La Constitución “Sacrosanctum Concilium” (nn. 109-110) considera a la Cuaresma como el tiempo litúrgico en el que los cristianos se preparan a celebrar el misterio pascual, mediante una verdadera conversión interior, el recuerdo o celebración del bautismo y la participación en el sacramento de la Reconciliación. A facilitar y conseguir estos objetivos tienden las diversas prácticas a las que se entrega más intensamente la comunidad cristiana y cada fiel, tales como la escucha y meditación de la Palabra de Dios, la oración personal y comunitaria, y otros medios ascéticos, tradicionales, como la abstinencia, el ayuno y la limosna.
La celebración de la Pascua es, por tanto, la meta a la que tiende toda la Cuaresma, el núcleo en el que se convergen todas las intenciones y el elemento que regula su dinamismo. La Iglesia quiere que durante este tiempo los cristianos tomen más conciencia de las exigencias vitales que derivan de hacer de la Pascua de Cristo centro de su fe y de su esperanza. No se trata, por tanto, de preparar una celebración histórica (drama) o meramente ritual de la Pascua de Cristo, sino de disponerse a participar en su misterio; es decir, en la muerte y resurrección del Señor. Esta participación se realiza mediante el bautismo –recibido o actualizado-, la penitencia –como muerte al hombre viejo e incorporación al hombre nuevo-, la Eucaristía –reactualización mistérica de la muerte y resurrección de Cristo-, y por todo lo que contribuye a que estos sacramentos sean mejor participados y vividos.
1. ORACIÓN INICIAL
Señor Jesús, cuando comenzabas tu ministerio, cuando ibas a darte a conocer, cuando comenzarías a manifestar tu identidad y el proyecto del Padre, el Espíritu te lleva al desierto y allí permaneces durante cuarenta días, y al final de ese tiempo, fuiste tentado por el diablo, que buscó seducirte y desviarte de la misión que el Padre te había dado. En ese momento Tú nos mostraste la manera de vencer esas tentaciones y ahí Tú te aferraste a la Palabra del Señor y así permaneciste fiel a lo que Él te pedía y quería de ti. En estos días de cuaresma, ayúdanos a que también nosotros, permanezcamos fieles a lo que nos pides y así vivamos como Tú, dando testimonio de ti, en todo momento, viviendo como el Padre nos pide. Que así sea.
2. Lectura y reflexión
2.1. Lectura del libro del Génesis 2, 7-9; 3, 1-7
El Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su nariz un aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo. El Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y colocó en él al hombre que había modelado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer; además, el árbol de la vida, en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y el mal. La serpiente era el más astuto de los animales del campo que el Señor Dios había hecho. Y dijo a la mujer: -«¿Cómo es que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?» La mujer respondió a la serpiente: -«Podernos comer los frutos de los árboles del jardín; solamente del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: «No comáis de él ni lo toquéis, bajo pena de muerte.»» La serpiente replicó a la mujer: -«No moriréis. Bien sabe Dios que cuando comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal.» La mujer vio que el árbol era apetitoso, atrayente y deseable, porque daba inteligencia; tomó del fruto, comió y ofreció a su marido, el cual comió. Entonces se les abrieron los ojos a los dos y se dieron cuenta de que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron.
La lectura de hoy nos coloca al principio de las cosas, al origen de la humanidad. Estamos al comienzo del Génesis, libro que se interesa, bajo el aspecto religioso, de los orígenes de las cosas, en especial del hombre y de sus relaciones con el mundo y con Dios. Los versículos están tomados de la fuente o documento que los estudiosos han convenido en llamar «yahvista». El estilo es pintoresco, rico en colorido, abundante en símbolos y metáforas, movido, ágil, de buen narrador y catequista. Es conocida su visión de Dios, como Señor, Amo repetuoso y providente, favorecedor incansable del hombre. Las descripciones son antropomórficas; Dios está cerca, se le puede hablar, y sus actividades están descritas a la manera humana: alfarero, jardinero, sastre…
Al autor le ha preocupado profundamente, como a toda la humanidad, el origen del mal. El mal existe en su triple dimensión física, moral y religiosa. El hombre más que disfrutar de su existencia sobre la tierra, la arrastra. Dios es bueno; de ello no hay duda. Dios ha creado al hombre con amor. ¿De dónde viene este desequilibrio que zarandea constantemente al hombre y le hace sufrir? En lo personal, en lo familiar, en lo social, en lo profano y en lo religioso el hombre debe hacerse violencia constantemente para dar, aunque sea de forma imperfecta, con el adecuado orden moral. El autor quiere dar una respuesta.
