». Surge en torno a Cristo un pueblo nuevo en Cristo, hacia la Jerusalén celestial. Celebremos el aconteci­miento. Cantemos. Contemplemos el misterio. Ha nacido el Redentor.

1.3. Lectura de la carta a los Hebreos 1, 1-6

En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. El es reflejo de su gloria, impronta de su ser. El sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de Su Majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado», o: ¿«Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo»? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios.»

Y Dios «habló» a nuestros padres por los profetas. La palabra de Dios fue dirigida a «nuestros »padres. En efecto, son «nuestros» antecesores, «nuestros» padres. Son «nuestros» familiares. Son como nosotros, miembros del pueblo elegido. Continuamos su «casta», casta de fe y de obediencia a Dios. ¿No es Abraham «nuestro» padre en la fe? ¿No se le llama con razón, padre de los creyentes? El sentimiento cristiano los ha asociado siempre a la Iglesia. Sus nombres aparecen en So 1 y antiguos martirologios cristianos. Son los que de lejos saludándonos (11, 13), divisaron la ciudad celeste a la que nosotros pertenecemos. Dios lo hizo así, para que ellos no alcanzaran sin nosotros el término propuesto (11, 39). A ellos fue confiada la promesa, a ellos, los libros santos, la palabra de Dios. Con ellos formamos una Casa. La Casa de Dios. Ellos se alegrarán con nosotros el día de la revelación per­fecta (Jn 8, 56), y con ellos, saldremos un día gozosos al encuentro del Señor. Son «nuestros» padres. Nosotros hemos tenido la dicha de «ver», «oir» y «palpar» lo que ellos vislumbraron, entre sombras, de lejos.

Pero el hablar de Dios a nuestros padres fue de muchas maneras y en distintas ocasiones. Dios «llamó» a Abraham dice una tradición antigua. ¿Cómo sonó aquella voz? En el Sinaí, a Moisés, se hizo fulgor y trueno. Ante Elías se deslizó como suave susurro. Desde la nube, y envuelto en tiniebla, al pueblo en el desierto. Su voz conmovió a Daniel y a Ezequiel en las «visiones» que tuvieron. Moisés recibió el mensaje desde una zarza ardiendo; Gedeón en un sueño nocturno; Isaías en grandiosa «visión». Efectivamente, Dios ha­bló a nuestros padres de muchas maneras. También lo hizo en distintas oca­siones, por partes. ¿Cuántas veces dialogó con Abraham? ¿Cuántas con Moisés? Y los profetas, ¿Cuántas veces escucharon la voz de Dios en lo más alto de su espíritu? A unos concedió descendencia; a otros (José y familia) li­bró del hambre. A otros (Elías) del peligro de la muerte. Por Moisés sacó al pueblo de Egipto, de la casa de la esclavitud. Por Jeremías y otros, sentenció el destierro; Por el Segundo Isaías concedió la restauración. Todos ellos mi­raban hacia adelante. Todos ellos «anunciaban» la gran Revelación que se avecinaba en la «plenitud de los tiempos El hombre, al parecer, no podía re­ciben entonces la revelación perfecta: hubiera muerto. Las palabras de Dios apuntaban a tiempos mejores: preparaban la Palabra de Dios hecha hom­bre. Por los profetas, sus «siervos», iba modelando un pueblo “servicial” atento.

Fue entonces, antiguamente, cuando habló Dios. Fue en otro tiempo, an­tes. El tiempo pasa. Quizá sea su esencia el pasar. Pasaron las «visiones», pasaron los «sueños», pasaron aquellos hombres. ¿Pasaron en verdad? Pa­saron por este mundo; pero no pasaron cómo pasa el viento, o como corre el agua del río, o como transcurren las estaciones del año. La palabra de Dios les hizo «vivos», vivos para siempre. Fueron «cauce» de río, «vereda» de ca­mino, «curso» de sol. Fueron «anuncio», «sombra», «figura» y «esbozo» de la re­alidad suprema que tenía que venir. Eran peregrinos, y, como tales, traza­ban una senda, señalaban un camino, el Camino; marcaban y apuntaban el curso del Agua que venía. Eran sombra de la Luz que amanecía, testimonio avanzado de la Verdad que se manifiesta, movimiento que arrastraba a la Vida. Eran «tiempo», y como tiempo han quedado como «temporal» anuncio de la Verdad eterna. Han quedado como ejemplo para nosotros, que vivimos la plenitud de los tiempo. Aquellas palabras fueron pronunciadas en ellos en la Palabra de Dios. Eso fue «antes», «entonces», «antiguamente».

Dios ha hablado en los últimos tiempos. En estos tiempos, que son los últi­mos. Todo el Nuevo Testamento atestigua de mil formas la novedad de los tiempos que vivimos. Han comenzado, en Cristo, tiempos nuevos: ¡los Tiem­pos Nuevos! Existe una diferencia cualitativa con los «otros» tiempos. Ahora son los «últimos» tiempos. Son el Hoy, donde se hace operante la Salvación anunciada tanto tiempo atrás por profetas y padres. Son la «plenitud», los «tiempos escatológicos», los «tiempos» de «gracia» y de «perdón»: el «tiempo» de la Alianza Nueva (Jeremías). Hacia estos tiempos miraban los antiguos. Ya Moisés había escrito de ellos (Jn 5, 46), Isaías había vislumbrado su glo­ria (Jn 11, 41).; y Abraham, una vez llegado el día, se alegró en él de todo corazón (Jn 8, 56). Es el tiempo que de las «realidades celestes». Es tiempo que pertenece ya la «siglo futuro», al siglo definitivo, al que ha de existir para siempre. Algo y Alguien ha cambiado para siempre el sentido del tiempo. Es la última etapa, la etapa definitiva. En ella gustamos ya los do­nes celestes, los dones del Espíritu. La «salvación» está ya en marcha. Pasa­ron las sombras, llegó la Luz; se borró el esbozo, surgió lo definitivo; pasó la figura, llegó la realidad. Ya estamos en ella: «¡Dios ha hablado en el Hijo!» Es la última palabra. Es su Palabra, su última Palabra, hecha hombre. La Pa­labra de Dios, el Verbo, da sentido a todas las cosas. No podremos entender las otras palabras de Dios, de muchas maneras y en distintas ocasiones, si no le escuchamos en esta Palabra, Hijo de Dios, «impronta de su ser y es­plendor de su gloria». Todas las cosas, todas las palabras, fueron pronun­ciadas en esta gran Palabra: Jesús, Hijo de Dios. «Por medio de la Palabra se hizo todo.» dice San Juan. Y la carta a los hebreos: «por medio del cual ha ido (Dios) realizando las edades del mundo».

«Dios habló en el Hijo», en su palabra. El Hijo se ha hacho hombre, se ha ceñido de carne y se ha sujetado a los limites del espacio y del tiempo. Dios ha hablado en un tiempo determinado. Es el carácter histórico determinado de nuestra religión. Poseemos unos datos, disponemos de unas fechas, seña­lamos unos tiempos. La Palabra de Dios se ha enmarcado en el tiempo. Pero el hablar de Dios -su Palabra en el tiempo – trasciende el tiempo y el espacio. Con ella, adherida a ella la historia humana salta a lo eterno. Somos flor de un día, cuyo perfume, en la mano divina, permanece para siempre. Al ha­cerse hombre la Palabra divina, se ha convertido nuestra historia en hu­mano-divina. No podía ser menos. Dios, que habló en tiempo, introdujo el tiempo en la eternidad. La historia humana no es un inmenso círculo, un re­petirse indefinido. La historia humana tiene como destino, por la gracia de Dios, dejar la tierra y convertirse en cielo. Dios habló en tiempo para la eternidad. Porque la Palabra de Dios es creativa. En su palabra creó el uni­verso, y en su Palabra, hacha carne, creó cielos y tierra nueva, donde ya, como primicias, nos encontramos nosotros, si nos mantenemos aferrados a ella en la esperanza.

La palabra es medio de comunicación y signo de amistad. Dios, al ha­blar, se comunica al hombre. Dios nos manifiesta lo que es y lo que ha dis­puesto sobre nosotros. Dios abre sus entrañas y nuestro corazón. Dios se comunica en el Hijo. Y la Palabra dirigida en el Hijo, nos convierte en hijos. Nos habla en Jesús, Heredero de todo, y nos constituye en herederos de la vida eterna y confidentes de sus misterios. Nosotros mismos somos «misterio» en él. Más todavía, somos salvadores en él, pues hechos en su Pa­labra de vida, anunciamos y proclamamos con nuestra vida su muerte y resurrección hasta que vuelva. Dios, al hablarnos, nos ha comunicado a su hijo, su palabra. Esa es nuestra gloria y nuestra dicha, motivo de eterno agradecimiento.