La misma división en versículos nos da pie para separar la lectura en dos momentos. La primera parte (2, 7-9) nos describe a Dios, bueno y solícito, ocupado en la creación del hombre. Sus manos y su aliento han dado al hombre cuerpo y espíritu. El espíritu que anima a esa figura deleznable que torna al barro, viene de Dios. El ha dado vigor a esos brazos, movimiento a sus pies, vida a todo el conjunto. El hombre es y vive merced al aliento que ha recibido de Dios; aliento que lo eleva sobre todos los demás seres. Han sido las propias manos y el propio aliento de Dios.
No contento con darle la vida plantó el Señor un precioso jardín para él. Era un lugar divino, real, digno de un Dios bueno que ama lo bueno y lo bello. Allí colocó al hombre y lo hizo señor de él. Ese era su destino: disfrutar de la compañía de Dios y saborear la belleza y los frutos del jardín. El hombre fue elevado a la amistad con Dios. Expresión completa de esa realidad, el Paraíso. Para un semita es la expresión de la más alta fidelidad.
La segunda parte (3, 1-7) nos relata la conducta del hombre respecto a su Creador. Es el reverso de la medalla. El hombre había recibido de Dios su Confianza, su amistad y el cuidado de aquella hermosa creación que contenía de todo. Dios le había señalado, sin embargo, un límite; y no ciertamente por probarlo a secas. Probablemente hay algo que el hombre no puede realizar, como criatura, sin acarrearse males de todo tipo y ver amenazada seriamente su propia existencia. Ese peligro lo señaló Dios con un límite. No era por capricho, sino por su bien. El hombre, con todo, traspasó la prohibición. El hombre no se fió de su Creador, encontró despreciable su amistad y trató de separarlo y suprimirlo total y definitivamente de su ser y de su vida. No quiso tener nada con él. Este fue el principio de todos sus males. El autor pinta con fina ironía y penetrante sicología los pasos que le condujeron a la ruina. Por de pronto alguien le sugirió darlos: el diablo no, no podía ser otro. «Seréis como dioses» les dijo. Les pareció apetitoso, agradable y fácil de conseguir; no había más que alargar la mano. Y lo hicieron. Sus ojos se abrieron y sus pupilas recibieron doloridas la impresión de un mundo que no habían esperado. En lugar de alcanzar la «sabiduría», de constituirse a sí mismos norma de conducta y poder decidir por propia cuenta su propio destino y vida, se vieron envueltos en la desnudez más espantosa. Desnudos de la amistad de Dios, de la que dudaron y quisieron sacudir; desnudos del dominio seguro y sereno en todos los campos: personal, familiar y social; y amenazados por la muerte a cada instante. El pecado, la causa de todos los males; y, en el fondo del pecado, el querer substraerse del amor de Dios. Así camina la humanidad, siempre en peligro de destruirse a sí misma. El pecado es la desconfianza existencial viva de que Dios nos ama. Podemos sospechar cuál ha de ser el camino de vuelta: fe existencial en el amor de Dios.
2.2. Salmo responsorial Sal 50, 3-4. 5-6a. 12-13. 14 y 17 (R.: cf. 3a)
R. Misericordia, Señor: hemos pecado.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado. R.
Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces. R.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. R.
Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza. R.
El estribillo resume hermosamente la súplica:. La misericordia es el atributo divino que se invoca como motivo de confianza. El pecado no tiene excusa; mejor, no tiene justificación. El único que puede comprenderlo es aquél que tiene misericordia y este el Dios, misteriosamente misericordioso. La petición insiste: «lávame», «límpiame», «borra». La súplica es urgente. Hay algo en el hombre que pesa, afea, mancha de forma dolorosa y profunda; es el pecado. De ahí la insistencia. La confesión propia, la contrición, es también motivo de confianza – de ser perdonado -. Acudir a la justicia, querer justificarse, sería de locos. La única justicia que puede valernos es la divina, que limpia, sana, cura y «justifica».
El pecado, la transgresión que entenebrece nuestra vida, delata un fondo enfermo y débil. No basta sentirse perdonado. El hombre se siente todavía frente a Dios débil e inclinado al pecado. Urge una renovación plena y profunda del individuo. Ha de ser la infusión de una nueva vida, de un nuevo «soplo» de Dios que transforme totalmente al ser humano. Para nosotros es el Espíritu Santo. Hay que pedirlo insistentemente. De ello da testimonio la súplica del salmista.
El perdón trae alegría, gozo. La salvación de Dios alegra al hombre, lo aligera y lo humaniza. Feliz aquél a quien se le perdonan los pecados. El hombre retorna así al orden primitivo: amistad con Dios y disfrute sereno de los bienes que se le han concedido; es una alabanza continua a Dios; es la gloria de Dios viva en nosotros.
2.3. Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 5, 12-19
Hermanos: Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron. Porque, aunque antes de la Ley había pecado en el mundo, el pecado no se imputaba porque no había Ley. A pesar de eso, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con una transgresión como la de Adán, que era figura del que había de venir. Sin embargo, no hay proporción entre el delito y el don: si por la transgresión de uno murieron todos, mucho más, la gracia otorgada por Dios, el don de la gracia que correspondía a un solo hombre, Jesucristo, sobró para la multitud. Y tampoco hay proporción entre la gracia que Dios concede y las consecuencias del pecado de uno: el proceso, a partir de un solo delito, acabó en sentencia condenatoria, mientras la gracia, a partir de una multitud de delitos, acaba en sentencia absolutoria. Por el delito de un solo hombre comenzó el reinado de la muerte, por culpa de uno solo. Cuanto más ahora, por un solo hombre, Jesucristo,, vivirán y reinarán todos los que han recibido un derroche de gracia y el don de la justificación. En resumen: si el delito de uno trajo la condena a todos, también la justicia de uno traerá la justificación y la vida. Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos.
Cristo es nuestra justicia y nuestra sabiduría; Cristo es la “justicia” y la “sabiduría” de Dios. Si en su carta primera a los corintios Pablo propone la maravillosa sabiduría de Dios realizada en Cristo, sabiduría que salva, aquí en su carta a los romanos constata el apóstol la realidad de la justificación del hombre en la fe en Cristo. El hombre no puede justificarse a sí mismo; la Ley no justifica; las obras de la Ley tampoco. El único que justifica es Dios, y esto por la fe en Cristo, su Hijo que murió por nosotros. En Cristo se revela la “justicia” divina- es decir la misericordia-, justicia que nos justifica y nos eleva a la dignidad de hijos de Dios en el Espíritu Santo. De esta “justificación” necesitamos todos, incluido el judío, a pesar de su confianza en la Ley. Y la verdad es que todos hemos pecado, judíos y gentiles, unos bajo la Ley y otros al margen de ella. Hay algo en nosotros que nos aleja de Dios y que aflora luego en mil transgresiones de todo tipo. La lacra del pecado la llevamos todos. Todos necesitamos de la Redención de Cristo
Ahí está, en efecto, la figura de Adam, padre del género humano. Todos hemos participado en su pecado, de forma misteriosa por cierto, pero real. La historia antigua, por su parte, muestra el derrumbamiento progresivo de la humanidad hasta hacerse insoportable, si no intercediera la voluntad salvífica de Dios. Sólo la asistencia divina la ha librado de una catástrofe definitiva. Los hombres están en el estado de Adam (sentido analógico de pecado). Es el hombre viejo. Como antitipo y antítesis, Cristo Redentor de la humanidad. El nos devuelve a Dios como hijos. El supera con creces la culpa. Cristo rehace la humanidad caída por un camino inverso al de Adam. La desobediencia de Adam nos acarreó la muerte. La obediencia de Cristo nos trajo la salud. Adam, hombre, se quiso hacer Dios. Cristo, Hijo de Dios, se hizo hombre. Adam nos hizo esclavos. Cristo con su servidumbre nos elevó a la divinidad. Todos necesitamos de Cristo.
2.4. Lectura del santo evangelio según san Mateo 4, 1-11
En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo.
Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre.