La palabra es también un apelo. Dios habla: Dios interpela. La palabra de Dios creadora llama a la existencia ; La palabra de Dios al hombre, libre, exige una respuesta. El hombre debe responder al Dios que le habla: su voz le ha hecho responsable. Es un «apelo» impregnado de cariño y afecto: Dios establece un diálogo trascendente de amor y confianza. Es también una voz autorizada: exige obediencia. Dios, que habla en el Hijo, reclama para sí una respuesta «filial», en el Hijo; una actitud y postura que sean digno eco y re­torno de la Palabra que se les dirigió. Dios no puede quedar indiferente ante la aceptación de su Palabra, ante la aceptación o no aceptación de su Hijo. La Palabra de Dios, salvífica, es dirigida con toda seriedad y fuerza. Su voz en el Sinaí urgía respeto sumo: toda transgresión era castigada severa­mente (recordará la carta). El descuido de la salvación propuesta nos condu­cirá a la más tremenda ruina (Jn2, 3). La palabra de Dios nos llamó a la existencia. La eterna palabra de Dios nos engendró a la vida eterna. Nues­tra vida ha de ser eco y reflejo de ella; toda nuestra vida, una digna res­puesta. La voz de Dios sin respuesta se convierte en condena: es la espada de doble filo. En lugar de edificar, destroza; en lugar de salvar, mata. Res­pondiendo la hacemos eficaz y salvadora. Es nuestra pequeñez hecha gran­deza.

La palabra de Dios es bondad, es favor, es gracia. La gracia es salva­ción. Y la salvación es creación nueva, liberación del pecado, de nosotros mismos; liberación y transcendencia de los estrechos límites del tiempo y del espacio. La salvación nos hace, ya aquí, transcendentes a nosotros mismos. Actúa como purificación de los deseos, que no superan en su intención, moda­lidad y expresión, la creación destinada a pasar. El que escucha la palabra de Dios no es orgulloso, no envidia, no desprecia, no abusa de la fuerza; se cree siervo, deudor, el más pequeño, el más insignificante, el más imperfecto. ¿Cómo osará negar el perdón a quien se lo pida? ¿Cómo no lo pedirá constan­temente? ¿Cómo podrá olvidarse del prójimo él, que no se siente olvidado de Dios? ¿Cómo no dejará de pensar en sí mismo con un Dios que piensa tier­namente en él? El que escucha la palabra de Dios es un hombre atento, vigi­lante, con los ojos siempre hacia adelante, suspirando constantemente por el encuentro del Señor. Es el hombre dedicado a las buenas obras. Respuesta adecuada a la Palabra de Dios. Dios habló y habla, una vez para siempre, en el acontecimiento Cristo. Cristo, que realizada de una vez para siempre la «purificación de los peca­dos, se ha sentado a la derecha de Dios en las alturas», «en actitud siempre de intercesor por nosotros» (7, 25). Esperamos ha de venir una segunda vez como juez y Dador de la eternidad a los que esperan en él (9, 28).

1.4. Lectura del santo Evangelio según San Juan 1, 1-18

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.

La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y la tinieblas no la recibieron. [Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz,

para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. ] La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. [ Juan da testimonio de él y grita diciendo: —Este es de quien dije: «el que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: El Hijo único, que esta en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.]

La palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

El prólogo de S. Juan. El llamado prólogo del cuarto evangelio. Y en ver­dad que no le va mal este nombre, aunque es imperfecto. Porque también él es evangelio, Buena Nueva. Es revelación maravillosa y visión profunda de una realidad que trasciende toda la creación: el Verbo. Todos los evangelios comienzan con un «principio». Marcos, por ejemplo, lo dice expresamente al «comienzo» de la vida pública de Jesús. Mateo y Lucas lo adelantan a la in­fancia de Jesús. Juan salta el espacio y el tiempo y se adentra en la eterni­dad: la Buena Nueva arranca desde el seno del Padre. También emplea el término «principio». Pero por encima de él está el Verbo: «En el principio ya existía el Verbo». Más aún, el Verbo es el creador y hacedor del principio y de todo lo que tuvo principio y nació a la existencia. Porque el Verbo es sen­cillamente Dios. Dios bueno que llama a la existencia a las cosas y hace amistad con el hombre. Luz verdadera, capaz de satisfacer la sed que tiene el hombre de ver a Dios. La amistad y el amor fueron tantos que se hizo «hombre», uno de nosotros. Los hombres, en cambio, los suyos, su pueblo, el mundo, no tuvieron a bien recibirlo: lo desconocieron. Hubo, no obstante, quienes aceptaron su mano amiga. Y ésta, poderosa como es, los elevó a himnos de Dios. Ellos son testigos de tamaña maravilla. Un testigo cualifi­cado es Juan Bautista: hombre de Dios, antorcha de la Luz que venía. Testi­gos también especiales, sus discípulos. Ellos vivieron con él, escucharon sus palabras, lo palparon. La Gracia, la Misericordia, el Amor inefable de dios se desbordó sobre la humanidad necesitada y la hizo partícipe de su Gloria. Asidos de su mano y transformados por su gracia, nos encaminamos al seno del Padre, su lugar propio y nuestro lugar donado. Este es Jesús de Naza­ret, Hijo de Dios, Verbo del Padre.