El tentador se le acercó y le dijo: -«Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.» Pero él le contestó, diciendo: -«Está escrito: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.»» Entonces el diablo lo lleva a la ciudad santa, lo pone en el alero del templo y le dice: -«Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: «Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras.»» Jesús le dijo: -«También está escrito: «No tentarás al Señor, tu Dios.»» Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y, mostrándole los reinos del mundo y su gloria, le dijo: -«Todo esto te daré, si te postras y me adoras.» Entonces le dijo Jesús: -«Vete, Satanás, porque está escrito: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto.»» Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían.
Jesús es tentado por el diablo. Los tres sinópticos lo recuerdan. Sin duda se trata de un misterio más, dentro del gran misterio de la vida de Cristo. La tentación reviste en Mateo y en Lucas tres momentos. Por tres veces consecutivas intenta el diablo sobornar a Jesús. Cristo rechaza la tentación una y otra vez con palabras de la Escritura; una triple referencia al Deuteronomio desbanca al opositor. El orden de las tentaciones varía en estos dos evangelistas. Lucas las ha trastocado con fines teológicos. ¿Qué sentido tienen en Mateo las tentaciones de Jesús? He aquí lo más saliente:
a) Tipología primaria con Israel en el desierto. Efectivamente la triple referencia al Deuteronomio, que a su vez alude a los acontecimientos que se narran en el Éxodo, establece una comparación con Israel en el desierto. Israel, el primogénito de Dios, es tentado por el diablo en el desierto durante cuarenta días. Pero donde uno sucumbe, vence el otro. Cristo es y personifica al nuevo Israel.
b) Tipología secundaria con Moisés. Sólo Mateo nos habla de cuarenta noches en relación con el ayuno. Lo mismo se dice de Moisés en el monte Sinaí, cuando Dios le entregó las tablas de la ley. Cristo se perfila como el nuevo Moisés, superior, por supuesto, al antiguo. La Ley en Mateo tiene suma importancia. Cristo en el Sermón del monte y en la Infancia, según Mateo, nos recuerda a Moisés. Esta tipología es propia de Mateo.
c) Jesús es tentado en cuanto Mesías. Lo indican claramente la estrecha relación que guarda este pasaje con la escena del Bautismo, de sentido eminentemente mesiánico, las palabras del diablo eres hijo de Dios y el tenor mismo de las tentaciones, sobre todo la última «Señor del mundo entero». El diablo intenta desviar la atención de Jesús como Mesías en otra dirección de la señalada por Dios. El deseo del diablo es que Cristo utilice sus poderes mesiánicos, recibidos de Dios para otros fines, en provecho propio y funde un reino terreno y político. Sencillamente no quiere otra cosa el diablo que Cristo se aparte del camino señalado por Dios, haciéndolo todo fácil y según capricho propio.
d) La respuesta de Jesús es clara y contundente. En efecto, es la voluntad de Dios la que hace vivir al hombre, su cumplimiento. A Jesús no se le ha señalado un camino fácil y sin tropiezos; todo lo contrario, Jesús ha asumido la naturaleza humana con todas sus consecuencias y es ésa la voluntad de Dios: frío, calor, hambre, sed, cansancio; mala inteligencia de unos, odios de otros y muerte por los pecados de todos. La boca de Dios da vida al hombre, no la propia determinación. En esa misma dirección va la segunda tentación. Cristo no ha venido a cosechar un aplauso fácil; es mucho más serio lo que tiene que realizar. La tercera se ensancha en amplitud. Nada menos que el señorío del mundo entero le ofrece el diablo; basta adorarle. Es el colmo. Cristo conseguirá el reino para sí y para los suyos mediante su muerte. Debe preceder toda una vida de contradicciones y al final la muerte. El reino de este mundo cae muchas veces bajo el poder del diablo. El futuro, el auténtico, es de sólo Cristo.