Es el pórtico ancho y magnífico del evangelio de Jesús. Y como pórtico y puerta, parte ya del edificio. Algunos con más acierto le dan el nombre de «obertura». El evangelio presenta una «ópera», dramática por cierto, de am­plitud universal. La pieza que lo abra, anuncia ya los temas que van a desa­rrollase. El Verbo describe una gigantesca parábola: desciende del Padre, se hace hombre y arrastra al hombre hasta las entrañas del Padre. Misterio profundo, obra maravillosa.

No es extraño observar en esta pieza un aire poético. Aire poético de difí­cil caracterización. ¿Himno? ¿Prosa rítmica? El estilo nos recuerda aquel que emplean los libros sapienciales cuando elogian a la «sabiduría». Juan ha pensado quizás en ello: Jesús, el Verbo, suplanta en todas las direcciones a la Sabiduría que idearon los sabios. El Verbo, Jesús de Nazaret, está por encima de tales especulaciones. Estas han preparado de forma misteriosa la afirmación de Juan: Jesús es la Sabiduría, la Ley, la Palabra de Dios mismo. Dios mismo que se hace hombre por puro amor.

Reflexionemos:

Las tres lecturas tienen sabor de himno. Más poética la primera, más re­tórica la segunda, más teológica la tercera. Todas ellas profundas y hermo­sas. Todas ellas en torno a un misterio, al misterio profundo del amor de Dios.

«La Palabra se hizo carne». Es el misterio de los misterios. Dios se hace hombre. Dios eterno, Dios creador, Dios ante todas las cosas y por encima de todas las cosas se hace «cosa», hombre. Y no hombre glorificado, impasi­ble, inmutable, intocable… Hombre de carne. Mejor: «carne» que se co­rrompe y sangre que s vierte. Hombre que nace, crece y muere. Hombre re­cortado y agobiado por las tenazas del tiempo y el tornillo del espacio. Hom­bre nacido de una mujer. Hombre que debe ser alimentado, enseñado, edu­cado. Hombre sujeto a las necesidades y contratiempos de todo hombre. Hombre que necesita de hombres. Hombre en debilidad. Hombre sobre el que pesan las consecuencias del pecado, siendo sin pecado. No más de treinta monedas dieron por él cuando uno de los suyos determinó entregarlo. Pero es Dios. Luz de Luz y plenitud de gracia. Impronta del ser divino, del Padre, y reflejo de su gloria. Su destino es la glorificación más inefable: he­redero del mundo futuro, rey del trono de Dios en las alturas, purificador del pecado. Hijo de Dios en sentido estricto. Es, pues, hombre para salvar a los hombres. Es gracia, favor, misericordia. El nos transforma en imagen de Dios y nos hace hijos suyos. Nos hace «dios», nos hace herederos de la vida eterna. La encarnación del Verbo exige una respuesta. La Palabra de Dios hecha hombre apela al hombre y lo espolea a ser hijo de Dios. No podemos pasar indiferentes por este misterio. Pasen el mundo y sus secuaces. Noso­tros los suyos, no. En él encontramos el sentido de nuestra vida y la conse­cución de nuestro destino, que en él se revela magnífico.

Es la Palabra de Dios. La primera y la última: la única. El ella nos habla el Padre. En ella muestra su amor. Amor que debe ser correspondido. Ante tal misterio: adoración, contemplación, reverencia; determinación de escu­char, voluntad de seguir: canto, himno, alabanza. Dios ha hecho la Gran Maravilla. ¡Y nosotros estamos dentro!

2. Oración final:

Virgen de Navidad, Señora nuestra, Madre de Dios, ternura que llevaste al amor dentro de ti,

mujer, Madre, Virgen, que tuviste en tu regazo al HIJO de Dios, que experimentaste en tu corazón y en tu cuerpo la vida de Dios, que le diste tu sangre al Dios de la vida, que hiciste que nuestra sangre corriera en el corazón de Dios, ahora tómanos a cada uno de nosotros, en tu regazo, consuélanos y fortalécenos en tus brazos maternales, para que experimentemos la ayuda y la cercanía del Señor, para que vivamos con alegría, nuestra fe en Él, sabiendo que eso es vida, sabiendo que Él nos colma de sus bendiciones, sabiendo que Él se acercó a nosotros, para llevarnos a su PADRE, para que en Dios encontremos nuestra vida, para que nuestro Señor, nos inunde de su paz y así nuestra vida manifieste, proclame y actualice la paternidad y el amor de nuestro Dios, que tanto nos amó que nos envió a su HIJO para amarnos en Él y para que lo amemos en Él. Hoy, Señora Virgen, pide por cada uno de nosotros y llévanos a tu HIJO, y haz que nazca en nuestro corazón, siendo Él todo para nosotros, siendo nosotros todo para Él así como lo hiciste tú, de la misma manea como tú, le abriste tu corazón, siendo toda para Él, viviendo solo por Él. Que así sea.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s