Reflexionemos:
Comienza la Cuaresma, tiempo de reflexión, tiempo de oración, tiempo de arrepentimiento. Hemos de pedir misericordia por nuestros pecados, hemos de orar intensamente para que Dios nos sane, hemos de contemplar con más detención el «misterio» de Cristo que muere y resucita por nosotros.
a). Así reza el salmo. No puede haber perdón si no hay arrepentimiento. El tiempo de Cuaresma nos invita a revisar la vida y a reconocer nuestros pecados. Y en verdad poco hay que discurrir par ver que el pecado está siempre delante de nosotros. Recurramos a la «misericordia» de Dios que se ha mostrado infinita en Cristo. El es la «justicia de Dios», es decir «la misericordia». En él alcanzamos el perdón de nuestros pecados. La petición, con todo, tiene un carácter comunitario: nuestros «pecados». No basta pedir perdón por nuestras propias faltas; es menester pedir perdón por las faltas que la Iglesia en sus miembros haya podido cometer. Nos interesa sumamente la «salud» del conjunto. La Iglesia entera quiere entrar, como comunidad, contrita en la Cuaresma. No olvidemos el aspecto comunitario de nuestra oración.
b). La oración ha de seguir adelante. Necesitamos una profunda transformación interna que nos haga más dóciles a la voluntad de Dios y más auténticos en el sentir cristiano Es el «aliento» de Dios. El conforme a las exigencias de la nueva creación que ha comenzado Cristo en nosotros, necesitamos un «Aliento» nuevo. Este es el Espíritu Santo. La Cuaresma es tiempo de vivir intensamente la vida divina que lleva dentro. La gracia de Cristo nos limpiará profundamente. Hay que pedirla.
c). Cristo vence al diablo. San Pablo nos da el resultado de esta victoria. «Por la obediencia de uno…» Cristo se sometió enteramente a la voluntad divina. Se despojó de su rango y se hizo uno de nosotros, igual en todo, excepto en el pecado. Ello nos mereció la Redención y no hay otro camino para salvarse que ese: el seguimiento de Cristo, cumpliendo la voluntad de Dios hasta la muerte. No podemos impunemente tentar a Dios. Adam tentó a Dios y se encontró con la muerte. Lo mismo hizo el pueblo de Dios en el desierto. Unos encontraron la muerte, otros tuvieron que vagar cuarenta años por el desierto. Cristo superó la prueba. No por ser hijo de Dios estaba exento de sufrimientos y penalidades. Es un error nuestro creer que por ser cristianos hemos de estar a cobijo de toda dificultad. La vida de Cristo con su pasión y su muerte deben darnos la pauta para comprender la voluntad de Dios, eres Hijo de Dios, baja de la cruz le dijeron los judíos a Cristo. Cristo era el Hijo de Dios, pero no bajó de la cruz. La cruz, en cambio le sirvió para ser exaltado hasta la derecha de Dios altísimo y ser causa de nuestra salvación. La participación de la «pasión» de Cristo es una gracia, no una pena. Cualquier contrariedad nos hace dudar de la bondad de Dios. Es un error. Miremos a Cristo.
d) «Seréis como Dioses». Esa fue la tentación. Eso es el pecado en el fondo: queremos ser como dioses. Desconfiamos de la bondad de Dios y no nos dejamos llevar por su mano bondadosa. No sabemos dejarnos amar, con amor fuerte y valiente. Sabemos adónde condujo el querer ser como dioses: la muerte. Eso es lo que precisamente nos espera, si no nos atenemos a la enseñanza de Cristo. Así camina parte de la humanidad, a la ruina. Caminemos en Cristo y hagamos nuestra su cruz.
3. ORACIÓN FINAL
Señor Jesús, el diablo te quiso separar de tu misión, quiso alejarte de lo que el Padre te pedía, y de ahí, que buscó “facilitarte” las cosas, pero te pedía un precio, …no cumplir lo que el Padre te pedía, y tenerlo a él, como tu dios… Y fue ahí, donde Tú nos dejaste tu enseñanza, haciéndonos ver que para ti, el único referente, el único sentido de tu vida, era el Padre, y que solo a Él le eras fiel, porque buscabas realizar su voluntad. Y en ese momento venciste las tentaciones aferrándote a la Palabra, buscando ser fiel a lo que el Padre te pedía, de ahí, que aunque el tentador buscaba seducirte con la Escritura, fue también con la Escritura, que Tú permaneciste fiel, por eso, ayúdanos en todo momento, a que nada ni nadie nos separe ni aleje de ti, sino que te busquemos en todo momento y seas Tú el sentido de nuestra vida, viviendo en todo momento, de acuerdo a tu voluntad, siendo fieles como lo fuiste Tú. Que así sea.